29 de enero 2015

Antropología del fascismo chileno I: La Cocina

1.- La cocina.

La cocina se constituyó en la imagen política del año 2014. A través de ella se gestó la Reforma Tributaria y, en conjunto, con ella se desplegó el espectáculo mediático con sus Reality Shows. La cocina es la imagen con la que el año 2014 implementó la ilusión del ascenso, y el espectáculo caníbal del neoliberalismo chilensis.

Más privada que todo lo privado, siempre dispuesta tras la pompa de los comedores, la cocina es uno de los lugares en los que el poder encuentra su gloria. Visita de embajadores, reuniones de ministros, atención de un huésped, conspiración contra el enemigo, situaciones todas en las que la cocina resulta el soporte material de la gloria del comedor. La cocina es el lugar más cerca del poder. Le alimenta, si se quiere. Le ofrece las mejores recetas que, sin embargo, el poder determina.

Pero también, en cuanto soporte, la cocina es un lugar escondido. Todo lo que el comedor muestra la cocina esconde. Todo lo que el comedor tiene de camaradería, la cocina lo tiene de explotación. En ella, quedan los restos de los grandes banquetes, en ella habitan los siervos y no los amos. Es el lugar del servicio, del delantal, del silencio. El comedor, es el lugar del placer, de la exuberancia, del habla. La cocina es habitada por los balbuceantes, el comedor por los hablantes. La cocina transcurre por el reino de la necesidad, el comedor por el de la libertad. Incluso más: la cocina es valorada por el futuro (por aquello que va a dar como fruto), de ahí su carácter servil. El comedor lo es por su presente (por aquello que se disfruta), de ahí su dimensión gozosa. La partición cocina-comedor se duplica en la partición temporal ente futuro y presente: el futuro será siempre el tiempo privilegiado de los sirvientes, el presente lo será de los verdaderos amos. Los sirvientes sufren, trabajan, mueren incluso, los amos ríen, juegan y viven.

Si bien, la cocina no está del todo al alcance del poder, tampoco el poder está del todo al alcance de la cocina. En ella, el poder se juega en secreto. El peligro reside en la cocina, no en el comedor. En este último, el poder se exhibe abiertamente, en la primera, el poder opera en las sombras. Por eso, la cocina es también un campo de resistencia: desde el envenenamiento al amo, hasta el pequeño pelambre en el que el poder es llevado a juicio popular. Más aún, el terreno ensombrecido de la cocina hace posible que el amo encuentre en ella, el lugar en que puede desatar sus más ocultas pasiones con la sirvienta de turno: la violación. La cocina es el lugar en el que al amo le es lícito descender a las sombras y, a su vez, a los sirvientes ascender a poder tener un sitio cerca del amo. Seguramente, gran parte de la historia de América Latina pasa por ahí.

La opacidad de la cocina se debe a la extraña alquimia que en ella tiene lugar. Una  transformación que va desde la rudeza de la naturaleza a la suavidad de la cultura, una pequeña industria que hace “asimilable” algo de suyo inasimilable, que hace asible lo que en sí mismo parece inasible. La cocina es, por tanto, el dispositivo de constitución de las pasiones o, para decirlo más abiertamente: la cocina es el mecanismo que produce a la humanidad del ser vivo hombre. Lo crudo se transforma en cocido, lo que no puede comerse ahora se vuelve comestible. En la cocina los pescados son privados de sus escamas, las vacas de su pelaje, las verduras y frutas de sus cáscaras o suciedad. Todo lo que la cocina toca es higienizado. Y no sólo hoy, sino también ayer, cuando la invención del fuego se expandió en paralelo con la vida que, nosotros, calificamos como “humana”. El fuego extirpaba la comida de sus males y reunía bajo su luz a la tribu, a la ciudad, o al rey con sus vasallos.

