13 de mayo 2014

Aquí estamos, vida cabrona

            A veces, los caminos lo eligen a uno y no al revés. A veces, uno elige los caminos y ellos te siguen la corriente. Cuando eso pasa y todo confabula para ser sendero, empezamos a creer en el destino y en la suerte. Creemos que los lugares nos esperan. Los lugares, que saben que llegaremos, que lo saben antes de que se elija el camino.

            Tal como indicaba el pronóstico etílico, ese día nos levantamos a las cuatro de la tarde, por lo que no pudimos seguir el viaje hasta la otra mañana. En ese lapso mendocino, yo aproveché de trabajar con la guitarra y recorrimos la ciudad para conocer un poco. En la tarde, echados en una plaza, mi voz y la del Flácido comenzaron la insurrección al decir que tal vez era mejor irnos a Córdoba que a la capital. Los otros dos se negaron. Ellos abogaban por ir a Buenos Aires esgrimiendo las razones de que “allá estaba el mambo”. Nosotros defendíamos pasar primero Córdoba levantando la bandera de “conocer más lugares”, pero en realidad no había dudas de que era porque se dice que son las mujeres más lindas de Argentina, y acaso del mundo.

            La discusión duró muchísimo rato. Yo nombré a los bandos como los “Unitarios” y los “Federales” haciendo alusión a la historia insurrecta de Argentina, donde los Unitarios querían una nación centralizada en Buenos Aires y los Federales peleaban por provincias independientes, más o menos al estilo gringo. La lucha de los dos bandos fue violenta. Esteban Echeverría tiene un famoso cuento llamado “El matadero” en el que un grupo de federales asesinan a un unitario burgués sobre la mesa de un matadero, atado de pies y manos como si fuese un toro. De hecho, en ese cuento (y también en Sobre Héroes y tumbas, de Sábato) me basaba yo para hacer mis divisiones históricas, dándomelas de gran conocedor del país transandino.

            Al día siguiente, en una YPF que estaba en plena ruta 9 –a que iba hacia Buenos Aires– llegó el momento de hacer parejas para el dedo. Habíamos llegado ahí después de tomar un par de micros y de caminar bastante.

            – Ni cagando se va los Federales juntos. Se van a ir a Córdoba –dijeron los Unitarios-. En cada pareja debe haber un Unitario y un Federal.

            Alegamos que no, que íbamos a respetar el acuerdo previo – en el cual yo no formé parte – de ir a Buenos Aires, como estaba establecido desde Santiago. Quisieron insistir, pero empeñamos la palabra. Hicimos matita-cachipún. El Flácido y yo quedamos juntos.

            – Ni cagando, se repite – dijeron horrorizados.

            – Nos vemos en Buenos Aires – sentenciamos, gallardos e inexpugnables.

            Nos miraron con desconfianza. Media hora más tarde, un camión se los llevó. Desde la ventana de la máquina nos levantaron dedos y otra clase de sandeces, al tiempo que el Carlo gritaba, por última vez, que no traicionáramos la causa. No hacía falta, porque ya habíamos decidido que no lo haríamos. Que iríamos a Buenos Aires todos juntos. Que en otra ocasión podríamos conocer a las mujeres de Córdoba – y de paso, a la ciudad. ¡Pero los caminos, los caminos!

            Estuvimos un par de horas haciendo dedo, con un calor que superaba los cuarenta grados. De pronto descubrimos que en el amplio patio trasero de la estación de servicio había varios camiones estacionados. Fuimos allá por si alguno salía pronto y un chofer paraguayo nos dijo que él iba hasta San Luis –a medio camino entre Mendoza y la capital– y que nos podía llevar, pero que teníamos que esperar a que llegara la bencina a la estación.

            Pasaba eso en todos lados, al parecer. No sé por qué cuestión de la renacionalización del petróleo, la bencina tardaba horas y a veces hasta días en llegar a las gasolineras. Le dijimos al paraguayo que gracias, pero que por mientras íbamos a hacer dedo de todas formas, porque esperar tres horas era mucho tiempo.

            Tres horas después, cuando ya atardecía, el camión paraguayo estuvo cargado de bencina y listo para partir. El Flass y yo subimos, resignados y derrotados por el calor y el cansancio. El chofer se llamaba Darío y era de un pueblo rural cercano a Asunción. Cruzaba todas las semanas por Paraguay, Brasil, Argentina y Chile. Ahora iba hasta Brasil –y pasaba por Buenos Aires–, pero tenía que detenerse en San Luis unos días, en plena pampa. Nos contaba de su vida arriba del camión mientras nosotros le íbamos rellenando con agua heladísima su tereré. A mí no me gustaba el tereré –el mate helado, que le llaman– pero aprendí a amarlo en las largas horas que vivimos arriba del camión paraguayo.

