28 de noviembre 2011

DINA, el crimen no paga

¡Si no hay justicia hay Funa!, fue el grito de guerra o cántico coral con que se llevó a cabo desde 1999 una serie de intervenciones públicas acusatorias, las masas hastiadas de esta justicia en la medida de lo posible que impuso la Concertación. Las funas significaron un acto de revelación y repudio en sus lugares de trabajo o domicilio a quienes participaron como agentes, ex uniformados, torturadores, cómplices de los crímenes, las torturas y desapariciones durante la Dictadura. Los violadores de los DDHH y que aún seguían (y siguen) ejerciendo en cargos públicos, civiles impunes, que caminan tranquilos bajo el sol de una Verdad cubierta por la espesa sombra de la Impunidad. Para ellos no hay olvido ni perdón, les decimos los hijos de los ejecutados políticos del régimen de Pinochet. Este libro, Las letras del horror: DINA, de Manuel Salazar, es una investigación acuciosa de los nombres de vuestros-cobardes-soldados que gozan de una libertad que no les pertenece. Hablo desde la rabia y la impotencia, claro. Me alarmó oír decir solo hace algunos meses al Ministro de Defensa, ante la tragedia de Juan Fernández, que él sentía en carne propia lo que padecían estas familias sin poder hallar los cuerpos de sus seres queridos para darles sepultura. Otra vez los muertos y este mar que tranquilo nos baña. ¡Cuánta empatía, solidaridad y legítimo derecho a la conmoción ante un accidente así de mediático! ¿Y es que existen distintos tipos de desaparecidos en Chile?, ¿qué alcance tiene la reparación para todos los ciudadanos?, ¿por qué esos mismos robots submarinos no los sumergen en las costas de Quintero, en las Quiriquinas, en Magallanes? ¿Qué encontrarían? ¿Quedará algo bajo esas olas de olvido? Ya hubiéramos querido nosotros al menos cinco sensibles minutos de catarsis en la televisión o la radio por ese entonces. Nada. Solo la suma de las víctimas, economía de estado ante las fosas comunes. Sacrificios humanos en un país cruzado de Norte a Sur por una cicatriz que continúa supurando. El crimen no paga.

La Concertación se encargó, más por culpa que por ánimo de justicia, de recuperar recintos y casas de tortura, recompuso los calabozos, lavó campos de exterminio, levantó jardines y plazas, irguió monumentos, puso placas recordatorias, fundó museos de la conmiseración y hasta el área dramática de la TVN se alistó a vestir con los ropajes de esos heroicos compatriotas que resistieron la represión militar tras los altares de la Vicaría. Se agradece, decimos el gesto, pero cuestionamos la paráfrasis melosa de quienes tomaron las armas, reducidos a romeos-cabeza-de-pistola en los capítulos de trasnoche. Jugar a la guerra, escupir la mano que les da de comer. Cuesta mirarse a los ojos, la vista se nubla y termina empozada con más mentiras y dobles lecturas. La Historia mediatizada por los años busca imponer su Verdad, creyendo subsanar el dolor apenas con verbalizarlo. No hay actos de contrición, menos reparatorios, cuando son impuestos por los poderosos. La verdad de los desposeídos sigue siendo la misma, ha permanecido inmutable, porque no obedece a tranzas, a suplantaciones, a interpretaciones. La historia de los pueblos se convierte en pesadilla para el poder cuando no logra situarlo, hacerla encajar en sus justificaciones, evasivas y recriminaciones urgentes. Porque para nosotros es la razón de los hechos lo que prevalece. Nada tiene que ver el dolor con el dolor. Y de eso hablan estas páginas publicadas por LOM y que, como se adelanta, será un primer tomo, sucedido por uno dedicado a la historia no menos brutal de la CNI.

“La DINA soy yo”

El duro discurso de Pinochet a poco de un mes del Golpe de Estado puso en alerta a los generales que veían, más que la intención del camarada de armas, la mano secreta de Jaime Guzmán detrás de afirmaciones como “reconstruir es siempre más arduo que destruir. Por ello, sabemos que nuestra misión no tendrá la transitoriedad que desearíamos, y es así como no damos plazos ni fijamos fechas”. La historia desde ahí es conocida, y sirve para dimensionar de qué modo la colusión derecha-militares estuvo sesgada por ambiciones mayores que imponer las armas. Uno de los opositores fue el general Lutz quien murió en extrañas circunstancias luego de que una intervención de rutina lo llevara a la muerte, con una investigación que nunca logró esclarecerse. Antes había encarado al entonces coronel Manuel Contreras por su proceder en la DINA. Tanto así que acudió a un consejo de generales dispuesto a registrar lo que allí se discutiera. El libro de Salazar, leído como una novela de traiciones o un manual de conspiraciones, puede resultar revelador, no por ello menos impotente o ajeno a estos antecedentes: “El militar (Lutz) ingresó al salón con una grabadora escondida en su guerrera. Junto al general Bonilla enrostraron a Pinochet los delitos de la DINA. Los gritos quedaron registrados en la cinta que después Lutz escuchó a solas encerrado en su casa, espiado a través de la puerta del salón por su hija Patricia.

