21 de enero 2011

20 años leyendo otro Chile

Grínor Rojo termina el año haciendo una revisión de su ponencia en el marco de un homenaje a nuestra editorial, denominada “LOM, Veinte años leyendo otro Chile”, realizada el día 5 de noviembre de 2010, en la Feria internacional del Libro de Santiago. Son siete planteamientos que abren un debate necesario y urgente, sobre el estado de la lectura y el pensamiento crítico, en tiempos donde la incapacidad de leer es también la de pensar.

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Chile es un país que adolece de un déficit crítico enorme. Podría dar una gran cantidad de ejemplos que prueban este aserto, pero por razones de tiempo y discreción voy a limitarme a sólo uno de ellos. Me refiero a los resultados de la encuesta ADIMARK, que hace un par de meses le dieron al presidente de la República un 64% de aprobación, diez puntos más que en la encuesta anterior. Como lo admitieron incluso los interesados en imprimirle a esa cifra alcances mayores, este nivel de aprobación era una consecuencia directa del show mediático que el presidente montó a propósito del rescate (en sí mismo muy loable, por cierto) de los treinta y tres mineros accidentados en la mina San José de Copiapó. Cualquier persona con una capacidad mínima de crítica, pudo percatarse de que lo que se estaba consumando a lo largo de aquellos días interminables era el aprovechamiento desvergonzado de una circunstancia penosa cuyas causas últimas hay que buscarlas en el orden social y económico dentro del cual el propio presidente es un operador experto. Como se recordará, éste usó todos los medios de comunicación privados y públicos de que dispone, y que no son pocos, no para que la población chilena reflexionara acerca del suceso y sacara de esa reflexión las enseñanzas que debía sacar, sino para impactarla en su beneficio. Y, si hemos de concederle crédito a la encuesta ADIMARK, lo logró y nada impide que lo logre de nuevo echando mano de una situación parecida.

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El déficit crítico al que yo acabo de referirme tiene que ver con la capacidad de pensar, ni más ni menos. En otras palabras, tiene que ver con la capacidad de incorporar en nuestras conciencias los datos de la realidad y de construir argumentos a propósito de ellos, lo que se produce cuando vinculamos a unas proposiciones con otras, inferimos conclusiones lógicas y adoptamos, a partir de esas conclusiones, decisiones fundadas. Esto, precisamente, es lo que nos está faltando hoy a los chilenos.

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¿Dónde y cómo se adquiere esa capacidad? Se adquiere en las páginas de los libros y leyéndolos bien, esto es, descifrando (del árabe slfr, “vacío”, “cero”, leo en el Breve diccionario Etimológico de Joan Corominas) competentemente los signos que ellos nos proponen. Es decir que leer es llenar un hueco, es poner significado donde no lo hay, y en Chile, amigos míos, de acuerdo al último estudio (el tercero) sobre “Hábitos de lectura, tenencia y compra de libros”, realizado por la Fundación La Fuente, con la colaboración de ADIMARK GFK, en 2010, hay un 45,7% de personas que confiesan que no leen “nunca” y un 7,1% que confiesan no leer “casi nunca”, lo que suma un 52,8% de “no lectores”. Más grave aún es que, según un estudio anterior de esa misma Fundación, el 24% de los chilenos mayores de cincuenta años y que fueron a la escuela, son hoy analfabetos funcionales, o sea que esas son personas que leen pero no entienden lo que leen, en tanto que si recurrimos a las cifras de otra encuesta, ésta del grupo educacional 2020, nos enteramos de que el 40% de los jóvenes que salen de la enseñanza básica está en similares condiciones. Y si buscamos más arriba de los niveles básico y medio, el panorama tampoco es mejor: en la más reciente Prueba de Selección Universitaria (PSU 2010), hubo cuatrocientos cincuenta y tres puntajes nacionales en matemáticas (puntajes por sobre los ochocientos cincuenta puntos) y sólo tres en lenguaje (puntajes por sobre los ochocientos treinta y seis puntos. No es que yo esté en contra de las matemáticas, por supuesto, pero la diferencia es francamente ridícula. Un poco más y nos estaremos comunicando con números…). La conclusión que podemos sacar de estas varias mediciones no puede ser más clara. Los chilenos o no están leyendo, o están leyendo mal, o si alguna vez leyeron a estas alturas se les olvidó. En la pugna entre la letra y la imagen mediática, esta última es la que está ganando la partida. Los niños “no leen”, es lo que se escucha a menudo y ya sabemos por qué, porque los niños están sentados frente al televisor o peleando guerras electrónicas en el computador.

