23 de marzo 2019

La indigestión filosófica. PM y los vómitos del pensar

Desde hace mucho estoy convencido de que la filosofía es autófaga. En buena medida, la metafísica ya se ha devorado a sí misma

Lichtenberg[1]

El hombre sin hambre

Una de las tantas inversiones de la tradición platónica que despliega Nietzsche en Ecce Homo se juega en la importancia que brinda al comer en la vida del filósofo. En su alegre afirmación del cuerpo, renuente a cualquier construcción de algún organismo de la nación, Nietzsche se confronta el espíritu alemán que padece una indigestión que no logra gestar nada. Incapaz de dar o recibir la comida, deviene un cuerpo impotente contra el que Nietzsche aspira a poder aprender a comer de otro modo, a construir una nueva vida: «Muy de otro modo me interesa una cuestión de la cual, más que de ninguna rareza de teólogos, depende la «salvación de la humanidad»: el problema de la alimentación»[2].

Al comentar lo recién citado, Barthes sostiene que el pensamiento que falta no es el de una sociología de la alimentación, como la que él mismo ha contribuido a pensar de manera notable[3], sino una filosofía, o unas filosofías, de la alimentación, vinculada a los estilos individuales del comer[4]. Esto no habría de limitarse a pensar otro menú, sino una distinta relación entre el cuerpo y los alimentos, especialmente en lo que refiere a su límite. Para Nietzsche es necesario, anota Derrida, aprender a vomitar[5].

Al pensar el carácter crucial de la alimentación en el futuro de la humanidad, Nietzsche aspira a una forma de comer que forme otro vivir. Con ello, parece recuperar la noción griega, pensada por Foucault, de la dieta como modo de vida[6]. Esta dimensión alimentaria del cuidado sí de los griegos, asociado a un saber desde y para el cuerpo, es de hecho desdeñada por el platonismo al que Nietzsche se opone. Y es que la jerarquía platónica del alma sobre el cuerpo requiere de una estricta separación entre saber y comer. Mientras el primer verbo se liga a un alma que confirma su identidad al saber, el segundo remite a un cuerpo que fácilmente puede perder los límites entre el comensal y lo comido, o entre el hombre y el resto de los seres vivientes. En efecto, Platón describe de manera despectiva el acto de comer como un ejercicio movido por el deseo de otro que sí mismo[7]. Inestable y heterónomo, el cuerpo que come no está a la altura de la metafísica. De ahí que su función sea analogada a la de los artesanos en la ciudad, cuyos variantes deseos deben ser gobernados por el filósofo y su saber de lo invariante. El estómago es necesario para sobrevivir, pero no podría saber qué es la vida.

Ni siquiera quienes saben del comer, ratifica Platón en otro diálogo, alcanzan un saber real. Así, parangona la cocina a las artes de la adulación, incluyendo allí a la sofística[8]. Harto distinto, por ende, es el saber del filósofo que solo puede pensar una vez que su alma ha aprendido a despreocuparse de los deseos de su cuerpo. Por ello, Sócrates, al comenzar el diálogo sobre el alma, se pregunta si acaso es propio de un filósofo preguntarse por placeres tales como los de la comida y la bebida[9].

Los herederos de Platón, incluso los que pueden acomodarse en bandos que parecen ser antiplatónicos, han replicado la despreocupación filosófica por el comer. Cragnolini apunta, al respecto, que la filosofía se ha ocupado de la pregunta por el comer de modo deficiente[10]. La producción del silencio sobre el comer es necesaria para el logocentrismo, lo que puede percibirse en aquellos pasajes en los que sus más destacados autores han debido preguntarse por el acto de comer. Para rastrear tales pasajes, el trabajo de Carolyn Korsmeyer resulta destacable[11]. Como bien ha mostrado su nutrido análisis, desde el pensamiento clásico el sentido del gusto ha sido denigrado filosóficamente. En lo que sigue, buscaremos mostrar, de modo muy general, algunas ideas centrales al respecto.

