20 de diciembre 2016

Desdoblamiento del ritmo. Notas contra la ontología

«la filosofía se define como la pretensión de no poseer un ritmo propio, negación que es lo «propio» de su ritmo

 

La noción de ritmo en Marchant se nutre sobre todo de dos referencias: Mistral, en Desolación y Elogio del Niño, y Nietzsche, en el aforismo 246 de Más allá del bien y el mal. Aquellas dos fuentes de sentido se expresan como el doble ritmo sexual del florecer y la erección (Mistral) y como el ritmo musical subyacente a toda escritura, que terminará siendo más crucial que el “contenido” del texto (Nietzsche). Este primer desdoblamiento del concepto es sólo superficial: no le corresponde la figura del doblez, sino del contagio. El doble ritmo sexual se expresa, por ejemplo, en la escritura; El ritmo de la escritura puede expresar, por ejemplo, la diferencia sexual. Si queremos asistir a un desdoblamiento en sentido fuerte hay que estudiar lo que pasa en la operación del doble ritmo, o más precisamente: en el hacerse doble del ritmo. Es lo que pretendemos indagar aquí. Pero antes que nada, unas pocas palabras sobre el ritmo-escritura, que es el que aparece en el fragmento de Nietzsche.

Tres textos de Marchant comienzan haciendo un alegato en nombre del ritmo, como dando una advertencia para la lectura o la escucha de lo que viene. En “Sobre la necesidad de fundar un departamento de filosofía en (la Universidad de) Chile” (1985) encontramos lo siguiente:

De pronto — ¡pero después de tantos años de trabajo!— se comprende que, en todos los sentidos posibles, la escritura tiene la palabra. De pronto -¡pero después de tantos años de trabajo!— se comprende que en la escritura todo es cuestión de ritmo (Más allá del bien y del mal, 246) —del ritmo, la idea sólo un momento, un producto, se comprende, así, que todo «se da» (es gibt), en el más riguroso sentido artaudiano, como escena, que en el sentido de Abraham todo es poema (y poema el concepto de poema?)»[1]

La noción de ritmo en Marchant se nutre sobre todo de dos referencias: Mistral, en Desolación y Elogio del Niño, y Nietzsche, en el aforismo 246 de Más allá del bien y el mal. Aquellas dos fuentes de sentido se expresan como el doble ritmo sexual del florecer y la erección (Mistral) y como el ritmo musical subyacente a toda escritura, que terminará siendo más crucial que el “contenido” del texto (Nietzsche). Este primer desdoblamiento del concepto es sólo superficial: no le corresponde la figura del doblez, sino del contagio. El doble ritmo sexual se expresa, por ejemplo, en la escritura; El ritmo de la escritura puede expresar, por ejemplo, la diferencia sexual. Si queremos asistir a un desdoblamiento en sentido fuerte hay que estudiar lo que pasa en la operación del doble ritmo, o más precisamente: en el hacerse doble del ritmo. Es lo que pretendemos indagar aquí. Pero antes que nada, unas pocas palabras sobre el ritmo-escritura, que es el que aparece en el fragmento de Nietzsche.

Tres textos de Marchant comienzan haciendo un alegato en nombre del ritmo, como dando una advertencia para la lectura o la escucha de lo que viene. En “Sobre la necesidad de fundar un departamento de filosofía en (la Universidad de) Chile” (1985) encontramos lo siguiente:

De pronto — ¡pero después de tantos años de trabajo!— se comprende que, en todos los sentidos posibles, la escritura tiene la palabra. De pronto -¡pero después de tantos años de trabajo!— se comprende que en la escritura todo es cuestión de ritmo (Más allá del bien y del mal, 246) —del ritmo, la idea sólo un momento, un producto, se comprende, así, que todo «se da» (es gibt), en el más riguroso sentido artaudiano, como escena, que en el sentido de Abraham todo es poema (y poema el concepto de poema?)»[1]

¡De pronto! El ritmo aparece como un acontecimiento, una revelación. Como se ve, no se trata del ritmo de la escritura, como si fuera una de sus características entre otras; se trata del ritmo como escritura y la escritura como ritmo. Sólo la comprensión del ritmo nos hace entrar verdaderamente en la escritura. De este modo, la idea (o como se dirá después: el contenido) nace del ritmo-escritura, que también se entiende como escena y como poema. La referencia a Nietzsche es clave: pareciera que fue la lectura de ese pasaje, el 246, lo que activó ese “de pronto”. Ni los varios estudios de Abraham, ni los diversos párrafos de Derrida sobre el ritmo son tomados en cuenta por Marchant. Su visión del ritmo guarda fidelidad con la epifanía del texto de Nietzsche (la epifanía 246), y no requiere casi nada más. Pero ¿de qué ritmo se trata? ¿El “ritmo”, en general? ¿Entendido como cadencia, como flujo, como relación, como forma, como tiempo implicado? En efecto, si vamos al fragmento de Nietzsche vemos que se trata de una noción a la vez muy general y muy compleja. Leyendo rápido captamos que se trata de una analogía de la escritura con el ritmo musical, trasladando sin mucho cuidado nociones de un campo a otro. Leyendo lento, en cambio, sentimos que el ritmo se entiende a partir de imágenes bien precisas, o más bien, de marcas que construyen en cada caso la imagen singular de un ritmo. Veamos el texto completo:

