08 de marzo 2011

El alma hecha pedazos: fragmentos de lo femenino

El espejo roto, de Beatriz García-Huidobro. Se dice que si un espejo se rompe, vendrán siete años de desgracias. Ese es el hechizo. La superstición del espejo roto tiene sus orígenes en tiempos remotos, cuando los únicos reflejos que existían eran los de los espejos de agua. Fascinadas por esas imágenes, las primitivas sociedades creyeron que el reflejo humano en el agua era el alma y se temía que los espíritus de las aguas pudieran capturarla.

Un espejo roto, de verdad, por otra parte, nos devuelve el reflejo fragmentado de una imagen; incluso al intentar reunir los pedazos del espejo, la imagen que nos devuelve está alterada por esas fracturas y quiebres.

Ambas ideas permiten abordar la novela El espejo roto, de Beatriz García-Huidobro, quien mediante una escritura directa, pero contenida, despliega una suerte de imagen caleidoscópica (vidrios quebrados) de lo femenino en Chile. La idea del espejo roto opera en, al menos, dos planos: en la estructura formal de la novela y en el fondo disperso de las historias.

Mediante relatos breves (pedazos del espejo roto), pequeñas narraciones, a veces, incluso, en la proximidad del verso, a través de fragmentos se revelan las historias (las desgracias) de dos, de tres, de varias mujeres, en todas sus edades y condiciones, y nos pone frente a la inmensidad de lo femenino en nuestro territorio, en nuestra historia.

Con escasos diálogos, en un texto en que priman el monólogo y la narración clara, objetiva y sutil, podemos ver las historias de mujeres, a su vez, fragmentadas, rotas: historias crueles, desoladas, tristes, apagadas…

Podemos identificar una suerte de baraja transversal de arquetipos femeninos chilenos (en sus varias clases sociales): la anciana, la hermana, la hija, la suegra, la amiga, la empleada, la engañada, la amante, la viuda, la solterona, la virgen, la abusada, la suicida…

Tiene la novela una suerte de sustrato mítico y legendario, en donde tiempo y espacio están más bien como referencias sutiles. Es la intimidad de las protagonistas y sus actrices secundarias lo prioritario. Destacando aquí los roles pasivos: maternal, doméstico y de abnegación.

Lo masculino aparece, en la configuración de nuestra identidad, dibujado muy tenuemente, sólo por breves referencias, como el elemento activo, proveedor, sancionador y abusador. Aparte de los personajes, el texto ofrece una muestra de la racionalidad masculina, mediante escritos intercalados y formales: la reseña enciclopédica de una enfermedad rara (la epidermólisis bullosa de transmisión genética), el informe de una compañía de seguros, la legislación respecto de la adopción de un niño, la crónica policial de un suicidio, el testamento post mortem, las citas de las sagradas escrituras (¡la palabra de Dios!).

Un personaje masculino prototipo es el padre de Andrea, una de las protagonistas: “Un estudioso que no llegó a ser el erudito que prometía”, “él hace clases que repite año a año a estudiantes de primer semestre”, “clases obligatorias, prerrequisito de nada, de nada más que mantenerlo a él de pie”.

Finalmente, la figura del travesti (un hijo abandonado por su madre y criado por su tía) termina abriéndose paso en esta suerte de mundos paralelos, universos tangenciales (masculino y femenino), que nunca terminan por acoplarse del todo o de manera armónica, de donde surge la opción homosexual.

O la de Manuel (hijo de una relación extra marital), el niño afectado por una enfermedad rara en toda su piel, quien no podrá jamás asumir el rol masculino (pre asignado). Se desdibuja así, finalmente, el arquetipo paradigmático del macho chileno, al menos en el imaginario de una identidad fragmentada, que jamás se volverá a recomponer como antes.

Un fragmento:

Manon, una de los personajes principales, con un psicólogo:

«Y [el psicólogo] se mete en su infancia y escarba y la hipnotiza y no descansa; sigue raspando las cicatrices que estaban cerradas para dejarlas abiertas, sangrantes, y le dice Abusada. Insiste en eso y ella sonríe y cruza las piernas sugerente, ingenuamente, ante él, y le cuenta fantasías que no son ciertas; habla y mide sus reacciones, sus pupilas, las venas de sus manos y enfatiza a medida que lo perturba; descarga su artillería de seducción contra ese hombre que finalmente cede, todos ceden, y lo complace de un modo feroz y teatral.

«Cuando lo siente debilitado en su maraña, lo deja.

«Su venganza es que se sienta desolado sin ella.

«No hay problemas con nadie mientras pueda manipular desde una cama. Ese es su lenguaje, así lo insulta, así se desquita, así también atrae y halaga y se levanta.

“Nunca más una sesión. Ni con él ni con nadie. Que no vuelvan a llamarla así.

“Como repetía la abuela, no digan malas palabras”. [Pág. 95]

Otro fragmento:

“Se mimetiza a cada uno de los hombres. Con uno se vuelve artista, con el otro actriz, con el otro es geisha, y con el siguiente estudiosa, luego se vuelve caritativa y al poco tiempo es comerciante, después fotógrafa, cada vez esclava, siempre una niña que obedece y complace. Hace lo que le pidan, lo que sea. La premian con regalitos y arrumacos. Su nuevo dueño le hace señas desde lo alto y ella corre detrás

“Pronto se transforma en escenografía de cartón sin consistencia. Le repelen las órdenes de estos hombres patéticos que se creen empoderados. Desprecia sus modos de patrón sin altura. Para ser despótico hay que ser más grande. Y todos son pequeños, tan pequeños”. [Pág. 97]

El espejo roto, de Beatriz García-Huidobro, es una novela inquietante, intranquila, con personajes que se van dibujando mediante un retrato hablado de múltiples voces, con historias perversamente sugestivas, a veces incómodas, pero que al final terminan por configurar una imagen de nuestra identidad social a cabalidad.

No es una novela fácil ni lineal; es íntima, alterna, por lo que requiere la participación de lectores activos, atentos y despiertos. Diría que es una novela actual en su estructura y eterna en su contenido.

Francisco Miranda

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