21 de abril 2012

El libro es un espejo que contribuye a moldear la racionalidad moderna

Repetiré para ustedes lo que vengo diciendo desde hace ya un largo rato y respecto de lo cual cada vez tengo menos dudas: que la lectura de libros no es una práctica prescindible, que pretender que otras tecnologías de la comunicación que no son el libro lo pueden sustituir y sin que con ello se produzca algún tipo de pérdida y más bien, alegando ganancias, constituye una fantasía y, además, una fantasía peligrosa. Que la tan cacareada “muerte del libro” no es, por lo tanto, ni necesaria ni conveniente. Y sencillamente porque el libro, porque la lectura de libros, por su misma naturaleza, pone en actividad dimensiones de lo humano que son esenciales, que si se las deja de lado eso acarrea consigo un recorte en lo más profundo de aquello que nos hace ser lo que somos. Los psicolingüistas nos informan, y lo han comprobado empíricamente, que leer es un proceso de una riqueza enorme y que les reporta beneficios importantísimos a todos quienes lo llevan a cabo. No se trata simplemente de descodificar unas grafías, para así recuperar la oralidad, el supuesto estado puro (como aseguraba Saussure) del lenguaje. La cosa es harto más compleja e incluye fases diversas: de descodificación, de comprensión, de interpretación, de cotejo entre lo que se lee y lo que se guarda en el almacén de la memoria, de inferencias, de hipótesis y de especulación creadora. Todo eso está operando en los momentos en que leemos un libro. Una demostración excelente de esta complejidad se produce cuando nos disponemos a leer una novela, lo que como es sabido nos obliga a seguirle la pista al “personaje”. Ese personaje, que empieza siendo un signo vacío (o un grafema vacío: a menudo, sólo un nombre), se irá llenando en el curso de la lectura en la medida en que lo veamos (o lo leamos) actuar y en que podamos cotejar sus actuaciones con las de sus semejantes dentro y fuera del relato. Hay, pues, una relación de uno a uno entre las operaciones de nuestra razón generadora de significado y el invento de Gutenberg. Lo que podemos hacer con el libro es un espejo de lo que podemos hacer con nuestra razón, y eso es válido incluso para los libros malos, porque no es algo que dependa de los contenidos sino del cómo esos contenidos se articulan y se expresan, de un lado, y se recepcionan, del otro.

Para decirlo de una manera distinta, la razón moderna es la que acentúa y lleva hasta el extremo de sus virtualidades (el mejor y el peor) algo que los griegos habían descubierto dos mil años antes: la lógica de la consecuencialidad, la que trabaja produciendo inferencias conceptuales. Es una lógica laboriosa y demorada, que funciona en línea recta y cuyo premio es el reconocimiento por parte de quien la hace suya de relaciones inteligentes de carácter cognitivo entre conjuntos simbólicos diversos. Con ella construimos proposiciones y argumentos, y con esas proposiciones y con esos argumentos nos aproximamos a la verdad de lo que somos y del mundo en que vivimos. Y no sólo el vehículo, sino el espejo de esa lógica de la consecuencialidad es el libro o, más bien, lo que hacemos con él. Leemos en el libro los conjuntos simbólicos de marras, los ponemos en relación con otros similares y de esa relación emergen nuevas posibilidades de ser y de hacer. Parafraseando a Sor Juana, leer es “ser más en el ser”. Es ser más y, agrego yo, es ser mejor.

Pues bien, toda la arremetida contemporánea postmoderna contra la razón moderna y por cierto, hecha con las armas de la razón moderna, por lo tanto invalidándose a sí misma con el mero acto de su formulación, incide en un desprestigio correlativo del libro y la lectura. Mi ejemplo favorito es el de uno de los proyectos de Mejoramiento de la Educación Superior (MECESUP) que hace algunos años ganamos en mi lugar de trabajo, el Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos de la Universidad de Chile, y que incluía en su presupuesto un renglón para la compra de libros. Los funcionarios del Ministerio de Educación de la época nos pidieron que lo elimináramos y que lo reemplazáramos con un renglón que nos procurase dinero para contratar sitios de Internet. Nos les hicimos caso, por supuesto, y menos mal que no insistieron.

