23 de noviembre 2018

DOS TRABAJOS IMPAGABLES

a Lucía Núñez

1

Un verano trabajé en la piscicultura de Los Molles. Necesitaba plata para pagarme las cervezas y los completos que por las noches me iba a zampar al Rey del Churro, la única fuente de soda que en aquellos tiempos uno podía encontrar abierta hasta tarde. Qué mejor cosa que una pega en la playa, decía yo. Pero durante el tiempo que trabajé ahí jamás pude acercarme al mar. Primero debí manejar un taladro infernal para montar unas repisas donde se criaban abalones. Tampoco probé el famoso abalón porque todo lo que ahí se criaba se exportaba. La empresa era canadiense, pero tanto el gerente como los trabajadores y el capataz eran gente de la zona, de Cabildo, La Ligua, Pichidangui, Pichicuy, Villa Huaquén, Los Molles. Lo mejor de esa pega era la hora de la comida; bajo un galpón, dos señoras preparaban charquicán, humitas, pescado frito, porotos granados y cazuela de pava. Era tanto lo que comía que echar una pestañita era de rigor luego de darle un par de piteadas a uno de los tremendos canutos que circulaban libremente después del almuerzo. Cuando cerraba los ojos, echado sobre unas cajas de cartón, el oleaje se escuchaba nítido hasta que alguien pegaba un chiflido y había que volver a la pega. Por la noche, cansado, me acodaba en la barra del Churro a ver televisión y a mirar fotos en sepia en las que aparecían los famosos abalones. Tiempo después, cuando el verano llegaba a su apogeo, en la piscicultura tuve que aprender a manejar un cautín para perforar unas planchas gigantes de fibra de vidrio. Me dijeron que eran para los abalones más grandes y yo, entusiasmado, pensé que por fin podría bajar a la playa donde estaban los criaderos, conocer al preciado molusco que al fin y al cabo me estaba pagando el verano. Pero el maldito cautín era difícil de manejar; se me fue la mano muchas veces, los hoyos que yo hacía no servían porque los alambres quedaban bailando y al final de todos esos intentos resultaron unas involuntarias esculturas inclasificables todavía para cualquier curaduría de arte contemporáneo. Al verlas, el capataz, enojado, bruscamente me quitó el cautín y me mandó de vuelta a trabajar con el temible taladro, herramienta quizá más limitada en términos creativos. Esa misma tarde, cansado y cabreado, iba saliendo de la piscicultura cuando el gerente, al lado del capataz, me chifló para que me acercara. Lávame la camioneta, dijo señalando una Luv roja. El sol se reflejó en el capó y me dio de lleno en la cara. Allá está la manguera, agregó el capataz, con una sonrisa burlona. Fui hacia la manguera, giré la llave y me mojé el pelo. Al levantar la vista, alcancé a ver al gerente entrando en una de las oficinas. Miré la camioneta: se veía reluciente, los neumáticos parecían nuevos. El capataz, casi corriendo, se acercó y dijo ¿qué te pasa?, yapo, partiste a lavarla, no tenemos toda la tarde culiá pa’ esperarte. No le hice caso y entré a la oficina. El gerente estaba hablando por teléfono y al verme entrar con el pelo mojado puso cara de sorpresa; a su lado había una concha de abalón gigante. Era realmente bonita. Unos colores que cambiaban de tonalidad al más mínimo movimiento de los ojos. Unos hoyitos que parecían hechos a mano (o con cautín) la bordeaban, y brillaba, brillaba intensamente. El gerente tapó el auricular y me dijo: ¿qué hueá te pasa? No es que… es que la camioneta… la camioneta no la voy a lavar. Abrió más los ojos y se rió. Destapó el auricular y siguió escuchando, sin dejar de mirarme; luego, con la otra mano abrió un cajón del escritorio, sacó una chequera, escribió una cifra corta, firmó y me tendió el cheque. Al salir de ahí, aún veía bailar las pintitas brillantes de la concha de abalón.

