ilustración: Navaja

16 de marzo 2015

CALLEJÓN HABEMUS

por Martín Cinzano

(Acerca de Perros habitados por las voces del desierto. Poesía infrarrealista entre dos siglos. Introducción, selección y notas de Rubén Medina. México DF, Aldus, 2014, 421 páginas).

Finalmente se reúnen los poetas infrarrealistas en un solo libro. El hecho del libro —de todos los libros, pero de un modo particular de éste— no es tan relevante en sí mismo sino en cuanto se lo inscribe en un entramado cultural donde los modos de circulación del discurso —y, entre ellos, el de uno al parecer inaudito: el poema— lo determinan. El “infrarrealismo” venía siendo sometido desde hacía un tiempo a un escrutinio que sólo lograba dar cuenta de un resentimiento escolar y de la pseudocrítica que de éste emana con soltura; al respecto bastaba con leer las ilustrativas palabras de Jorge Volpi (citadas por Rubén Medina, directo implicado, en el prólogo a la presente antología) para darse una idea del candor reaccionario con el que los escritores mexicanos justifican sus honorarios, incluso a costa de aquellos a los que admiran. (Tal cual ocurriera en 1968, los mismos que hoy se escandalizan con los sucesos de Iguala —pues es correcto hacerlo— no vacilan en silenciarse a la hora de enrostrarle al Estado su indiscutible responsabilidad, temerosos de un llamado de atención o de perder una agregaduría cultural). Añadido a lo anterior, la postura anti-intelectual asumida en más de una ocasión por una marginalidad autodeclarada como heroica, posibilitaba que la textualidad infrarrealista (por llamar de algún modo a un conjunto de textos arbitrariamente agrupados en un libro) no tuviera cabida en las peroratas de quienes subían la guardia de antemano. En ese sentido, tanto a ninguneadores como a ninguneados se les hizo fácil, pues de pronto resultaba que estos “poetas sin obra” eran efectiva y solamente eso: poetas sin obra dedicados al boicot. En la misma línea, pero de manera inversa —es decir, en pos de la legitimación— Borges había hecho algo parecido con Macedonio Fernández al declarar en reiteradas ocasiones que lo que en realidad valía la pena de Macedonio era, por sobre todo, escucharlo hablar. ¿Para qué entonces íbamos a leer Papeles de recienvenido? Y así: ¿qué importa que existan los poemas infrarrealistas si está bien que uno de sus máximos exponentes haya muerto atropellado y sin papeles? Rubén Medina, a contramano, ha escrito un prólogo como un gesto que tal vez, o tal vez no, ha provocado escozor en más de algún infrarrealista: como buen académico, se ha atrevido a citar, entre otros, a Michel Foucault y Marshall Berman a fin de ambientar aquel escenario asfixiante regentado por el oficialismo cultural mexicano y por quienes dicen impugnarlo, a la par de dar cuenta del marco propiamente urbano en el que surgen, por ejemplo, los poemas de Mario Santiago Papasquiaro (del que, lamentablemente, sólo se seleccionaron poemas ya publicados en Jeta de santo). A pesar del escándalo, a fin de cuentas la fórmula arte: vida requiere que el primero de los factores se realice aun si no se lo distingue del segundo, y los poetas infrarrealistas, como se ve, leían y leen, escribían y escriben.

