23 de septiembre 2013

Apatapelá: siguiendo los pasos

Nuestro corresponsal ha seguido en esta senda del mochileo, y para palear su ausencia nos remite dos episodios reportando en qué van sus pasos.

*

– ¡Bueno, Chileno, dormís mucho, vos!

Tocaban a la puerta. Era Carmen Luz, para que me levantara. Era casi el mediodía. Había dormido más de once horas. Vino Sofía a almorzar, la hija mayor. En efecto, era gorda, pero se alcanzaba a vislumbrar un pasado glorioso. De todos modos, no la miré mucho porque creía que Federico me observaba. Lo cual no era cierto porque se pasó todo el rato mirando la tele. Me ofrecí a lavar.

– Dale, pero tenés que cuidar el agua, que es muy escasa en verano, aquí en Neuquén.

Me puse a lavar. Al minuto llegó Carmen Luz.

– ¡Pero cuidame el agua, che!

Hacía lo mejor que podía. Después de almuerzo me fui afuera a tocar guitarra. Sofía se sentó al lado mío y me metió conversa. Me dijo que en la noche tenía que salir a bailar con ella y sus amigas.

– Bailo pésimo.

– No importa, cuando digo que vamos a bailar no me refiero a que vayamos en realidad a bailar. ¿Entendés?

Y me guiñó un ojo. Yo no entendía. Salí de esa casa y fui a recorrer un poco más Neuquén. Me tiré en un parque a tocar guitarra y descansar un poco. Puse la cámara en modo automático y me saqué la primera foto del viaje. Al rato se acercó un tipo de unos cuarenta años con su hijo pequeño. Me preguntó si se podían sentar ahí, para escucharme. Le dije que sí. Entonces me puse a tocar mi caballito de batalla, “El caracol gruñón”, una canción fabulosa de Chicoria Sánchez, un cantautor chileno tan desconocido como talentoso. Es la historia de un caracol que vivía en el bosque y andaba muy gruñón porque se le habían perdido los anteojos, y por tanto, no encontraba ninguna de sus cosas. Hasta que en un momento, encuentra los anteojos, se los pone y todas las cosas aparecen: el jardín, el monopatín, su calcetín, su bastón, su pantalón y el jabón. Pero en eso, se mira al espejo y descubre algo TERRIBLE.

– ¿Quieres saber qué era?

Le pregunté al niño que me escuchaba embobado. Asintió con la cabeza. Entonces me puse a cantar la canción. Cuando terminé, el tipo aplaudió.

– ¡Es fantástica, che! ¡Mirá lo que le pasó al caracol! ¿Escuchaste, Benja?

El niño asentía. Luego pidió otra. Canté esa del barco en el fondo de la mar. Antes de que terminara me pidió que cantara de nuevo la del caracol. Le dije que después del cigarro.

Nos quedamos conversando un buen rato con el tipo, mientras el niño se divertía haciendo sonar la armónica. No sé por qué los argentinos hablan con tanta confianza desde el primer minuto. Me contó que se había separado hace tres meses y que no tenía un buen polvo desde entonces – el niño escuchaba como si nada -, y que se había despertado ese sábado con la única intención de conseguir a una linda muchacha, preferentemente menor que él, que lo ayudara a pasar su pena. Me dijo que iba a ir a dejar al niño con su madre y que después volvía, para que fuéramos juntos.

– Pero a vos no te deben faltar mujeres, vos sos un viajero y sos extranjero y tocás la guitarra – reflexionó luego, como lamentándose.

– Ojalá fuera así… – dije apenado.

Nos pusimos tristes.

– Dale, voy a dejar al pibe y te llevo a una casa que conozco yo por acá. Las minas están bien y no son caras.

– ¿Cómo?

– Eso, que por dos mangos está todo bien…

– Ah, no, yo no tengo ni dos mangos.

– Pero dale, si yo te invito. No quiero ir solo, me aburro. Acá no tengo amigos, yo soy de Mendoza.

No sabía qué decirle. No tenía ningún interés en ir de putas. Nunca lo he hecho y creo que nunca lo voy a hacer. Pero el tipo estaba solo e insistía.

– ¿Y por qué no mejor vamos a tomar algo a un bar, más tarde, y vemos si sale algo? Sin pagar, me refiero.

– ¡Ah, sos un romántico! Dale, mejor. A la aventura, ¿eh?

– Eso.

– Bueno, quedemos en el Bodegón García a las diez. ¿Te queda bien?

– Dale.

– ¿Sabés dónde está?

– No, por ahí pregunto.