Quien quizás más avanza en la subordinada delimitación del comer sea Aristóteles, quien vincula el tacto y el gusto como los sentidos presentes en todos los animales. Este último sentido, ligado a la capacidad de distinguir entre lo agradable y lo desagradable[12], es compartido incluso por los animales que no son capaces de locomoción. Comer, entonces, es un ejercicio que no permite distinguir entre los animales y el hombre. Habrá que avanzar en la jerarquía hasta un distinto uso del sentido de la vista, ligado a la chance del conocimiento universal que no tiene el animal, para distinguir lo propio del hombre, quien debe comer para sobrevivir y hacer algo más que comer para vivir bien. Comer bien, por tanto, es saber dejar de comer y dar tiempo a los otros sentidos, los que sí pueden usarse virtuosamente. Esto explica que la sobreutilización de la vista, escribe el voyeurista Aristóteles, no haga llamar intemperante a quien mucho observe. A la inversa, quien se excede comiendo, al entregarse de modo indiscriminado a lo que comparte con los animales, puede perder la distinción del hombre: «Los hombres se llaman golosos, glotones y borrachos por tener un poder afectivo irracional para disfrutar de una u otra clase de alimentos»[13].

Quien come mucho, siguiendo lo citado, se deja afectar en demasía por el objeto de la alimentación. El que se alimenta adecuadamente, por el contrario, afecta al alimento sin dejarse afectar por él, concluye Aristóteles. Por ello, compara la alimentación con el ejercicio del artesano, cuyo trabajo transforma un objeto gracias a la capacidad del hombre de pasar de la inactividad a la actividad, y no por la inerte materia con la cual trabaja[14]. Lo que el hombre puede hacer gracias a lo que come es algo que no se explica por las virtudes del objeto comido, sino por la capacidad humana de utilizar sentidos superiores al gusto.

Esta metafísica del gusto resulta harto extraña para el posterior significado de esta palabra en la filosofía moderna. Tras la posterior superación del universo del hambre medieval, siguiendo la caracterización de Le Goff[15], emergen en la modernidad europea nuevas formas de producción y acumulación de comida. Y, con ellas, maneras modernas de distinción en torno a la mesa que permiten distinguir el buen del mal comer. Comer bien ya no significa dejar de comer rápido para dedicarse a otras prácticas virtuosas, sino transformar la preparación y el consumo de alimentos en una práctica virtuosa. Saber comer distingue en el mundo moderno al hombre civilizado del mal educado, como lo han destacado estudiosos del fenómeno culinario de la talla de Bourdieu[16], Braudel[17], Elias[18], Goody[19] o Simmel[20].

A partir de este desplazamiento, la filosofía puede valerse de una consideración del gusto que, proveniente del lenguaje alimentario, no se reduzca a las necesidades inmediatos del comer hambriento. El gusto moderno es el que cree que ya no se limita a comer para ver, sino que cree que puede ver con la distinción con la que se come. Como quien come sin hambre, se da el tiempo para discernir la calidad de lo que no podría ser otra simple materia.

En su decisiva introducción de la diferencia entre la repetitividad del artesano y la creatividad del genio, la estética moderna ya no compara la comida con la energía genérica que permite a cada hombre retomar la producción de un objeto conocido. Antes bien, se vale de ella para describir la capacidad de que, a través de la heautonomía del sujeto, se valore la particularidad de una obra nueva. En particular, una vez que lo que gusta ya no se puede comer. En vez de dirimir el alimento que se toca y destruye, se dirige hacia la intocable obra perene.

En efecto, Kant explica la proveniencia culinaria del concepto de gusto por la imposibilidad de discernir acerca de la calidad de un plato antes de probarlo, aún cuando se sepan todos sus ingredientes y recetas[21]. Ni el puro saber teórico ni el puro saber empírico bastan para desplegar un juicio que supera la inmediatez de los sentidos: el juicio estético ya no destaca lo agradable, cuyo valor depende de cada cual en un determinado momento, sino de lo bello, que podría gustar a todos en todo momento, mas sin la subsunción a un esquema que ha de gustar. De ahí la necesidad de probar y discutir, una y otra vez, con un saber más subjetivo que objetivo[22], distinto al saber que puede alcanzar la ciencia.