¡Qué tortura son los libros escritos en alemán para el hombre que dispone de un tercer oído! ¡Con qué repugnancia se detiene ese hombre junto a ese pantano, que lentamente va dándose la vuelta, de acordes carentes de armonía, de ritmos sin baile, que entre alemanes se llama un «libro»! ¡Y nada digamos del alemán que lee libros! ¡De qué manera tan perezosa, tan a regañadientes, tan mala lee! Qué pocos alemanes saben y se exigen a sí mismos saber que en toda buena frase se esconde arte, ¡arte que quiere ser adivinado en la medida en que la frase quiere ser entendida! Un malentendido acerca de su tempo [ritmo], por ejemplo: ¡y la frase misma es malentendida! No permitirse tener dudas acerca de cuáles son las sílabas decisivas para el ritmo, sentir como algo querido y como un atractivo la ruptura de la simetría demasiado rigurosa, prestar oídos finos y pacientes a todo staccato [despegado], a todo rubato [ritmo libre], adivinar el sentido que hay en la sucesión de las vocales y diptongos y el modo tan delicado y vario como pueden adoptar un color y cambiar de color en su sucesión: ¿quién, entre los alemanes lectores de libros, está bien dispuesto a reconocer tales deberes y exigencias y a prestar atención a tanto arte e intención encerrados en el lenguaje? La gente no tiene, en última instancia, precisamente «oídos para esto»: por lo cual no se oyen las antítesis más enérgicas del estilo y se derrocha inútilmente, como ante sordos, la maestría artística más sutil. Éstos fueron mis pensamientos cuando noté de qué modo tan torpe y obtuso confundía la gente a dos maestros en el arte de la prosa, uno al que las palabras le gotean lentas y frías, como desde el techo de una húmeda caverna —él cuenta con su sonido y su eco sofocados— y otro que maneja su lengua como una espada flexible y que desde el brazo hasta los dedos del pie siente la peligrosa felicidad de la hoja vibrante, extraordinariamente afilada, que quiere morder, silbar, cortar[2].

Podemos establecer cuatro pequeños momentos en este texto. Primero, la imprecación. Los alemanes no tienen conciencia rítmica, o peor aún, sentido rítmico, “tercer oído”. Pero eso no implica que no tengan un ritmo: lo tienen, y su imagen es la de un pantano tan lento que no puede tomar consistencia. Su problema no es que “no tengan” ritmo, sino que el suyo es tan lento que resulta fatigoso hacerse cargo de él, tanto en la escritura como en la lectura. Entonces no se lo ve, se lo deja a la suerte. Esta puede ser una primera imagen de lo que luego será, en Marchant, el ritmo sin ritmo. Segundo, la dispersión. Se presentan algunas marcas básicas del campo de percepción del tercer oído: tempo, sílabas, ruptura de simetría, stacatto y rubato, sucesión de fonemas, coloración. Una analítica podría desglosar esta enumeración con elocuencia, e incluso extraer de allí un método. Por ahora, simplemente nos interesarán estos elementos en relación con lo que viene. Tercero: imprecación 2. Los alemanes no saben, pero Nietzsche sí. Le molesta que se derroche arte ante oídos sordos. El buen ritmo es concebido como un flujo que chorrea, es decir, menos denso y viscoso que el pantano. Amor de Nietzsche por lo vivaz. Cuarto: descripción. Dos ritmos singulares devienen imagen: una caverna con sonidos sofocados, y una espada flexible que se blande con peligrosa felicidad.

Lo que le interesa a Marchant de este pasaje es de entrada su sentido general: entender una frase es captar su ritmo. A partir de allí puede pensarse un nivel no-rítmico de la escritura, lo que habitualmente se conoce como “contenido”. Pero el ritmo no es en absoluto un “continente” para él. El texto abre la posibilidad de pensar una continuidad entre ritmo y contenido, justamente mediante la imagen. Las marcas rítmicas enumeradas en el segundo momento van constituyendo un paisaje que al principio es auditivo, pero que va ganando visualidad: no por nada se termina hablando de adoptar un color y cambiar de color, farben und umfarben. En la descripción del final, los ritmos ya están totalmente apropiados del paisaje: ya son, cada uno, una escena. Y en esa misma escena merodean las “ideas” que constituyen el “contenido”[3].