La cocina es un procesador de cadáveres. Acaso su lugar secundario tenga que ver con su relación a la muerte. El siervo procesa y trabaja a la muerte. Hace todo con la naturaleza, así como también, se hace a sí mismo. Trabaja a la muerte y con la muerte. El siervo se encuentra en dos muertes: la del animal que debe procesar y la del amo que no quiere imaginar. La cocina es, en ese sentido, el lugar de un silencioso sacrificio. La violencia sacrificial encuentra en la cocina su antesala favorita. Antes del ritual en la que la comunidad devora a sus criaturas y se conecta así con los dioses, la cocina prepara la escena y al chivo a sacrificar. Si en alguna época la violencia sacrificial se exhibía públicamente en los altares de las pirámides o en los juegos de los nobles, se sometió a una precisa tecnología de sublimación en la que se la ha ido exluyendo cada vez más de su gloria. Paso que atraviesa las formas del poder soberano clásico hacia las formas del poder gubernamental contemporáneo. Nadie quiere ver sangre, pero la sangre brota por todos lados. Todo se pretende más quirúrgico, la guerra, por ejemplo, también la cocina.

En cuanto resto de la pompa sacrificial, la cocina sigue siendo el lugar de la obediencia. La orden se anuda allí bajo el llamado de una campana, del grito desaforado o no del amo, o del silente reloj que indica, tanto los tiempos de cocción como aquellos de degustación. La orden es doméstica como lo es la cocina. La orden es siempre, por tanto, perteneciente al reino que Aristóteles denominó oikós y que, gracias a la potencia imperial del cristianismo, habrá emancipado a la “economía” de su tradicional domesticidad, desplazando así a la violencia sacrificial cada vez más al campo de lo privado (como lo que Foucault llamó “gubernamentalidad”).

En efecto, en el libro I de La política Aristóteles subrogaba al campo de la oikonomía, junto al esclavo, al niño y a la mujer. Al remitir a la mujer al campo de lo privado la filosofía se ensambla al interior del engranaje económico-político de Occidente en el que la partición cocina-comedor constituirá la matriz de la partición mujer-hombre. Para la mujer –en cuanto sirviente– le estará atribuida la economía doméstica de la cocina, para el hombre –en cuanto amo– le estará reservado la acción público-política del comedor.

Los siervos cocinan, los amos devoran. Pareciera ser ésta la fórmula vigente en la división mundial-sexual del trabajo que explicita que sólo los amos tienen el poder de muerte. Sólo el amo ejerce tal poder, sólo el amo es capaz de destruir a otro. Así como destruye la comida en su boca, también puede destruir todo lo demás, y devorarlo si es que tiene vocación imperial. Los siervos, en cambio, cocinan, pero pocas veces devoran. Muchas veces lo ansían, pero apenas lo logran. La Revolución Francesa, quizás, habrá sido uno de esos extraños momentos.

Toda cultura habrá de pasar por la cocina, todo país se habrá construido desde allí. Sobre todo en América Latina donde los “indios”, mestizos y proletarios –todos aquellos que no han pertenecido a la “hacienda”– han hecho de la cocina su patria. En efecto, toda hacienda implica una enorme cocina. Desde el siglo V a.c. la cocina se diferenció respecto de otros lugares, pero sólo en la época burguesa ésta se incorpora con pleno derecho al interior de la casa. Pero también la hacienda implica un gran número de esclavos primero, de empleados después, cuando en la época burguesa, esta es interiorizada en el oikos, y luego en los pequeños departamentos reproducidos por doquier, en los que, a veces, cocina y comedor se indistinguen sintomáticamente. Una indistinción que nos exhorta a reflexionar sobre el modelo neoliberal de la cocina o, lo que es igual, acerca de las formas neoliberales de la esclavitud.

Ahora bien, el “buen gusto” no pertenece a los sirvientes, sino a los amos. El “buen gusto” como disposición estética históricamente formada, no puede más que constituir un refinamiento exclusivo de los amos. Es lo que distingue a los amos de los sirvientes. Es la diferencia entre la cocina y el comedor. Sólo los amos están autorizados a disfrutar, los sirvientes han de trabajar. Por eso, el “buen gusto” es signo del poder, aquello que el sirviente porque lo desea no puede alcanzar.

 

2.- La copia feliz.

