04 de enero 2011

Inquilinos en la hacienda de Su Excelencia

A simple vista nada tienen en común Günter Wallraff, Truman Capote y Tancredo Pinochet, sobre todo porque vivieron en épocas distintas y, por supuesto, no se conocieron. Aunque sí podríamos aproximarlos, en tanto cada uno a su manera, terminó abriendo desde el periodismo una posibilidad de mirar la realidad con los ojos de la acción y el limpio trabajo de la veracidad. Ya fuera transformando su estado natural ario para inmiscuirse como un marroquí en las barbas de los germanos; tanto para husmear como sabueso la sangre de las paredes en la escena del crimen de Kansas; así como para tomar los ropajes de un peón y meterse en las fauces del lobo y luego desde el fondo de su vientre redactar una crónica sobre los siervos de la gleba en el centenario patrio.

Estas líneas son apenas un preámbulo para decir quién fuera Tancredo Pinochet Le-Brun (1879-1957) en el periodismo chileno de comienzos del S.XX. Un crítico social, que publicó su propio diario, Asiés, empleando siempre un lenguaje incisivo, irónico, con marcado humor y fundamentos que, pese a la supuesta ligereza de su escritura, consiguió sentar los precedentes de un trabajo demoledor contra lo establecido. Non-fiction. Se desempeñó además como director de la Escuela de Artes y Oficios, de donde sería removido por el ministro Cornelio Saavedra, luego de la publicación del libro Un año de empleado público en Chile. Uno de sus textos más destacados es el ensayo “La conquista de Chile en el siglo XX”, con una marcada tendencia socialista y un antiimperialismo norteamericano que lo llevó a adentrarse en la condición obrera y socioeconómica que estaba dibujando el modelo capitalista que se habría paso en un siglo donde progreso y sobreexplotación caminaban a la par.

Inquilinos en la hacienda de su Excelencia –maravilloso, sobrecogedor e impactante– mini “Libro del ciudadano”, son las páginas reunidas que, como folleto habría ido publicando en el diario La Opinión, entre los días 10 al 24 de marzo de 1916. Una crónica periodística que bajo la forma de una carta abierta es dirigida al entonces presidente de la República, Juan Luis Sanfuentes, para dar cuenta del estado en que vivían, trabajaban y morían los campesinos, gañanes e inquilinos en los campos chilenos. El periodista –a sangre fría– logra ingresar como un peón cesante, junto a un amigo abogado y un secretario, a la hacienda del propio Sanfuentes. El texto, in situ, va describiendo a partir de su transformación, las vivencias, las relaciones, la miseria, los atropellos y abusos a los que son sometidos los hombres que atienden a sus patrones pero entregan sus vidas a una tierra que no les pertenece.

Advirtamos que el testimonio no estaría completo si sólo se quedara en la denuncia descriptiva, ya que además interpela en primera persona al presidente, con todas sus letras, la máxima autoridad de la Nación, la única tal vez, que podría poner fin a esa forma brutal de vejaciones, sumisión y esclavitud, que convierte a trabajadores en subhombres, animales de carga o simplemente bestias, término que no se cansa de repetir.

(¡Cuánta vigencia, pensando en la clase trabajadora, en los empleados, operadores, en los funcionarios entregados a la-picadora-de-carne de estos días!)

Pero veamos algunos pasajes del libro que consideramos dignos de destacar.

* * *

El inquilinato nacional

He estudiado las condiciones de vida del hombre de arriba y del hombre de abajo, en todas las provincias, desde Santiago hasta Punta Arenas. Pero ahora, Excelentísimo Señor, ya de vuelta desde Magallanes, en viaje casi directo, me asaltó la idea de que no habría mirado bastante de cerca al interior de la vida del inquilino chileno. Más de alguien me contradecía ciertas observaciones. Yo habría juzgado con pesimismo, habría mirado con ojos empañados, que me hicieron llegar a la conclusión des alentadora de que el inquilino chileno es una bestia de carga, un animal, no un ciudadano consciente de una República Democrática.

Yo he dicho, Excelencia, cuando se asegura que el ochenta por ciento de Chile es liberal y que solo un veinte por ciento es conservador –que ésta es una impostura; que la verdad– es que el noventa por ciento de la población de Chile no es nada, ni demócrata, ni liberal ni conservadora, ni radical.