Pero es un buen ejemplo del estado de la cuestión entre nosotros. En una América Latina que tiene una población total de un poco más de quinientos millones de personas y donde hay bastante más que cuarenta millones de analfabetos (para no decir nada de los analfabetos funcionales y los semialfabetos. En Chile, las estadísticas hablan de un 24% de adultos de más de cincuenta años que son analfabetos funcionales y de un 40% de niños que salen de la enseñanza básica sin haber aprendido a leer correctamente), la superficialidad burocrática nos sugiere la conveniencia de que nos saltemos esa etapa y de que entremos de lleno en la que sigue: la de las tecnologías de la información y la comunicación. Que los muchachos aprendan a leer en los computadores cuando todavía no saben leer en los libros, eso es lo que esos burócratas quieren. Pero, ¿da lo mismo y hasta es mejor una cosa que la otra, como ellos presumen? Si decimos que sí, estaremos dando por buena la tesis que afirma que sólo se trata de un “cambio de soporte”. El libro no habría desaparecido, seguiría estando disponible para nosotros, sólo que con un traje nuevo. Cuando el problema se complica es cuando decimos que no. Porque decir que no equivale a decir que no da lo mismo Juana que Chana, que la diferencia no reside únicamente en el soporte. El hipertexto no es, en definitiva, para los que piensan de esta otra manera, una versión mejorada del texto, sino la introducción de una forma distinta de leer y, por consiguiente, de una forma distinta de pensar.

Se entiende, espero, que cuando hago esta contraposición no estoy pensando en la digitalización de unas obras que de ese modo se ponen al alcance de muchos y de lo que ojalá hubiera mucho más (más ediciones Ayacucho disponibles en la red, por ejemplo), ni en tecnologías tales como la de los libros electrónicos, que efectivamente no involucran sino un cambio de soporte y a lo mejor para bien. Hablo de la textualidad del libro y la textualidad del hipertexto y de la diferencia entre la lectura de una y la lectura de la otra.

Y de estar en lo cierto la posición que afirma que se trata de actividades diferentes, ¿en qué consiste la diferencia? Básicamente, en dos elementos, creo yo: en el reemplazo de la lectura lineal por la lectura espacial y en el de la lectura basada en la consecutividad y la consecuencialidad (el acceder a los significados unos detrás de las otros y teniendo en cuenta la dependencia lógica de los posteriores respecto de los anteriores, como lo expliqué arriba y como me lo enseñó el profesor César Bunster hace ya más años de los que quiero recordar) por una lectura basada en la yuxtaposición. Agréguese a eso el reemplazo frecuente de la letra por la imagen y el del regodeo demoroso y cauteloso por la iluminación instantánea.

Personalmerne, confieso que no estoy para nada convencido de que las novedades de la lectura hipertextual obsoleticen a la lectura textual. En rigor: no estoy para nada convencido de que la espacialización de la información incluya y supere a su exposición lineal y que la simultaneidad receptiva sea preferible a la recepción de tiempo largo, la que analiza y pondera con prudencia y sin apuro. Creo, por el contrario, que se trata de procesos diferentes y valiosos ambos, pero cada uno a su manera y cada uno con sus propios resultados. El libro, que como dije es el espejo de la racionalidad moderna, lo es no sólo porque la refleja sino porque contribuye también a moldearla. Por su parte, la racionalidad moderna es el fundamento del mundo económico, político, social y cultural en el que hemos vivido durante los últimos doscientos o más años. El capitalismo hegemónico y el socialismo contrahegemónico, la división de los poderes del Estado, las sociedades urbanas (o, mejor dicho, la organización urbana de las sociedades) y el ensayo y la novela son todas creaciones de la racionalidad moderna  a las cuales el libro acompaña y moldea.

¿Queremos tirar todo eso por la ventana? O, para ponerlo en los términos del título de este panel: ¿Queremos que el ciudadano, que es el arquetipo social de la modernidad, así como su proyección en la conducta política, que es el ejercicio de la ciudadanía, desaparezcan del mapa? ¿Preferimos, como andan diciendo algunos de esos primitivistas que no parecen haberse enterado de que el primitivismo es también una creación de la cultura moderna, un retorno a la “epistemología ancestral”? De acuerdo, la racionalidad moderna ha producido monstruos. El capitalismo, y el capitalismo desembridado, como el contemporáneo, sin ir más lejos. Pero, ¿justifica eso el que se la dé por extinta y, de rebote, que se dé por extinto a su correlato indispensable, el libro? No lo creo yo así, lo he dicho antes y lo repito de nuevo ante ustedes. Los filósofos de Frankfurt postularon hace años que la modernidad ponía en circulación por lo menos dos razones: la instrumental y la emancipadora. ¿Vamos a castigar a la segunda por los pecados de la primera? ¿Vamos a condenar a los libros porque los libros fueron, porque han sido, en algunas ocasiones, instrumentos perversos?

Y ya que estoy hablando de los libros que han estado al servicio de la perversión, déjenme pasar ahora brevemente al segundo tema de este panel, a la cuestión editorial o, para circunscribir mejor el fenómeno, a la cuestión editorial tal y como ella se viene dando en nuestro país.

