23 de noviembre 2018

La clase obrera va al Paraíso

(Paseo incierto por algunas fábricas del cine)

Oh Melibea, un Dios nos ha dado esta ociosidad”.
(Virgilio, Bucólicas)

En Trabajadores saliendo de la fábrica (1995), Harun Farocki nota que, si bien la primera película producida por el cinematógrafo de los hermanos Lumière, Salida de la fábrica Lumière en Lyon (1895), ofrecía de hecho la perspectiva de una fábrica como fondo inaugural de la historia del cine (las puertas se abren, los obreros amontonados comienzan a salir aceleradamente), la fábrica misma en tanto espacio material de producción parece finalmente haber quedado subrepresentada. “El cine sobre el trabajo o el trabajador no se ha constituido en un género central”, sentencia Farocki. La imagen de la fábrica terminó por grabarse, a lo más, como una suerte de leimotiv negativo en la ficción cinematográfica: fondo oscuro después del cual, solamente, el tiempo que correspondía al espacio de propulsión del cine podía comenzar.

El ocaso de la fábrica como arquetipo de la sociedad capitalista, representación hegemónica del mundo del trabajo en la época industrial, ha dado espacio para que hoy una nueva aproximación del cine a la realidad laboral parezca relativamente evidente. La oficina es un género cómico, las funciones y las expectativas laborales han permeado el espacio de la vida en el que la ficción cinematográfica transcurre, más de un cine social ha dado importancia al trabajador entre sus sujetos,  y así todo, de cine ideológico a cine militante, parece querer denotar una nueva condición del mundo productivo atravesada por las problemáticas de lo que podríamos llamar una sociedad “post-fabril”. Otro tipo de “salida de la fábrica” se ofrece entonces, nuevamente, como punto de pivote para la ficción cinematográfica, pero el trabajo mismo, algo del entramado de sus relaciones características y de su condición existencial, parece esta vez haber accedido a desarrollar en el cine un mundo.

La observación de Farocki no deja de ser sorprendente, sin embargo, considerando el vínculo estrecho que, ya desde esa primera visión de la fábrica donde la familia Lumière producía las placas fotosensibles que ocupaba la fotografía, unió al cine con el avance de la sociedad industrial. Ya sea en su desarrollo mismo en tanto industria de producción y distribución cinematográfica, sea como institución social del tiempo libre, contraparte del tiempo productivo que el modelo de la fábrica había venido a instalar, o sea como ficción de un tiempo que solo empezaba después de la fábrica, el cine guardó, desde sus inicios, una relación íntima con el destino de la sociedad industrial. Se puede decir que, de alguna manera, él mismo funcionó como una fábrica, de las primeras que tuvo como nicho el tiempo de ocio. El espacio material de la fábrica, sin embargo, permaneció finalmente siempre denegado. Concretamente esto significa, como explica Farocki, que “casi todo lo que ha ocurrido en la fábrica en los últimos cien años, palabras, miradas o gestos, ha escapado a la representación cinematográfica”.

Chaplin hace la huelga.

Claro que hay excepciones. Una notable es Tiempos Modernos (1936), de Chaplin, que parte por los obreros que van entrando a la fábrica. En la primera parte de la película, el espacio de ésta aparece desplegado en la especificidad de sus procesos tecnológicos: los gestos de producción, los tiempos de las máquinas,  los esquemas de control. Si en Metropolis (1927), de Fritz Lang, la fábrica aparecía ya ocupando un lugar central, en un registro especialmente onírico, como una potencia total de homogeneización, la esencia de la vida en la fábrica se revela ahí para Chaplin más bien como un ritmo, una potencia infinita de aceleración. La mirada la encontramos entonces puesta en la posición del obrero aislado ante las cadenas de producción, la mecanización de los gestos de trabajo, su repetición infinita, la represión de las pausas, la organización científica de la explotación. Está la velocidad infinita del capital y su manifestación material en la cadencia de la faena, están los obreros, la presencia de esa multitud que resiste y sostiene la cadencia, están las cifras y las órdenes que se transmiten por el teléfono y el telégrafo, y encima, impregnándolo todo, hay un ritmo, un ritmo que asujeta, que se acelera, y así hasta que Chaplin termina sucumbiendo y se mete al interior de la máquina, es arrastrado por ella y elevado en una suerte de estado de plenitud, convertido en un engranaje más de un baile de máquinas

El resto de la película transcurre, sin embargo, principalmente tras la salida de la fábrica. Después de su colapso nervioso, Chaplin es encerrado en el manicomio y pasa luego por la cárcel. Si bien estas dos instituciones funcionan claramente como sustitutos de la fábrica, tienen la ventaja, para Chaplin (que además de héroe de la clase obrera, es también un mártir de la flojera), de que en ninguna de ellas se trabaja: no hay cadenas de producción ni ritmos desbocados de aceleración. Cuando de ambas deciden liberarlo, queda entregado a la suerte de los cesantes durante la gran depresión. Intenta con distintos trabajos, varias veces lo despiden, luego vive como un vagabundo, pasa hambre. Pero, en ese camino de desposesión, termina finalmente encontrando una especie de liberación. Descubre el amor, y aunque es «pobre» (o, quizás, porque), comienza a gozar de una particular forma de libertad.