Marchant no usa explícitamente esta idea nietzscheana del ritmo-imagen, pero veremos que es necesaria para pensar el concepto de doble ritmo. Sin embargo, tiene que aún ganar un par de modulaciones más. Al comienzo de “¿Qué puede hacer un pobre hombre frente a una mujer genial?” (1988) aparece un ejemplo desde la experiencia misma de escribir:

Especial dificultad, imposibilidad de varias semanas, de escribir esta ponencia cuyas tesis centrales, en forma oral, como lo hice, por ejemplo, en escenas de conversación, podría exponer con facilidad. Pero, necesidad, al escribirla, de no ocultar su origen, sentido y alcance, esto es, necesidad de repetir el ritmo de las asociaciones que me condujeron a dichas tesis, cuyo contenido, su «contenido objetivo», como diría un aficionado, sólo esto son: desechos de ese ritmo. Con el ritmo en el oído, texto que fue escrito en una mañana[4].

Aquí el ritmo es de asociaciones, las que van dirigidas hacia ciertas tesis. El ritmo, entonces, coordina o conmueve estas asociaciones para que vayan tomando la forma de tesis. Pero las tesis no son el fin, sino el desecho: es el ritmo el que es necesario repetir para poder escribir. Las tesis irán emergiendo por sí solas. Lo poderoso de este extracto es que nos muestra el ritmo-escritura antes de concretarse como escritura: las asociaciones van dándose directamente en la experiencia, y el ritmo es lo que comunica esa esfera experiencial con la esfera propiamente escritural. Es cierto que podríamos extender la noción de escritura o de texto hacia lo que entendemos por experiencia, pero no podemos hacer eso (y no lo haremos, por ahora) sin antes asumir el papel que el ritmo tiene para vincular, para poner en compañía, estos dos ámbitos. La imagen-ritmo de un texto está, entonces, en relación de repetición con una imagen-ritmo de la experiencia misma, cuya expresión propia no nos es accesible directamente.

Por último, vamos al principio de “Consideraciones sobre el ballet de los valets” (1989). No rigurosamente al principio, esta vez, pero sí en la primera página, leemos lo siguiente:

Por estilo, ritmo, música entendemos, estamos hablando nietzscheanamente, no la forma de expresión de un contenido, un contenido objetivo, que admitiría otras formas de expresión. Por estilo entendemos, según la enseñanza de Más allá de bien/mal, y expresado todavía en términos de la metafísica, lo que señala a un más allá de la metafísica, el «origen del sentido». Cuestión de la «tercera oreja», de entender con Nietzsche que «equivocarse sobre el tempo de una frase, es equivocarse sobre el sentido de la frase misma»[5]

Aquí pareciera que, luego de haber ganado especificidad en el concepto de ritmo, volviésemos a la generalidad: este se asimila al estilo y a la música. Pero esta extensión no es lo central: tiene el carácter de asociación, igual que en el primer fragmento pasaba con el poema y la escena. El núcleo de este fragmento está en la comprensión del estilo (o del ritmo) como un signo de lo que va más allá de la metafísica, signo del origen del sentido. Ritmo antes (origen), pero también ritmo después[6] (más allá). Resumiendo, entonces: el ritmo se presenta como un campo pre-significante de la escritura; en este campo, sin embargo, hay escena y poema, expresión; puede pensarse que esta expresión guarda continuidad con el contenido, mediante una imagen-ritmo; esta imagen-ritmo tiene su origen en una experiencia pre-escritural; y este campo que se abre nos indica un más allá y un origen, un después y un antes, de la metafísica.

 

II

Sería falso decir que el doble ritmo está tomado de Mistral del mismo modo que el ritmo-escritura está tomado de Nietzsche. En el primer caso, el doble ritmo se activa como concepto a partir de una lectura temblorosa de la poeta, especialmente de Desolación y “El elogio del niño”. Temblor que indica el “contenido latente” del texto, en oposición al “contenido manifiesto”, al que Marchant llama “representación”[7]. No es tan arriesgado suponer que este temblor lo que hace es justamente comunicar con la escritura en su nivel rítmico, aunque no nos interesa esta vez llegar a eso (el contenido latente pareciera ser “más” que el mero ritmo, por la presencia de imágenes, pero la noción de imagen-ritmo nos permite eludir esa limitación). Nos atendremos al hecho de que sin esta indagación en el contenido latente de los poemas de Mistral no tendría oportunidad de aparecer el doble ritmo, concepto al que Marchant le dedica un apéndice en Sobre árboles y madres.

