04 de enero 2011

El malquerido

Como ya han notado algunos comentaristas, el Sr. Presidente tiene todavía una fuerte tendencia a estar en todas, a adoptar los más variados disfraces, a querer copar todos los roles, como en esas obras de teatro donde un solo actor hacía cinco a seis personajes mediante rápidos cambios de vestuario. No le basta con encabezar el Estado, quiere ser también el primer guaripola, el primer porrista del país y el vendedor viajero a escala mundial.

Algunos han propuesto como interpretación a estas conductas, una especie de residuo de la adolescencia, el jovencito que en el patio del colegio quería impresionar a sus compañeros, el que sin ser el más recio trataba de ganar algún liderazgo a través de conductas “audaces”.

Creo que se puede ir más lejos, uno puede ponerse, por ejemplo, en el rol del terapeuta y diagnosticar una profunda carencia afectiva, con origen en la infancia, de esas que producen en el niño un estado de apetencia emotiva y miedo a la falta de afecto porque se ha sentido privado de amor maternal, ya sea de manera real o imaginaria. Lo único que lo hace experimentar seguridad es el sentirse permanentemente querido, por lo que está en búsqueda permanente de reconocimiento: lo que la psicoanalista suiza Germaine Guex  llamaba glotonería afectiva y que se manifiesta en posesividad, intolerancia a la frustración, etc. Eso podría explicar la búsqueda insistente del aplauso y, por otra parte, la acusación pública a su mujer por no quererlo como las mujeres de los mineros a sus maridos. Esa confesión inesperada de que si fuera amado sólo la mitad, con intensidad minera, él se sentiría “el hombre más feliz del mundo», nos tomó a todos por sorpresa. A su mujer también. Pero como él es espontáneo y habla desde el fondo del alma, lo que Freud llama inconsciente, habría que consultar a un buen psicoanalista antes de intentar un diagnóstico ligero.

Ahora, si nos trasladamos al campo del psicólogo vienés Adler y repasamos esos mal resueltos complejos de inferioridad, que para compensar terminarían transformándose en sus contrarios, en complejos de superioridad, y que se manifiestan como arrogancia, autoritarismo y otras actitudes del estilo, podríamos tener un festín. Por qué proclamar tanto una supuesta superioridad si la mayor parte de la gente puede distinguir a alguien superior sin que éste tenga que trompetearlo con todos esos slogans que utiliza machaconamente el primer mandatario y sus ministros. Porque tienen que convencernos de que en este Gobierno todo lo que se hace es de nivel superior, nunca visto, el mejor presidente en la historia de Chile o del mundo, lo mejor de lo mejor, de una eficiencia inédita. Y luego tienen que poner la cara los socios políticos y decir que, para “contar más y mejor”, todo es extraordinario, magnífico, hasta el punto de que sus discursos y alabanzas comienzan a sonar a chiste, a evidente ironía. ¿Es la jactancia una expresión de un cierto complejo de inferioridad?

En todo este cuadro aparecen los números. Si hay en ellos alguna clave,  tendríamos que consultar a los famosos magos chilenos: Jaime Hales, Alejandro Ayún, o tal vez al mismísimo Jodorowsky. Porque no deja de llamar la atención la increíble presencia de cifras en el discurso presidencial. Se van a crear un millón de nuevos puestos de trabajo, ya se crearon doscientos cincuenta mil en ocho meses. Cinco meses faltan para que Chile esté completamente reconstruido. En seis meses estarán resueltos los problemas de la salud y le ha pedido al ministro de educación que en cuarenta y cinco días resuelva los problemas que Chile enfrenta para ponerse a la cabeza de las naciones del primer mundo, porque acuérdense de que en unos ocho meses más seremos un país desarrollado, en unos doce meses más habremos derrotado a la pobreza y en cuatro años estaremos primeros en el ranking mundial de la equidad.

En la inauguración de la Feria del Libro 2010, el presidente hizo una promesa digna de nuestro primer profesor ante ese porcentaje abismante de chilenos que no lee. Ante el sesenta por ciento de brutos que “no ha leído jamás o lo ha hecho en contadas ocasiones”, él se compromete a “duplicar el hábito de lectura”. Hará leer a los flojos habitantes de este país que ni siquiera saben darle vuelta a la página. ¿Cómo lo va a hacer? No se sabe, pero la promesa nos enternece. A los que amamos los libros, los que quisiéramos que la clase ejecutiva y política pudiera entender lo que lee, que pudiera diferenciar realidad de ficción y distinguir entre la preposición a y el ha del verbo haber, el corazón nos da un vuelco. Si cumple con lo prometido lo querremos, ya no será más el malquerido, no lo molestaremos más, no buscaremos ni causas sociológicas ni sicológicas a su megalomanía. Lo querremos desde el fondo del corazón. Porque un país que sepa leer probablemente no va a votar por otro Piñera, ni tampoco por otros tantos chantas políticos que prometen sin cumplir, todos los días, en una especie de juego de póquer mentiroso donde sólo existe la apuesta sin respaldo y el bluff del “tus dos y dos más”.

José Leandro Urbina

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