El devenir vaca-sagrada de Chaplin quiso que mucho se hablara de su estetización de la pobreza, de la imagen ingenua e inofensiva que sus películas presentaban del obrero. Sin ir más lejos, cuando el año 52 visitó París, los letristas, que en pesadez no se las ahorraban, fueron a funarlo por decadente. El año 53, sin embargo, Debord hacía su “primera obra” rayando en los muros del Sena la consigna “¡No trabajar nunca!”, y cabe preguntarse si no era Chaplin, justamente, el único ícono obrero que expresaba ese deseo. Es que la estética de la pobreza en Chaplin no podría ser entendida al nivel de la pura representación, en términos de un discurso, sin reducir el despliegue esencialmente gestual del personaje: la potencia de su morosidad, que a lo largo de todo su camino por los márgenes de la sociedad industrial lo van confirmando como un artista del contratiempo, un ingenio infinito para burlar el imperativo productivo. Lo de Chaplin no aparece así como una estética de la pobreza sin ser antes la expresión de una ética de la huelga.

A propósito de esa ética de la huelga, hacia el final de Tiempos Modernos hay una escena ejemplar. Después de salir de un nuevo encierro en la cárcel, Chaplin consigue una chance como cantante en el bar donde trabaja su amada. Para el año en que la película es producida, el cine sonoro ya es un hecho industrial, y ver hablar a Chaplin es, hay que suponer, algo así como un evento cultural, algo esperado. La película de hecho tiene ya una banda de sonido sincronizado, las máquinas que aparecen en pantalla se escuchan, han habido voces, breves órdenes, pero hasta ese momento Chaplin no ha hablado. Llegados a la escena del bar, sin embargo, sabemos que por primera vez escucharemos su voz: que no sólo lo oiremos hablar sino que lo veremos cantar. Chaplin también está nervioso, así que para no olvidarse de lo que tiene que decir anota la letra en un papel que dispone alrededor de sus mangas. Al salir a escena, con los primeros pasos de baile, el ayuda-memoria se le escapa, y llegados al momento en que tiene que cantar, Chaplin se queda callado. El público comienza a ponerse impaciente, algunos pifean, la banda que lo acompaña empieza a menguar, y mientras, Chaplin, asustado, busca el torpedo por el suelo, se mira las manos, como si no supiera que los papeles los perdió, o como si en realidad mirara la hora, contara el tiempo que nos ha hecho esperar para hablar. Luego mira hacia donde está su amada y le hace un gesto como de renuncia. Animándolo, ella le responde: “¡Canta, no importan las palabras!” La primera aparición de la voz de Chaplin en el cine es entonces para cantar en un lenguaje inexistente, para no decir nada. Hecho: el concepto de cine cómico que le interesaba a Chaplin no integraba la necesidad del habla, el sonido era percibido como una contaminación del arte y, sin embargo, finalmente canta. Explicación: su concesión a utilizar la voz aparece como una suerte de extorsión laboral, una imposición de la explotación industrial. Chaplin saca entonces la voz, canta, pero lo hace haciendo huelga del lenguaje.

Esta primera inmersión de Chaplin en el mundo de las condiciones materiales y las relaciones específicas de la fábrica no llegó a dar lugar, sin embargo, al desarrollo de lo que Farocki llama un “género central” al interior de la ficción cinematográfica, donde la fábrica ocupara el lugar nodal que efectivamente ocupaba en el mundo del trabajo.

 

La revelación de Ingrid Bergman.

El encuentro entre una industria cinematográfica desarrollada, alimentada con entusiasmo durante la época del fascismo, y un movimiento popular organizado, quiso que la fábrica comenzara a ganar un lugar en el espacio de expresión que el cine italiano de después de la guerra, articulado como un discurso de lo social, se propuso construir. La fábrica, en realidad, no sólo volvía a ser un tema en el espacio de la representación cinematográfica, pero se convertía en la punta de lanza del modelo de desarrollo que el occidente capitalista le asignaba a Italia, que tras la guerra había sido prometida para su botín: o sea que de la tierra salían fábricas como si el suelo tuviera acné. Surge entonces el neorrealismo y algunos cineastas deciden poner las cámaras que los fascistas habían usado para su épica monumental, a mostrar la devastación de la guerra, enfocar al pueblo, presentar sus sentimientos, contar la cesantía y la pobreza. Y en Europa ‘51 (1952), finalmente, una película con nombre de actualidad, Rosellini se mete a una fábrica.

El que entra por supuesto no es Rosellini, sino Irene (Ingrid Bergman), una mujer de la alta burguesía que ha perdido a su hijo, un niño enfermo de los nervios, y que tras una larga depresión es invitada por un amigo de la familia, un periodista de tendencia comunista, a aproximarse a la realidad de los barrios marginales de Milán. El encuentro con la realidad, dice, la va a ayudar. Los acercamientos son, en un primer momento, de estricta caridad. Pronto, sin embargo, Irene se comienza a interesar. Conoce a una mujer que se hace cargo de seis niños, se involucra con ella, y una cierta vez que ésta ha encontrado trabajo en una fábrica y se ve imposibilitada de ir, Irene se ofrece a reemplazarla. Ella que nunca ha trabajado descubre entonces el mundo material del trabajo. Ve la producción en cadena, el espacio desmesurado en el que operan los obreros, los movimientos coordinados de las máquinas y de la fuerza de trabajo, y comprende que ha visto el infierno.