2

Este otoño trabajo para uno de mis ex−profesores de la universidad. Como con la más emblemática y añeja casa de estudios privada del Estado no alcanza, el profesor cada tanto se consigue algún pololito en el Ministerio de Educación y así vive en el barrio alto y alimenta una biblioteca no tan grande pero selecta. Entre mis tareas se encuentra el diseño de preguntas sobre literatura y lenguaje para la prueba nacional de selección universitaria. Me encanta la pega; hacer preguntas literarias, pienso, es una ocupación de alto nivel intelectual, y gozo cuando me preguntan en qué trabajo y contesto misteriosamente: hago preguntas. Toda una onda detectivesca, además, rodea el asunto, porque obviamente no puedo andar ventilando por ahí las preguntas que hago. Soy un investigador encubierto, puede decirse. Nadie me ha hecho firmar nada, no hay contrato alguno y los créditos de las preguntas corresponden, desde luego, al profesor. Mi nombre no aparece y el profesor me guiña un ojo cada vez que le entrego un disquete con las preguntas: no hay autor, dice con la boca torcida, como el borramiento de Juan Luis Martínez, y me palmea la espalda. Mi primer sueldo es más bien miserable pero eso no me importa al pensar que con el tiempo las cifras irán aumentando. Pero las cifras no aumentan y poco después, ya entrado el invierno, el profesor se compra un auto grosso. No conozco de autos pero su auto es grosso. Eso coincide con el primer rechazo a mis preguntas. Están demasiado fáciles, me notifica el profesor, en el ministerio las calificaron mal. Me aboco entonces a hacer preguntas difíciles, a introducir nociones de retórica literaria, a preguntar acerca del funcionamiento de tropos en poemas como los de Lezama Lima. Te fuiste a la chucha, me dice el profesor cuando nos vemos otra vez a bordo de su auto grosso. Pero tranquilo, agrega, no importa, estos sacosdehuea en su puta vida han sabido qué chucha es una metonimia, no es culpa tuya, pero trata de dosificar, concluye al entregarme un billete de diez lucas. Es un invierno malo; ando mal, mis amigos andan mal, y cada fin de semana nos juntamos a patear la perra, a curarnos, a comer completos y a mandarnos a la mierda. Mis preguntas dosificadas son una porquería y no sirven ni para parar la olla. Las entregas de diez lucas se van espaciando, y una noche, luego de bajarme del auto grosso del profesor, me asaltan y me quedo pato. Hago esa misma noche un recuento de las preguntas que he hecho, las fáciles, las difíciles, las dosificadas, y me sorprendo: en total, suman una buena plata, de la cual sólo me han pagado un tercio. Llamo al profesor, le cuento lo del asalto y le pido lo que me debe. Chucha, tranquilo, me dice, ven a tomarte un vodka y conversamos. Pienso en su auto grosso, en su biblioteca selecta y le pregunto: qué vodka. El mejor poh, cuál más. Ven a buscarme entonces, no tengo plata. Te pido un taxi, me dice. La vida es sintaxis, le digo. No creo, me dice, la vida no tiene una estructura gramatical. Lo pagas tú, supongo. Chucha, tranquilo, claro, lo pago yo. En una hora estoy en su casa con un vaso del mejor vodka en la mano. Hay dos pares de rayas de coca sobre una mesa de vidrio; voy por las mías, él va por las suyas y de pronto descubrimos que no tenemos de qué hablar, que ni de cerca somos amigos. El silencio es pesado. Anda a dejarme a la casa mejor. Sí, me responde. Pero antes págame. No puedo pagarte todo ahora. Miro su biblioteca selecta. Págame. Tengo que pasar a un cajero. Salimos, nos subimos a su auto grosso y en una esquina frena, se baja y desde el asiento del copiloto lo veo meterse al cajero y sacar el dinero, mirándome de reojo. Me dan ganas de saber manejar, de tomar el volante y rajar. Vuelve, se sienta, me pasa la plata y dice: las preguntas que te rechazaron no se pagan. Lo miro, prendo la luz del auto grosso y cuento el dinero. No puedo creer que contís la plata delante mío, culiao, aquí no estamos en la feria. Me meto la plata al bolsillo y me bajo del auto grosso. Una última pregunta, una pregunta gratis, digo, asomando la cabeza por la ventana: si la vida no tiene una estructura gramatical, ¿por qué el sujeto profesor se comporta (verbo reflexivo) como un conchesumadre?

 

Foto: Paulo Slachevsky

(Guayaquil, 1977). Escribió el libro de crónicas Perdido, los poemarios Peatonal, Yo ya y los fragmentos de El piano de Waldstein, además de la nonononovela En pana. Coedita le revista cartonera PUF! en la colonia Obrera de la Ciudad de México.

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