Una vaca liberal democrática

¿Puede una vaca ser liberal democrática, Excelentísimo Señor? ¿Puede un inquilino chileno ser conservador o radical? ¿Puede tener ideas políticas? ¿Puede tener orientación social? He dicho que el noventa por ciento de la población de Chile no es nada, Excelencia, o es una recua de animales, a quienes se les tiene deliberadamente en este estado de salvajismo por el torcido criterio de una oligarquía de ideas sociales rancias, que no es capaz de comprender su propia conveniencia.

Exageración, pesimismo, espíritu apocado para apreciarnos en lo que valemos me han dicho muchos, Excelencia. El inquilino del campo chileno vive bien; tiene, además de su jornal, una cuadra de terreno, comida, casa, derecho a alimentar sus animales en el fundo. Vive la gran vida de un pachá. Son miradas superficiales las que condenan su condición. ¿Habré sido yo un observador superficial? ¿No habré sido capaz de estudiar bien hondamente la condición social del inquilino chileno?

A vuestra hacienda, Excelencia

¿Y quién ha de ser el propietario de ese fundo? No un viejo del siglo pasado, no un analfabeto gruñón y recalcitrante del progreso. Ha de ser un hombre moderno, un hombre que haya viajado por el extranjero, que sepa de una vida superior para los titanes de la gleba. Si es posible, ha de ser un hombre que haya tenido que meditar hondamente en los graves problemas sociales de la patria.

Y bien, Excelencia. Ya sé cuál es esa hacienda, ya sé cuál es ese hombre. La hacienda escogida es Camarico, vuestra hacienda, atravesada por la línea férrea central, con la estación de ferrocarril allí mismo, casi al lado de Talca. El hombre escogido, el propietario de esa hacienda, sois, Vos, Excelentísimo Señor, el Presidente de la República, el ciudadano eminente que maneja los destinos de la nación.

Allí iríamos el periodista y su secretario, un joven abogado, a buscar trabajo como inquilinos, vistiéndonos como tales, para poner el oído en el corazón del inquilinaje chileno.

No hay dieces

En la boletería, el vendedor me habló con rudeza. Desde luego, me trató de tú. Al pagarle tres pasajes a Camarico –pues ya sabéis que yo iba con mi secretario, también disfrazado, y con un obrero de verdad, además– tuve que pagar noventa centavos por cada pasaje. Dos pesos setenta. Pagué con tres pesos. El boletero me dio un vuelto de veinte centavos y me dijo bruscamente.

–No hay dieces.

Un diez y otro diez

Vos comprenderéis, Excelentísimo Señor, que a mí no me afectaba mucho la pérdida de un diez. Soy inmensamente menos rico que Vos, Excelencia, pero por un diez, no podía hacer yo cuestión. Sin embargo, había tal desprecio en la manera cómo aquel hombre me despojaba de un diez, que sentí indignación.

Este gesto de desprecio lo sentí durante todo el tiempo que estuve disfrazado. Y he de contaros otro incidente de esta índole, que me ocurrió con posterioridad, para que apreciéis cómo se trata en nuestro país al desvalido que lleva andrajos. A mi vuelta, en Camarico, el boletero me vuelve a decir.

–No hay dieces.

Entonces principié a comprender que se trataba del robo organizado en la boletería de tercera clase. Un diez y otro diez y otro diez, hacen muchos dieces. Excelencia. Y un boletero mal rentado puede mejorar su renta recogiendo un diez de contribución, por cada boleto que vende. En la boletería no hay la calma ni la tranquilidad que hay en un five o’clock tea; hay apuro, presión; tiene que retirarse un comprador para que se atienda a otro. Sabéis que hay orden de que solo se abra la boletería unos minutos antes de la salida del tren. O se resigna el pobre a perder el diez o le deja el tren. En la boletería de primera clase no ocurre lo mismo, porque no es tan fácil despojar al rico como despojar al pobre.

¿Tiene usted dieces?

En Talca me resigné a perder el diez. En Camarico también pude haberme resignado. Pero

yo no era allí un inquilino, sino un observador social.

–Pero, iñor, mi diececito me hace falta –le dije no sólo con respeto, sino con sumisión.

–¿No te he dicho que no hay dieces?– me vociferó aquel hombre.

–Me retiré, Excelencia. Pero me acerqué a un hombre que iba a entrar a la boletería y le pregunté:

– ¿Tiene usted dieces? Si no hubiera tenido, yo le habría dado.

–Sí, tengo.

–Hágame el favor de dar dos dieces al pagar su pasaje.

Así lo hizo. Yo lo vi desde la distancia. Pero el boletero no me vio. Cuando aquel hombre se hubo retirado, me acerqué otra vez a la ventanilla de la boletería y le dije al boletero.