Lo primero que hace al terminar su corto reemplazo es declarar que ha entendido la opción comunista. Contrariamente a Chaplin, sin embargo, su vida a partir de entonces se convierte en un confinamiento cada vez más estrecho bajo la presión asfixiante de su entorno familiar. Su destino es, también, pasar por el psiquiátrico y la prisión. La revelación de la fábrica, sin embargo, comienza a tomar en ella una fuerza original, se eleva a la altura de una certeza religiosa. Como le explica a Andreas, su mentor, ni siquiera un sistema de trabajo que eliminara la explotación, un sistema de trabajo que se basara en la justicia, podría reparar el secreto, aquello que ella ha comprendido: que el trabajo mismo es, realmente, un castigo. Tras este descubrimiento, que la aleja de Andreas y de la vía militante, Irene no se aplica sin embargo a la ociosidad, sino que ensaya un nuevo tipo de caridad. Renuncia a su posición al interior de su mundo y se entrega totalmente a los desposeídos. Nuevamente es encerrada. Al final, la gente del pueblo a la que ha ayudado la viene a visitar debajo de sus barrotes; la reconocen y la veneran como a una santa.

La santidad obrera.

Este recorrido antojadizo por el campo escaso de las fábricas en la región del cine pareciera al menos permitirnos ya señalar un primer problema. Farocki parece notarlo en el texto que escribe como complemento al ensayo audiovisual Trabajadores saliendo de la fábrica, del que hablamos al inicio, cuando volviendo a reflexionar sobre la primera película de los Lumière observa que si antes de cruzar el portón, los obreros que aparecen reunidos bajo la fábrica guardan la apariencia colectiva de compartir algo fundamental en común, es decir tienen la compresión que produce la imagen de un proletariado, una vez que éstos han salido de la fábrica esa apariencia se pierde y cada uno vuelve a ser un individuo: la imagen de la existencia proletaria se desintegra. La prueba que supone la fábrica para la ficción cinematográfica da cuenta, así, de una dificultad propiamente técnica en el intento por dar un sentido al ritmo mecánico y repetitivo de la producción, que pareciera no prestarse fácilmente al desarrollo de una narrativa, pero implica quizás, sobre todo, la dificultad de representar a ese sujeto colectivo que el ritmo de la producción fabril impone sin dejar ver más que como una especie de sombra: cuerpos y rostros cuyo tiempo es aquel que ni el tiempo de la producción ni el tiempo del cine permite desarrollar.

Para los héroes del cine, el descubrimiento de esta sombra puede ser, sin embargo, objeto de un nuevo tipo de conocimiento. “Las estrellas de cine que llegan al mundo proletario, explica Farocki, son gente importante al estilo feudal. Su experiencia es similar a la de los reyes que se apartan del camino en las cacerías y aprenden qué es hambre. […] Si comparamos los íconos del cine con la pintura cristiana, la figura del obrero se equipara con la de una extraña criatura: el santo”. Esta imagen santificada de la experiencia obrera en el cine no se deja reducir a un puro carácter ideológico de la industria, un premio de consuelo para el espectador obrero, sin pasar por alto el vínculo profundo que esta representación de la santidad parece mantener con la calidad del tiempo sobre la que el cine construyó su narrativa, el tiempo libre del trabajo, así como con los deseos que, a lo largo de la historia de la industria, fueron movilizados por el movimiento obrero. Para Chaplin en Tiempos modernos, tanto como para Ingrid Bergman en Europa 51’, la experiencia de la fábrica supone verdaderamente una revelación que los aproximará a una determinada experiencia de los santos. Irene la encuentra en el terror sagrado que le inspira la visión de la fábrica como origen negativo de una fuerza piadosa total hacia los que la padecen, a la que ella corresponderá con la entrega y la renuncia. Esta entrega la arrojará al encierro, pero, en la religión del pueblo, la elevará a la categoría de la santidad. En Chaplin se trata de una especie de franciscanismo obrerista que, por medio de una ética de la huelga, revelará el sentido superior de una determinada experiencia de la pobreza, la potencia de la ociosidad. La entrega y la ociosidad aparecen así como los aspectos de una santidad asociada al mundo obrero, a la que la experiencia del trabajo en la fábrica le ha hecho comprender la necesidad de su superación, y cuya idea de la redención sólo se podría expresar en la abolición de la explotación como reparación del tiempo de la producción.

El leimotiv cinematográfico de los obreros saliendo de la fábrica se cumple así en ambos casos, después de haber pasado por la fábrica, pero lo hace en tanto digresión sobre la promesa misma de un “después de la fábrica”. De ahí el aspecto religioso: la piedad de la renuncia, el descubrimiento místico de la ociosidad. El cine cumple así con su ley, vuelve a situarse en el espacio que le corresponde en tanto espectáculo que se desplegó en el tiempo libre que dejaba el mundo del trabajo, arte que construyó su ficción en el espacio de posibilidades de ese mismo tiempo. Pero, esta vez, en la revelación de la fábrica y de las sombras que viven tras la máquina, el cine, ese “sueño para trabajadores cansados”, como dice Kaurismaki, parece haber encontrado al sujeto de ese deseo que, ya desde sus inicios, este se abocó a representar y alimentar. La clase obrera aparece entonces como expresión de la potencia del cine mismo en tanto medio: la expansión del tiempo de la vida en un más allá del trabajo.