– Sí, es re fácil llegar – y de pronto miró a otra parte -. ¡Uy, mirá, pero mirála!

Apuntaba a una chica de mi edad, quizás menos. Bellísima. Leía sentada en un escaño, con aire melancólico. Cada cierto rato levantaba la cabeza y suspiraba.

– Pobre chica, está desesperada. Vamos, Benja, vamos a levantarle al ánimo.

Y se despidieron de mí. Vi cómo se le acercaba a la muchacha y cómo ella sonreía. Vi cómo se sentaba a su lado y le conversaba cerca de la oreja, mientras el niño miraba los árboles o los pajaritos. Pasó menos de un minuto cuando ella soltó la primera carcajada. Le hice señas a lo lejos al tipo para decirle que me iba. Me respondió levantando el pulgar. Nunca lo volví a ver.

Me fui al extremo de la ciudad, al cruce de la carretera. La volví a atravesar, como dos días atrás. Me habían dicho que para allá estaba el río. Caminé como cuarenta minutos en plena soledad, hasta que llegué al río. Era horrible y estaba lleno de gente. Me quedé menos de quince minutos. Luego emprendí el camino de regreso.

Di vueltas por ahí hasta que entré a un ciber a ver si habían publicado o no la famosa entrevista en La Tercera. Nada. Pero tenía un mensaje de mi amigo Carlo diciéndome que el Flácido, el Flaco y él iban a llegar a Mendoza en algo así como una semana más, con la idea de atravesar Argentina para llegar a Buenos Aires. Que si me quería juntar con ellos. Hice cálculos de días. Si esperaba a que resultara la improbable función en Neuquén, no me los iba a pillar. Todavía estaba lejos de Mendoza, además, y no tenía plata para pagar buses, así que todo el trayecto sería a dedo. Le respondí que lo iba a pensar.

Más tarde, ya de noche, llegué al Bodegón García por si aparecía el tipo del parque y me invitaba a unas cervezas. No apareció, pero en la espera me puse a conversar con el dueño y aproveché de preguntarle si le interesaba una función de cuentacuentos. Dijo que sí, que ya habían hecho montones. Que no pagaban, pero que se ponía un sobre en cada mesa y la gente colaboraba con lo que quisiera. Me pareció bien.

– ¿Y cuándo podría ser?

– Bueno, si querés, ahora mismo. Digamos, en una media hora más. Hoy me fallaron los músicos, así que estaría re bien tener cuentacuentos.

No lo podía creer.

– Pero en esa pinta no puede ser.

Yo andaba con un jeans cortado y una polera sopeadísima.

– Vuelvo en media hora – le dije.

Me tomé el primer taxi que pasó hacia la casa de Carmen Luz. Ella y Pato se habían ido a la playa y estaba solo Federico. Me dijo que Sofía había llamado para preguntar si salíamos o no. Le respondí a la rápida que iba a ir a contar cuentos al Bodegón García, y que no tenía celular. Que si llamaba de nuevo, le dijera que se apareciera por allá tipo once y media. Me cambié a toda velocidad y tomé un taxi de vuelta al bar. Había agotado mis últimos pesos. Cuando llegué, el dueño había instalado un micrófono de pie en el escenario y ya había dejado en todas las mesas el famoso sobrecito para la colaboración. El bar estaba lleno y la gente parecía expectante. Supuse que el dueño ya había dicho que iba a estar un cuentacuentos chileno esa noche.

– Dale, pensé que ya no venías – me dijo aliviado al verme -. Están todos esperando. Subíte.

Y subí. Estaba más nervioso que la cresta. Nunca se me habría ocurrido al despertar ese día que iba a terminar arriba del escenario en un bar repleto.

Me presenté y tiré un par de tallas intentando explicar mi presencia en Neuquén. Nadie se rió. Me quise bajar de inmediato, pero ya estaba. Así que empecé. Conté el cuento del hombre con mala suerte y después los otros dos cuentos de mi repertorio para adultos, ambos de mi libro de cuentos recientemente publicado. El primero era “Los desconocidos”, que es la historia de un tipo que se sube a un bus y descubre que a su lado viaja su ex polola, con la que terminó veinte años atrás. Ella no lo reconoce y él divaga todo el trayecto pensando en cómo hacerlo para hablarle. El otro era el plato fuerte, “Cómo enamorarse 182 veces en Roma y soñar para contarlo”. Con ése sí que se rieron todos y con ganas, y terminé poco menos que ovacionado por las cerca de cincuenta personas que me escucharon. Cerré con un poema de Nicanor Parra y me bajé del escenario como todo un campeón. Pero apenas puse un pie en el suelo, volví a ser el tímido y tonto chileno de viaje.