Esta limitación del saber del gusto resulta problemática para Hegel, quien por esto argumenta que la noción del gusto es parte de un pasado que debe superarse. El sujeto civilizado es quien aprende a comer, pero también a saber de forma distinta que como se come. De lo contrario, la razón no podría alcanzar la capacidad de percibir la verdad de las bellas artes, superiores a cualquier alimento. Al distinguir entre la sensibilidad de quien come y la de quien percibe la belleza, Hegel explica que aunque el arte se muestra de modo sensible, se sitúa al margen de la relación apetitiva que se posee con un mundo sensible cuya inmediatez no permite plantearse ante las cuestiones del espíritu. El sujeto que come, para ser un sujeto, debe ir más allá del momento de comer, tal como la obra, para ser una obra, debe durar más allá del momento de su percepción sensible.

el apetito no puede dejar que el objeto subsista en su libertad, pues él tiende a suprimir esta autonomía y libertad de las cosas exteriores, a fin de mostrar que ellas están ahí solamente para ser destruidas y consumidas. Y a la vez el sujeto, como cautivo de los limitados y aniquilantes intereses particulares de sus apetitos, ni es libre en sí mismo, pues no se determina por la universalidad y racionalidad esencial de su voluntad, ni es libre de cara al mundo exterior, pues el apetito permanece determinado esencialmente por las cosas y referido a ellas. El hombre no se comporta con la obra de arte mediante una relación de apetito[23].

Al expulsar la alimentación de la universalización, Hegel parangona el lugar de la experiencia en la filosofía con el de los alimentos en el comer. Quien come no agradece los alimentos sin los cuales no podría comer, tal como quien piensa, explicita Hegel, es igualmente poco agradecido a la experiencia desde la que parte y debe trascender[24]. En esa línea, el buen comer es aquel que olvida su alimento, devolviendo lo que sobra, a través de las heces, y superando lo que le queda, a partir de las funciones más elevadas del espíritu en el cuerpo que ha comido.

La única excepción posible es la de que el objeto comido exija el agradecimiento, con un grado de verdad superior a la discusión que abre el juicio. O sea, un comer espiritual en el que se ratifique la libertad del comensal y lo comido, desde una determinación espiritual que ha superado el mundo sensible. Se trata, predeciblemente, del fenómeno de la transubstanciación. Contra la lectura luterana de la hostia como una cuestión de pura fe, Hegel piensa este sacramento como goce de Dios por parte del sujeto. Quien ahí come confirma su individualidad, y con ella su opción de apropiarse de lo divino sin la necesidad dialéctica del excremento que impone el resto del comer:

De esto resulta que lo divino es comido y bebido según la modalidad de un objeto externo sensible -no solamente un símbolo de lo divino mismo en que el significado está solamente en la representación, sino el goce sensible como tal, la certeza inmediata; así debe valer esto sensible como tal que se convierte en lo divino y que, transubstanciado, se transforma en aquello, la misma substancia divina -ambos en una solo[25]

El hombre del hambre

El comer nietzscheano, renuente a toda hostia, abre la filosofía contemporánea como una forma de pensar el comer en el viviente humano. Podemos recordar en la filosofía del siglo XX, la crítica de Lévinas a la concepción heideggeriana del dasein como quien jamás tiene hambre[26] o la articulación entre el ego y el alimento que, casi al pasar, marca Nancy[27]. El carácter alimentario del yo se sitúa en la centralidad que posee la boca en la descripción nancyana de la apertura, en tanto órgano múltiple del hablar, el besar y el comer. Órgano de la desorganización de las facultades del sujeto, yuxtapone, en un mismo y ubicuo lugar, la animalidad y la palabra, el comer y el hablar, y su inestable mezcla en el besar. Se trata de un lugar vacío que se llena al vaciarse, siempre de otro modo, en una zona liminal que cuestiona cualquier límite claro entre el sujeto y lo exterior, o entre el animal parlante humano y el resto de los animales.

