05 de julio 2017

Nuestra catástrofe

Para Juan Manuel Garrido

Hay cierta confusión, y esa confusión será nuestra ruina
Franz Kafka

 

La impresionante facilidad con la que usamos las palabras. Nuestro oído se ha ido acostumbrando a la repetición y ya no pasa un día sin el anuncio de una nueva catástrofe: ambiental, social, política, económica, personal. Aquí o allá, de mayor o menor magnitud, las catástrofes no paran de multiplicarse, potenciarse o sumarse. Imposible retener su singularidad, y entonces parecemos movernos entre una escatología general que busca y descifra los signos del fin (el nuestro no menos que el del planeta, el universo, la vida) y la banalidad total de la repetición, con su ritmo noticioso, a veces fugaz. Por todas partes una acumulación de catástrofes que o se olvidan o se disponen como signo, borrándose en la generalidad, concediendo el perverso goce de la confirmación: sí, el fin se acerca.

Hay, por supuesto, razones de sobra para inquietarse. La creciente interconexión de las catástrofes, el avance de la amenaza a escala planetaria, la imposibilidad de circunscribir los efectos a una ciudad, un conjunto de personas, un mes del año, todo eso es real y constatable. La polución en una ciudad, en Santiago por ejemplo, no solo afecta al territorio de Santiago ni tampoco exclusivamente a sus habitantes. Mucho menos puede decirse que la polución que hoy se vive no tenga efectos en diez, quince, veinte años, aun cuando por obra de no sabemos qué fuerza se detenga hoy mismo y podamos al fin ver la Cordillera sin necesidad de dos días de lluvias que, a su vez, terminarán por inundar una parte de la ciudad o incluso dejar sin agua potable a una parte, siempre la misma, de sus habitantes. Lo que llamamos catástrofe política no escapa tampoco a esa ley: los efectos de las políticas implementadas por la administración Trump en Estados Unidos no pueden circunscribirse solo a sus trescientos millones de habitantes, a sus diez millones de kilómetros. Tampoco a los que hoy viven allí ni a los que habitamos hoy el mundo. Los efectos, que todavía no somos capaces de dimensionar, tienen lugar a escala planetaria y es posible que sigan afectando a millones y millones de personas cuando ya todos los que lo vivimos el período estemos muertos. Pero esa catástrofe tampoco es aislable, sabemos que se encadena con la tragedia de una apatía generalizada, no menos que con la desconexión de las capas progresistas con la realidad concreta de una masa creciente de precarizados y precarizadas. Y una vez más, las consecuencias medioambientales, económicas, psicológicas, sociales no se dejan calcular. Una línea de Hamlet podría ser el epígrafe: «Cuando llegan las penas, no vienen nunca como espía solitario, sino en batallones».

¿Cómo dimensionar entonces la catástrofe, cómo calcular los efectos? Una cantidad inédita de científicos y paracientíficos han invadido no solo las pantallas de televisión y los programas de radio, están presentes también en cada política pública, en cada decisión empresarial. Un sinfín de comisiones, reuniones, de acuerdos y legislaciones intentan hacer el cálculo, establecer parámetros, convencer a la población y a los responsables políticos de las decisiones. Sabemos, por ejemplo, que la temperatura superficial global va a aumentar entre 0,3 y 4,8 grados centígrados, dependiendo de las medidas que los diferentes países puedan comprometer [1]. En el mejor de los casos, los efectos serán terribles; en el peor, zonas enteras del planeta serán inhabitables, lo que supone no solo el desplazamiento forzado de enormes masas de población hacia zonas habitables, sino también la destrucción de ecosistemas completos y la necesidad de encontrar nuevas formas para generar energía y abastecer de agua y otros servicios básicos a la población sobreviviente. Ese conjunto de informaciones ha hecho que hoy prácticamente todas las democracias occidentales tengan una oficina dedicada a los problemas medioambientales (en Chile, desde 2010, el Ministerio del Medio Ambiente) y toda candidatura relativamente seria esté obligada a incluir ejes programáticos en torno a la crisis ecológica. Junto a eso, una capa de la población parece lentamente ir tomando conciencia, al menos a escala individual, de sus responsabilidades con esa abstracción que todavía llamamos «el planeta». En Chile, el terremoto de 2010 y los recientes incendios en Valparaíso han acarreado una gran, pero aún insuficiente, cantidad de discusiones, propuestas y reflexiones en donde se mezclan desde sistemas de alerta temprana hasta rediseños urbanísticos completos de la ciudad, pasando por ontogeografías y planes insurreccionales.