– Vení – me dijo el dueño.

Lo seguí hasta la barra.

– ¿Qué querés tomar?

– Eehh… ¿agüita?

– Pedíme lo que querás, es lo mínimo…

– Bueno, un jugo.

– Por favor…

Dijo, y puso dos hielos en un vaso gordo y lo llenó de whisky.

Por supuesto, no era momento para decirle que no me gusta mucho el whisky. Me lo tomé a sorbitos lentos.

– Muy bien, ¿eh? El otro viernes podés venir de nuevo, ¿querés?

– No sé si voy a estar – respondí, pensando en el mail del Carlo.

– Bueno, si te quedás, vení a verme a más tardar el martes y conversamos.

Después se fue a juntar todos los sobres y me los pasó.

– Esto es tuyo. ¿Otro whisky?

– Prefiero una cerveza.

– Cerveza, bueno.

Abrí cada sobre con una lentitud monástica. En el primero había veintidós pesos. Era más que lo que había juntado en una hora tocando en la feria, el día anterior. Creí que me iba a poner a llorar. En el segundo sobre había treinta y cinco pesos. Ya no lo podía creer. En el tercero no había nada. En el cuarto, veinte pesos. Cuando terminé de abrir todos los sobres, sumé a la rápida y contabilicé poco menos de doscientos pesos.

            – Eh, jefe, mejor otro whisky – le dije al dueño.

            – Ya me parecía – murmuró entre risas.

            Me quedé una media hora más en la barra, por si aparecía Sofía. No apareció, pero me quedé conversando con una pareja de porteños muy amable. Después se fueron y me quedé solo.

Pero nada me importaba menos que la soledad, ahora. Tenía doscientos pesos en el bolsillo y el horizonte era un papel en blanco.

 

 

*

 

El Hache me pasó a buscar a las dos en punto de ese día domingo para ir al asado de los cuentacuentos. En la casa de Carmen Luz sólo estaba Federico (en calzoncillos) rascándose con vehemencia el culo mientras veía la versión argentina de Casado con Hijos. Se despidió de mí con un gruñido que interpreté convenientemente como un “suerte, hermano”.

El Hache no era un buen conversador. Hablaba solo. En general, detesto a esas personas, pero con este tipo había que hacer la excepción porque era un genio. Nuevamente me contó miles de cuentos e historias, mientras viajábamos al otro lado de la carretera, hacia la casa del tal Marquitos, donde iba a ser el asado. El Hache detuvo de pronto el auto en un semáforo e interrumpió su cuento (uno de un tipo que se enfrenta a penales con la muerte) y apuntó hacia una plaza donde había un muchacho tocando guitarra en plena soledad y posiblemente muy drogado.

– Miralo. No cambia, ¿eh?

– ¿Quién es?

            – Una leyenda.

            La leyenda se llamaba Jota Márquez.

            – El mejor músico que haya pisado esta ciudad. Y tal vez Argentina, pero nadie lo sabe. Sabés, si este pibe hubiese nacido en Inglaterra o en Estados Unidos ya sería una estrella. Pero nació en Neuquén y es drogadicto.

            Siguió hablando de Jota Márquez hasta que llegamos a la casa de Marquitos. Antes de bajarnos le pedí que terminara de una puta vez el cuento de los penales.

            – Ah, sí, no sé cómo termina – comentó distraído.

            El Hache era así, ya me había dado cuenta. Empezaba a contar algo y se iba por las ramas hasta que llegaba, nadie sabe cómo, a otro cuento mejor, y luego le ocurría lo mismo y nunca llegaba a los finales. No le importaban los finales, le importaban las historias. Tomé nota mental de esto y entramos a la casa de Marquitos.

            Había cerca de diez personas, y todos se sorprendieron mucho de verme porque el Hache no le había avisado a nadie que me llevaba. Me dio un poco de vergüenza porque todos habían pagado su cuota para el asado y yo no tenía plata ahí y encima llegaba de colado. Pero a nadie le importó eso. Querían saber de mí y yo les respondía. Todos tenían entre veintiocho y treinta y cinco años. La pareja de Marquitos era una bomba de mujer. Marquitos andaba con las manos en los bolsillos y hablaba muy despacio. Parecía ser muy tímido. Me pregunté cómo lo había hecho para conseguir a una novia como ésa.