El ángel de la ociosidad.

En 1968 Pasolini estrena Teorema, que empieza con las reacciones de los obreros de una fábrica de Milán a los que el patrón ha decidido ceder la empresa. No un santo pero un ángel, el ángel de la ociosidad, se ha instalado esta vez en el seno de la familia del capitalista. La película, que parte por el final, se desarrolla así como una especie de home invasion, mostrando la lenta desintegración de la familia burguesa por la revelación de esta fuerza, encarnada por un desconocido que llega a instalarse en el hogar y que, entregándose a cada uno de sus miembros, les da por un momento la experiencia erótica del tiempo pleno. Cuando el personaje, sin embargo, desaparece, tan intempestivamente como llegó, la plenitud se convierte en desolación: sólo queda el desierto, la evidente falta de sentido sobre la que se funda la vida burguesa. Las derivas de la madre, el hermano y la hermana van así a dar con un punto muerto. La hermana queda catatónica, el hermano se refugia en la conformidad inocua de la pequeño-burguesía artística y la madre se lanza en una depredación sexual sin objeto que la hunde en el terror y la vergüenza. De los dos personajes asociados al mundo del trabajo, el padre, devastado ante la pérdida de la imagen de sí sobre la que fundaba su poder, se lanza en una peregrinación que culmina vagando por un desierto, que en realidad es la subida de un volcán, despojándose de sus ropas y finalmente también de la fábrica, que decide cederle a los trabajadores. La empleada de la familia, por su parte, que también ha sido tocada por el ángel de la ociocidad, vuelve a su pueblo en la Lombardía rural, y empujada por una fuerza muda procede a sentarse en un banco a un costado de la iglesia. Primero se queda un tiempo ahí, bajo la mirada de sus familiares y vecinos, sin moverse. Luego de otro tiempo comienza a conceder milagros. Los campesinos de los alrededores vienen a verla y le piden favores. Un día vemos que ya no está sentada: ahora se ha puesto a levitar y se mantiene con los brazos abiertos por encima de los techos de su pequeña población rural. Los que están reunidos la veneran como una santa.

¿Qué nos quiere decir Pasolini? ¿Qué revelación, qué certeza es la que ha elevado a la empleada, único personaje popular del film, a la santidad? ¿Y qué pasó, adentro de la fábrica, con los obreros a los que ésta fue cedida? ¿Conocen ellos el influjo fulminante del ángel de la ociosidad? ¿Y si acaso, qué efecto tendrá para ellos?

Para el año 68, en Italia, el campo popular comienza a pesar en la relación de fuerza, hay lucha de clases. El Partido Comunista, el más fuerte de Europa occidental después de la guerra, fiel a los mandatos de la Unión Soviética, mantiene el lugar pasivo al que lo redujo la guerra fría, y las perspectivas de la lucha partisana vienen así a fijarse en el enorme avance de la industrialización y sus procesos de proletarización: un movimiento obrero autónomo se debate por dar forma a una nueva conciencia de su condición de clase. Surge el operaismo, cuya forma privilegiada de lucha será el rechazo al trabajo. La clase obrera comienza a ser pensada entonces, al interior de un pensamiento marxista a contrapelo de las corrientes hegemónicas institucionalizadas, como un sujeto histórico autónomo, irreductible al puro lugar estructural asignado por la producción capitalista. Clase, en tanto fuerza de trabajo, pero cuya potencia se expresa, fundamentalmente, como punto de vista.

Sin nunca haber tomado partido por la opción autonomista, en Teorema Pasolini parece adentrarse de lleno en la cuestión de la subjetividad de clase como clave crítica de exposición de la sociedad burguesa. En tanto dispositivo de demostración, el teorema (tanto la película como el libro homónimo que acompañó su aparición) parece así querer decir la impostura fundamental de la burguesía:  el vacío fundamental en el que funda su mundo, es decir su ausencia de mundo. Es que la burguesía ni siquiera vale una clase, denuncia Pasolini: solo existe como una “enfermedad altamente contagiosa”. Un ángel del amor, un ángel del erotismo, lector de Rimbaud y de la Constitución Civil, les ha hecho ver que en realidad habitan en medio de un desierto, e incapaces de dotar de sentido esa revelación ni de encontrar dentro de sí nada auténtico que la resista, nada que afirmar en su propia defensa, se ven obligados a vagar por ese desierto sin destino. Como interroga uno de los periodistas que aparece, en el libro, una vez que Emilia, la empleada, se ha puesto a levitar sobre las casas de su pueblo: “¿No es esto lo que quiere decir esta santa loca, a las puertas de Milán, ante las primeras fábricas? ¿No es ella una terrible acusación viviente contra la burguesía que ha reducido (en el mejor de los casos) la religión a un código de conducta? ¿De modo que mientras esta santa campesina puede salvarse, siquiera en este agujero histórico, ningún burgués podría salvarse, ni como individuo ni como colectividad? Como individuo, porque ya no tiene alma, sino tan sólo conciencia -acaso noble, pero por su índole misma, mezquina y limitada-; como colectividad, porque su historia se agota sin dejar huellas, dejando de ser la historia de las primeras industrias para ser la historia de la completa industrialización del mundo.