El doble ritmo está compuesto de dos elementos: el florecer y la erección. Su imagen privilegiada es el acto sexual[8]. El florecer está vinculado a la mujer en particular, y a la naturaleza en general (¿naturaleza como madre?), mientras que la erección aparece como una anomalía, una fuerza contranatural, una “libertad radical” no humanista sino inhumana:

Libertad, y libertad radical, el sexo masculino es libre primeramente respecto del hombre mismo. Erección que como erección se erige sola, el hombre no domina el ritmo de su erección. Oposición entre el ritmo “natural” de la mujer, el florecer como florecer natural, y el ritmo sin ritmo de la erección. Oposición de ritmos que, como el ritmo, es fundamento de todo lo viviente; el lenguaje, ante todo él, sabe de identidades y las dice: cae la semilla en la tierra como cae el semen en el cuerpo de la mujer[9].

El ritmo, los ritmos. La oposición entre un ritmo primero y un ritmo segundo, este último “sin ritmo”, compone un solo sistema, lo que Marchant subraya como el ritmo. Este, en tanto “fundamento de todo lo viviente”, nos remite directamente a la caracterización que ya hicimos del ritmo-escritura o, diremos desde ahora, el ritmo en general. El ritmo es fundamento, origen, más allá; establece el texto como una escena, un poema; cruza el texto como una música, un estilo. Pero lo nuevo está en el doblez. La separación sexual es lo que le da la figura a esta separación rítmica originaria. Pero la relación sexual no está pensada simétricamente, sino en una casi absoluta (si puede decirse) asimetría; diferencia de naturaleza entre los sexos, pero también diferencia de grado en cuanto grados de existencia. El ritmo del florecer lo cubre todo; él es, totalmente, la naturaleza. El ritmo de la erección no viene a disputar el territorio del otro ritmo, porque ni siquiera comparte el mismo nivel de existencia. El ritmo de la erección es suplementario al florecer: es un ritmo sin ritmo, esto es, con un mínimo infinitesimal de ritmo que lo deja en el borde de existir. Y así es como este segundo ritmo se inventa un “ser” propio. Como casi no existe, opta por el ser, y se constituye como “yo trascendental”, “sujeto”, “conciencia”, “espíritu”, etc. Abre la puerta de lo abstracto. Sin embargo, su anhelo es volver a lo orgánico, al ritmo perdido del florecer del cuál él nunca ha podido escapar: es su cuerpo, todo en él es florecer, excepto lo que lo hace un “él” (en el doble sentido: tanto el falo como la subjetividad). Él

 siente su fragilidad, la insuficiencia de su ser sujeto y desea ser, él, que es “la verdad”, ser “de verdad”; y, si no ser “de verdad” como una cosa inerte, sí ser “de verdad” como un ser orgánico; ser orgánico, ser “de verdad”, que encuentra en la relación sexual: en ella, su yo, yo-trascendental, se convierte en un yo-placer, orgánico[10].

La idea es simple: hay una nostalgia, un anhelo de unidad que se activa en el acto sexual y que tiende a hacer desaparecer el ritmo-erección en el ritmo-florecer. Se redobla, en un momento, lo que se había desdoblado. Pero ¿cómo tuvo lugar el desdoblamiento?

Primero que nada, algunas palabras sobre esta palabra. Se desdobla lo que está doblado: es decir, se constituye una expresión de la dualidad a partir de una dualidad escondida. Pero presuponer que antes del desdoblamiento hay ya siempre un doblez es una trampa. Al pensarse ese doblez como algo no manifiesto, no podemos saber cuántos pliegues hay ahí. Sólo podemos numerar cuando desdoblamos, cuando algo se hace evidente, y si de ahí contamos dos no quiere decir que dentro del doblez sólo haya habido dos. Lo que queremos decir con esto es el hecho de que el ritmo en general puede desdoblarse en múltiples imágenes, de las cuales el doble ritmo de Marchant constituye solo un desdoblamiento. Por otro lado, el desdoblamiento como operación implica la posibilidad de su contrario, el redoble o repliegue. Pero este nuevo momento no puede asimilarse al doblez original, sobre todo porque, como ya dijimos, este doblez original es siempre una multiplicidad, no una duplicidad. El redoble, además, implica en sí la posibilidad de re-desdoblarse, y así sucesivamente. Guarda la memoria de su desdoblamiento. Finalmente, la palabra “desdoblamiento” nos remite a aquella operación parapsicológica en la que el alma se separa del cuerpo. El hecho de que sepamos que el alma no existe separada del cuerpo no impide para nada que podamos imaginarlo. El desdoblamiento es justamente la separación del alma, lo que la hace aparecer de forma autónoma, totalmente real, totalmente “siendo” aunque no le concedamos “existencia”.

