16 de enero 2013

Hay una ciudad muy lejos

Siempre me han obsesionado los retratos. Y en el caso de la fotografía, siempre me vuelve a sorprender el misterioso límite indefinible entre una pose y un gesto. Ya en los retratos fotográficos de Félix Nadar se puede ver, entre muchísimos, a un escritor como Baudelaire, echado hacia atrás en un sillón, con la mirada perdida en un gesto de spleen. Sea lo que sea, al ver la foto, sabemos que el spleen es su gesto, que Baudelaire es el spleen. Se hace difícil no pensar que aquel es el gesto de su escritura, de su obra. El pasmo viene después, cuando nos enteramos de que para lograr aquel retrato, fue necesario mantenerse en pose durante, al menos, media hora o cuarenta minutos. Es entonces cuando una pose se convierte en un gesto genuino.

Y como las poses suelen ser gestos genuinos en la fotografía, no es un mal nombre el de Identidad fortuita, este libro que reúne setenta retratos hechos por Luis Poirot con motivo de la celebración de sus setenta años en una exposición de la Biblioteca Nacional hecha en julio del 2011. Susan Sontag decía que las fotografías por sí solas no dicen absolutamente nada más que esto sucedió. Como muchas de estas caras se han ido perdiendo en el nuevo Chile, se agradecen los textos escritos por Poirot. En ellos se detiene en anécdotas y detalles sobre los momentos en que las fotografías fueron tomadas. Esas palabras sirven, también, para trazar una suerte de bitácora por los referentes culturales de un país que ya no existe, o del que solo quedan fragmentos como rostros o gestos de quienes lograron construir lenguajes, miradas, nudos de inteligencia, visiones de un mundo que no deberían perderse por completo. La disposición de las fotos tampoco parece azarosa. No resulta casual que el libro se abra con una foto de Víctor Jara –sus brazos abiertos– y se cierre con la que es mi favorita: Raúl Ruiz, viejísimo, con una mirada dura, exenta del humor y el misterio que las imágenes de su cine chamánico suelen revelar. Y entre Jara y Ruiz, la enigmática figura astuta de Sergio Larraín bajo una cortina blanca, Salvador Allende y la historia de una siesta, Carmen Silva olvidada en el silencio, Jorge Díaz, ambiguo y zafando del lente de Poirot, Adolfo Couve al centro de un salón y como el pasaje oscuro de alguno de sus libros, Zurita –que para Poirot es quien mejor ha interpretado sus fotografías. Algo hay ahí–, Clotario Blest con un pájaro muerto entre las manos, Ricardo Lagos dejando La Moneda ya vacía al final de su mandato, cuando ya no queda nadie, cuando ya no queda mucho, con una mueca sonriente de complacencia y las manos recogidas sobre una mesa, el Cardenal Silva Henríquez, Gitano Rodríguez y una mirada vivísima, José Donoso más viejo que nunca, José Miguel Varas, Francisco Coloane, Mauricio Wacquez, Ángel Parra, Luis Rivano, Francisco Brugnoli, Jodorowsky, Roberto Matta, Cristián Pérez, entre muchos otros.

Pero la imagen en la que me quedé clavado fue la de Raúl Ruiz, en la última página de este libro, a punto de caerse de la hoja, los ojos extremadamente grandes, los labios demasiado cansados, la mirada inverosímilmente dura para ser Ruiz. El mismo Raúl escribe en su Poética del cine sobre las imágenes utópicas. ¿Vemos todos lo mismo?, se pregunta y pasa a relatar el experimento de dos humoristas y teóricos de la percepción que aseguran que no. Ellos muestran, dice Ruiz, mediante experimentos diversos, que el mundo visible está limitado por nuestras experiencias pasadas. Basándose en una serie de experimentos efectuados con niños ricos y pobres, afirman que han logrado aportar la prueba que de la misma pieza de moneda les parece más grande a los pobres que a los ricos. En los escritos de Poirot, la foto de Ricardo Lagos en su último día en La Moneda le recuerda nostálgicamente a una derrota electoral de Salvador Allende, a mi no me hace pensar en nada más que estos tiempos, miserables.

¿Qué vemos nosotros, espectadores? ¿Qué ve el fotógrafo? Poirot dice sobre la foto de Ruiz: Como en pocas ocasiones, he sentido que un retrato es siempre el autorretrato del fotógrafo. Pero la obra de Ruiz –esa invención de Chile desde la memoria y la extranjería–, en mis recuerdos, no tiene solamente aquellos gestos de dureza y pesadumbre, tiene también mucho humor, ironía y absurdo, ternura, emotividad, cariño y buen gusto pues como recordarán, Tres tristes tigres, está dedicada a Nicanor Parra pero, sobre todo, al glorioso club deportivo Colo-Colo.

Yo creo que Ruiz no era tan serio como Poirot.