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La incapacidad de o para leer es incapacidad de o para pensar. El gran beneficiario de esta situación de menoscabo es, qué duda cabe, el poder que nos subyuga (el que nos pone bajo su yugo). A ese poder que nos subyuga le conviene que la gente no lea, porque de esa manera esa gente no piensa y si no piensa es más fácil gobernarla, lo que constituye el fin supremo y reconocido en forma expresa para un número cada vez mayor de los políticos actuales (aludo a su declarada aspiración a la “gobernabilidad” o, con un término aún más horrible que ése, a la “gobernanza”). Pero este deseo no es nuevo. En Chile la ley de Instrucción Primaria Obligatoria se aprobó recién en 1920, treinta y seis años más tarde de que se aprobara una ley análoga en la Argentina, y no por casualidad, sino que en ese entonces también en aras de (aún no existía la palabra, pero la “cosa” sí) gobernabilidad. Para ponerme algo más cerca de un tema que me toca profesionalmente, no tiene nada de extraño que en estas condiciones el Consejo Nacional de la Cultura, que el presidente Ricardo Lagos creó en 2003 y que fue una buena iniciativa sin duda, no se dedique a formar la biblioteca de autores clásicos chilenos cuya constitución en cualquier país culto sería de máxima prioridad (entre las recientes decisiones a este respecto estuvo la de rechazarle a mi amiga la doctora en literatura Natalia Cisterna un excelente proyecto de edición crítica de la obra narrativa completa de Marta Brunet con el argumento contradictorio de que, aun cuando su propuesta entrañaba un “gran aporte cultural” para Chile, ella podría “tener mayor proyección”, por lo que su calificación de “impacto y proyección cultural” llegó a sólo ochenta puntos dentro de cien. Estoy citando verbatim, según el informe que emitió el evaluador), sino a financiar una kermesse detrás de la otra. Catorce, en 2008, según las cuentas que sacó la ministra de entonces la eximia actriz Paulina Urrutia. Desconozco las cifras para 2009 y 2010.

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Para ahondar en estas consideraciones, déjenme decirles ahora que cuanto acabo de anotar es congruente con el nivel de maduración que ha alcanzado la reactivación neoliberal y globalizante del capitalismo que se echó a andar entre nosotros en los tiempos de Augusto Pinochet y que los gobiernos de la postdictadura no sólo no cambiaron sino que profundizaron. Ese capitalismo, que según les escucho a las autoridades actuales debiera empujarnos hasta el desarrollo en el 2018 (¿Qué clase de desarrollo?, me pregunto. En una economía en que el cincuenta por ciento de las exportaciones son de un solo producto y en que la desigualdad de ingresos es una de las peores del mundo…, ¿qué clase de desarrollo?), no es sólo un sistema económico sino un sistema de vida. Por lo mismo, el estado de decaimiento de nuestro campo cultural obedece, no puede menos que obedecer a una relación que es directamente proporcional al funcionamiento del modelo económico. O, mejor dicho, existe en una relación correlativa al incremento de las peores manifestaciones que este último secreta: la banalización, la superficialización, el envilecimiento sin tasa ni medida.

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Frente a todo esto, yo estoy convencido de que el libro y la letra son armas de liberación, más eficientes y mejores que todas las demás que se conocen –desde luego que más eficientes y mejores que las que portan los hombres de uniforme– y que renunciar a su uso o reemplazar su uso por el de las otras armas, además de constituir una renuncia de hecho al ideal democrático, constituye una renuncia al proyecto emancipador de la modernidad en su conjunto. Esto significa que yo estoy convencido de que aprender a leer, y a leer bien, es aprender a ser sujeto, y que aprender a ser sujeto es una precondición para aprender a ser ciudadano, así como para oponerse de ese modo, con una inteligencia libre y plena, a los deseos brutalizadores de un poder cuyos tentáculos son hoy más largos y más ávidos de lo que nunca imaginaron Andrés Bello, Domingo Faustino Sarmiento, Valentín Letelier o cualquiera otro de nuestros letrados ilustres. Incluso Antonio Gramsci, que tan bien distinguía entre el dominio por la fuerza y el dominio por la persuasión, se habría quedado con la boca abierta al ver los extremos de  voracidad e impudicia a que el capitalismo llega hoy entre nosotros.

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Finalmente, en la tarea liberadora que a mi juicio nos está haciendo falta el esfuerzo que realizan las editoriales independientes es tan heroico como imprescindible. Porque no son las grandes transnacionales del libro, las de circulación y ventas garantizadas, las que nos van a abastecer con los instrumentos que se requieren para una efectiva emancipación de nuestras conciencias. Ésas son empresas comerciales, para las cuales el lucro es la primera y la última de sus preocupaciones, por lo que lo que la mayoría de ellas hacen es abundar en el terreno de lo consabido o, lo que es lo mismo, convertir a la farándula en letra (o la letra en farándula, ya que para el caso el orden de los factores no altera producto). Los editores independientes, en cambio, y esto lo digo con mucha pena y sin ninguna complacencia, son los refugios (cada vez menos y cada vez menos poderosos) que a los habitantes de este país nos van quedando en nuestro raudo y a lo que se ve, imparable progreso en pos del suicidio cultural.

(Santiago, 1941). Ensayista y crítico literario chileno. Es autor, entre otros, de los libros Discrepancias del Bicentenario (Lom, 2010) y Clásicos Latinoamericanos. Para una relectura del Canon (Lom, 2011).

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