26 de diciembre 2018

Fin de año, fin del mundo

Dejen todo en mis manos.

Está claro: el mundo no va del todo bien. Vemos las cosas y vemos que siempre dejan algo que desear, que podrían ajustarse aquí o allá, que no nos hacen el juego, aunque si algo cambiara, por poco que fuera, podrían hacerlo, por más que, bien sabemos, no lo harán. Tenemos esa vaga inquietud al salir de la cama, al levantar la taza de café hasta nuestros labios y ver como de a poco el resorte de la vida empieza a estirarse. Sentimos que los procesos que mueven el todo ya no son absolutamente eficientes, que las cosas no siempre llegan a donde y a quienes tienen que llegar, que se desperdician fuerzas, que se desperdician talentos, que se desperdicia la vida a veces. Un temblor se asoma al borde de la boca, como producto de un cable mal conectado, un temblor se apodera de la mano, las cosas nos parecen bailando en el aire, prontas a encontrarse con el suelo.

Pero no se preocupen, déjenlo todo en mis manos; hoy me siento especialmente incompetente.

Hoy me siento como el tipo de persona que puede asegurar que el descalabro no se hará esperar. Y no por algún diseño o detallado plan, lo cual indicaría una cierta traición a las expectativas que nos hemos fijado; la sistematicidad demuestra cierta competencia en su insistencia en ir paso a paso hasta alcanzar un destino, sea cual sea. No, hablo de alguien que lleva el fracaso inscrito en el alma y en la sangre que le dieron sus padres, única plusvalía que ha logrado sumar a su herencia. Alguien confiado en el fin e inconsciente de que pueda haber un camino para alcanzarlo, inconsciente incluso de la noción de camino. Alguien que, como una trampa, aceptará cualquier misión con confianza, para luego revisar tres o cuatro libros desactualizados en rápida sucesión (tan rápida, que uno diría todos al mismo tiempo) y colocar las palabras de uno en las oraciones del otro y ordenar las ideas con la estructura del tercero, de forma que por más equivocadas que estuvieran las fuentes primarias, ninguna aceptaría la imagen que se ha hecho este individuo. Brevemente, alguien ajeno a la idea de ordenar sus pensamientos en una lista, pero que si decidiera hacerlo para darse cierto realce, sería capaz de mezclar todos en su acción inaugural de manera de producir una incompatibilidad crítica y hacer caer del cielo el caos, completo y de una sola vez. El mundo es ciertamente un lugar grande, pero precisamente gracias a la medida de mi insignificancia e impotencia, el mero contacto de mis manos sobre el timón del universo es capaz de quitarle todo lo que tenga de majestad y hacerlo descender hacia la zozobra.

Por supuesto, no hay nada especial en mí. No hay favor que rinda con mayor facilidad que considerar a mi vecino un inepto tanto mayor que yo. Pero no es momento de idealísimos. Uno tiene acceso a estas oportunidades una vez cada mucho, sino una vez en toda una vida. Es fundamental ser sumamente cuidadoso y pragmático hasta el hueso. Por eso, aunque, tan fácilmente como te convidaría un vaso de agua en pleno diciembre, te cedería la oportunidad de detener la rotación de la tierra, de derramar los océanos, de hacer de los edificios jardines y de las tardes de los miércoles fines de semana, no puedo arriesgarme esta vez ¿Quién sabe? Podrías ser alguien realmente competente, tus talentos dejados sin explotar en una sociedad que se especializa en eso. Podría ser que apenas pongamos todo sobre las puntas de tus dedos, empiece a girar aún mejor que antes. O puede que tras esa mirada afable y ese rostro bien proporcionado, se encuentre el deseo de destruir el mundo y esta vez, de verdad, sin falta, lo hagas colapsar, implotar, luego explotar, fundirse y disolverse y así, pulverizado, vaporizado, quemado y anegado realmente ya no quede nada de nosotros. Pero no es eso lo que necesitamos, sino la seguridad de un completo contrapropósito. Tal como normalmente estoy dispuesto hacerle el favor al mundo de dudar de lo que dice y de lo que dicen de él, esta vez estoy dispuesto a la cortesía de afirmar que, sin importar cuál sea su objetivo, nadie puede fallar tan completamente como yo. Y es mi carácter cortés el que me obliga, con el dolor de mi corazón, a excluirte de esta operación. No te lo tomes a mal querido amigo: resígnate al triunfo y déjame el fracaso, también es posible la felicidad coronado de laureles.

Un aplauso se hace sentir desde la galería. Luego se detiene, porque ha caído en la cuenta de lo que acabo de decir. De sus restos se dispara una voz quebrada, una protesta que parece más bien un quejido: “pero…aún podemos hacerlo funcionar!”