Desechada toda potencia de la subjetividad burguesa para constituir un mundo más que bajo la forma de la enfermedad, queda que la clase obrera se limita a aparecer, en Teorema, fantasmalmente, indicada solamente por un exabrupto del proceso de desintegración de ese micro-mundo burgués: el padre que, más por desazón que por cualquier tipo de conciencia política, decide entregar la fábrica a sus trabajadores. Las preguntas de los periodistas aglomerados para dar cuenta del hecho ponen esta vez, entonces, sobre el tapete a la clase obrera: la interrogan sobre el mundo que ella podrá construir más allá de la burguesía a partir de esa primera fábrica donada: ¿Se trata quizás del anuncio de un devenir todos pequeño-burgueses?, preguntan insistentemente. ¿Puede la emancipación obrera ser un regalo? ¿Es quizás la burguesía una enfermedad autoinmune capaz de sacrificar su forma actual para seguir viviendo?

Las preguntas de Pasolini buscan interrogar directamente los horizontes que se abrían en el horizonte del movimiento obrero, y finalmente todo queda incierto. Emilia, la empleada santa, figura de clase pero, ante todo, personaje popular, saca por su lado una lección sin palabras, y haciendo pequeños milagros, comiendo ortigas, levitando, encuentra su lugar en la religión de sus pares. Un día comienza a llorar copiosamente, caudales de llanto, y decide dejar su asiento para proceder a enterrarse en un terreno baldío en vías de urbanización. Como le explica a su seguidora más fiel, la que le va a echar la tierra encima, ella no va a morir, sino que de sus lágrimas va a hacer manar un río. El río será de lágrimas, dice, pero esas lágrimas no serán de dolor.

 

Dejar el trabajo inmediatamente”.

Hay que suponer, sin embargo, que así como el cine no inventó la desocupación ni el deseo de tiempo libre, la santidad no es el único destino de aquellos que han pasado por la fábrica, ni la visión de un ángel la condición de desintegración del mundo de la producción capitalista.

El año 1972, el cineasta italiano Elio Petri se lleva la Palma de Oro en Cannes con una película que empieza y termina en una fábrica. Aunque ambos hechos (el premio y el escenario) son por sí mismo anecdóticos, La clase obrera va al paraíso (1971) tiene el mérito de poner en el centro mismo del film la cuestión de la fábrica, no ya como argumento para el desarrollo de una ficción que finalmente se realiza después de ella, sino más bien como una suerte de investigación cinematográfica sobre la fábrica misma en tanto mundo.

La película cuenta la historia de Ludovico Massa (Gian Maria Volonté), alias Lulú, obrero en una fábrica metalúrgica en medio de los años de efervescencia social en Italia después del 68. Lulú, en principio, no tiene nada del cinismo bartlebiano de Chaplin, él es más bien de una especie de Stajanov irónico: en tanto obrero asume pues la condición del trabajo, no por razón de un código moral o de un fin que pudiera alcanzar trabajando, pero, lisa y llanamente, porque su realidad material es la de aquellos que se han visto reducidos a la necesidad de trabajar (¿no es esa acaso la definición misma del proletario?). Esta tautología funciona así como principio desde el inicio de la película, cuando, luego de levantarse para partir a la fábrica, Lulú, verborreico y delirante, esboza su primer teorema: – uno: que el individuo trabaja para comer – la comida entra por la boca y el cuerpo la procesa para salir – el cuerpo funciona como una fábrica – individuo=fábrica (la cabeza es la dirección central). “¿Y entonces?”, pregunta abrumada su mujer. Conclusión de Lulú: “¡fábrica de mierda!”.

El odio de la fábrica no es sin embargo para Massa motivo de una revelación ética, sino que se funde, junto a la autoconmiseración de su condición explotada, o su desprecio por sus compañeros sicilianos, a los que considera flojos, dentro de la misma serie de pensamientos de los que debe hacer abstracción a la hora de trabajar; ahí cuando el aburrimiento y la facilidad de la tarea, susceptible hasta del mono (Lulú dixit), subsumen su cuerpo y su deseo en la pura cadencia del ritmo productivo. Es que Lulú no es un santo, la fábrica no implica para él ninguna revelación puesto que en ella ha crecido. Y, a diferencia de sus compañeros, como él mismo declara, para lidiar con el aburrimiento, él es del tipo que se concentra: piensa entonces en un culo. Una pieza, un culo, una pieza, un culo, una pieza, un culo. “Siempre estás pensando en lo mismo”, le objeta la empleada del culo en cuestión. “¿Y en qué quieres que piense?”, responde Lulú. “¿En el paraíso?”.