– ¿Qué hay, patroncito? ¿No me va a dar mi diez?

–¿No te he dicho, porquería, que no tengo?

–Pero me hace falta.

–¿Pero qué querís que haga, si no tengo?

La escuela es un rancho

Para darme cuenta de las avenidas intelectuales que habéis abierto para vuestros inquilinos, era justo que yo fuera a la escuela de vuestra hacienda. Fuimos, Excelencia. La escuela de Camarico no es como las escuelas del campo de los Estados Unidos. Es un rancho, Excelencia.

Un simple rancho indigno de vuestra hacienda, e indigno del templo de la educación donde deben forjarse las almas del porvenir. Llamé a esa puerta para pedir un vaso de agua. Claro. Nosotros no podíamos llamar para matricularnos ni para hacer una visita a la maestra de la escuela. Pero podíamos pedir un vaso de agua. Todo el mundo puede tener sed y pedir un sorbo de agua, Excelencia.

La maestra de vuestra escuela es una mujer joven, casada, morena. Su marido vive en Talca.

Es bondadosa; nos recibió con cariño. Nos dio agua, que fue a buscar ella personalmente. No sé cómo se llama; no le preguntamos. Pero se veía en su rostro que era una mujer buena. Oh, Excelencia, si nos hubiera tratado con cariño, viéndonos en nuestros trajes de caballeros, no nos habría extrañado nada. Pero éramos parias, y nos convidó con un asiento y conversación.

Paga cincuenta pesos

–¿Muchos niños aquí en esta escuela, señorita?

–Ahora no, porque trabajan hasta los más chicos.

–¿Aun los que tienen seis años?

–Sí, esos también. Es tiempo de faenas.

–¿Este edificio es del Gobierno, señorita?

–No, de don Juan Luis. El Fisco le paga cincuenta pesos mensuales de arriendo.

–¿Le paga el Fisco cincuenta pesos mensuales

de arriendo a su Excelencia por esta casita? No es posible, los hacendados con frecuencia dan gratuitamente el local para escuela.

–Don Juan Luis es muy apretado para la plata. A mí me dan la leche y la leña, sin embargo.

–¿Pero le da algún sobresueldo, además de lo que le paga el Fisco?

–Ah, eso no.

Esto dijo, Excelencia

Hubo un rato de silencio; cada instante de silencio, Excelencia, en estas ocasiones es para meditar hondamente. Después habló ella, y dijo algo que yo escuché atónito y que todo el país va a escuchar atónito.

–¿Qué dijo?

–Esto dijo, Excelencia.

–Un día vinieron varios inquilinos a pedirme que les hiciera clases de noche; querían aprender. No tuvieron ocasión antes. No tenían tiempo en el día. Querían clases nocturnas. Me ofrecieron pagarme dos pesos al mes cada uno. Yo acepté. Se alcanzaron a juntar treinta y dos en mis clases. Venían con mucho gusto. Pero… tuve que cerrar esa escuela porque al visitador, después de hablar con el administrador de la hacienda, no le gustó la idea… Los inquilinos lo sintieron mucho, pero no se pudo. A mí me sobraba voluntad, y a los inquilinos también, pero no se podía.

¡No se podía Excelencia! No se podía. Es claro, la bestia tiene que seguir siendo bestia.

Bestia, bestia, hasta la consumación de los siglos. Si un destello de inteligencia brota en aquellas almas rústicas; si el paso del ferrocarril les dice algo más a ellos que a las vacas de vuestro fundo y enciende una chispa en sus cerebros, hay que apagarla; hay que buscar, Excelencia, toda el agua del océano, si es necesario, y apagarla. Sí, apagarla, apagarla, apagarla. Hay que perpetuar la bestia. La vaca, Excelencia, debe mejorarse; que se mezcle su sangre con la de las vacas de la isla de Yersey o de Holanda. Darán más leche, y jamás levantarán la cerviz para reclamar derechos. Al subhombre no se le debe mejorar porque se convierte en hombre, y el dictado de la conciencia impone órdenes que son reclamos. Sigue siendo bestia, pobre inquilino, pobre hermano chileno; así nada dirás si el nieto de  tu amo le paga un tercio al nieto tuyo, así como te pagan a ti un tercio de lo que le pagaron a tu abuelo. Tu suerte está sellada. Eres la bestia, y todo se combina para que la bestia se perpetúe hasta la consumación de los siglos.

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