Si lo entendemos así, asumiremos que es imposible concebir una escena verosímil del momento de desdoblamiento. Pero si constatamos el desdoblamiento presente, la razón nos urge a llenar ese vacío causal con algo: un mito, por ejemplo. Marchant propone la lectura agustiniana del relato de la expulsión del paraíso. Lo cuenta al revés, por motivos claramente dramáticos: primero se constata esa expulsión, de la que surge la separación de los ritmos. Luego se explica que fue el castigo por la desobediencia de Adán, y por eso tiene la forma de la desobediencia: “el sexo como erección no dominada por la voluntad es la forma visible inmediata del pecado original”[11]. Y sólo al final de aquél apéndice se explica el pecado mismo, que no fue por soberbia (como suele decirse), ni por la ingenuidad de dejarse engañar, sino por amor. Adán comió la manzana, según Agustín, porque quien se lo pedía era Eva: “se sometió a una obligación nupcial”, lo que define su culpabilidad como “amor, necesidad de amor, insuficiencia de su yo, incluso, o ante todo, insuficiencia de su buena voluntad; necesidad de la palabra, del nombre, del otro”[12]. Es decir, su desobediencia consistió en amar más a su esposa que a Dios; en no querer traicionar ese vínculo, el único paritario que existía. Esa necesidad, esa insuficiencia, fue entonces el germen del ritmo-erección como ritmo separado del florecer. Porque antes del pecado, el hombre amaba dentro del florecer mismo, junto con la mujer. El amor en el paraíso tenía la forma de relaciones sexuales “absolutamente naturales, es decir, no violentas”, de lo que podemos seguir que “el cuerpo de la mujer y el cuerpo del hombre antes de la caída eran un florecer, florecer la mujer y florecer el hombre” [13]. (Pensaremos este florecer originario como un Ur-blumen, momento solo pensable desde lo ya-desdoblado: el ritmo como absoluto, antes y después de cualquier origen, no puede subsumirse a una sola imagen si quiere pensarse seriamente. El ritmo absoluto y el Urblumen, entonces, como un infinito y un rayo sobre ese infinito[14]).

Hay paradoja, entonces: el hombre, cuando era pleno, se sintió vacío, y por eso mismo quedó vacío, transformado en espíritu, en ritmo sin ritmo. Paradoja que sin embargo está ya en el relato clásico: si no conocían el bien y el mal, ¿cómo pudieron haber sido castigados Adán y Eva por actuar mal? Solo después de actuar mal conocerían el bien y el mal. La paradoja del mito funciona, entonces, como el relato cínico que oculta lo que no puede saberse: la historia del pecado oculta lo verdaderamente inconfesable, el desdoblamiento originario como un absoluto fuera de escena, cualitativamente más allá de la escena originaria del psicoanálisis, que no es más que el redoble originario.

 

III

Sabemos que el florecer es natural, y que la erección es, a su manera, contranatural, o más bien paranatural, suplemento; pero resulta que su dinámica conjunta, lo que Marchant llama el doble ritmo, es en sí mismo también natural[15]. El florecer acoge a la erección y la transmuta, permitiendo que en ese encuentro la naturaleza se arregle consigo misma, se redoble. A partir de esta operación aparece el amor, o más bien un amor (sobre los modos del amor en Marchant hay que escribir otra cosa). El amor se hace natural en el momento en que devuelve el doble ritmo a lo natural: “Que el amor, como el doble ritmo, es natural lo dice, lo afirma, lo reafirma el poema Vergüenza: “Si tú me miras, yo me vuelvo hermosa / como la hierba a que bajó el rocío”[16].

Una de las imágenes recurrentes del encuentro sexual en Marchant es la figura de la Pietà: La Virgen sosteniendo al Cristo muerto, la amante sosteniendo al amante dormido. Pasividad de la erección ante el florecimiento acogedor, anulación de su espiritualidad mediante una entrega a lo orgánico. El cuadro de Boticelli Venus y Marte (que colgamos a la entrada) muestra una variación de la Pietà menos dramática: Venus apacigua a Marte no tanto por amor sino por deber; si pensamos en la Venus cósmica invocada por Lucrecio (de donde probablemente Boticelli se inspiró), vemos que ella debe preservar la paz para que el flujo de deseo siga proliferando y generando vida. Por eso en el cuadro es recta y vigilante, la diosa del amor, mientras que él está deshecho en lo curvo, el dios de la guerra. Los sátiros juegan con sus armas. El poeta le recuerda a Venus que Marte suele estar en su regazo, “rendido por eterna y amorosa herida, y, reclinando así su bien torneada cerviz, levanta hacia ti la vista y apacienta de amor sus ávidos ojos, sin saciarse jamás, y queda tendido, suspenso su aliento de tus labios”[17]. Esa mirada, último suspiro del ritmo decreciente de la erección, puede captarse en el cuadro si atendemos a la propuesta teórica de Henri Maldiney: “El ritmo de una forma es la articulación de su tiempo implicado […] El tiempo implicado no es una simple extensión temporal ni una duración; comporta lo que Bergson llama «tensiones de duración» y presenta analogías con los antiguos tonos de la música” [18]. Así, en el cuadro vemos la tensión creciente de Venus y decreciente de Marte, lo que nos hace imaginar que, en un momento anterior, ella distendida cerraba sus ojos y él ansioso los abría. Los sátiros, en tanto, están allí fuera del tiempo: su ritmo es totalmente otro, como representantes de la multiplicidad de imágenes-ritmo que el acople sexual deja fuera. Demonios de puro juego, de ritmo libre, andrógino. A ellos se asimila el niño elogiado por Mistral, que “goza con lo rítmico y lo contrarrítmico, y le hace gracia lo suave y lo erizado[19]”. Al poder jugar con ambos ritmos no se encuentra sometido a ninguno, y por tanto se halla abierto a la proliferación de ritmos nuevos, a “muchas vistas, colores y sabores”.