En efecto, nada podría estar más lejos de la fábrica que el paraíso. Esta observación parece cruzar de principio a fin la película cuyo título pone con ironía, desde un primer momento, si, la cuestión del paraíso, un paraíso al que se va, es de suponer, luego de mucho haber trabajado y después de muerto. El escenario de la película se propone entonces como un escenario concreto: la película toma alcances de una investigación. La fábrica B.A.N., donde Massa trabaja, funciona bajo el régimen del destajo, es decir que los obreros son pagados por pieza, bonificados o castigados según el cumplimiento de los ritmos de producción planificados por la dirección central. Esto es objeto de un conflicto evidente entre los obreros y los intermediarios de la dirección, de una tensión entre los mismos obreros, luego, que reconocen unánimemente en Massa a un trabajador servil, el que rompiendo los récords de productividad permite a la dirección aumentar la exigencia de los planes de rendimiento, y finalmente entre las distintas posiciones que jalonan la discusión sindical, tensionadas entre un polo reformista, que plantea la necesidad de una lucha por etapas para la regulación del destajo y el mejoramiento de las condiciones de trabajo, y un polo radical que busca la abolición del destajo y la articulación de un frente obrero de lucha antipatronal. Si el primer grupo, representado por los sindicalistas, en los que se ve escenificada la política del PCI alineado con el pacto social de la posguerra, la perspectiva de la lucha obrera es reducida a las puras reivindicaciones laborales -es decir que en nada toca a la condición del proletariado como sujeto susceptible de un potencia social autónoma, ni pone un horizonte alternativo de aquel al que le constriñe el modo de producción capitalista; no que la “liberación” de la clase obrera sea negada por los sindicalistas, sino que, como afirman una y otra vez, “aún no están las condiciones”-; el polo radical, por su parte, que viene a poner en escena al movimiento operaista, es presentado como una posición marginal y exterior casi al mundo de la fábrica, expresada principalmente por los estudiantes (y sólo un pequeño grupo de obreros afines) que día a día vienen a increpar a los obreros a la hora de entrada, para recordarles con violencia su condición de semi-esclavitud y conminarlos a que sean dignos de liberarse.

El vuelco se produce cuando, en uno de los momentos álgidos del conflicto entre Massa y sus compañeros, luego de la asignación de las nuevas metas de producción calculadas sobre los tiempos de rendimiento de éste, Lulú pierde el hilo de sus admoniciones y deja un dedo en la máquina. ¿Cuantos dedos tragados por las máquinas habrá que contar en la historia de la industria? La producción entonces se detiene, la irritación explota entre los trabajadores, y Lulú comienza su viaje por el pozo de rabia y deseo de liberación de la clase obrera.

El conflicto al interior del espacio fabril toma entonces un giro netamente político. Lulú entra desde una condición personal, preguntando si todo esto que agita a sus compañeros es por él, pero su rabia alcanza inmediatamente la dimensión de una condición de clase. Después de unos días de recuperación vuelve al trabajo, mientras el sindicato, dominado por la dirección reformista, discute las condiciones de la huelga: abolición del destajo, o regulación; huelga total o huelga parcial -dos horas por día. Esta vez, sin embargo, Lulú ya no se presta al juego: su rabia ha desbordado los límites de la mera reivindicación, ahí donde la única reparación posible es aquella que le devolviera todo lo que ha sido robado, dedo incluido. “¿Y tú dónde estabas cuando nosotros formamos el sindicato?”, lo increpa entonces la dirección sindical, temiendo las repercusiones de su radicalización en el resto de los obreros. Lulú responde ante la asamblea: “Estaba con el destajo: ¡siguiendo la política del sindicato! Trabajaba para la productividad, y producía, producía… Y ahora estoy convertido en una bestia. ¡Un bestia! Vean a esta bestia… Y los estudiantes, los estudiantes mismos dicen que nosotros somos como las máquinas, ¿capito? Que yo soy una máquina, yo soy una polea, soy un bulón, soy una biela, soy una cinta de transmisión, ¡yo soy una bomba! Y la bomba se ha roto, ya no va más… Y ahora, ahora no hay forma de repararla”.

Hay que decir, llegados a este punto, que de poco valdría resumir cada uno de los hechos de la película. Tomada realmente como una investigación, podemos encontrar en ella miradas agudas sobre una enorme cantidad de aspectos de la condición obrera que, presentados en la disposición sensible de los medios cinematográficos y guardando su independencia de los discursos vehiculizados en la película, dan una mirada cruda sobre la condición existencial del trabajo fabril, la explotación, los modos de sujeción laboral y la alienación, tal como con frecuencia la teoría pena en alcanzar. En términos generales se puede decir que a partir de ese momento el destino de la bomba rota, el destino del obrero en el espacio industrial asume, para Lulú, al menos tres posibilidades claras: la locura, la revolución o la resignación. El camino de la locura es representado en la película por el Militina, un viejo obrero de la B.A.N. al que Lulú va a visitar al manicomio cada vez que necesita razonar. El Militina sabe que está loco porque los otros decidieron que está loco, pero sabe también que en realidad comenzó a volverse loco cuando comenzó a sentir que estaba adentro de la fábrica incluso cuando estaba afuera de ella. “¿Me puedes decir para qué mierda sirven las piezas, las millones de piezas que producíamos?”, le pregunta a Lulú. Yo lo sé, responde él, como tratando de demostrarse que él sí que no se está volviendo loco: yo lo sé, sirven para armar una máquina… que va adentro de otra máquina… que no está aquí…

Pero antes de volverse loco, cuando ya está a punto de hundirse en la enfermedad, Lulú comienza a involucrarse. Ciertamente no quiere volverse loco ni quiere ser un estudiante, pero busca entender la revelación del compañero loco (“un hombre tiene derecho a saber para lo que trabaja”, “¡a la huelga!”), y luego se acerca a escuchar a los estudiantes. Comienza entonces a preguntarse por la vida que es la suya en la fábrica. Comienza a explorar eso que los operaistas llamaban la subjetividad obrera, que es la potencia antagónica de un punto de vista de clase: el asco de la dominación, la posibilidad colectiva de su interrupción. Sea, salir de la fábrica, dejar el trabajo inmediatamente