El himno patrio afirma la siguiente frase: la “copia feliz del Edén”. En otro lugar señalé cómo en dicha afirmación se tramita la imagen de Chile[1]. Chile es una copia. Si acaso los países pueden ser efecto de la reproductibilidad técnica, la copia de Chile no es una copia entre otras. Es una copia “feliz”, adjetivo que signa la diferencia jerárquica entre la copia chilena y las otras copias. Un adjetivo que, en rigor, es un operador político que instituye una relación aspiracional de Chile en cuanto copia con el Edén, en cuanto original. En efecto, la historia de Chile podrá leerse como a la luz de la tragedia entre una copia que se pretende diferente jerárquicamente a las demás copias y un Edén que parece ser inalcanzable por más “feliz” que podamos ser. La “copia feliz del Edén” articula el modo de concebir el poder en Chile, la matriz desde la cual se estructuran los lazos sociales, el escenario desde el cual hacemos la experiencia del otro.

La existencia entre una copia y un original ya establece una relación jerárquica. Pero, al situar el adjetivo “feliz” ésta copia parece mirar exclusivamente al original. Y el original, que el himno patrio denomina con el término teológico de “Edén”, puede asumir diferentes formas. Francia en la primera mitad del siglo XIX, Alemania en la segunda, y los EE.UU. desde la segunda mitad del siglo XX. El original funciona, además, como “ejemplo” instituyendo desde la copia una relación mimética para con el original. La copia será “feliz” sólo si se parece al original.

La copia será “feliz” si asume como rasgos suyos aquellos pertenecientes al “ejemplo”. En ese sentido, la experiencia de la “copia feliz” se puede formular en los mismos términos en los que Freud describía la relación del yo para con el superyó: “sé como el Edén, pero jamás seas el Edén mismo”. Así, la “copia feliz” se inscribe en una relación inmediatamente jerárquica orientada a asimilarse lo más posible con la figura del Edén. Nunca podrá ser el Edén, porque tendrá la mala fortuna de ser una copia. Pero, al menos, podrá aspirar a ser la mejor entre todas. Ser la “mejor” significará asimilarse lo más posible al Edén de turno: Francia, Alemania o los EE.UU.

Pero, ser una “copia feliz” significa, al mismo tiempo, ser “infeliz”. El rasgo más decisivo es que la copia aspira a la felicidad al acercarse al Edén, pero inmediatamente constata que no es el Edén, que es tan solo una copia. La felicidad y la infelicidad son aquí dos caras de una misma lógica con la que funciona el poder en Chile. Se trata que unos sigan a otros. Pero a nadie chileno, sino a un Edén extranjero. Se trata de conducir, por tanto, a otros con ideas, imágenes, figuras ideales. Se trata, de mantener a Chile como cocina no como un comedor.

Desde un punto de vista teológico, se podría decir: Chile es un país de ángeles, se obsesiona con los procedimientos, las órdenes, la jerarquía, la mímesis. Como tal, se ofrece como el reflejo mismo del Edén. Quiere ser Francia, Alemania, EE.UU. Pero, en cuanto reflejo sabe que no es el original, sino tan sólo una copia. Más aún: la propia geografía –un asunto al que han hecho referencia más de algún poeta, desde Gómez Correa, hasta Rojas– se repleta de cerros, montañas y desfiladeros. Como si la propia geografía condicionara para instituir a toda relación entre sus habitantes como una relación que se inicia desde la desigualdad: o bien, el otro está arriba del cerro o abajo. La relación con el otro se presenta, así, como una relación jerárquica, exactamente como lo instituye el himno patrio con la figura de la “copia feliz del Edén”.  El otro inferior, desde este punto de vista, no es nunca otro legítimo. Y no lo es, porque la copia aspira siempre al Edén, jamás al infierno. El “indio”, el proletario, el negro, el mestizo, o, en la actualidad, el inmigrante latinoamericano, chino u africano y/o el desviado de la heteronorma, es visto como el infierno: un demonio que amenaza el orden prístino que hace de esta copia un feliz lugar. La copia se presenta así como alguien que debe luchar para mantener su relación con el Edén. Esta última no está nunca garantizada, sino siempre, una y otra vez, recuperada. Por eso, la copia no puede más que traducirse en la forma de la policía. Si quiere conservar su relación con el Edén sin que ningún demonio amenace su “feliz” orden, entonces debe ejercer la violencia. La copia es policía, actúa por deber, para acercarse lo más posible a la felicidad del Edén, sin nunca ser el mismo Edén.