El ritmo de la erección, sin embargo, tiene un proceder en algún grado independiente del encuentro con el otro ritmo. Podríamos decir: tiene una estrategia propia, además de lo impropio del préstamo que se da con el amor. Al hablar de Siegfried, personaje de El anillo del Nibelungo de Richard Wagner, Marchant liga la erección con la sublimación, como una operación conjunta y continua. Siegfried amará la “realidad” como resto de su madre, de su amor primero, volviéndola sublime (a la madre, a la realidad). Siegfried es “niño, pura erección, erección pura, niño subli­me”, y “porque erección-sublimación, tránsito, paso continuo, de la erección a la sublimación”[20]. Esta obra de Wagner sería, entonces, “La Internacional de la Erección-Sublimación”, siendo “la fuerza y el ritmo de la Erección-Sublimación; nostalgia, meditación, fuerza del después como inmenso presente, serenidad, conformidad, Vida, Paz”[21]. Ritmo que, como sabemos, se describe como ritmo sin ritmo. No es casual, entonces, que otra cosa se describa en términos similares: “la filosofía se define como la pretensión de no poseer un ritmo propio, negación que es lo «propio» de su ritmo«[22]. ¿Puede entenderse que la filosofía sea justamente esta erección-sublimación, la erección sin cuerpo orgánico, el espíritu puro? La filosofía pretende no tener ritmo propio, y por mientras que pretende va generando su ritmo. El espíritu acaso sea ese ideal de la razón, la idea sin ritmo, sin ninguna relación con esos cuerpos que pulsan, bailan, caminan y se acoplan con debilidades y fortalezas. Ideal que solo tomaría ritmos prestados, nunca propios; que hablaría sobre ritmos, nunca en ritmos. Recordamos entonces las palabras de Nietzsche sobre el pantano rítmico de los alemanes, totalmente apropiadas para esta descripción de la filosofía, la que —según se dice— es eminentemente alemana. Así con la erección pura.

Es por eso que, finalmente, sólo el doble ritmo, encuentro y desencuentro del florecer y la erección, puede superar la ontología (la metafísica, se había dicho antes). El rol “ontológico” de este doble ritmo es, según Marchant, “la negación de la ontología, y de este modo: el hombre no es un “ser”; es “su nombre”, porque en su nombre es en o como el préstamo del nombre del otro”[23]. La relación sexual como Unidad Dual, dínamo del préstamo de nombres que impide la validez de cualquier nombre propio, y de paso de cualquier ser: “Unidad Dual como prestados nombres y no “entes”, los hombres”[24]. Esta operación se vincula, por supuesto, con la búsqueda de un ritmo de escritura distinto al europeo: “una escritura del español cuyo ritmo es otro que el de las grandes tradiciones europeas, ritmo arcaico, ritmo por ello alejado de la «racionalidad francesa», de la «profundidad alemana», etc.»[25]. Escritura que encuentra Marchant en la poesía latinoamericana, especialmente en Mistral. Si “la «racionalidad francesa» no advierte que el origen de su sentido y de su razón se halla también en su ritmo”[26], tal vez en el español pueda encontrarse una potencia rítmica de la lengua que apunte a esos orígenes. Pero no se trata del español en cuanto tal, sino de un “ritmo arcaico” del español, que en el caso de Mistral se identifica por “frases largas, bien largas, con intercalados, dudas, matices, interrogantes, hesitaciones, repeticiones, elipsis, etc”[27]. La tarea de nuestros poetas ha sido pues “la construcción deliberada de un ritmo de escritura diferente del ritmo del español europeo actual”[28]. Ritmo que podríamos vincular al florecer, al menos desde Gabriela Mistral; pero nunca florecer puro, utopía de un antes del desdoblamiento, del Urblumen. No nos es accesible, porque la sección ya tuvo lugar, y por tanto sigue teniendo lugar. Pero si la poesía se dirige a la filosofía, si desde el florecer hacemos algo con la erección, ya estará pasando algo distinto al imperio europeo del espíritu sublimado.

