27 de diciembre 2013

Entre todos la sonrisa de Aleijem

La Revolución Rusa es, sin duda, uno de los hechos más significativos que inauguran el convulsionado siglo XX. Tras ella (o más bien tras su degradación) surgieron una serie de ideologías totalitarias que proliferaron por Europa como un cáncer, acabando en ese infausto capítulo que ya todos conocemos: el holocausto judío.

Sholem Aleijem (1859-1916)  (“La paz sea con usted”), aunque ruso y judío de nacimiento muere un año antes de la revolución y otros tantos antes del holocausto. La muerte –siempre inescrutable y misteriosa– le impide por poco presenciar estos eventos, pero en cambio se convierte en un testigo privilegiado de la vida cotidiana de esos pequeños pueblitos judíos, que serán destinados al anonimato y la persecución; absorbidos por el enorme imperio zarista y luego por la expansiva nación soviética.

La presente edición El violín y otros cuentos escogidos, es una antología de la prolífica producción cuentística de este particular escritor. Sholem Aleijem nace en una localidad cercana a Kiev (actual Ucrania) y desde niño se interesó por la palabra, de hecho, la intensidad de sus estudios bíblicos lo llevó a formarse como rabino a la temprana edad de 21 años; durante su infancia escribía pequeñas historias en ruso y hebreo, pero ya en 1880 toma la decisión de volcarse al idish, lengua popular que le permite crear estampas policromáticas y adentrarse donde la lengua de la doxa no le permitía penetrar. Esta decisión no fue solo una preferencia de estilo, sino también una cruzada ideológica: Sholem, consciente de la dificultad de construir identidad cuando se carece de nación, ve –a mi juicio– en el idish un modo de habitar donde la cultura no se petrifica sino que bulle en vida propia. Sin ir más lejos, en un fragmento que esta antología recoge, el autor señala que su primera obra la realizó en su infancia, despertada por la fascinación que le producía oír la enorme variedad de expresiones vulgares que su madrastra expresaba a cada momento, lo que queda reflejado en la siguiente cita: “con placer las fue coleccionando [las maldiciones de su madrastra], y cuando había reunido una buena cantidad, comenzó a ordenarlas alfabéticamente. Trabajó durante varias noches, organizó un interesante lexicón de imaginativos términos, y esta fue, puede decirse, la primera obra que el futuro Sholem Aleijem compuso, y la tituló ´La filosa lengua de la madrastra´”. Hay algo de esto en la muestra de sus narraciones: una mirada entusiasta y alejada de todo juicio moral frente a lo popular y su espontaneidad (temple que se cuela además en la, aparente, liviandad de su pluma).

En verdad, leer a Sholem entusiasma, mejora el ánimo, permite mirar nuestras propias desgracias y mezquindades bosquejando siempre una sonrisa; no aquella alienante de la indiferencia, sino aquella vital que no esconde la tristeza y la acepta como un ingrediente más de la experiencia (el judío que aparece en la portada de esta edición de LOM, pareciera reírse de aquel modo). Por ello, sus cuentos son retratos a distancia, a ratos caricaturas que no escatiman en bromear sobre los estereotipos que han caído sobre su pueblo: sobre el judío que se aprovecha de los extranjeros; el carnicero que insulta a todos sus clientes pero que en el Día del Perdón parece el ser más bondadoso de la tierra; Berl-Aizik aquel otro judío que estuvo en Nueva York y no puede evitar hacer un mar de exageraciones al relatar su experiencia –por ejemplo, cuenta para llegar al último piso de un edificio se requiere un día entero en el eleveitor– o aquel memorable tren conocido como el Haragán, de cuya lentitud se cuenta que un judío lo tomó para asistir a una circuncisión, y llegó justo para su bar mitsve, etc.

Se trata entonces, de cuentos amenos, simples en apariencia, pero de una gran belleza, una honda sensibilidad y un humor que no descansa en la simple carcajada frente a lo ridículo, sino que es un modo reflexivo de enfrentar la realidad, que mueve más a la compasión que –como dije antes– a la indiferencia o cierto anesteciamiento. Es una lástima para el lector común no poder leer en idish, pues en la lectura se intuye que la sonoridad es un factor importante de esta escritura, no obstante, la traducción permite –sin lugar a dudas– un goce inestimable.

Aleijem, es el relator que recoge las experiencias de los pueblos judíos de Europa del este, su ficcional Kasrílevke podría ser cualquiera de esas pequeñas comunidades que han sido evaporadas junto al humo de las bombas y trituradas por las máquinas del exterminio. Por último, en estos cuentos aparece la vida previa al desastre, aquel momento postrero que hoy leemos de un modo que Sholem Aleijem jamás hubiese sospechado: como un preámbulo alegre junto al final más trágico que se haya escrito en la historia.

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