La copia es policía: gestión de cuerpos a los que se dociliza, mutila, destruye, empuja. La educación (docilización), la tortura (mutilación), la destrucción (asesinatos a mansalva), el empuje (el transporte urbano) son todas formas con las que la copia mantiene su relación gozosa con el Edén. De ahí su carácter cocineril: la copia se ocupa de los cuerpos y los convierte en platos para el Edén. Afana los cuerpos y los hace pasar desde su cruda frialdad, hacia su suave calidez. Hace de los cuerpos, cuerpos serviles, o sino, los hace desaparecer sin escrúpulo si acaso éstos no sirven. El carácter cocinero de la copia, orientado a hacer que los amos cenen a los cuerpos, hace que esta copia gane favores del poder y se comporte como un “mejor alumno”. La copia cocina y, por tanto, aspira a acercarse al comedor glorioso del Edén.

La copia es cocinera pues siempre tiene en frente el futuro. Del pasado quiere saber, sólo en cuanto éste se presente mitificado. De hecho, sabe que el pasado está lleno de tropelías que en su momento “fueron necesarias”, precisamente para mantener se relación al Edén. Por eso, esas tropelías pasan como victorias: vencimos al comunismo, vencimos a los “indios”, vencimos a la delincuencia, vencimos. Vencer significa: mantener nuestra calidad de “feliz” copia. O, lo que es igual, significa: conservar la exclusividad del amor del Edén para con nosotros. Ir más allá del “resto” de América Latina. Ser siempre los “mejores” y más parecidos al Edén. Si América Latina es el patio trasero de los EE.UU., Chile es el niño más obediente. Chile cocina lo que el Edén le pida: si hay que hacerse neoliberales se hacen más neoliberales que los neoliberales. Se trata, de exhibir un plus de “felicidad” allí donde conservamos nuestra pobre situación de copia. Como ocurre con la estética narco, la copia también se pone muchos adornos para parecer al Edén. Porque aspira a serlo, aunque al mismo tiempo, pretende negar su afán destructivo: es un cocinero que lleva consigo un masoquismo constitutivo pues se niega a sí mismo en favor del Edén (el carácter “chaquetero” del chileno) y, a su vez, cultiva un reprimido resentimiento que, en vez de lanzárselo al Edén, lo hace contra sus pares que, aparentemente, son de rango inferior. La copia es pequeño-burguesa: se aterra en ser simplemente una copia y se admira con el poder del Edén. Pretende ser la mejor cocinera, y contemplar cómo el Edén devora su comida afanosamente elaborada.

 

3.- Canibalismo.

“Algunos se sienten más o menos informados, pero en estas cosas no todo el mundo puede estar en la cocina, ahí muchas veces está el cocinero con algunos ayudantes, pero no pueden estar todos, es imposible”– afirmó el senador Andrés Zaldívar a propósito de la promulgación de la Reforma Tributaria de la que, él mismo, fue partícipe en su elaboración. No deja ser curiosa la imagen de la cocina, utilizada por un “senador” (alguien que “cena”) y precisamente en el contexto de la promulgación de la Reforma Tributaria orientada a recabar más fondos a las arcas fiscales para destinarlos a educación.  Como hemos visto, la cocina es una imagen de carácter aspiracional cuya fuerza se redobla con la afirmación del himno patrio acerca de la “copia feliz del Edén”. La cocina aquí es vista como un lugar de decisión. Como tal, se presenta como un lugar restringido sólo para aquellos que “saben” como faenar a los cuerpos. Los tecnócratas “saben”, y restringen el acceso al modo en que se van a faenar los cuerpos. A lo más, el cocinero tendrá ayudantes, dice Zaldívar. Quizás, ésta sea la imagen del incesto chilensis: entre el cocinero (el empresario) y los ayudantes (los políticos). Una jerarquía redoblada por el mutuo servicio realizado. Al interior de la cocina está el cocinero y los ayudantes, nadie más. Todo se hace a puertas cerradas. Nadie puede conocer la receta del cocinero ni el modus operandi de los ayudantes.