Esta operación, por tanto, sería inversa a la que hace Heidegger: ir de la filosofía a la poesía, una erección obsesionada con el florecer. Heidegger, el pastor de la Erección-Sublimación, todavía demasiado europeo, demasiado espiritual, demasiado ontológico (como el mismo Marchant, finalmente, asume). Recordemos que entre los elementos ligados a la Erección-Sublimación están la nostalgia, la meditación, la serenidad, la paz, conceptos íntegramente afines a Heidegger, los que podemos reunir (un poco rápidamente) en una sola palabra: Gelassenheit. Luego del encuentro con el florecer, el ritmo del hombre queda apaciguado, serenado, (casi) muerto. Seguramente es por eso que el alemán se apodera de la concepción estática del ritmo (propuesta por Werner Jaeger y Thrasybulos Georgiades, alemán y griego) en un par de pasajes, uno de los cuales cita Marchant: “Ritmo, rhythmos, no significa, entre tanto, flujo (río) y fluir, sino el quicio. El ritmo es lo reposante, que enquicia el movimiento del danzar y cantar y lo deja, así, reposar en sí”[29]. Ve el ritmo como reposo y no como flujo, porque sólo puede verlo cuando está reposando, como hundido en un pantano. Otra cosa se ve desde el ritmo arcaico, cuyos “intercalados, dudas, matices, interrogantes, hesitaciones, repeticiones, elipsis” van describiéndolo como una multiplicidad recortada e interruptiva, de giros bruscos pero continuos; caminos de montaña más que caminos de bosque. Montañas en la plenitud de su movimiento, movimiento insoportable, quizás, para los espíritus puros.

 

[1] Marchant, Patricio. Escritura y Temblor. Santiago: Cuarto Propio, 2014, p. 269.

[2] Nietzsche, Friedrich. Más allá del bien y el mal. Navarra: Folio, 1999, pp. 201-202. Negritas añadidas.

[3] Algo similar sucede con las canciones que tienen letra, en las que existe una cohabitación entre la música y las ideas en el territorio de la imagen (aunque esta imagen sea la de una separación).

[4] Marchant, Patricio, Escritura y temblor, ed. Cit. p. 199.

[5] Ibíd., p. 289.

[6] Sobre el antes y el después en Marchant, remitimos al libro de Cristóbal Durán, Amor de la música (Santiago: Pólvora, 2016). Allí el ritmo se entiende como acompañamiento de la escritura: “El ritmo, por consiguiente, ya no es la escritura; la acompaña. Cada vez está después de ella –y eso marca su lógica-, pero cada vez está antes –su aviso de interrupción”. Nosotros marcamos otro énfasis: no tanto el ritmo como acompañante sino como la compañía misma, como la comunicabilidad, tanto interna como externa, de la escritura.

[7] Marchant, Patricio. Sobre árboles y madres. Buenos Aires: La cebra, 2009, p. 165.

[8] “Dijimos, insistimos, el poema de Gabriela Mistral no rechaza el doble ritmo de la naturaleza, florecer y erección, el doble ritmo propio del acto sexual. Ahora bien, si ciertamente la mujer vive, siente, la naturaleza como florecer porque primeramente ella misma se siente, se sabe, florecer de su cuerpo, y ese florecer lo siente y lo sabe señaladamente desde o como el florecer de sus senos2, frente a ese florecer, la erección del hombre, como el hombre, por más que la mujer sabe en su cuerpo de erecciones, le puede aparecer primeramente como lo otro; y, ciertamente en los casos que la sociedad llama anormales, esto otro como una catástrofe, muerte de lo natural.” Ibíd., p. 335.

[9] Ibíd., p. 193.

[10] Ibíd., p. 339.

[11] Ibíd., p. 339.

[12] Ibíd., p. 342.

[13] Ibíd., p. 341.

[14] Queda pendiente la inquietud respecto a la pertinencia de decir, en vez de ritmo absoluto: ritmo-madre.

[15] Ibíd., p. 232.

[16] Ibíd., p. 233.

[17] Lucrecio, De rerum natura. De la naturaleza (Traducción de E. Valentí), Barcelona: Acantilado, 2012, p. 79.

[18] Maldiney, Henri, Regard Parole Space, Lausanne: L’age de l’homme, 1973, p. 160. Traducción nuestra.