-¡Señores, la DINA soy yo –gritó Pinochet golpeando la mesa–.  ¿Alguien más quiere pedir la palabra?”

A falta de antecedentes, la declaración que aparece como anexo del Sr. Juan Manuel Guillermo Contreras Sepúlveda aka Mamo Contreras, agrega: “Mi relación con el general Augusto Pinochet como jefe de Dirección de Inteligencia Nacional y éste primero en su calidad de presidente de la Junta de Gobierno y luego como presidente de la República, se desarrolló bajo las directrices que señalaba para la búsqueda de información y como contrapartida de ello se le ponía en conocimiento de él el resultado de la labor desplegada por los efectivos de la DINA, lo que se hacía de manera diaria, para lo cual concurría personalmente a buscarle a su domicilio y le trasladaba hasta el edificio Diego Portales, tomábamos desayuno y manteníamos una conversación cuya duración era promedio de una media hora a una hora y a veces se extendía mucho más”, ¿qué pasaba por la mente, no sé si por los corazones de estos carniceros matinales? Sabían o podían llegar a suponer que Guzmán sería muerto, que él moriría de viejo luego de ser salvado por la coalición de gobierno que debió enjuiciarlo, y que Conteras seguiría recluido en una cárcel de elite más atento a las películas del TV cable que a su propio rollo, el que como una pesadilla no debería dejarlo dormir tranquilo.

Pinochet siempre lo supo todo, pero ante la acusación de Contreras, en una sus últimas patéticas declaraciones, habría dicho: “No me acuerdo, pero no es cierto. No es cierto, y si fue cierto, no me acuerdo” (Noviembre de 2005).

¿Reconciliarse sobre qué? ¿para qué?

Los esfuerzos unilaterales de verdad cruzan la línea del absurdo cuando la insistencia a nadie importa, y la otra ala de la cuestión sigue negando o justificando (sin saberse qué es peor) ante los atropellos y vejámenes que hoy conforman un pregonado futuro esplendor. No hay política de los acuerdos. No para nosotros, porque lo personal es político, y de ahí que la memoria individual deba extenderse –en su comprensión más sensible– a una memoria social de intención reparadora. No sé si exista la reconciliación. Me cuesta pensar ese escenario de encuentro, más todavía cuando mientras escribo estas líneas, sujetos como el coronel Labbé, hoy alcalde de Providencia, homenajea como un héroe a Miguel Krasnnoff Martchenko, arguyendo que en una democracia la libertad de pensamiento y expresión debería primar. Y lo dice otro agente de la DINA, integrante de la promoción de subtenientes egresados en 1967 y que se cree fueron testigos de las torturas y muerte de Víctor Jara, todo es descrito en la página 91 del libro de Salazar dedicada al edil.

Si no es tiempo de justicia ni verdad, lo sigue siendo de FUNAR, donde vayan los seguiremos, serán las páginas manchadas de la historia. Hace unos días paseando por un Liceo en toma de la municipalidad de Providencia se desplegaba una sábana escrita con plumón con una reseña de quien era Labbé. Las chicas quizás no estaban, como acostumbra a decir la derecha y la clase política en general, rasguñando el pasado, respondían con hechos a la prepotencia de un estado militar que aún impera como práctica y que como sociedad seguimos avalando. Quizás valga la pena leer este libro del terror. Pero no para convencernos, ya estamos convencidos, sino que para no olvidar nunca más. Nunca. Nunca. Nunca.