            Después de una hora de carretera, ya era evidente que no teníamos ningún tema en común y que el viaje se estaba poniendo medio incómodo. Darío no hablaba mucho, pero tampoco parecía estar aburrido: sonreía, casi estúpidamente, todo el tiempo. Supuse que era su rictus natural. El sol se escondió del todo poco después y cayó la noche. Y con la noche llegaron algunas gotas de lluvia. Y con la lluvia, pronto, la tormenta. Y con la tormenta los rayos. Sobre la ruta 9 comenzó a caer la tormenta eléctrica más fabulosa que yo haya visto en mi vida. El Flass y yo mirábamos impresionados hacia afuera, preguntándonos cómo era posible que Darío siguiera manejando como si nada.

            – Pan de cada día – comentó el paraguayo.

            Con la lluvia y la tormenta se creó una especie de contexto íntimo que invitaba a compartir historias. El Flass me presionaba a que contara algún cuento, porque yo no estaba ayudando nada a forzar una conversación- Me negué con evasivas porque me daba lata y tenía sueño. Afuera, la tormenta se ponía cada vez más peligrosa. Unos kilómetros después Darío se detuvo porque uno de sus compañeros paraguayos –eran tres o cuatro camiones que viajaban juntos– había tenido un problema mecánico. El Flass y yo nos bajamos, aprovechando para estirar las piernas.

            – Métele conversa vos también, pos – me dijo mi amigo, indignado.

            – Es que estoy cagado de sueño.

            El problema mecánico parecía ser más serio de lo que pensábamos, así que tuvimos que quedarnos ahí un par de horas, mirando las descargas eléctricas en el cielo. No teníamos apuro, y además los paraguayos sacaron cervezas y huevos duros para compartir. Cuando por fin volvimos a subirnos a los camiones, ya era casi medianoche y estábamos muy lejos de San Luis.

            – No llegamos hoy a San Luis – nos informó Darío -. Los voy a tener que dejar antes.

            Le dijimos que no había problema, pero mirábamos la tormenta eléctrica y cada uno se preguntaba a sí mismo dónde carajo íbamos a pasar la noche. El Flass intentaba que le metiéramos conversa a Darío, que tenía sueño, pero yo también tenía sueño, así que me tiré en el colchón de la cabina a dormir un poco. El Flass me pegaba manotazos desde el asiento delantero para que me despertara y apañara en la conversación, pero estaba raja y me hacía el loco. Finalmente, me quedé profundamente dormido.

            Desperté después de mucho rato. El Flass y Darío me miraron casi con rabia.

            – No te vayai durmiendo, pos hueón – me dijo irritado mi compañero Federal.

            En compensación por mi falta de ética mochilera, me puse a contar cuentos. Le conté a Darío todas las leyendas chilenas que conocía, y también las que me habían contado en Argentina. La del Gauchito Gil era mi preferida. El Gauchito Gil era un muchacho maldadoso de la pampa argentina, un delincuente, en realidad, aunque algunos dicen que era como Robin Hood. Era buscado incesantemente por la ley, pero el sabandija se las rebuscaba para esconderse y disfrazarse y seguir haciendo sus fechorías sin que lo pudieran pillar. Después de muchos años, lo atraparon y lo condenaron a morir ahorcado. Cuando lo iban llevando a la horca, el Gauchito Gil le dijo a uno de sus verdugos que cuando regresara a su casa, su hijo estaría muy enfermo, al borde de la muerte. Sin embargo, le dijo, ante el horror del alguacil o lo que fuera, si tú me pides ayuda, yo te la voy a dar desde el más allá y voy a sanar a tu hijo. El tipo no le creyó nada y ahorcaron al Gauchito Gil sin problemas. Esa noche, al regresar a su hogar, el alguacil encontró a su hijo muy enfermo y al borde de la muerte. Desesperado, le pidió al Gauchito Gil que lo ayudara, que sanara a su hijo. Al día siguiente, el niño amaneció como tuna. El padre, entonces, corrió al lugar donde habían ahorcado al Gauchito y mandó a hacer una animita para recordarlo.

            – Desde entonces – le contaba yo al Flass y a Darío, ya menos enojados conmigo porque no iba durmiendo –, los argentinos recuerdan y adoran al Gauchito Gil. Es el santo popular de la pampa. Incluso se puede leer en algunos billetes que la gente escribe “Gracias Gauchito Gil por el favor concedido”.