[19] Mistral, Gabriela, Magisterio y niño. Santiago: Andrés Bello, 1979, p. 55. Es preciso hacer aquí un comentario especial, en la línea del escrito por Cristóbal Thayer para la reedición de Sobre Árboles y Madres, sobre el poder de la errata. Al citar “Elogio del niño” Marchant refiere a la edición de Magisterio y niño que acabamos de mencionar, y comete dos erratas, una pequeña y liviana, la otra profunda y misteriosa. Primero: en vez de “pronto el cuitado será igual a nosotros” escribe “pronto el cuidado será igual a nosotros”. Ambas expresiones son raras, pero no de la misma rareza: “cuitado” parece ser un rebusque para decir “pobre” en su sentido figurado (el hablante se lamenta por algo, aunque sea muy pequeño, en relación con el sujeto), y “cuidado”, aunque más común, no suele usarse como sustantivo. Podemos imaginar que Marchant reafirma con esa palabra el carácter reo del niño, su libertad limitada al hecho de que lo cuiden; y que es ese mismo cuidado el que lo hace igualarse, perder su libertad, crecer. Segundo: en vez de “y le hacen gracia lo suave y lo erizado” escribe “y le hacen gracia lo suave y lo irisado”. Luego comenta esta frase diciendo: “Seguridad de la escritura del inconsciente: lo rítmico y lo contrarrítmico, el suave ritmo de la naturaleza, el florecer, y lo contrarrítmico, lo irisado, la erección: el niño es su muy liberal unión.” (Todo esto en Sobre Árboles y Madres, ed. Cit. p. 337; negritas añadidas). Lo insólito es que, si bien la relación entre “erección” y “erizado” se da de suyo, no pasa lo mismo con “irisado”. Marchant parece estar pensando en lo erizado, pero escribe dos veces “irisado”, por lo que el sentido de esta palabra (“Que brilla o destella con colores semejantes a los del arcoíris”, según la RAE) contamina al erizo inevitablemente, y a la erección como tal también. El erizo se eriza para protegerse, para separarse del ritmo general de la naturaleza, que lo amenaza: por pasiones tristes, finalmente. Pero al niño le hace gracia, porque sólo lo ve superficialmente: ver la pura forma, o la forma pura, ese sería el privilegio del ritmo-niño. Ahora bien, que a alguien le haga gracia lo irisado no tiene ninguna gracia: es normal que así sea. Pero Marchant ve ahí lo irisado como contrapuesto a lo suave: la multitud de colores, el destello, como algo contrario al suave florecer. Los colores se darían en erección, tendrían originariamente un sentido sexual, como en los cortejos de las aves del paraíso (imaginamos). Los colores existirían para ser vistos desde una distancia, lo que ya rompe la unidad del florecer originario; distancia ya dolorosa, carente, necesitar ser visto, necesitar tener imagen, tristezas de la erección que se expresan como la pura alegría de la erección. Si seguimos imaginando, sin embargo, llegamos a un punto terrible: ¿No sería entonces toda imagen-ritmo, y toda imagen en general, efecto de la gran erección del mundo? ¿No sería la imagen atributo fálico en lugar de materno? ¿O podríamos hacer, amarillamente, una escisión en la imagen: una imagen irisada, chillona, de la erección, y una imagen suave, ocre, del florecer?

[20] Marchant, Patricio, Sobre árboles y madres, ed. Cit. p. 80.

[21] Ibíd., p. 81.

[22] Marchant, Patricio, Escritura y Temblor, ed. cit. p. 317.

[23] Marchant, Sobre árboles y madres, ed. Cit. p. 338.

[24] Ibídem.

[25] Marchant, Patricio, Escritura y Temblor, ed. Cit. p. 232.

[26] Ibíd., p. 374.

[27] Ibíd., p. 373.

[28] Ibíd., p. 439.

[29] En alemán: “Rhythmus, rhythmos, heisst indes nicht Fluss und Fliessen sondern Fügung. Der Rhythmus ist das Ruhende, das die Be-wegung des Tanzens und Singens fügt und so in sich beruhen lasst”. La referencia que pone Marchant es: M. Heidegger, Das Wort, en Unterwegs zur Sprache, Neske, Tübingen, 1971, pág. 230. Todo esto, en Sobre Árboles y Madres, p. 335.

(Santiago, 1987). Es licenciado y magíster en Filosofía por la Universidad de Chile. Actualmente es becario Conicyt y cursa el doctorado en Filosofía mención Estética y Teoría del Arte en la misma institución. Ha publicado diversos artículos sobre filosofía y literatura. Sus áreas de investigación incluyen la estética, la metafísica y la filosofía política. Es profesor de la Universidad Tecnológica Metropolitana. Actualmente prepara un libro sobre el tarot.

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