EXTRACTO DEL LIBRO

4.3. Ollagüe, el cuartel de José Domingo Cañas 1367

A unas ocho cuadras del Estadio Nacional y a unos 300 metros hacia el sur de la avenida Irarrázaval, en la comuna de Ñuñoa, se ubicó el cuartel Ollagüe de la DINA, en calle José Domingo Cañas N° 1367. La casa era propiedad del sociólogo brasileño Teotonio Dos Santos, quien la facilitó a la embajada de Panamá entre octubre de 1973 y enero de 1974 para albergar allí a unos 400 asilados. Los últimos refugiados en esa sede diplomática abandonaron el país a fines de enero y entonces la DINA puso sus ojos en ella, probablemente teniendo presente que en ese sector de Santiago, o muy cerca de allí, tenían sus domicilios, sus trabajos o estudios, muchos de los militantes del MIR, los que eran el principal objetivo de las brigadas operativas que dirigía Manuel Contreras.

Los agentes de la DINA se instalaron en Ollagüe a comienzos de agosto de 1974, tras abandonar el cuartel de Londres 38, donde ya se habían fijado demasiadas miradas y empezaban a acudir a sus puertas los familiares de los detenidos y desaparecidos.

Casi todos los hombres y mujeres que estuvieron secuestrados y fueron torturados en Ollagüe pertenecían al MIR y sus detenciones coincidieron con la obsesiva persecución al secretario general de ese partido, el médico Miguel Enríquez, y a sus principales dirigentes. Desde esa casa se perdieron para siempre cerca de 45 personas, en su mayoría jóvenes estudiantes o profesionales que recién iniciaban su vida laboral. Entre ellos había cuatro matrimonios ((Los matrimonios estaban integrados por Lumi Videla Moya y Sergio Pérez Molina; Cecilia Bojanic Abad y Flavio Oyarzún Soto; Jacqueline Drouilly Yuric y Marcelo Salinas Eytel; y, Cecilia Castro Salvadores y Juan Carlos Rodríguez Araya.)) y dos de aquellas esposas estaban embarazadas. Varios otros fueron sacados del lugar y conducidos a diferentes recintos desde los cuales también desaparecieron.

Ollagüe era una casa de un piso, con jardín en la entrada y rodeada de una reja. En el costado derecho había un garaje donde se recibía a los detenidos. En el interior tenía un patio mediante el cual se comunicaba con un edificio contiguo de tres pisos. Durante su permanencia en el lugar, los detenidos estaban con sus ojos siempre vendados y amarrados o encadenados, privados de alimentos, de agua y de sueño. Se les mantenía en una pieza común, relativamente amplia, y en un lugar llamado “el hoyo”, que al parecer se trataba de una despensa, sin ventanas ni ventilación, de aproximadamente uno por dos metros, donde se llegó a tener simultáneamente hasta más de diez personas en condiciones de extremo hacinamiento. El tiempo de permanencia en Ollagüe era variable, de días, semanas o meses. Entre las torturas que han mencionado los detenidos que estuvieron allí, se enumeran golpes de puños y pies en todo el cuerpo, garrotazos con laques o “tontos de goma” y culatazos, descargas eléctricas en la “parrilla”, vejaciones sexuales, simulacros de fusilamientos, submarinos “húmedo” y “seco”, quemaduras, introducción de objetos por el ano, colgamientos y torturas psicológicas. ((En junio de 2002, la jueza del Cuarto Juzgado del Crimen de San Miguel, María Teresa Díaz, procesó al brigadier (r) y ex agente de la DINA Maximiliano Ferrer Lima como presunto autor del secuestro de la pareja integrada por Cecilia Bojanic Abad y Flavio Oyarzún Soto. En))

El cuartel Ollagüe fue habilitado casi en forma conjunta con la Villa Grimaldi, pero en el primero se concentró inicialmente el trabajo de interrogatorios y tortura. Su primer jefe fue el capitán de Carabineros Ciro Torré, quien fue sustituido en octubre por el capitán de Ejército Francisco Ferrer Lima. Casi diariamente llegaba desde Villa Grimaldi el mayor Marcelo Moren para dirigir y planificar el trabajo. Los grupos operativos siguieron funcionando como lo habían hecho en la casona de Londres: Halcón, dirigido por Miguel Krassnoff; Águila, por Ricardo Lawrence; y Tucán, por Gerardo Godoy. Desde Grimaldi, acudía Fernando Lauriani, quien se hizo cargo del grupo Vampiro.