Yo veo, en este sentido, un campo de tres, y no más de tres, contendientes (adviértase a propósito que no contamos en Chile con algo que los franceses sí tienen: un sector de ediciones públicas que se encarga de imprimir libros de valor educativo o de interés nacional). En primer lugar, existen hoy día en Chile las transnacionales del libro, que no son sino la expresión en este terreno de la práctica de las transnacionales que dominan y hacen de las suyas en el capitalismo global. Son, por lo tanto, entidades cuyo fin es generar dinero para unos accionistas que pueden estar en Nueva York o en Timbuctú. O, para citar nuevamente a los de Frankfurt, son una de las formas actuales (“globales”) de las “industrias de la cultura”. Y puesto que el capitalismo global no es sólo un modelo económico, sino un modelo de vida (creo que pocos estarán dispuestos a discrepar con este juicio), ellas colaboran con él. Los postmodernos suelen hablar, para celebrarlo, del “ciudadano consumidor” o, en otras palabras, de la desaparición contemporánea del ciudadano moderno, de aquel que se definía en la relación con sus vecinos en la urbe y en el trabajo que hacían todos juntos en pos del establecimiento de una vida más libre y más plena, y la aparición en cambio de otro tipo de ciudadano, uno que ahora se estaría definiendo en su relación con el consumo y las satisfacciones que él le proporciona. Es este otro un ciudadano al que el gobierno de la urbe no le interesa, que está demasiado ocupado atendiendo a su bienestar y el de su familia como para preocuparse del bienestar (o del malestar) de los demás. Consumir, y no hacer sociedad, está en el centro de su comportamiento. El consumo, como escribió Tomás Moulian ingeniosamente hace unos años, “lo consume”.

Principalmente para ese ciudadano es para quien imprimen libros las transnacionales del libro, y en el entendido de que lo hacen no sólo para entretenerlo sino para confirmarle la validez de su opción de vida. Que aquellos a quienes Beatriz Sarlo motejó de “populistas de mercado” apuntalen esta opción desde atrás y teóricamente sólo sirve para confirmar un viejo dictamen de Lukács: que no es posible hacer política de izquierda con una epistemología de derecha.

Ahora bien, un adversario débil de las transnacionales del libro son las prensas universitarias. En Chile, hay varias y algunas de ellas con historias honrosas. No siempre, pero con frecuencia imprimen libros buenos. Pero esos libros, todos lo sabemos y lo lamentamos, se quedan durmiendo en las bodegas. No tienen la distribución que sería deseable y quienes los leen son muy pocos. También incide en la mezquindad de sus alcances el problema de la creciente especialización de la prosa académica, y por lo tanto el problema de su creciente inaccesibilidad, pero ése es un tema para otro panel.

Todo lo cual nos deja con los llamados “editores independientes”, un rótulo que en Chile reúne especies diversas: más y menos grandes (ninguna demasiado grande, en todo caso), más y menos atrevidas, capitalinas y provincianas, etc. Como quiera que sea, aquí es donde de veras crece eso que Bernardo Subercaseaux bautizó como el “espesor cultural” del país. Después de múltiples altibajos, algunas de estas editoriales independientes han logrado consolidarse y llegar lejos. Otras están en camino de hacerlo. Como lo señala la carta de presentación de una de ellas, hablan de y publican sobre “el otro Chile”, el que se las ha arreglado para sobrevivir a la globalización neoliberal y a la frivolidad postmoderna y que cada día que pasa abre un poco más los ojos. Especial mención merecen en este marco las editoriales pequeñas, las que cada año se juntan en este mismo sitio en la “furia del libro”, generalmente a cargo de muchachos y muchachas muy jóvenes pero persuadidos todos de que ese otro Chile es en efecto posible. También hay que reconocer la labor de las editoriales de regiones, las de Valparaíso, las de Chillán, las de Valdivia y otros sitios. Son los esfuerzos a través de los cuales saca la voz un país que está saliendo recién del largo, larguísimo letargo, en que lo sumió la barbarie pinochetista y a los que yo saludo con esperanza, porque ellos se suman a un esfuerzo mayor: el de liberarnos de una vez por todas de la codicia sin frenos, del autoritarismo desatado y del manoseo solapado e hipócrita de la banalidad.

* Ponencia para el Coloquio “Chile-Francia. Edición independiente: espacio público, repertorios de acción y modelos organizativos”, el 4 de abril de 2012 en el Centro Cultural Gabriela Mistral de Santiago de Chile.

(Santiago, 1941). Ensayista y crítico literario chileno. Es autor, entre otros, de los libros Discrepancias del Bicentenario (Lom, 2010) y Clásicos Latinoamericanos. Para una relectura del Canon (Lom, 2011).

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