En menos de dos minutos me convertí en el centro de atención. No por mí ni por mi viaje, sino por mi condición de chileno. Querían que les explicara de cabo a rabo todo el asunto de las movilizaciones estudiantiles y por qué mierda nos cobraban por estudiar. Cuando les dije que mi carrera – una de las más económicas del mercado – costaba unos seis mil dólares al año, pensaron que exageraba. No lo podían creer. De este tema saltamos a Piñera y al neoliberalismo y a Pinochet y a toda la mierda de Chile.

            – Serán los jaguares de Sudamérica, pero están jodidos – comentó uno de los comensales.

            Luego comencé a hacer las preguntas yo. Quería entender de una buena vez qué era el peronismo. Bastó que mencionara apenas la palabra para que todos se enfrascaran en un debate furioso, amenizado apenas por uno o dos chistes del Hache y por las contextualizaciones de Gabriel, que hacía de profesor de Historia para mí. La discusión creció progresivamente: que el kirchnerismo era la continuación del peronismo, que el peronismo actual era fascista, que el peronismo de Perón también era fascista, que Cristina era populista, que Néstor era arribista, que los dos eran nacionalistas, que eran verdaderos socialistas, que ista, ista, ista, y mientras se empezaban a gritar más fuerte unos a otros el vaso gigante de fernet con Coca-Cola nunca dejó de correr. Los argentinos toman el fernet como si fuera un mate: de un puro vaso grande y repleto de hielo toman todos.

            Luego nos sentamos a la mesa, pero estaban todos taimados porque, al igual que yo, no podían definir a ciencia cierta qué carajo era hoy día el peronismo. El Hache tuvo que tomar la palabra y contó un cuento político en contra de Videla, y como en eso sí estaban todos de acuerdo, se pusieron a reír y el fernet siguió corriendo y yo me alivié al ver que, después de todo, el asado no se había funado por mi inocente e ingenuo intento de entender qué chuchas era finalmente el peronismo.

            Después salimos al patio a fumar y a tocar la guitarra. Había una chica que era cantautora y nos deleitó con varias canciones suyas, algunas en portugués, otras en francés, la mayoría en español. Cada vez que el pito de marihuana daba la vuelta al círculo yo lo tomaba y lo pasaba, y al principio todos se rieron pensando que era un broma, pero después tuve, como siempre, que empezar a dar explicaciones de por qué no fumaba faso.

            Me pasaron la guitarra y toqué “Santa Lucía”, del conjunto chileno La rata bluesera. Les sorprendió mucho la combinación de guitarra, voz y armónica. Después toqué canciones de La vela puerca y todos me corearon felices y ebrios. Mientras tocaba, miraba a la cantautora, a ver si se fijaba en mí, aunque fuera un poquito. Pero nada. Le eché la culpa a que estaba muy borracha y drogada y no sabía ver en mí a un buen partido nocturno. Cuando empezaba a oscurecer nos despedimos de todos. El Hache me pasó las llaves.

            – Manejá vos, yo veo doble.

            Lo miré aterrado.

            – No… no sé manejar.

            – No importa, es fácil – respondió encogiéndose de hombros.

            – No, es que no manejo ni automáticos.

            – No importa, este es mecánico, dale.

            Y se reía a carcajadas.

            Al final lo convencí de que tenía que manejar él. Me encomendé a todos los dioses del Olimpo. Se le paró el motor dos veces en la primera cuadra. Y se recagaba de la risa.

            ¡Y yo sigo aquí, borracho y looooocooooo! – cantaba contento.

            Por suerte, se fue lentito, como a 30 por hora. Muchísimo rato después, nos detuvimos en el mismo semáforo desde el que habíamos divisado a Jota Márquez a la ida.

            – Pero míralo, che, sigue ahí.

            Y bajó el vidrio y le gritó.

            – ¡Eh, Jota! ¡Subí, dale!

            Jota se subió al auto.

            – ¿Dónde vamos? – preguntó sin saludar.                        

            – De joda.

            – Ah, bueno.

            Yo tenía ganas de llegar a la casa para dormir, pero el Hache estaba borracho y loco y quería seguir de joda. Estacionó el auto por ahí y nos fuimos metiendo a bares y bares. En cada uno, el Hache saludaba al dueño con alegría. Se veía que conocía a todo el mundo. Nos daban cervezas gratis. A esa altura, yo también estaba muy borracho, pero nunca tan loco como Jota, que se reía solo y hacía como que tocaba una guitarra invisible.

            – Vamos a buscar la guitarra al auto, Hache – pidió el Jota.

            Fuimos al auto. Nos costó encontrarlo, pero lo logramos. Jota sacó la guitarra y se fue tocando por la vereda. Pasó un grupo de gente que lo reconoció.

            – Tocá algo, Jota, dale – le dijeron todos, casi diría que con reverencia.

