16 de diciembre 2013

Apatapelá: leyendo junto al río

La hazaña sigue siendo simple de contar, pero asombrosa de vivir, aunque siempre la calma sea un tabaco y el libro de Kerouac a la orilla de un río. Ya es la 6ta entrega de Montero, el viaje no termina. Sigue sus crónicas en Carcaj.

Esa primera mañana en San Rafael desayuné en el mismo hostal por dos mangos y salí a recorrer la ciudad. Me habían hablado mucho del Valle Grande, un sector cercano a San Rafael donde había campings, un río lindo y algunos restoranes. Es decir, todo lo que yo necesitaba: tocaría guitarra en los restoranes para ganar plata, pagar el camping y estar el resto del día metido en el río.

Fui a la oficina de turismo y me explicaron que de San Rafael salía una micro hasta el Valle Grande, distante a una hora y pico de la ciudad. Lo que me convenía, me dijo la señorita, era comprar el pasaje ida y vuelta. Podía devolverme cuando quisiera mostrando ese boletito, sin importar la fecha. Así que, aprovechando que tenía mis ahorritos de Neuquén, compré ahí mismo los pasajes de la micro y me devolví contento al hostal.

Pero algo no andaba bien en el aire y no tardaría en descubrir qué era. Cuando entré a la pieza del hostal de mierda, vi mi mochila en otra posición de la que la había dejado. Sospeché y me puse a registrar, a ver si se había perdido algo. La cámara estaba, también la guitarra y la carpa. La billetera la llevaba conmigo cuando salí. Es decir, que no se había perdido nada… excepto el pequeño monedero, donde tenía todos los ahorros de Neuquén.

Di vuelta la pieza entera, registré debajo de la cama, entre las frazadas, entre las cucarachas del baño, dentro de la guitarra, en todos los bolsillos de toda la ropa con bolsillos que llevaba, dentro de mis ollas, de la tetera, de todas partes.

Pero no apareció.                                                                  

El monedero no estaba.

Fui corriendo donde la vieja gorda a decirle lo que había pasado.

– Ah, bueno, quizás la chica del aseo… – me respondió sin dejar de mirar la tele.

– ¿Quizás la chica del aseo QUÉ?

– Y… ella se mete a las piezas, ¿cómo querés que sepa todo lo que hace?

Quise decirle que, de partida, no hacía aseo, y que de segunda, tenía que llamarla inmediatamente para preguntarle qué pasaba con mi monedero.

– No tengo dónde llamarla, pibe.

Discutí veinte minutos y juro que si hubiera sido hombre la habría agarrado a patadas por hijo de puta. Pero era hija y no hijo, y me tuve que morder la rabia. Me fui de inmediato del hostal, con mis cosas, gritando desaforado. No recuerdo haber estado más fuera de mí que aquella mañana.

Recorrí iracundo las calles de San Rafael hasta que llegué a la calle desde donde salía la micro que iba hasta el Valle Grande. No pensaba irme ese mismo día, pero ya no soportaba la idea de quedarme en esa ciudad otra noche. Esperé la micro un buen rato, masticando la rabia y comprendiendo lentamente que volvía a estar en cero. Tenía mi pasaje de ida y mi pasaje de vuelta. Además, tenía un kilo de arroz, sal, aceite, yerba mate, tabaco y papelillos, el anafre y un gas nuevo.

Y curiosamente, al darme cuenta de que tenía todo eso, se me pasó la rabia por completo. Y de pronto descubrí que lo que me daba rabia era la vieja gorda y su indiferencia, pero que la plata me daba lo mismo, porque tenía arroz y tenía tabaco y un encendedor bastante fiel. Para cuando llegó la micro, me sentía nuevamente feliz.

Me senté en el primer puesto. Se notaba que éramos puros turistas. Venían unas europeas que supuse que eran checas, cada una más linda que la otra. Conversaban muertas de la risa. Atrás también había mucho jaleo. Eran unas argentinas, probablemente porteñas, que jugaban a algo que nunca entendí qué era. Me animé al ver que el camping del Valle Grande iba a tener tanto movimiento. También venían gringos con sus cámaras gigantes, unos colombianos aperados con bongós y otras personas más silenciosas, como yo, que venía calladito mirando hacia afuera y pensando en el banquete de arroz, tabaco y lectura de Kerouac que me haría a las orillas del río.

Una hora después comenzamos a internarnos en el Valle Grande. Todo era más bien seco y las montañas eran chiquititas. A mi izquierda se veía un gran río corriendo contento. Pronto comenzamos a llegar a la zona de restoranes y hoteles. Ahí se bajaron los gringos. Luego llegamos a un camping. Yo hice ademán de bajarme, pensando que sería el único camping de la zona, pero vi que las argentinas no se bajaban y decidí seguir y bajarme con ellas. La micro siguió avanzando, pasando por montones de camping. Algunos tenían puesto el precio por noche en grandes carteles, y me asusté porque nunca podría pagar tanto. Cuarenta mangos, treinta mangos… Pero las argentinas y otro grupo de muchachos de mi edad seguían firmes en el bus, así que supuse que se podrían encontrar campings más baratos.