Uno de los primeros detenidos desaparecidos que llegó a la casa de José Domingo Cañas, capturado el 5 de agosto, fue Mauricio Jorquera Encina (“El chico Pedro”), 19 años, estudiante de Sociología en la Universidad de Chile, a quien identificó Marcia Merino. Era miembro del GPM5 y había sido jefe de los secundarios del MIR. Ex alumno del Instituto Nacional, tenía otras apreciadas características para los hombres de la DINA: era amigo de muchos importantes miristas, como José Carrasco, Máximo Gedda, Martín Elgueta, Juan Chacón, María Isabel Joui y Jacqueline Drouilly, entre otros; y, en su casa paterna, en calle Ejército, solía reunirse desde hacía tiempo la comisión política del MIR

El 13 de agosto cayó Newton Morales Saavedra, soltero, ingeniero eléctrico, suboficial (R) de la Armada, miembro también del GPM5. El día 16 detuvieron en la calle, sin testigos, a Carlos Salcedo Morales, 21 años, casado, estudiante de Sociología en la Universidad de Chile.

La colaboradora Luz Arce, por su parte, siguió identificando y entregando a miembros del PS. El 15 de agosto cogieron a Rodolfo Espejo Gómez (“Jano”), 18 años, estudiante secundario, encargado de propaganda de la Juventud Socialista. El 16 agarraron en pleno centro, cuando cruzaba la avenida Bernardo O’Higgins hacia calle Ahumada, a Juan Mura Morales.

Otra de las brigadas se dedicó a la cacería de miristas vinculados al mundo del trabajo. El 22 de agosto cayó Modesto Espinoza Pozo, casado, dirigente sindical de la Corporación de la Vivienda, Corvi, e integrante del Frente de Pobladores del MIR; el 27, Marcia Merino identificó en la calle a Jacqueline Binfa Contreras (“Paulina”), 28 años, estudiante de Servicio Social, integrante también del Frente de Pobladores, donde había trabajado muy cerca de su máximo dirigente, Víctor Toro, hasta la detención de éste por la SIFA en abril, momento en que la joven se sumergió y desconectó del partido.

Krassnoff Marchenko y los agentes de la brigada Halcón, en tanto, trataban de arrinconar a las estructuras dirigentes del MIR por diversos flancos. El 26 de agosto detuvieron a Francisco Javier Bravo Núñez, casado, mecánico de la FIAT, quien conseguía y arreglaba vehículos para algunos cabecillas del MIR; el 2 de septiembre apresaron a Luis Alberto Guendelman Wisniak, 25 años, casado, egresado de Arquitectura de la Universidad de Chile.

Desde comienzos de septiembre, los agentes de la DINA empezaron a acorralar a una red de la resistencia que había montado una agencia de noticias clandestina que enviaba periódicos informes al exterior. El día 14 arrestaron a uno de sus miembros, Sergio Hernán Lagos Hidalgo, casado, vendedor de la Editorial Millaray, militante del Movimiento de Acción Popular Unitario, MAPU, ex redactor de Chile Nuevo, una revista que durante la UP dirigió el dirigente de ese partido, Óscar Guillermo Garretón, desde la Subsecretaría de Economía. La DINA llevó a Lagos a su casa en San Miguel para allanarla y allí sorprendió fortuitamente a Víctor Alfonso Martínez, 23 años, ingeniero de ejecución mecánica de la Universidad de Concepción, integrante del equipo de seguridad de Miguel Enríquez.

Ese mismo día capturaron a otros dos componentes de aquella estructura: José Hipólito Jara Castro (“Jaime Castro”), 29 años, soltero, egresado de Química y Farmacia de la Universidad de Concepción; y Luis Durán. El primero de ellos trabajaba con una contadora a quien le había pedido que alojara en su departamento de calle Tenderini a un joven que muy secretamente era el encargado de la seguridad y protección del secretario general del MIR.

La mujer fue detenida el día 16 y en su departamento la DINA montó una nueva ratonera, atrapando horas más tarde, el día 17, a Mamerto Eulogio Espinoza Henríquez, estudiante de Dibujo Técnico en la Universidad de Chile de Temuco, natural de Concepción, a cargo de la custodia de Miguel Enríquez.

A mediados de 1974, las jefaturas de la DINA percibieron que los miristas que capturaban poseían identidades falsas de impecable factura. A través de sus agentes en el Registro Civil y en la Policía de Investigaciones iniciaron entonces una cuidadosa búsqueda de datos y pistas que les permitiera ubicar a los responsables de las adulteraciones. A fines de agosto la cacería dio resultados gracias a algunas delaciones.

El 22 de agosto fue apresado Antonio Teobaldo Tello Garrido (“Luis”), 25 años, ex detective, jefe de la red que fabricaba documentos para todos los miembros del partido y que, además, se encargaba de microfilmar diversos escritos destinados al exterior o a las comunicaciones internas. Tello había pertenecido durante la UP al núcleo del MIR en la policía civil, supervisado por Edgardo Enríquez, y cuyo jefe operativo era Claudio Rodríguez Muñoz (“Lautaro”), quien caería abatido en un enfrentamiento con agentes de la DINA en los días siguientes.

