02 de septiembre 2018

Destellos de vida láser

Sobre Respiración del laberinto, de Mario Santiago (Ediciones Sin Fin. Barcelona: 2018).

 

Como si Mario Santiago no hubiese alcanzado a agotar —pese a sus esfuerzos apreciables— el campo semántico del fuego, sus lectores y especialmente los más laudatorios de entre ellos parecen estar enfrascándose, o parecemos estar enfrascándonos, en conducir la tarea hacia donde lo exhaustivo se vuelve barroco. No basta entonces con la abundancia de remisiones caloríficas, flamígeras, volcánicas, lumínicas, carboníferas y hasta sudoríparas que el texto trae por su cuenta, sino que hace falta subrayar a cada instante el valor que allí tienen los cráteres, la dinamita, los hornos, las cajas de fósforos, “& viceversa & etcétera”, como diría el propio poeta con sus característicos et o ampersand, signos de su inclinación por una ortotipografía de ecos vanguardistas. Desde luego que la insistencia va más allá de esos conteos de tropos con que intentaban arruinarnos temprano el interés por la literatura. Lo que se subraya al fin y al cabo es la energía vital, la vitalidad de Mario Santiago, la serie de permutaciones entre vida, sexo, viaje y poesía, todo ello sintetizado en incandescencias varias. Ardió en su luz, se nos repite, vivió de modo bronco y desmadrado, soltó amarras y estuvo siempre flanereando y clochardeando a buena distancia del éxito, escribió en los márgenes de la sociedad, del establishment literario e inclusive —anécdota conocida— de los libros que le prestaban. El caso adquiere una ejemplaridad mayor cuando va acompañado de algún discurso normativo (la poesía es provocación, por ejemplo, o la poesía debe ser combate), y lo cierto es que su pathos puede certificarse sin dificultades en Respiración del laberinto, cuyas páginas nos hablan de un sujeto al que el alcohol le responde a tundas o cascadas, un sujeto que se desplaza en “el rudo avioncito del hoy soy”, que no cree más que en la caída de estrellas sobre los puentes y que se muestra decidido, como Desnos, a no aceptar sino el beso al que aspira.

Pero quizá sea esta una fórmula insuficiente para justipreciar a nuestro autor, alguien que por lo demás nos llega ineludiblemente compuesto por una identidad triple, la de su nombre civil (José Alfredo Zendejas), la de su nombre autoral y la de su nombre novelesco, el aureolado Ulises Lima. Reducirlo a la sección biopics, mirarlo tan sólo como una suerte de Empédocles mexicano perdido en México y en todos lados, equivaldría a sustraerlo de la historia, arrastrándolo a la bodega donde se apilan la “bohemia”, los “malditos” y otros términos que vastos sectores del presente consideran horripilantes, o cuando menos antiguallas carentes de filo y especificidad. En su prólogo a la primera edición cartonera de Respiración, Bruno Montané nos previene del error que comportaría el confundir, para desdicha de ambos, al poeta con su trasunto en Bolaño. A dos décadas de Los detectives y cuando el posbolañismo amenaza con descalabrar la viscerrealidad como si se tratara de un ya viejo y superado truco de The Matrix (otro paradigma tardonoventero), del mismo modo en que un montón de listillos viene tildando de ultracursis a Cortázar, la Maga y Oliveira (también mentados, los dos últimos, por Santiago Papasquiaro), este tipo de biografización redunda en una vía casi segura al embalsamamiento, igual si respetamos el mito de la marginalidad absoluta y lo creemos más que nunca necesario, igual si lo vemos sucumbir ante los mohines del gusto millennial, igual si lo despachamos como un simple avatar de la autoaniquilación, “ante cuyo equívoco embeleso” (la frase es de un profesor de Gómez Millas) se rindieron tantos poetas-héroes.

Tal vez haya en Respiración del laberinto una obra que escapa a las posiciones éticas y estéticas fijas, y a la estereotipia que establece fronteras impasables entre “calle” y “academia”, aquellos mundos guetificados en los que nadie podría planificar sus papers en calidad de bulto, ni suavizar sus resacas con la lectura del Tractatus. Aun la imaginería del fuego (como ha mostrado un filósofo oriundo de la provincia de Champaña), se revela ambigua en tal sentido: pasión que acaba en la tibieza y el reposo, llama que se resuelve en ceniza, frío que sobreviene apenas se toma nota del ardor anárquico. Pensaríamos que, en términos de vitalidad poética, y sobre todo si ésta es infra, lo desaconsejado es quedarse: quedarse en casa, en la monogamia, en la universidad, en el canon, en el idioma, en el yo, en el país o en el continente, en cualquier cosa que estacione o rutinice (citando a un vate nativo de la provincia de Ñuble) “esa pequeña parte de la muerte a la que llamamos vida”, aunque la muerte, a decir verdad, reaparece en cuanto la fuga incesante, el consabido lanzarse a los caminos, se transforma en inercia, en consigna fácilmente legible y fichable.

Por fortuna Respiración ofrece, tanto en sus poemas como en sus prefacios y posfacios, materiales para desmitificar o producir mitos de segundo grado, capaces de poner de manifiesto las parcialidades del primero (que era sin ir más lejos la estrategia barthesiana para zafar de la petrificación). Puesto que sus relaciones con la vanguardia europea, la cultura popular y la comunicación de masas no se antojan precisamente un juego de niños, puesto que su conciencia del destiempo latinoamericano no es como para tomársela a la rápida, puesto que acaso nos siga espoleando con su “erupción-matraca” y sus “destellos de vida láser”, “cínicoencuerado” y “extramauncioso”, Mario Santiago constituye todavía un expediente abierto, un proceso que no podría archivarse como sí tuvimos que hacerlo con la cámara lenta de las hermanas Wachowski, o —van veinte años ya— con aquel esnobismo de querer largarnos, nosotros también, al desierto sonorense en un Ford Impala.

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