Por otra parte, era necesario leer alguna vez consecutivamente los poemas de los y (en especial) las infrarrealistas. Digo consecutivamente porque muchos de los poemas aquí recogidos —por ejemplo los de Claudia Kerik, José Rosas Ribeyro, Pedro Damián, Bruno Montané, Edgar Artaud Jarry, José Peguero, Ramón Méndez, Piel Divina, Mara Larrosa, Guadalupe Ochoa y el mismo Rubén Medina— andaban por ahí desperdigados en revistas, ediciones difíciles de hallar o permanecían y permanecen inéditos. ¿Necesario? Necesario pero también paradójico: la condición ético-estética del poeta infrarrealista, con la que Medina machaca a lo largo y ancho del prólogo, a su vez implicaba asumir la táctica de ese desperdigamiento subterráneo —“Nunca demasiado tiempo en el mismo lugar”— antes de ir a parar a una estantería iluminada de Gandhi. Es decir, si es cierto que al fin podemos leer los poemas de Mara Larrosa y de Cuauhtémoc Méndez, lo es también a sabiendas que el precio (350 lanas) de dicha aparición feliz en el marco de un libro no puede dejar de producir en el lector las incontenibles e ingenuas ganas de arrancarle las hojas.* La ética infrarrealista, en la medida en que arrastra una cierta idea gramsciana de la cultura como campo en permanente disputa, además trae consigo la predilección por los callejones sin salida mal iluminados no sólo en tanto “reflejo” de la condición del poeta y su producción contradictoria en el ámbito de la modernidad, tal como señala Medina pensando en el Baudelaire de Berman, sino también como un canal de distribución (editorial y anti-editorial) de los gérmenes de la neovanguardia política y artística. El hecho de que al infrarrealismo —hasta ahora— no se lo encuentre expuesto en la aséptica sala de exposiciones del MUAC, manteniéndose de tal manera como una de las pocas familias “que no viven del gobierno” (como se señala en un poema de Cuauhtémoc Méndez), se debe en gran parte a que en medio de esos callejones (incluso en México) también existen las casas okupa y los pasquines que por un pelo escapan, pero escapan, al control de las políticas culturales del Estado y su producción continua de estereotipos. “Nos están atorando a cada rato. No hay que dejarnos matar / ¿Vamos a seguir copiándole la sonrisa a las actrices?” (Mara Larrosa).

De tal modo no es casualidad la permanente referencia al cuerpo en cuanto diseminado recorrido subversivo en esta antología, desde el poema de Rosas Ribeyro que la abre hasta el “movimiento de mi pelo” del Primer Manifiesto de 1975, que la cierra. En vista que el circuito cultural se estrecha cada día más en virtud de una concretización de la práctica literaria como “carrera” —una profesionalización diplomática que en Latinoamérica quizás habría que ir a buscar hasta Darío—, desde sus primeros textos el infrarrealismo arremete con la beligerancia corporal, viaje y ebriedad mediante, como punto de fuga contrainstitucional: “Nunca demasiado tiempo en el mismo lugar” entonces se estira: nunca demasiado tiempo en el mismo cuerpo, nunca demasiado cuerpo en el mismo tiempo, en el mismo callejón, en el mismo libro. Nunca demasiado modelo de Rimbaud: ante todo preferimos los viajes, la historia remisa de su pierna amputada.

Pero en fin: era sin duda necesario que alguien, desde dentro del infrarrealismo (¿pero qué significa ese “dentro”?) pusiera la pelota contra el piso y madurara y hablara con calma de “la vieja tribu”, sus filiaciones y quiebres, su apuesta sin fin y sus prontuarios delictivos, sin por ello dejar de ironizar y autoironizar desde el callejón. Aquí estamos, parece decirnos este libro; aquí mero, “mi etapa de destruir no ha pasado” (Ramón Méndez), y a veces aún parrandeamos y nos sacamos fotos y seguimos escribiendo poemas como único y vano criterio de selección para aguantar. Ni leyendas ni fosa común.

 

 Octubre 2014

 

 


* A quien dan ganas de arrancarle no sólo las hojas sino además los pelos y los ojos, es a Carolina López, la viuda heredera de Roberto Bolaño. Es triste lo que pasa con la obra de Bolaño en términos de autoría: simplemente ahora ya no se lo puede ni citar. Que Bolaño no esté presente en esta antología sino de una manera casi fantasmal (a pesar de la manera elegante con la que el antologador zanjó el asunto), más allá de los líos de faldas, no puede más que explicarse por un odio cerval hacia el mismo Bolaño.

(Guayaquil, 1977). Escribió el libro de crónicas Perdido, los poemarios Peatonal, Yo ya y los fragmentos de El piano de Waldstein, además de la nonononovela En pana. Coedita le revista cartonera PUF! en la colonia Obrera de la Ciudad de México.

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