Empresarios y políticos como sirvientes de un amo, reconocen la oscuridad de la cocina. No estamos en el terreno de la transparencia, sino en el de la opacidad, no estamos en el lugar del disfrute, sino en el del trabajo. Más sintomático aún, es la figura con la que la clase política-empresarial se identifica: la cocina, no el comedor. No son ellos, quienes aparecen como los que devoran –aunque lo hagan– sino como los sirvientes de un poder jerárquicamente mayor que ejecutan el secreto de la razón de Estado. Secreto y oscuridad caracterizan a la cocina. Curioso que los amos de Chile se identifiquen en la posición de cocineros, tal como lo hace el himno con la “copia feliz del Edén”. ¿Por qué no colocar que Chile es el Edén mismo, por qué no identificarse no con el lugar del cocinero, sino con aquél del amo quien disfruta el banquete? Curiosa insistencia de nuestros “poderosos” exhibiéndose como una verdadera pequeña-burguesía que se identifica a la figura de la “copia feliz”. Asumen explícitamente su pequeñez, de ahí que haya sido el “chico” Zaldívar quien haya mencionado la célebre frase.

En la cocina se faenan los cuerpos del pueblo. Y su cocción estará destinada a servir los deseos del amo trasnacional. Se trata que, a través de los “cocineros y sus ayudantes” locales, se pueda alimentar a los cocineros y ayudantes globales, haciendo de estos últimos el Edén. Esa circulación entre cocineros y ayudantes que seauto potencia incesantemente a nivel global, se puede definir bajo el término capital. Todo consiste en que en la cocina chilena se cocinen a los cuerpos del pueblo para hacerlos una población. Todo consiste en que la cocina chilena habitada por empresarios que mandan y políticos que ayudan, sea el lugar en el que se cortan las carnes, se cuecen verduras, se adorna un plato o un conjunto de platos que llevará el nombre de Reforma Tributaria. Una Reforma que no sólo mantiene intacto el escenario de la cocina, su opacidad, su silencio, su razón de Estado, sino además, perpetúa el banquete en el que los “senadores” se “cenan” al pueblo para convertirlo en población. El platillo servido habrá de ser un nuevo fórceps para consumar la única práctica que el capitalismo chileno conoce: el canibalismo.

Pero, de un momento a otro, la cocina experimentó su reverso especular: de una zona oscura en la que empresarios y políticos fraguaron la Reforma Tributaria, pasó a ser un lugar transparente, masivo, en la que se competía por faenar el mejor plato. Los Reality Shows de Masterchef y sus amigos fueron el reverso especular de Zaldívar[2]. Si este último ocultaba, Masterchef exhibía, si Zaldívar hizo de la cocina un espacio restringido, el Masterchef lo convirtió en un fenómeno de masas.

No habrá que hacerse ilusiones acerca de la bien ponderada “transparencia”. Más bien, habría que leerlo como el premio de consuelo dado al pueblo. Peor aún: no sólo como premio de consuelo, sino como el dispositivo orientado a sembrar la aspiración de que todos podemos llegar a ser cocineros. Reverso de las declaraciones de Zaldívar que, sin embargo, alimenta el ensamble neoliberal al fomentar la producción de una forma muy precisa de subjetividad: la del emprendedor. Todos podremos llegar a ser cocineros, significa replicar un modo de producción de subjetividad que tiene como matriz la mentada fórmula chilensis de la “copia feliz del Edén”. Todos podremos llegar al Edén si nos afanamos, nos dedicamos, nos esforzamos en la comida que elaboramos. Por tanto, ética del esfuerzo bajo la égida “feliz” del emprendimiento, es decir, de la negación de sí mismo, resentimiento, apuesta por la violencia sacrificial proyectada en la nueva égida neoliberal. Que todos podamos llegar a ser “cocineros” nos acerca a los amos, porque acerca al rudo paladar chileno a su refinamiento en el “buen gusto”. Alcanzar a los amos, siempre significará adquirir parte del “buen gusto” y ser autorizados a ingresar al comedor con los grandes. Pero, desde el minuto en que los grandes dicen: “que buena es tu comida, sigue así”, el carácter de “copia” se confirma otra vez.