La vía del enfrentamiento, la huelga total, queda, sin embargo, minoritaria entre los obreros. Luego de una batalla con la policía y las dirigencias de la fábrica, Lulú es expulsado y comienza a caer en el aislamiento. Queda desempleado, su mujer lo abandona, y los estudiantes se desinteresan de su situación personal en nombre de una perspectiva de clase abstracta. Su nombre sigue sin embargo siendo negociado en la fábrica, y el ímpetu del bloque extra-sindical empuja la huelga a pasos agigantados respecto de los cálculos reticentes del sindicato. Finalmente un acuerdo es alcanzado: la insurrección es abortada, Massa es reincorporado, y se pacta regular el destajo. El sindicato viene a anunciarle la “victoria”, una victoria que anuncia como suya (del sindicato), y Lulú es obligado a asumir la “alegría” de volver al trabajo en el más completo desamparo.


Epílogo sobre el cine, la fábrica, la clase y el paraíso.

Una primera lectura histórico-política de Los obreros van al paraíso parece poner en evidencia, entre sus primeros objetos, una crítica del movimiento operaista, caricaturizado en la película como una minoría intelectual alejada de la realidad material del mundo obrero: la “victoria” es finalmente alcanzada bajo los términos del sindicato, que aparece como la opción más arraigada entre los trabajadores de la B.A.N. Puesto así como un agente efectivo dentro de la realidad del movimiento obrero, el movimiento sindical no es sin embargo menos blanco de la crítica, que a la luz de las condiciones de explotación de la fábrica y de la realidad existencial de sus obreros revela, a la vez, su oportunismo político en el uso de la retórica de la emancipación; su carácter finalmente funcional en la estructura de la dominación. Sin ser banal, el balance de esta crítica, no debiera sin embargo despistarnos del despliegue independiente de la película en tanto investigación cinematográfica sobre el mundo del trabajo fabril y la condición de la clase obrera. En este sentido, el gesto fundamental de la misma no se encontraría tanto en la articulación de un discurso que, de todos modos, más allá de la evidencia de sus referencias, queda finalmente ambiguo e incierto, sino en el hecho de medir la pregunta por el “después de la fábrica” y el sujeto mismo concernido en ella, respecto del espacio determinado de una fábrica y los modos de existencia que moviliza.

La película logra, en este sentido, restituir o comenzar al menos a restituir al cine esas palabras miradas y gestos que, decía Farocki, habiendo ocupado el centro de la experiencia de la producción que vio en Occidente al cine nacer (y que el mismo cine vio al nacer), quedaron durante más de 100 años casi completamente fuera de la representación cinematográfica. Su despliegue de principio a fin al interior de la fábrica y sus espacios asociados (las habitaciones asinadas de la casa familiar, el auto, el manicomio), parece de este modo ensayar una completa reorganización de las coordenadas sobre las cuales el cine había logrado dar un lugar, aunque sea marginal, a la experiencia de ésta al interior de su mundo: sea ya en el gesto originario de una denegación, sobre el que fundaba el tiempo libre, el tiempo no-trabajado de la ficción, como incluso ahí donde, aún siendo contemplada, la exposición de la fábrica seguía siendo contenida en la teleología propiamente cinematográfica de su superación. La santidad a la que parecen acceder Chaplin y Ingrid Bergman en las dos primeras películas a las que nos referimos aparece así como correlato de una suerte de mesianismo propiamente cinematográfico: hallazgo utópico, ya sea el de la ociosidad o el de la piedad, cuya posibilidad emerge necesariamente en un más allá respecto de la fábrica, la que sigue sin embargo ocupando un lugar original en tanto su verdad negativa. Es u-tópico porque convoca inmediatamente al sujeto que como una sombra habita la fábrica, hacia un afuera de la fábrica, un no-fábrica en el que inmediatamente se libera. Y si es que la fábrica es el lugar, ese afuera sólo queda como la promesa de un tiempo: el del advenimiento de un paraíso como resolución exterior para la vida condenada de la fábrica.

En La clase obrera va al paraíso, por el contrario, tiempo y espacio confluyen en el desarrollo de un punto de vista que busca ser enteramente determinado al interior de las coordenadas existenciales de la fábrica. En este sentido, a pesar de la crítica visible del operaismo, la película parece trabajar sobre el mismo punto de partida que pone en su fundamento la existencia de una subjetividad obrera. Es esta subjetividad la que le da su registro antiutópico: los únicos planos exteriores son de hecho los de la entrada y la salida de la B.A.N., cada uno de los cuales implica un determinado tipo de padecimiento, sea la tensión de la espera, a la entrada, o la humillación del control a la salida. Se trata, en definitiva, de llevar a la representación cinematográfica la materialidad del mundo del trabajo para dar cuenta expresivamente, a la manera dialéctica de las obras de Brecht, del sujeto que ahí se trabaja.