Frente a la delimitación humanista entre el hombre y lo comido, Nancy insiste en la infinita necesidad de que la boca que habla se exponga a los objetos que no hablan. El comer, argumenta el francés, nunca incorpora del todo lo exterior a lo interior, sino que abre el cuerpo a lo tragado[28]. La apertura bucal al sentido obliga a repensar la vida más allá de cualquier distinción simple entre naturaleza y espíritu. Por este motivo, frente a quien desde la mirada a la boca pudiese ratificar la certeza empírica de cierto cuerpo, Jacques Derrida radicaliza la pregunta por la boca, al preguntarse si acaso no es ese el lugar, incierto y material al punto de tornar ubicuo cualquier lugar, del fantasma[29].

Tal apelación a la boca en la lengua del psicoanálisis resulta crucial para abrir una reflexión, más allá de la fenomenología del alimento, en torno a la cuestión del hambre. Parece sintomático que no hayamos aún pensado, en español, en ese estado tan bien nominado como despecho, pues ya en Freud aparece una vinculación intensa entre la pérdida del pecho en la boca y la emergencia de la rabia melancólica. Según el vienés, el pecho de la madre, con el que el niño se relaciona bucalmente, es el primer objeto de deseo en la infancia[30]. Al recibir de él tanta alimentación como cuidado, la satisfacción que le brinda no podría ponderarse desde una perspectiva nutritiva que permitiese su reemplazo por algún otro alimento. Los niños, argumenta Freud, suelen alegar contra el temprano destetamiento, lo que se profundiza en sociedades modernas en las que el despecho se da antes que en las sociedades primitivas.

Freud, en efecto, duda de una eventual explicación fisiológica de esa queja, al señalar que, probablemente, dada la tremenda voracidad de la líbido infantil, los niños europeos también reclamarían si hubiesen mamado la misma cantidad de tiempo que los primitivos[31]. Y es que acaso la alternativa de cuantificar el tiempo solo puede emerger una vez que se ha perdido el objeto primordial del deseo. Se trata de un despecho originario que, contra toda presencia en el origen, emerge del desvío y borradura de lo que jamás se podrá volver a poseer. En esa dirección, el comer, como transferencia del deseo por la madre a otro objeto, no podría sino no dar con ella. Por ello, tras la separación con la madre, el niño busca llenar su boca con el dedo. En su autoafección erótica, experimenta la necesidad de otro objeto para seguir llenando la boca que ya nunca puede llenarse: “Podríamos imaginarlo diciendo: «Lástima que no pueda besarme a mí mismo»[32].

Ya que nadie puede besarse, porque tendría entonces que cerrar sus labios y así no poder besar, el insaciable sujeto ha de seguir comiendo lo que jamás se podría ingresar, de modo definitivo, al cuerpo. Por este motivo, Abraham y Torok piensan el acto de comer como un posible acto de fantasía de la incorporación. Es decir, en la aspiración de introducir el objeto perdido en el propio cuerpo. Renuente al proceso del duelo, comer expresa el deseo de llenar el vacío que no podría llenar. A través de una comida imaginaria[33], quien come cree que puede llenar su boca.

Con ello, la fantasía de la incorporación suspende la chance de la figuración. Con la boca llena, no se puede hablar. Como bien comenta Derrida, la fantasía de quien incorpora es la de mantener al otro que se ha perdido. Con vana seguridad, desea resguardarlo dentro de sí, mimando la introyección a través de un secreto que guarda dentro de límites que ya no puede asegurar. Puesto que no puede retenerlo ni soltarlo, que no está mas ni lo deja no estar, Derrida nota que el sujeto busca devolverse lo que ya ha perdido, perder la pérdida para devolver la ausencia que lo constituye. Lo grafica, por este motivo, como un paradójico vomitar hacia dentro[34].