Un país atravesado por guerras como fue Chile parece que nunca pudo cultivar un “buen gusto” por las comidas. ¿Cómo podría haberlo hecho cuando los“indios” podían llegar en cualquier minuto? ¿Cómo se podría haber cultivado el “buen gusto”, si Chile era sólo una capitanía que constituía un campo estratégico-militar, pero no una fuente de riqueza para el Imperio español? ¿Cómo si se anudó en el imaginario nacional la idea de que Chile es un país “pobre”? Había que estar listos, preparados para el ataque, comer lo que se pudiera, cuanto se pudiera, y donde se pudiera.

Para el “buen gusto” no había tiempo suficiente, jamás lo hubo. Un tiempo que se traspasó desde la égida de la guerra militar, al campo civil del mercado neoliberal. De la desnutrición infantil se pasó, en un marco de pocos 40 años, a la obesidad infantil. Las madres alimentan a sus hijos más de la cuenta, como si una antigua práctica “guerrera” en la que los hombres debían ser alimentados por si los infortunios de la guerra les hacían caer en el hambre, aún sobreviviera, en la forma del “consumismo”. El consumismo neoliberal encuentra en la obesidad infantil su imagen más prístina. El obeso sigue siendo de tan “mal gusto” como el desnutrido. Ambas son figuras que muestran la falta del “buen gusto”. La primera porque no come, la segunda porque no sabe comer. Ambas son imágenes de la sobrevivencia, ninguna de ellas lo son del “buen gusto”.

Si acaso el “buen gusto” es propiedad del amo, los cocineros y sus ayudantes jamás podrán encontrarlo. Cocinan con recetas que no son las suyas. Cocinan con recetas salidas del Fondo Monetario Internacional, de la OCDE, del Banco Mundial o de la OPS. La receta la exige el amo. El cocinero y sus ayudantes sólo la reproducen de la manera más fiel –como una copia “feliz”, precisamente–. La receta que da goce y es expresión del “buen gusto” pertenece a los amos, nunca a los sirvientes. Y los amos pretenden devorar todo lo que encuentran a su paso, mientras los sirvientes le hacen el trabajo “felizmente”.

 

 

                                                                                               Santiago de Chile, diciembre 2014.

 


[1] Karmy, Rodrigo “La copia feliz del Edén. La gloria de un himno, la del poema” En: Revista de Filosofía, Universidad de Chile, Vol 67, Santiago de Chile, 2011, pp. 41-54.

[2] Masterchef es el nombre del Reality Show desarrollado en la televisión abierta chilena paralelamente a la aparición de la frase del senador Zaldívar y cuya duración atravesó varios meses del segundo semestre del año 2014.

Doctor en Filosofía, Universidad de Chile. Profesor e investigador del Centro de Estudios Árabes de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile desde el año 2006, y profesor del Postgrado de Filosofía de la Universidad de Chile (2012) y de la cátedra Mundo Árabe Contemporáneo, en la carrera de Relaciones Internacionales de la Universidad de Santiago de Chile (2012). En conjunto con otros investigadores, editó en 2011 "Políticas de la interrupción. Ensayos sobre Giorgio Agamben" (Santiago, Editorial Escaparate); en 2014 editó, junto a Tuilliang Yuing, "Biopolíticas, gobierno y salud pública. Miradas para un diagnóstico diferencial" (Santiago, Editorial Ocho Libros). Ese mismo año publicó su tesis doctoral "Políticas de la ex-carnación. Para una genealogía teológica de la biopolítica" (Buenos Aires, Editorial UNIPE). En 2016 publicó el libro "Escritos bárbaros. Ensayos sobre razón imperial y mundo árabe contemporáneo" (Santiago, LOM ediciones).

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