            Jota comenzó a tocar. Era de verdad un iluminado. Al poco rato, se movieron todos a una plaza cercana y Jota ofreció un concierto improvisado.

            – Vamos a buscar algo para tomar, tiene para dos horas ahí – dijo el Hache.

            Seguimos deambulando por Neuquén. Para ser domingo, estaba todo muy prendido. Dimos unas vueltas, entramos a más bares, nos seguimos emborrachando sin saber bien para qué. Hache se encontró con unas amigas treintañeras. Nos sentamos con ellas un rato. Conversamos. Después se fueron. Me costaba creer que el Hache tuviera casi cincuenta años. Ni los representaba ni quería tenerlos. Todos sus amigos eran mucho más jóvenes y él andaba con short y chalas con calcetines como si fuera un feliz estudiante ñoño de vacaciones.

            – Vamos a buscar a Jota, tengo que llevarlo para su casa. Ya está muy drogado – me dijo el Hache.

            En el camino me contó que Jota se había intentado suicidar cuatro veces y que había estado internado dos. La primera por dos meses, la segunda por más de un año. Además, había caído preso en tres ocasiones, la más larga de ellas por nueve meses. Cuando salió, el Hache se acercó mucho a él y lo apadrinó. Tenía la esperanza de que dejara las drogas. No lo logró.

            – Pero sigue siendo una leyenda.

            Llegamos a la plaza. Ahora Jota tenía a casi cincuenta personas escuchándolo. Yo lo quería escuchar también, pero el Hache estaba obstinado en que había que llevarlo a su casa.

            – Dale, andá a quitarle la guitarra – me dijo a mí.

            – ‘Tai loco, me mata.

            -Bueno, voy yo.

            Y cuando terminó la canción, el Hache fue, le dijo algo al oído, le dio un par de palmaditas y le quitó suavemente la guitarra. La gente pifió. El Hache quería que Jota se fuera con nosotros al auto al tiro. La leyenda le dijo que iba en dos minutos. Así que con Hache nos fuimos al auto a esperarlo. Nos fumamos un cigarro y dos y tres. Jota no llegaba. Por mientras, el Hache sacó de su mochila unos libros de Horacio Quiroga y me los regaló. Me venían muy bien porque ya estaba terminándome On the road y no había traído más libros. Mi idea era ir intercambiando libros cuando me los terminara. Así que me venían como anillo al dedo los regalos de este gordo simpático.

            Seguimos esperando por diez, quince, veinte minutos al Jota. Decidimos ir a ver si no se había perdido. Finalmente llegamos de nuevo a la plaza.

            Y ahí seguía.

            Ahora no había cincuenta personas sino casi cien.

            El Jota seguía cantando.

            Y cantaba a capela.

            Miré al Hache impresionado. El Hache no me miró. Estaba llorando.

            – ¿Te fijás por qué te digo que es una leyenda?

            Dijo apenas.

            Hace poco supe que unos meses después de ese día, Jota Márquez se intentó quitar la vida por quinta vez.

Y esa vez lo logró.

Tenía veintisiete años.

            Pero en ese momento, seguía vivo y cantaba a capela en una plaza y la gente lo observaba inmóvil y muchos lloraban. Tal vez, si lo hubiese conocido más, yo hubiese llorado también. Pero en ese momento lo que recordé fue un pasaje de Kerouack que había leído esa mañana:

“… la única gente que me interesa es la que está loca, la gente que está loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde, arde como fabulosos cohetes amarillos explotando igual que arañas entre las estrellas y entonces se ve estallar una luz azul y todo el mundo suelta un ‘¡Ahhh…!’”

Y pensé que el Jota era alguien que sin duda le interesaría a Kerouack.

Pero sobre todo, supe que el Hache sería su mejor amigo.

Como había sido el mío en mi corta estadía en Neuquén.

Corta estadía, sí, porque a la mañana siguiente, lunes laboral y aburrido, armé mi mochila y me largué a la carretera a hacer dedo hasta San Rafael, provincia de Mendoza.

No sé bien por qué decidí irme y así se lo dije a Carmen Luz, que me preguntó veinte veces si algo me había molestado, si me habían tratado mal, que por qué no me quedaba para hacer una función en un teatro. Yo sólo le agradecía por haberme recibido. Al final, le dije más o menos la verdad:

– Es que quiero seguir viajando.

– Pero si estar acá también es estar viajando – repuso confundida.

– Sí sé. Pero tengo ganas de todo al mismo tiempo.

Y me encaminé a la carretera.

Nuevamente, estaba on the road.

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