Precisamente, podemos, ese es el problema. Funciona, funciona a medias, funciona mal, funciona al revés y hemos quedado prisioneros de esta inagotable voluntad de funcionamiento. Esta negativa a acabarse, esta capacidad de seguir moviéndose, sin requerir más que un parche, un pequeño ajuste aquí o allá, una arenga motivacional, es lo que nos impide dejarlo atrás. El mundo nos ha encadenado con su funcionamiento., que nunca termina y nunca se detiene.

Nos ha encadenado a él y a sus problemas. Digo “sus” problemas, porque difícilmente son nuestros. Nosotros los sufrimos, es cierto, pero difícilmente los elegimos. Tampoco los causamos, en un sentido directo, ni hemos decidido que deben mantenerse ahí, aunque con hacer el insignificante esfuerzo de sostener nuestra vida sobre la faz del planeta, les damos todo el apoyo que necesitan. La verdad es que no pueden ser nuestros problemas, porque su mera envergadura nos reduce a motas de polvo, porque su lógica no nos hace ningún sentido, porque su necesidad queda justificada por entidades capaces de engullir al planeta y ambicionar las galaxias, mientras nosotros a penas nos las ingeniamos para llegar a la hora y pagar las cuentas. Cuando los vemos, no somos capaces de decir más que un par de platitudes, porque sabemos que, ante la enorme nómina del mundo, eso es equivalente a la frase más aguda.

No, estos no son nuestros problemas, y de vez en cuando el sinsentido de cargarlos se nos hace tan patente que nos decidimos a golpear la mesa, a llamar al número de consulta , al número de emergencia, al número de la mesa de atención amigable, siempre disponible, personalizada (excepto feriados) escrito en chico al reverso de una esquina de cualquier cotidiano, aunque sepamos que solo encontraremos voces dispuestas a derivarnos a otras oficinas, a tomar nuestros datos o consultar en el sistema mientras esperamos en línea, permanentemente listas para ser el comienzo de un circulo que nunca nos deje llegar al maldito responsable de todo esto y ahorcarlo con la corbata. Pero apenas estamos por levantarnos de nuestro puesto, escuchamos algo crujir bajo nuestros pies. Miradas preocupadas o nerviosas empiezan a sobrevolar nuestra cabeza y nosotros mismos sentimos como perdemos el sustento. Por más que decidamos hacer un alto, las cosas se siguen moviendo, el trabajo se nos empieza a acumular, las cuentas siguen llegando, las hojas del calendario cayendo al rededor nuestro. Así que apenas pensamos en quejarnos, nos encontramos corriendo lejos de nuestro propósito, tratando de remontar el giro de los engranajes, para no caer entre los espacios y mantenernos a la cabeza de la marcha. Porque el mundo funciona y exige que pongamos el hombro para moverlo.

Por supuesto, lo hacemos; nadie quiere que el mundo se detenga, todos tienen algo que perder. Pero mantener el mundo donde está, significa mantenernos donde mismo en el mundo. Como la secreción de ese proceso inasible llamado “desarrollo” que se endurece para formar un cuerpo, los serpenteos del mundo nos rodean con la materialidad de la cual dependemos. Nuestra presencia ahí asegura la salud de la estructura y nos permite apropiarnos de algo o sentir que nos apropiamos de algo. Proceso curioso en que el esfuerzo por la propiedad, por usar, por reciclar, por habitar, por llamar lo que nos rodea “propiedad” es lo único realmente nuestro, mientras su objeto siempre se nos escapa. A penas este sustrato que consideramos nuestro se convierta en un impedimento para la siguiente fase de su desarrollo, el mundo no dudará en pulverizarlo para hacer espacio; basta mirar por la ventana para constatar cuánto podemos ver de las vidas que vinieron antes de la nuestra. Pero esto, se nos dice, es el secreto de la prosperidad. Claro que casi nadie agrega que el mundo está más preocupado por deshacerse de lo que se gesta en su interior, que de preguntarse qué necesitamos y cómo buscamos recibirlo. La prosperidad del mundo significa la bendición de sumar a nuestros trabajos para producirla, el de encargarnos de dispersarla, de asegurarnos que su magnitud no lo colapse. Quizás por esos es que últimamente me ha estado pareciendo que el mundo insiste en darme películas que no voy a ver, SUVs que amenazan con atropellarme, malls a los que no siento ganas de ir, cosas que podría comprar pero que no veo por qué debería comprar, diarios cuyas opiniones no comparto, mientras que lo que busco solo se da en los intersticios de la vida. Esas tardes perdidas en conversaciones sin un objetivo, las horas escuchando música, escribiendo por escribir, estudiando por estudiar, las notas de una guitarra que no forman una canción. Cosas que solo pueden nacer cuando nos tomamos las horas y los espacios, porque solo así podemos asegurarnos de que olviden la forma del mundo y tomen una propia. Cosas que el manual para el éxito me dice que debería reducir, lo que la gerencia me avisa se podría usar para que el mundo me dé más y me llene de cosas que hagan aún más estrechos los resquicios que puedo disfrutar.