Antonio Tello fue golpeado hasta desfigurarlo y ante su pertinaz silencio decidieron pasarle una camioneta por las piernas. Testigos han relatado que aquel ex detective no podía tenerse en pie y, sin embargo, lo seguían torturando.

Pocos días más tarde, el 5 de septiembre fue capturada Sonia Bustos Reyes, 30 años, soltera, ex cajera del casino del Servicio de Investigaciones, militante del Partido Demócrata Cristiano, PDC, y del MIR. Hasta su domicilio en la calle Catedral, en el barrio Brasil, llegó Raúl Romo y otros agentes a bordo de una camioneta blanca, llevándosela al cuartel de Londres 38 y transformándose en la última detenida desaparecida desde aquel recinto. Escasas horas más tarde, cayó Mónica Llanca Iturra, 23 años, casada, un hijo, empleada del Gabinete de Identificación, proveedora de los elementos para falsificar identidades, la que fue conducida a José Domingo Cañas.

A continuación, siguiendo una cadena, el 10 de septiembre apresaron en su oficina a Carlos Pérez Vargas, casado, publicista. Sería el primero de cinco hermanos en sufrir la represión; los otros cuatro también desaparecieron o murieron asesinados. El día 14, cogieron a Bernardo de Castro López, dibujante técnico, casado, tres hijos, militante del PS. Lo detuvieron agentes de la DINA que llegaron preguntando por “el señor que pinta”. Se lo llevaron junto a unas matrices de panfletos que Bernardo había confeccionado con el rostro del presidente Allende. Cuarenta y ocho horas después prendieron a Vicente Segundo Palomino Benítez, ex profesor de Química en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, fotógrafo. Los agentes lo condujeron hasta su taller fotográfico en la calle Santa Genoveva.

Los mandos de la DINA comprobaron también por aquellos días que muchos dirigentes de las estructuras provinciales del MIR se trasladaban a Santiago intentando burlar los cercos que tendía la represión en sus respectivas ciudades. Instruyeron entonces a dos de sus brigadas para extirpar lo que los militantes de izquierda habían bautizado como las “colonias” en la capital. Los procedimientos de la DINA no siempre obedecían a una estricta lógica operativa, muchas veces bastaba una breve mención de un nombre en una sesión de tortura para que el aludido, su familia y sus amigos más cercanos fueran también detenidos.

El 6 de septiembre fue arrestado Roberto Salomón Chaer Vásquez (“Francisco”), soltero, dos hijos, ex estudiante de Sociología de la Universidad de Concepción. Se desempeñaba como encargado de compras de la empresa constructora TECSA en Puente Alto. En sus años de estudiante, Chaer había trabajado políticamente en el sector costero de Concepción. Estando preso, con sus amigos Carlos Rioseco (“Marcelo”), Héctor González (“Genaro”) y Carlos Fernández (“Flaco Raúl”), formaron un colectivo denominado festivamente como “Los Tres Chanchitos”.

El 7 de septiembre cayó Néstor Alfonso Gallardo Agüero, 24 años, contador, dirigente regional del MIR de Temuco; el 10, fue capturado Carlos Eladio Fernández Zapata (“Raúl”), casado, dos hijos, uno de los ex encargados de organización del MIR en la Universidad de Concepción; y el 16, fue capturado Héctor Cayetano Zúñiga Tapia, casado, ex alumno de Química y Farmacia en la Universidad de Concepción. Los agentes de la DINA lo llevaron hasta la casa que compartía con su hermano, a quien, para intimidarlo, se lo mostraron amarrado y botado boca abajo en el piso de la parte trasera de la camioneta, muy golpeado y sangrando profusamente.

Por esos días se apersonó en Ollagüe el coronel Manuel Contreras. María Alicia Uribe Gómez, alias “Carola”, otra mirista que terminó colaborando con la DINA, declaró años después ante la justicia que “estando en José Domingo Cañas con los ojos vendados, conversó conmigo un señor de trato duro pero no grosero, quien me preguntó las motivaciones por las que yo era mirista. Después de esta conversación con este señor el trato cambió, ya no fui más torturada y se me dio atención médica. Con el tiempo supe que esta persona era Manuel Contreras Sepúlveda, con quien continué teniendo contacto y en una ocasión me dijo que me había liberado del trato que se les daba a los otros detenidos porque yo no era su enemiga sino una ‘pobre niña’ que quería cambiar el mundo”.

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