Las argentinas se bajaron, todas juntas y riéndose, en un camping que costaba treinta y cinco pesos. Por un segundo dudé si bajarme o no. Vi que los muchachos de atrás – dos hombres y dos mujeres – no se bajaban y decidí seguir con ellos.

La micro siguió avanzando mucho más. Dejaron de verse campings, y empecé a pensar que los de atrás iban a otra parte. Así que me armé de valor y trastabillé hacia ellos a lo largo del pasillo. Mientras más me acercaba, menos lo podía creer: las dos mujeres eran unas verdaderas modelos. Preciosas, pero preciosísimas. Tragué saliva. Deseé con todo mi corazón que los otros dos membrillos fueran sus hermanos o algo así.

Los saludé a todos y les pregunté si sabían de algún camping barato.

– Los baratos ya los pasamos todos – me dijo el que parecía ser el mayor de los cuatro -. Nosotros andamos buscando uno que nos dijeron que era gratis.

– Cómo gratis… ¿Gratis-gratis?

– Sí. Claro que no tiene ducha, ni seguridad, ni nada. Pero es gratis.

– ¿Y saben dónde es?

– Nos dijeron que más allá de todo el resto de los campings. No somos de por acá. Che, quizás te pasaste y no querías ir al camping gratis.

– No, qué va, si no tengo nada de plata.

– ¡Vení con nosotros! – me dijo una de las muchachas, y el corazón me saltó de alegría y me puse tartamudo.

Nos bajamos los cinco en el camping gratis, previa indicación del chofer. El camping estaba un poco sucio, sí, pero tenía muchos de árboles y salida directa al río. No se veía un alma además de nosotros. La felicidad se me escapaba por las orejas.

Los muchachos se adentraron en el camping y comenzaron a instalar sus carpas. Yo saqué la mía bastante alejado de ellos. No quería parecer pegote.

– Cómo te vas a poner acá, vení cerca de nosotros, así no estás tan solo – me dijo Santi, el que parecía ser el mayor.

No sin dejar de sentirme un indeseable quinto elemento, me puse más cerca de ellos. Resultó ser que Santi y las dos mujeres eran primos. Ellas se llamaban Flor y Nati y eran hermanas. El otro tipo era Facu, y medio que pololeaba con Flor. Facu tenía veintitrés años y estudiaba Sociología, al igual que Santi y que Flor. Estudiaban juntos en la universidad, aunque Flor estaba un par de cursos más abajo. Nati tenía diecinueve y estudiaba Historia desde hace un año. Me alegré de estar con puros humanistas, pero sobre todo me alegré de que Nati fuera soltera y que el hombre con el que compartía la carpa fuese su primo.

Después de instalarnos, fuimos todos a buscar palos para armar un fuego y cocinar. Yo me preparé mi arroz. Ellos no me acuerdo qué comieron, pero sí recuerdo que se veía buenísimo y que me ofrecieron miles de veces compartir la comida, a lo que yo me negué rotundamente. Se notaba que andaban justos de plata y ya era mucho que, además de pegarme a ellos, les quitara la comida. Me comí mi arroz feliz y después nos pusimos a matear y a conversar muchísimo rato.

En algún momento, Santi le propuso a Facu jugar ajedrez, y sacó un tablero de plástico chiquitito y se instalaron a la orilla del río a jugar. Yo me puse de espectador y me di cuenta de que Santi jugaba bastante bien y que Facu era un desastre. Cuando terminaron, le dije a Santi que le echaba un partido. Le gané el primero y quiso la revancha inmediata. Le volví a ganar. Jugamos un tercero e hicimos tablas. El cuarto me lo ganó Santi. El quinto lo suspendimos hasta el otro día porque se había ido la luz.

Nos pusimos a cocinar, siempre con el mate en mano que la bella Nati iba cebando para todos. Yo compartía mi tabaco con Santi y con Flor. Me gustaba tener algo que compartir con ellos. Cuando llegó la noche, Facu sacó un vino y yo la guitarra y armamos nuestra fiesta improvisada en torno a una gran fogata. Evidentemente, me emborraché con rapidez. Tenía el estómago lleno de puro arroz blanco. Resolvimos el mundo y el futuro entre canción y canción de Silvio Rodríguez que Flor, que tenía muy linda voz, interpretaba con fuerza mientras yo hacía lo que podía con la guitarra.

Después de unas tres horas, Flo y Facu se fueron a su carpa y nos quedamos Nati, Santi y yo compartiendo. Me parecía que Nati me miraba mucho, pero como estaba todo oscuro y no se veía nada, probablemente lo estuviera imaginando. De todos modos, deseaba que Santi se fuera a dormir para ver si tenía suerte.

Pero Santi era, ante todo, un primo. Y además estaba borracho y lo estaba pasando bien.

Las primeras luces del alba nos encontraron a los tres, cada uno apoyado en la guata del otro, conversando de alguna cosa que debe haber sido muy profunda, porque al día siguiente no pudimos recordarla.

Nos fuimos a dormir, ellos a su carpa de primos, yo a mi carpa de soltero.

Y así, borracho y con sueño, pensé que lo mejor que me podía haber pasado era que me robaran toda la plata para poder conocer a mis nuevos amigos y vivir esa noche de fogata, guitarra, vino y tabaco en un camping perdido del Valle Grande.

Porque cuando no tenía nada, resultaba que lo tenía todo.

 

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