A ello se opone, en el desarrollo esperado del niño, la dinámica de la introyección que asume el trabajo del duelo. Vacía su boca de comida, luego puede hablar una palabra nunca plena con la cual elabora la pérdida. En ese sentido, permite pensar la emergencia de la literatura como una relación no fantástica, y no porque sea real sino porque asume la imposibilidad de nombrar la real pérdida que constituye el principio de la palabra.

Lo recién descrito resulta crucial para pensar, desde su condición aporética, las reflexiones de Derrida sobre la ética, en tanto imperativo no fantasioso de asumir lo otro (sin dejarlo determinarse en “el” o “la” otro u otra) en mí, a través de una introyección siempre exigida por la imposibilidad del duelo. El carácter siempre incompleto de la introyección obliga a que la pregunta no sea si comer o no al otro, sino cómo hacerlo sin el deseo de incorporarlo. Si esto no se considera, prolongando el simple deseo de incorporar la diferencia a la identidad de un sujeto ya forjado, se continúa el gesto violento de lo que Derrida denomina carnofalogocéntrica[35]..

No es casual, por lo mismo, que en breves pero decisivos pasajes de la obra de Derrida aparezcan los límites de una filosofía del gusto sin hambre[36]. Así, en su lectura de la estética kantiana, enfatiza en el heterogéneo lugar del vómito como lo indigerible del gusto kantiano, destacando su ubicua presencia como parergon de la tercera crítica. Es útil aquí recordar, con Pablo Oyarzún, que para Kant allí se marca la experiencia del cuerpo ante la crisis de la posibilidad de representar del sujeto[37]. El cuerpo civilizado no cuenta con el vómito, ni puede dejar de contar con él para expulsar de sí mismo lo que le impide mantener el gusto y su capacidad de delimitar lo agradable, desde un estricto límite entre el sujeto y lo juzgado. Si quien incorpora vomita hacia dentro, quien cree haber superado la incorporación ha de creer que su vómito siempre cae afuera de sí. Su fantasía ya no es la de comer al otro, sino la de poder no comerlo: «Y si el trabajo del duelo consiste siempre en comer menos, lo degoûtant (asqueroso) no puede más que ser vomitado«[38].

Dejar de introyectar al otro para asegurar su límite es la tarea del sujeto, asegurada y limitada, simultáneamente, por el vómito que recuerda la alteridad que expulsa. Si quien incorpora vomita hacia dentro y quien introyecta vomita hacia fuera, la conquista dialéctica de la interioridad definitiva, de una incorporación ya depurada de la fantasía, ha de lograr un comer de lo que ya no pueda vomitarse. De ahí la importancia de la transubstanciación para Derrida, quien concibe ese gesto como el gran misterio del cristianismo, puesto que la carne y el vino allí devienen, además de la carne y la sangre de Cristo, su palabra[39]. Es decir, una boca llena de sentido, gracias a la domesticación de un gusto que ya no se pierde ni devuelve.

Mientras Kant aspira a una introyección sin duelo, Hegel traza la fantasía de una incorporación final. Por ello, pareciera que únicamente a través del relevo dialéctico se puede, tras el comer del saber, saber del comer y guardar lo comido sin vomitar. La historia del sujeto resulta entonces la de la incorporaración, en el espíritu del sujeto, de los otros sujetos. Por esta razón, Derrida señala que el idealismo requiere de la antropofagia[40].

El adjetivo utilizado es polémico, tanto porque sitúa al comer en el centro de un sistema cuyos logros suponen la superación del comer, como porque emplaza, en el corazón de la tradición civilizatoria, a la barbarie canibalesca. Contra el dato del canibalismo como certeza de la distinción entre la cultura y la naturaleza, o al deseo vegetariano de creer en la posibilidad de una cultura no carnívora, Derrida sostiene que toda cultura es antropófaga[41]. El reconocimiento de la irreductible crueldad en la cultura no deriva en la indiferencia ante unos u otros modos de la crueldad, sino en la necesidad de su reconocimiento como posibilidad de una futura forma de comer menos violenta. Al mostrar con los tropos del vómito y la hostia las dificultades del sujeto, Derrida no supone la posibilidad de vivir sin comer, sino la imposibilidad de que la modernidad que suponía poder no comer, o comer sin poder, pueda establecerse al margen del comer y el poder. Si la deconstrucción resulta una filosofía del canibalismo generalizado[42], la pregunta ya no sería qué comer, sino cómo.