            – Dale, otra.

            – ¿Otra qué?

            – Contá otra historia – dijo Darío.

            – Pero si ya conté como cinco.

            – Cuenta otra cosa, Compadre, para que no le dé sueño a Darío.

            Ya no se me ocurría qué más contar. Recordé una historia que contaba mi viejo, de una vez que tuvo que cruzar un cementerio en la noche, en el campo, y escuchó al tué-tué. El tué-tué es un pájaro que vive en el sur de Chile, pero dicen los viejos que en realidad no es un pájaro, sino que es el mismo diablo, y que cuando se aparece hay que saludarlo e invitarlo a tomar desayuno. Si no, el diablo te puede llevar. Quise contar esa historia, la de mi viejo en el cementerio, pero a medio camino imaginé que el tué-tué se me había aparecido a mí cuando hacía dedo de Neuquén a San Rafael. Iba a contar eso, pero de repente apareció en mi historia otro personaje, que supuse español, con el que yo hacía dedo, y tuve que inventar que el tué-tué se nos apareció a los dos. Le llamé Lucas, recordando al Quinto Beatle del hostal mendocino.

            – Ah, si les contara lo que me pasó en la pampa…

            – Qué te pasó – preguntó Darío, que se lo creía todo.

            Y entonces empecé a improvisar una historia de carretera y fantasmas y pájaros brujos, y les juraba que todo eso me había pasado a mí, mientras sobre la ruta 9 de Argentina se cernía la tormenta eléctrica y dentro de la cabina de Darío todo se volvía cuento. Me empecé a emocionar con mi historia y le metí color y más color, y me quedó tan redondita que cuando regresé a Chile, meses después, la escribí y agregué como personaje a Darío el paraguayo, y titulé el cuento como El diablo vino a desayunar. Me gustaba tanto la historia que decidí empezar a narrarla oralmente –como en su génesis, ahí en el camión del Darío real, junto al Flácido– y la metí a una rutina de un espectáculo de cuentacuentos, y hasta el día de hoy todos los muchachos que la escuchan creen que es verdad, y yo debo confesar que yo mismo ya no puedo imaginar mi viaje sin creer que la historia esa del tué-tué es real, y he llegado a convencerme de que sí lo es, sobre todo por lo que pasaría después con el personaje del Lucas español, a quien conocería realmente en Salta, en el norte argentino, y con el que viajaría dos semanas, sin saber nunca si yo presentía que lo iba a conocer, o si bien lo inventé, o si –y todavía me da escalofríos pensarlo– fue el diablo el que tomó esa figura y me acompañó a recorrer el norte transandino, mezclando terriblemente las fronteras bien delimitadas de la realidad y la ficción.

            En el cuento, el camionero –el rey Darío– nos dice que a su viejo se le apareció el tué-tué, y que lo invitó a tomar desayuno, como todos deben de hacer cuando se aparece el pájaro maldito. Después de contarnos eso, nos echó abajo del camión y nos dejó en plena pampa. Por supuesto, a nosotros también se nos aparece el pájaro y yo lo invito a tomar desayuno, pero el Lucas no lo hace porque se ríe de mí. Alojamos esa noche separados: yo en un establo y el Lucas en una casita abandonada en la pampa, previa consulta a una señora que nos presta ambos refugios. Cuando amanece, me tocan a la puerta del establo y descubro a un viejo con gorro de lana, un bastón y un perro negro a su lado que me pide que le convide desayuno. Yo le doy un poco de mate que me queda. Cuando el viejo se va, me voy a buscar al Lucas a la casita, pero el español ya no estaba. La señora que nos dio el alojamiento me dice que lo vio irse. Lo vio irse junto a un viejo de gorro de lana, bastón y un perro negro a su lado.

Eso les conté, más o menos, al rey Darío real y al Flass. Durante unos segundos, sólo oímos la lluvia golpear con fuerza sobre el techo del camión de Darío. No sabían – ni el chofer ni el camión – que yo estaba pensando en ellos mientras improvisaba mi historia. No podían saber que mi imaginación los proyectaba más allá de la materialidad del momento. Pero casi creí ver en Darío la culpa de haber atraído, en el cuento, la maldición sobre Lucas. Tenía el rostro sombrío. El Flass miraba hacia afuera.

            – ¿Y no lo volviste a ver, a tu amigo? – me preguntó Darío. Lo atormentaba la culpa de ser ficción, de ser la ficción maldita, y de estar al mismo tiempo ahí, manejando bajo la tormenta sin saber dónde dejarnos.

            – No. Lo busqué tres días y luego seguí viaje.

            – Qué terrible, che.