A pesar de todos los discursos movilizados, no tenemos idea de la catástrofe que vivimos. Entre una naturaleza tomada como destino y un destino tomado como naturaleza, la encrucijada parece resuelta de antemano. Misticismo y escatología comparten una imagen común de la catástrofe que la deja impensada, y que por lo mismo en un caso hace las veces de fuerza movilizadora, en el otro de horizonte inevitable («a menos que…», como en toda escatología). El ecologismo radical de grupos como Earth First! es ejemplo de la segunda alternativa. En su declaración se lee, por ejemplo, «El futuro mismo de la vida en la tierra está en peligro. La actividad humana, desde la caza a la destrucción del hábitat, ha llevado a innumerables especies a la extinción, y el proceso no hecho más que acelerarse. La destrucción de la tierra y sus culturas indígenas sustentables ha conducido a la tragedia en cada rincón del globo» [2]. Más radical, pero en la misma línea, Liam Sionnach apunta: «Una poderosa lucha ecológica contra el industrialismo y el capitalismo es la única fuerza social que puede prevenir la catástrofe futura del eco-fascismo, la única que puede atacar y destruir el sistema dominante del capital» [3]. Ante la inminente desaparición de la vida en general, solo quedaría elegir ecología o barbarie. El desastre causado por la técnica, o más groseramente dicho: por la cultura, es hoy nuestro destino más seguro. Del otro lado, que podemos llamar místico, en una columna que exige ser tomada en serio, Hugo Herrera escribe: «La falta del cincel de la guerra o la cultura, que en otras latitudes esculpe naciones, en Chile es suplida por los elementos (…). Ante tan masiva evidencia, no es aventurado sugerir que nuestro modo de ser nacional es “elemental”, en el sentido preciso de que se halla vinculado atávica y trágicamente a la tierra, el fuego, el aire, el agua (…). Ante la disgregación social, la política ha de reparar en el potencial identitario de los elementos: frente a ellos las divisiones sociales e incluso las discursivas ceden» [4]. La catástrofe, Herrera habla de los terremotos y los incendios, no solo nos volvería a recordar lo esencial sino además y sobre todo permitiría encontrar la totalidad necesaria a la identidad nacional. Lo que para Hegel fue la guerra, para Herrera son los elementos. Salvo, por supuesto, que la guerra supone un enfrentamiento y el llamado de Herrera es la identificación, a la comunión, al rencuentro con lo elemental. Dicho brevemente: a la aceptación de la naturaleza como destino.

Pero no tenemos idea de la catástrofe que vivimos. Y eso en los dos sentidos que permite la frase: a pesar de las comisiones de expertos, no es posible dimensionarla; a pesar de los discursos, tampoco tenemos una idea, un concepto para lo que sucede. Esa sea quizás la verdadera catástrofe, la que moviliza esos discursos: ya no tenemos un arquetipo de la catástrofe. Repetimos sin cesar esa palabra, se la asignamos a un sinnúmero de situaciones, pero nos sigue siendo ajena.

Jean-Luc Nancy ha dado cuenta de ese problema en La equivalencia de las catástrofes: «el desenlace de la tragedia griega en la katastrophe llevaba al drama al mismo tiempo hacia su extremo y hacia su resolución. Purificación, expulsión, conjuración, abreacción, despojo, como se quiera: la historia de las interpretaciones de la katharsis es interminable. Pero esa historia es también la historia de nuestra obsesión: nunca hemos recobrado el sentido de la tragedia, suponiendo que haya un sentido que recobrar y que el “sentido” no sea siempre lo que se inventa, nunca lo que se recupera. Ya no estamos ni en el sentido trágico ni en eso que, con el cristianismo, supuso trasponer y elevar la tragedia a salvación divina» [5]. ¿Dónde estamos entonces? Si ya no en la katharsis de los místicos de la catástrofe ni en la salvación de los escatológicos, ¿dónde? Esa imposibilidad de localización es, a decir verdad, el problema. No hay ningún sentido que recobrar, pero lo que pasa tampoco se deja pensar como horizonte. Vivimos el «después de la catástrofe», no en el sentido de un fin, como si todo estuviera ya consumado, sino en el sentido preciso de no tener ya un sentido, de ni siquiera poder pensar nuestra catástrofe. Sin eso, ninguna solución técnica, ninguna mistificación, ningún anuncio del fin puede tomarse en serio. Ya no somos griegos, ningún uso de la etimología nos va a devolver la experiencia ni nos va a permitir pensar lo único que hay que pensar: lo que pasa.

*

Pd. En otro registro, pero que coincide y en todo caso antecede al de la catástrofe, uno de los personajes de 2666 de Roberto Bolaño dice: «Y es curioso, pues todos los arquetipos de la locura y la crueldad humana no han sido inventados por los hombres de esta época sino por nuestros antepasados. Los griegos inventaron, por decirlo de alguna manera, el mal, vieron el mal que todos llevamos dentro, pero los testimonios o las pruebas de ese mal ya no nos conmueven, nos parecen fútiles, ininteligibles» [6]. Bolaño, me parece, quiso llevar a cabo ese proyecto, con todas las dificultades que supone. Sus novelas están cruzadas por esa búsqueda de una escritura (es decir, una presentación y no una representación) del mal que sea la de nuestra época, una en que nos podamos mirar y quizás horrorizarnos, pero una imagen que esté a la altura de lo que pasa.

Quizás habría que releer así estos versos de Los detectives:

«Soñé con detectives perdidos
en el espejo convexo de los Arnolfini:
nuestra época, nuestras perspectivas,
nuestros modelos del Espanto» [7]

La literatura, una vez más.

 

Notas:

1: http://www.climatechange2013.org/images/report/WG1AR5_TS_FINAL.pdf
2: http://earthfirstjournal.org/about/
3: http://theanarchistlibrary.org/library/liam-sionnach-earth-first-means-social-war-becoming-an-anti-capitalist-ecological-social-force. El subrayado es mío.
4: http://www.latercera.com/voces/politica-elemental/
5: Jean-Luc Nancy, L’Equivalence des catastrophes (Après Fukushima), Paris, Galilée, 2012, p. 20.
6: Roberto Bolaño, 2666, Barcelona, Anagrama, 2004, p. 337-338.
7: Roberto Bolaño, La Universidad Desconocida, Barcelona, Anagrama, 2007, p. 340.

Ilustración: Daniel Aguilera
http://registrodetrazo.blogspot.fr/

 

Administrador público de la Universidad de Chile, Magíster en Pensamiento Contemporáneo del Instituto de Humanidades de la Universidad Diego Portales y Doctor de la École Normale Supérieure de Paris. Ha traducido, entre otros, a Jean-Luc Nancy, Serge Margel, Maurice Blanchot y Jean-Christophe Bailly. Ha escrito también algunos artículos sobre pensamiento francés contemporáneo.

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