Por eso me ofrezco a colocarme frente a la máquina y ahogar el motor, hacer estallar la caldera y mutilar la transmisión. No, no vamos a arreglar el hambre, la desigualdad o la pobreza, pero con el mundo que los arrastra, tal vez acabemos con esos problemas. Ciertamente acabaremos con el problema de tener que hacernos cargo de los problemas que formaban parte de este paquete que tuvimos que aceptar al entrar al mundo, porque no había otro. Significaría finalmente acallar esa voz que se presenta cuando suspiramos al ver que van pasando los meses y, con ellos, tanto esfuerzo nos juega en contra o se estanca o se convierte en algo que no podemos aceptar del todo y nos dice “así es la vida”. Esa voz que, bufemos, asintamos, riamos o neguemos, está tras de cada vida, dándonos una idea de su forma y diciéndonos: así es la vida, porque no es a ti que te pertenece, sino al mundo.

Sea lo que sea que hagamos después de eso, tendremos problemas, te lo aseguro. Pero al menos serán nuestros problemas. Ya no se tratará de cargar con los problemas, no se tratará de negociarle la vida a los problemas. Será posible negociar con los problemas, distraerlos, engañarlos, desarmarlos, convencerlos y sí, huir de ellos. Los problemas ya no estarán fijos sobre el horizonte, sino que serán como destellos en el centro de la vida. Serán el contorno de las cosas, serán esos lugares que aún no hemos descifrado, serán la habilidad necesaria para ser nosotros mismos, serán las oportunidades de resolver o complicar las cosas, de empezar de nuevo, serán ágiles, serán lentos, serán lo que la vida sea y esta, a falta de este mundo, estará en nuestras manos. Aunque no habremos resuelto la malaria aún, al menos habremos terminado con el problema de nuestros problemas

Cuando el mundo se salga de sus goznes y se desarme finalmente, no habremos perdido el mundo, sino ganado una miríada de ellos. Veremos un vals perpetuo de fragmentos, algunos más grandes que otros, tenuemente conectados, pero conectados, un espectáculo visible desde el rincón que cada uno elija, cada uno armado de forma distinta, algunos precarios, algunos bastante sólidos, sus dueños balanceándose entre los fierros, haciendo piruetas, ajustando las tuercas, probando el diseño, en sus movimientos, un reflejo de nosotros mismos mirado a través del caleidoscopio. Cada uno tendrá que saber cómo dirigirlos, cada uno tendrá que alimentarlos con su esfuerzo, pero principalmente, cada uno podrá echarse a tomar el sol sobre sus superficies y darle el nombre que prefiera a los días. Quizás eventualmente volvamos a tener un solo mundo, pero si es así, sin duda será un mundo más consensuado que el que tenemos ahora, porque no podrá continuar sin ser aceptable, mínimamente aceptable, para todos los que lo han conformado. Aunque nuestros nuevos mundos sean más modestos, pues serán el resultado de las piezas que podamos arrastrar con nosotros y el ingenio que tengamos en el momento, serán más ligeros, serán a nuestra medida y se podrán desarmar cuando nos aburramos de ellos. Quizás fracasemos un par de veces, pero como nunca hemos podido, tendremos la oportunidad de armar y desarmar, de arreglar, de agrandar, de achicar, de adherir, de cambiar y, con la práctica, ir mejorando en lo que hacemos.

Libres de este mundo, ya no se tratará meramente de administrar nuestra vida. La ambición será mucho más grande por necesidad: habrá que moldear cada uno de sus aspectos. No solo eso, habrá que inventarlos.

Cuando este mundo termine de desarmarse, cada uno vagará con las piezas que encuentre y pueda cargar. En medio de la noche que nos separa de lo que vendrá, la gente se irá encontrando de a poco y sentados en grupo irán discutiendo las ideas que tengan. Se harán observaciones y sugerencias basados en lo que han visto. Juntando las piezas que cada uno lleva, empezarán a armar las cosas de nuevo, a armar cosas nuevas. En medio del silencio, cargaré mi magro aporte, dispuesto a escuchar y aceptar los consejos de aquellos que buscan hacer funcionar el todo.

Pero antes, dejen todo en mis manos. Quizás esta vez tengamos suerte, quizás esta vez el mundo se acabe de verdad.

 

Portada: Grabado de William Blake

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