            Ensombrecido y culposo, ficticio y real, Darío siguió manejando en silencio y ya no pidió más historias y tampoco volvió a conversar mucho más con nosotros. Pensé que en su tierra – en la tierra de los cuentos, quiero decir – ya nos había abandonado en plena pampa hace rato, a mí, al Flass y al español que era Lucas y que era el Flass, y que además existía realmente y se encontraría conmigo –aunque ninguno de los dos lo sabía– en Salta, varias semanas después.

            – Los tengo que dejar aquí… – dijo de pronto Darío -. Yo tengo que desviarme un poco hacia el norte, hacia Río Cuarto. Me salgo de la ruta 9, que es la que va hacia Buenos Aires.

            Asentimos en silencio y tragamos saliva. Me asustaban los rayos, pero nunca tanto como la idea de que se apareciera el tué-tué. Darío comenzó a bajar la velocidad. Estábamos en medio de la nada, en la pampa anochecida, eléctrica como un demonio.

            Fue la culpa, la culpa por la desaparición de Lucas, la que le hizo hablar de nuevo.

            – Bueno, si prefieren, me acompañan y duermen aquí en el camión. Pero se desvían de Buenos Aires. Se desvían bastante.

            No lo pensamos dos veces y le dijimos que lo acompañábamos, sin saber que estábamos tomando la ruta hacia Córdoba. Creíamos –¡ah, ingenuos!– que al día siguiente enmendaríamos el camino. No sabíamos que Córdoba ya nos esperaba y que los caminos ya habían decidido qué sería de nosotros. Un par de horas después –serían las cuatro de la madrugada, eran las horas del silencio–, Darío se estacionó en una gasolinera. El paraguayo insistió en que nosotros durmiéramos en el colchón. Quisimos negarnos. Fue imposible. Darío se acomodó en su asiento y nosotros nos sentimos mal por su generosidad – que yo sabía, sólo yo, que era compensación por la culpa de su historia que se llevó a Lucas, y no genuino altruismo. Juntamos pies con cabezas y nos estiramos, el Flass y yo. Cerré los ojos e intenté dormir, pero mis propias historias y las de Darío me habían dado miedo –soy un miedoso de mierda– y me la pasé en vela pensando o soñando con los cachos del diablo disfrazados en el pico de un pájaro negro y desesperado, con la cabeza morena de Darío entrando y saliendo del portal de la ficción y de los cuentos que son de verdad.

 

                                                                       *

 

            Nos levantamos al amanecer y comenzamos a caminar por la carretera, ya amainado el temporal, hacia otra estación de servicio, en la cual la ruta 9 (la de Buenos Aires), cruzaba con esta ruta hacia Córdoba, y donde podríamos hacer buen dedo hacia la capital. Pero mientras íbamos caminando y conversando sobre el camionero paraguayo, y lamentándonos también por no poder pasar a Córdoba por culpa de los malditos Unitarios, una camioneta roja nos tocó la bocina y paró unos metros más adelante de nosotros, pese a que no le habíamos hecho dedo. Corrimos, de todos modos, y el tipo abrió la ventana y nos gritó bueno, suben o no, pendejos, yo los llevo. Subimos sin preguntarle hacia donde iba. Era un hombre de unos ciento cincuenta kilos, con una pelada redonda y reluciente y perfectos bigotes de sheriff.

            – Ferreira, para servirles.

            Y en menos de tres segundos había alcanzado los 150 kilómetros por hora y se reía a carcajadas de la vida.