En sus Prosas apátridas, Julio Ramón Ribeyro dice que cada escritor tiene la cara de su obra. Así podríamos leer las películas de Ruiz como si tuvieran el rostro de Poirot y, sin duda, serían muchísimo más densas y serias, por decirlo de algún modo. Así me divierto –escribe Ribeyro– a veces pensando cómo leería las obras de Víctor Hugo si tuviera la cara de Baudelaire o las de Vallejo si se hubiera parecido a Neruda. Pero es evidente que Vallejo no hubiera escrito Poemas Humanos si hubiera tenido la cara de Neruda. Y por supuesto que el rostro de Neruda también está en este libro, pero a veces queremos olvidar pronto a Neruda. Yo me detuve mucho tiempo más a escudriñar los retratos de Enrique Lihn y Nicanor Parra. Dos casos extremadamente complejos y atractivos.

Escribía Álvaro Bisama hace pocos días, y con motivo de una reedición, que siempre podremos confiar en Enrique Lihn. Cuál de todos, le podríamos preguntar a Bisama y daría lo mismo. Podemos confiar en todas las voces y rostros que se inventó en la trayectoria de su escritura. El que vemos en el retrato de Poirot es el mismo al que refería Roberto Bolaño en su cuento Encuentro con Enrique Lihn. Un Lihn apesadumbrado, víctima de su propia inteligencia, con los dedos torcidos en un gesto que le cubre la boca, ácido, descreído, cansado y al centro de una fiesta, un Lihn inventado por sí mismo, pero también por la Concertación que, sin duda, es semejante al que regresa en Diario de muerte. Qué distinta esa foto oficial –la misma de la antología publicada por el FCE, selección tan solemne– a aquella en donde hace morisquetas a una cámara en pleno Paseo Ahumada, la imagen de un payaso que ha descubierto su propio cuerpo como lenguaje, como arma, el Lihn de Roma la loba, Lihn y Pompier, Paseo Ahumada, Adiós a Tarzán, Batman en Chile y La aparición de la virgen.

Todo lo anterior nos lleva hasta otro bufón: Nicanor Parra, que hace pocos días repitió una reunión de ausentes –ya un clásico suyo–, aunque esta vez frente a la corona española y los jurados del Premio Cervantes. Poirot es quien tomó aquellas fotos que acompañan Obra gruesa: Parra enfundado en un poncho chileno, recordando el gesto malicioso de los campesinos monrreros que salen al camino y van con el cuchillo bajo el poncho. La impostura de Parra que luego se transmutará en artefactos, para cristalizarse en el Cristo de Elqui y, finalmente, en las múltiples máscaras del mismo rostro de Parra, ya se lee en aquellas fotos de su casa en La Reina: un huaso chillanejo al que, justo en el cuello del poncho campesino, le asoma el nudo de una corbata demasiado bien puesta, en una camisa sospechosamente bien abotonada. Según Poirot, se lo pensó dos veces antes de incluirlo en su exposición, y nos cuenta que la última vez en que lo fotografió se escondió bajo un abrigo y un sombrero haciendo el payaso que muestra los últimos años. Yo no quería esa imagen que él mostraba. Para Poirot, esta famosa imagen con la malicia de la mano bajo el poncho es una imagen antigua, quizá, según él, como quiere verse todavía. Tal vez, Poirot ve a un payaso en Parra por los mismos motivos que le hacen pensar que Zurita es el mejor lector de su obra fotográfica. Yo creo que es el mismo disfraz de siempre, el velo de la impostura: poncho, predicador, mano en la cara, abrigo y sombrero.

De todos modos, el resultado de este libro que se abre con un Víctor Jara de brazos abiertos y  acaba con la mirada oblicua de Raúl Ruiz, es hermoso. Si el gesto es, tal vez, de los últimos espacios de la condición humana –las máquinas son aún incapaces de reconocer el gesto que el  ser humano descubre en un amigo tras décadas y en un solo segundo–, perderse entre los retratos de este libro nos provoca a construir nuestras propias versiones y vínculos.

Para Poirot, su pasión por los retratos se elonga entre dos de ellos: el que le regaló su abuela y al mirar le devuelve lo que él entiende por memoria: olores, voz, tacto; y otro, esta vez suyo y a los catorce años: en su primera salida de uniforme de la Escuela Militar. El fotógrafo dice no reconocerse en la segunda foto, que guardaba su madre en el velador. Tal vez sea esa falta de reconocimiento la que quita algo a este libro y lo vuelve tan brumoso como los recuerdos en la voz de Raúl Ruiz en sus Cofralandes, sobre todo aquel momento en que, con una voz atónita y descolocada, al borde de la extranjería y la identidad, nos dice: entonces se me revolvió todo. Violeta Parra recoge esa letra quizá de dónde, se nombra entonces a Cofralandes, el lugar donde todo puede pasar, y las primeras palabras que oímos dicen: Hay una ciudad muy lejos, hay una ciudad muy lejos.

06 de mayo de 2012

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