El hambre del hombre

La figura del canibalismo recién mencionada resulta central en los procesos de invención filosófica de Latinoamérica. A las conocidas reflexiones de Montaigne, las que se valen de la crítica al canibalismo brasilero para cuestionar la presencia de la barbarie en la supuesta civilización europea, podemos sumar la menos conocida descripción de la antropofagia en Voltaire. Con mayor confianza en Europa, cuestiona en el presente caníbal americano al pasado, y no al presente, de una Europa que puede enorgullecerse de haber superado el mundo bárbaro, construyendo naciones gracias a la superación del comerse al otro:

  Los pueblos que llamamos civilizados han tenido toda la razón para no poner en el asador a los enemigos vencidos porque si se permitiera comerse a los habitantes de otras naciones pronto acabaríamos comiéndonos a nuestros compatriotas. Pero los pueblos civilizados no siempre lo fueron. Se mantuvieron salvajes durante mucho tiempo, y en el infinito número de revoluciones que ha transformado el Globo el género humano fue unas veces numeroso y otras escaso. Sucedió con los hombres lo que sucede hoy con los elefantes, los leones y los tigres, cuyas especies han disminuido mucho. En las épocas en que poblaban una región pocos hombres, desconocían los primeros rudimentos de las artes y eran cazadores. La costumbre de alimentarse de lo que mataban les habituó a que trataran a sus enemigos como a los ciervos y a los jabalíes. La superstición hizo muchas víctimas humanas, y la necesidad obligó a comérselas[43].

La formación de la nación brasilera que desciende de los antropófagos, a la inversa, ha sido una y otra vez pensada, en el siglo XX, desde el gesto antropófago que Voltaire expulsa. La buena fama que sigue teniendo el concepto se debe a la influyente celebración de la antropofagia realizada a principios del siglo XX, en la obra de Oswald de Andrade. En su aclamado manifiesto, el autor brasilero rechaza una concepción del espíritu sin cuerpo[44]. Con ello, descarta la opción de un sujeto que no coma. Frente a la lectura europea del virginal espíritu aborigen, de Andrade insiste en la destructiva y creativa materialidad de un comensal que todo lo transfigura. Mal salvaje, como destaca Haroldo de Campos, el antropófago lo devora todo[45]. Lo cual, ciertamente, no supone que coma desde un cuerpo ya dado, sino que siempre se deja afectar por lo comido. Esto permite que Viveiros de Castro pueda pensar la antropofagia como potencia de alteridad[46]. Comiendo al otro, la cultura brasilera incorpora creativamente nuevos materiales, reinventando lo comido y al comensal. Como bien describe Silviano Santiago, cuya ensayística tanto rendimiento teórico ha alcanzado desde este movimiento, la antropofagia sitúa a la escritura brasilera en la cultura universal[47], desde una posición lateral que traduce y mezcla, sin reverencias, unos y otros alimentos en las nuevas inventivas de su cuerpo.

Es claro que la tradición intelectual que de modo tan somero hemos mencionado se opone, a través de un rescate material del comer como ejercicio que afecta a un comensal cuyo pensamiento debe agradecer lo que destruye, a la denegación logocéntrica del comer. La pregunta que debemos realizar, para avanzar en lo que nos interesa[48], es si resulta de interés para pensar más allá de Brasil[49], en particular para leer a Patricio Marchant, autor cuyas afinidades con otros autores de la teoría crítica latinoamericana deben ser mejor indagados[50]. Puede que exista solo un antecedente bibliográfico al respecto, el cual desvincula a Marchant de la antropofagia. A saber, un comentario de Sergio Villalobos-Ruminott que contrapone la eventual aspiración identitaria de la antropofagia, a la tentativa marchantiana de la escritura como invención de la raza[51]. Antes que objetar la discutible lectura de la antropofagia que allí se supone, nos interesa mostrar cómo esa invención va acompañada, en el pensamiento de Marchant, por una reflexión deconstructiva sobre el comer que puede leerse en textos previos al libro que aquí nos convoca (Sobre árboles y madres), y que, junto a éste, brindan un análisis de la comida que puede dialogar, con imprescindible precisiones, con la tradición antropófagica, particularmente una vez que se asume el carácter antropófago de toda cultura.