            – Yo a los mochileros los recojo siempre, pibes, saben, porque los mochileros son la vida, viajar es la vida, y uno que ya tiene sus años, viste, y te dicen que esas cosas no, que son para los pendejos como ustedes, pero yo cualquier día de estos agarro y me voy con ustedes a recorrer el mundo y a cogerme a todas, porque a veces pagar y pagar por putas también aburre, aunque yo no pago siempre, sólo a veces, la mayoría de mis mujeres me las conquisto con guita, de a poco, pero después del primer polvo ya no me quieren dejar, ¡ruge Ferreira, pendejos!, porque conmigo hasta las putas se van quince veces, y no es que tenga una verga tan soberbia como parece, sino que soy cariñoso, soy delicado, y soy fogoso, eso, yo soy el fuego y soy el sexo y soy todos los hombres en uno, y por eso un tipo como yo no se puede contentar con una mujer nada más, ¡hasta ridículo, suena!, sino que necesita tantas mujeres como hombres es, ¿me siguen, pibes? Y ojo, eh, que a mi mujer yo la adoro, ¡estoy enamorado de ella, soy un loco y un baboso!, pero le digo, querida, si vos cogés conmigo toda la noche me quedo aquí contigo, no me separo de vos en toda la vida, pero ella no me aguanta el ritmo, cogemos una vez, tiene dos orgasmos y ya no puede más, entonces sabe que tengo que ir a buscar otras conchas donde meter la poronga, que yo cumplo y cumplo años pero el pito no envejece, nunca he tomado nada, viagra y esas boludeces, no, porque yo soy un enamorado de la vida y la vida es el sexo y el sexo soy yo y somos todos, eh, pibes, ustedes que viajan y la van poniendo en todas las conchas que se les abren me entienden, cuando sienten que por ahí va y esa cuevita maravillosa como que les chupa la poronga, ¿no se sienten en el cielo, no llegan a Dios? A mí Dios me lo ha dado todo, buena casa, buen laburo, mujer cariñosa y comprensiva y un hijo que es un imbécil y una hija que es una puta, pero yo doy la vida por mis pibes, son lo máximo, son la fiesta. A mi hija la encuentro a veces en bolas con un tipo que se la coge en cuatro patas y le pega en el culo y ella grita de alegría y de placer, y yo entro y les digo que lo pasen bien, amores. Pero una vez a un tipo lo eché de la casa, ¿saben por qué? Porque era un flojo de mierda, y a esos no los aguanto, no, flojos no, drogadictos tampoco. Que le metan la poronga a mi hijita por los ocho orificios, si quieren, que le den por culo hasta que le salgan dos conchas, pero que no sean flojos, que sean trabajadores, eso sí, eso está bien, y yo le agradezco al de arriba porque me hizo trabajador y tengo lo que tengo a puro sudor y lágrimas y alcohol, también, no vamos a venir con cuentos, soy capaz de emborracharme todos los días si hace falta pero nunca he dejado de ir un día al laburo. Nunca.

            Tiró un escupo por la ventana y luego miró la carretera melancólicamente.

            – Ah, la vida, qué maravilla – dijo.

            Luego nos preguntó a dónde íbamos.

            – A Buenos Aires… – murmuramos bajito.                          

            – ¡A Buenos Aires! ¡A Buenos…! ¡Pero cómo no me dicen antes, pendejos! Ya estamos lejos, tenían que bajarse ahí en la estación de servicio, como veinte kilómetros más allá, no, yo no me devuelvo, ¿eh? Además que Buenos Aires es el cáncer de Argentina, esos boludos de los porteños no se merecen recibir pibes fuertes y hermosos como ustedes, no, vayan a Córdoba, vayan allá para que cojan con las mujeres más divinas. Ya estamos en la ruta, ¿por qué se quieren devolver para ir a ver ese tumor gigantesco? Yo los llevo cien kilómetros más allá, luego tienen otros cien hacia Córdoba y ya está, ya llegan al paraíso y la verga se les pone más y más dura mientras caminan. Se los dice Fe-rrei-ra.

            Y sin esperar nuestra respuesta – que nosotros tampoco queríamos dar -, el jodido gordo campeón apretó más el acelerador y siguió dándonos su cátedra vital, y la ruta 9 hacia Buenos Aires quedó atrás, tan atrás que pronto tuvimos que aceptar, fascinados, que los caminos son los caminos y los hombres poca cosa, y que los Federales se iban a Córdoba porque era esa ciudad la que nos esperaba; y Ferreira, sin saberlo, nos había echado una mano para no tener que decidir nada y poder decirle a la vida pues aquí estamos, cabrona.

 

Para leer las crónicas anteriores, puedes entrar a los siguientes links:

 

Primera entrega: http://localhost/carcaj_archivo//2013/06/apatapela-cronicas-sudamericanas/

Segunda entrega: http://localhost/carcaj_archivo//2013/07/apatapela-la-ruta-continua/

Tercera entrega: http://localhost/carcaj_archivo//2013/08/apatapela-seguir-contando-cuentos/

Cuarta entrega: http://localhost/carcaj_archivo//2013/09/apatapela-siguiendo-los-pasos/

Quinta entrega: http://localhost/carcaj_archivo//2013/11/apatapela-mi-aventura/

Sexta entrega: http://localhost/carcaj_archivo//2013/12/apatapela-leyendo-junto-al-rio/

Séptima entrega: http://localhost/carcaj_archivo//2014/01/nadar-a-contracorriente/

Octava entrega: http://localhost/carcaj_archivo//2014/02/robando-melodias-a-la-guitarra/

Novena entrega: http://localhost/carcaj_archivo//2014/03/los-borrachos-amigos-de-siempre/

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