La película se presenta en este sentido como una respuesta a un cine ideológico o discursivo, diseminándose más bien en el registro polifónico de las voces y derivas que pueblan el espacio de la vida dominada por el trabajo, que circulan y rivalizan por la fábrica y su mundo en la inquietud de no poder habitarlo. La epopeya del personaje no recorre entonces, como en Chaplin, un camino de extirpación individual: su viaje no descubre ninguna trascendencia, sino que se da en intensidad al interior de los espacios donde el sujeto mismo de esa utopía se fabrica como una clase. El destino de Ludovico Massa es, en efecto, seguir la suerte del obrero masa al interior de la sociedad industrial. Aquello que descubre entonces, desde la perspectiva de una subjetividad obrera, es que el afuera inmediato de la fábrica no existe, y que la fábrica en la que trabaja, la fábrica que lo rodea, al igual que el desierto que Pasolini ha develado en el centro sin alma de la burguesía, crece y se complejiza.

Es en esta misma desolación, sin embargo, donde la potencia del sujeto obrero, ese sujeto opaco comprimido en el tiempo y en el espacio de la industria, determinado como clase por la condición colectiva de su subordinación, aparece en estado crudo. No se trata ya de la necesidad de una estructura, histórica o narrativa, como la que el marxismo tradicional o la tradición cinematográfica quiso ver, ni tampoco de un destino trascendental, sea el de la piedad o el de la ociosidad, a modo de resolución utópica, sino del núcleo desnudo de la subjetividad que, siendo capaz de reconocer y odiar la experiencia de la dominación, entraña dentro de sí la potencia autónoma de su liberación.

En la última escena, cuando después de la resolución del conflicto la fábrica retoma las faenas, Lulú comienza a contar a sus compañeros un extraño sueño que ha tenido. Las imágenes de su visión se propagan de boca en boca entre los obreros que trabajan en la cadena, irrumpen replicadas y vociferadas a través del ruido de las máquinas. En el sueño, cuenta Lulú, se ve un muro, y frente al muro está el Militina, el obrero que se volvió loco, que va y dice: “¡vamos todos y entremos adentro!”. “¿Cómo?” “¿Cómo entramos adentro del muro?” preguntan los obreros que escuchan a Lulú. “Eso yo no lo sé”, responde él. “Hay un muro y después está el Paraíso”. “El Militina dice que entremos y lo ocupemos: ¡Abajo con Él! ¡Abajo con este muro!”, “y ¡Zas!, el muro se ha venido abajo”. “Una visión tremenda”, dice. “Si”, lo increpa entonces el representante del sindicato, que también lo escucha y está en la cadena trabajando. “¿Pero qué es lo que hay entonces? ¿Qué cosa? ¿Ah?”. “La niebla, será”, responde Lulú. “¿Qué niebla?», «Y qué hay en la niebla?”. “Primero nada, pero luego me he puesto a mirar, ¡y he visto al Militina!. Después he visto a un artesano. ¡He visto una sombra con un dedo menos y me he dado cuenta de que era yo! ¡Y luego cada uno de ustedes comenzaba a venir! ¡Entre el polvo y la niebla estábamos todos!” “¿Y qué quiere eso decir?”, preguntan los otros. “¡¿Qué quiere decir? ¡¿qué va a querer decir?! ¡Qué ahí hay un muro y que el muro se tira abajo!” Algunos de los obreros exclaman para saber si ellos también están en el sueño, Lulú cada vez más entusiasmado vocifera “¡Niebla en el paraíso!”, su murmullo se difunde de compañero en compañero a lo largo de la cadena, irrumpe en el sonido de las máquinas y los gestos de trabajo.

La película se detiene en un último fotograma y el título aparece: “La clase obrera va al paraíso”: Se ve a un obrero que mira fijamente hacia la cámara mientras, atrás, la figura de un dedo indica hacia abajo, señalando el suelo de la fábrica como diciendo “aquí”. El trabajo como mundo en el cine no inventará el paraíso, parece concluir Elio Petri, ni liberará al obrero del trabajo explotado. Puede transmitir, sin embargo, como un susurro, el deseo antagónico que resiste y se amasa en la sombra del mundo de la producción. La potencia del sujeto que habita como un secreto a voces los desiertos de la dominación.

Enlaces para descargar o visualizar las películas mencionadas.

Salida de la fábrica Lumière en Lyon (1895)             https://www.youtube.com/watch?v=NwRAUniWJPY
Auguste & Louis Lumière.

Tiempos Modernos (1935)                                           https://www.youtube.com/watch?v=HAPilyrEzC4
Charles Chaplin

Europa 51′ (1952)                                                         https://descargacineclasico.com/europa-51-1952-vose/
Roberto Rossellini

Teorema (1968)                                                             https://www.pelispedia.tv/pelicula/teorema/
Pier Paolo Pasolini.

La clase obrera va al paraíso (1972)                           https://www.youtube.com/watch?v=2V3ST5xU8BM
Elio Petri.

Trabajadores saliendo de la fábrica (1995)               http://www.rebeldemule.org/foro/documental/tema13396.html
Harun Farocki.

(Santiago, 1991). Estudió Filosofía en la Universidad de Chile. Entre el año 2008 y el 2013 participó en la gestación y redacción de la revista Multitud. Ha publicado algunos de sus artículos, crónicas y ensayos en medios independientes. Desde el año 2014 trabaja en la edición de la revista Carcaj.cl. Actualmente reside en París, donde cursa una maestría en Arte y Lenguaje en la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales (EHESS).

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