15 de abril 2015

Iniciación en la isla de los monjes.

Sobre El Hombre sin Posterioridad, de Adalbert Stifter.

Víctor camina por la campiña, despreocupadamente, junto a los amigos, conversando de pequeños y trascendentales motivos, la naturaleza, el amor, la libertad, la política, el matrimonio; de “lo más elevado a lo más profundo”. “Caminaban animados bajo el sol brillante. A su alrededor, las ramas verdecían; en sus mejillas y sus ojos resplandecía la inquebrantable confianza en el mundo. Por todas partes se veía la primavera, tan inexperta y llena de confianza como ellos”. Jovialmente, los muchachos saltan encima de las piedras, en ellas se sientan a observar el paso del tiempo y discurren sin mayor preocupación, aleatoriamente, acerca de lo que se les ocurre. Esta despreocupación ociosa se complementa con la vida familiar, en donde se constata una vez más la ausencia de un padre directo (la biografía enlazada del propio Stifter), hasta el amor convulso, aparentemente sano, pero, en alguna arista, prohibido e incompleto. Es lo que sucede con Víctor, que comienza su camino acompañado por su perro, rumbo a la vida adulta, transita por valles, montañas, bosques y senderos.

Es un camino de iniciación, deja atrás la apacible juventud para enfrentarse con la realidad, que, curiosamente, está representada por un sujeto hosco y solitario, su tío, quien luego de un tiempo de prueba, le transmite consejos y valores, le habla del pasado, le muestra reliquias y cuadros. Le realiza confesiones, le revela episodios familiares que nadie más le narra.

Todo este panorama pareciera configurar un constructo insulso, la vida feliz está basada en la inocencia (de la que Víctor pareciera no desprenderse jamás, ni siquiera al bajar de la montaña), en la apariencia de tranquilidad, en una vida expresada sólo en tiempo presente. El tío es quien lo llama al encuentro con la verdad, le ofrece ayuda, le consigue trabajo, una extensión de su trabajo, le ha guardado y aumentado su herencia, le habla de su padre (conoce detalles que nadie más le ha dicho), y, en definitiva, es en este encuentro que Víctor comienza su vida adulta; una vida adulta postergada por una suave y vasta protección de la que ha sido objeto desde siempre.

Ya al inicio del segundo párrafo de la novela (“Ahora tengo la absoluta certeza de que nunca me casaré”) comienza a enfocarse el camino por el que irá y vendrá, y volverá a ir y volverá a venir, el joven Víctor. Cada vez que viene, Víctor demuestra mayores avances, tanto físicos como emocionales. Se lo nota más maduro, aunque la nobleza, el respeto, la caballerosidad y la inocencia, parecen no abandonarlo jamás.

Los jóvenes caminan libres, despreocupadamente. En un tiempo sin artilugios mecánicos, postmodernos, ellos se desenvuelven a la manera clásica, merodeando los alrededores, conviviendo y disfrutando del encuentro con la naturaleza viva, teniendo largas conversaciones, escuchándose, dejando pasar el tiempo sin prisas ni angustias de ninguna especie. Un ambiente idílico que se ve amable y sorpresivamente contrastado con el mundo que rodea a un personaje de vital importancia en la narración: la amistad, la soledad, la juventud, la vejez, el mundo exterior, el mundo interior, el movimiento, la calma… son conceptos que, de soslayo, entran a escena, sin rozar a Víctor, todavía. Calma y beneplácito que ni siquiera se ven afectados por un beso apasionado que recibe Víctor, a todas luces el primero de su vida, que no provoca ninguna reacción en él, ni siquiera asombro.

En este orden de cosas, el primer encuentro con el tío lo desenfoca. Después de haber vivido en una burbuja edénica, simple y perfecta, toda la vida, el camino lo lleva hasta una isla en el medio de un lago, en donde conviven antigüedades y seres antiguos. Un monasterio abandonado, un palacete, un anciano y dos criados que prácticamente no hablan. Una casa oscura, enrejada, sucia, descuidada, en donde es posible encontrar objetos rotos, ventanas tapiadas, armarios, puertas y decorados falsos por donde se entra, se sale, se encuentra o desencuentra. Lo que contrasta con la casa de la que él llama su madre, en donde todo es limpieza, claridad, luz y ambiente acogedor.

El tío, a primera vista, se le asoma como un ogro sin piedad, lo que provoca el primer, y acaso único, quiebre anímico en Víctor. Enfrentarse con seres diferentes, con lugares diferentes. La naturaleza, hasta ese momento deleitosa y florecientemente exultante, adquiere tonos amenazantes: el lago tiene aguas oscuras, los acantilados, la neblina, la tormenta. Este paso lo sitúa en una posición expectante, de la que, finalmente, resulta favorecido. El Víctor que desciende la montaña es distinto al que ascendió unas semanas antes.

“La vida se escapa antes de que uno pueda atraparla”, dice el tío en la conversación más importante que tienen, justo antes del viaje de regreso de Víctor. Y en esta frase significa su propia existencia, su desperdicio, su ausencia de posteridad que, ya lo sabe, antes lo intuyó, no podrá ser subsanada con la presencia del sobrino, a quien demuestra aprecio sincero. Ambos se retribuyen respeto y hasta cierto cariño, aunque, claro, este cariño no es expresado ni en palabras directas, ni mucho menos en gestos físicos. Es un cariño inmanente, superior, que refleja, resbala y se distribuye en los sectores fortalecidos y desvanecidos de la inaugural existencia del muchacho. El tío lo ha hecho llamar (Víctor ha ido caminando durante días, por expresa petición del tío), para hacerlo crecer, para darle el envión definitivo, ese envión que él mismo jamás tuvo. Un hombre hecho por sí y para sí, que en un acto insólito e inesperado, muestra compasión y generosidad, no solo material, también benefactora y de consejos para lo que viene.

Stifter sabe que ha cumplido. Luego del descenso y fugaz reencuentro de Víctor con su familia, en el que retornan los diálogos a medias, intuitivos, la novela expresa su mayor extensión temporal, representada en apenas un par de líneas. Luego de lo cual el final acontece. Un final esperado, evidente; como queriendo hacer notar que la vida es eso, un cúmulo de experiencias consabidas y obvias, y que el camino que nos lleva y trae es el mismo para todos, un camino hecho de paciencia, sabiduría y circularidad: “Víctor miró nuevamente por la ventana los oscuros arbustos bajo él y el agua murmurante donde se reflejaban las estrellas. Una vez en la cama, siguió escuchando el murmullo del agua, tal como lo había escuchado tantas noches durante su infancia y adolescencia”.

 

Adalbert Stifter
El hombre sin posteridad
LOM Ediciones, 1ª edición, 2008

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