Ya en los primeros textos que escribe tras su necesario silencio posterior al Golpe de Estado, Marchant se vale del psicoanálisis de Abraham y Torok para decir que madres son los senos, cuerpos, alimentos, sexos, cosas o, especialmente, y guardemos este último alcance por un breve momento, las ideas[52]. Los objetos de la filosofía, entonces, son parte de la imposible búsqueda de una boca que se ha vaciado. Por ello, también para Marchant el acto de comer trasciende una mera función fisiológica. En el marco de su invocación a la crítica a la distinción entre facultades superiores e inferiores, espirituales y materiales[53] -parte de la deconstrucción de lo que, con su singular lucidez, Marchant llama el faloojocentrismo[54]-, su análisis del comer revela el material espíritu de la búsqueda inmaterial de la madre.

Para Marchant, comer resulta otra manifestación del deseo, una y otra vez fallido, de agarrarse a la madre. Antes que el objeto de la comida, apunta en la posterior polémica con Guzmán, es el acto del comer, con uno u otro revestimiento melancólico, el que lo revela. Más aún si el desarraigo que constituye al sujeto se redobla en el exilio político, el que expone que el vacío bucal se agencia con objetos y pérdidas colectivas, irreductibles a cualquier psicología del yo o cualquier política de la ciudadanía:

El sabor y el contenido del couscous argelino es completamente diferente, como es obvio, del sabor y contenido de las empanadas. Sin embargo, el deseo y la necesidad de un argelino que vive en París por comer un couscous es idéntico al deseo y la necesidad que siente un chileno que vive en el extranjero, sobre todo si son exiliados[55].

En esta línea, las breves referencias al comer que aparecen en Sobre Árboles y Madres no deben ser pasadas por alto, en particular en lo que refiere a las relaciones entre Marchant y el psicoanálisis, centrado en la lectura de Torok y Abraham a través de Derrida. Es por esto que no resulta casual que Marchant retome el tópico filosófico de la mano para pensarla más allá de la utilidad técnica, incluso en lo que se refiere a la posibilidad de la mano de dar de comer a quien cree que puede comer sin deseo. A propósito de la centralidad de la mano para prolongar el deseo de aferrarse, pensado con el psicoanálisis de Hermann, Marchant interpreta el comerse las uñas como una modesta solución ante el deseo de no seguir deseando lo perdido[56]. Resulta un acto algo aporético, puesto que el sujeto que entonces come se come, comiendo lo que le permite agarrar el objeto por comer. En su intento de bloquear el deseo, encarna el acto del deseo y obstaculiza la posibilidad de alcanzar otros objetos del deseo.

Quizás al despechado no le queda otra que seguir comiendo, si es que no comiéndose, asumiendo que toda su existencia es producir la comida que jamás lo habrá de dejar satisfecho. Esto permite a Marchant explicar la desconfianza ante quienes figuran la pérdida de otro modo, por lo cual emergería el antisemitismo como odio a quien no produce alimentos[57]. Frente a ello, no piensa que el judío pueda prescindir del objeto que los otros hombres buscan y decidir su propia vida, su propia muerte. Al contrario, la lectura que brinda Marchant de Kafka -no como escritor judío, por cierto, sino justamente como escritor en la impropiedad de la identidad en la letra, en la escritura como puro venir o no venir[58]– muestra la imposibilidad de morir, propiamente, de hambre.

En medio de una lectura de Parra, Marchant se detiene en el relato kafkiano «El artista del hambre». Como es sabido, allí el checo narra la historia de un ayunador que pasa de la fama a la opacidad, para morir arguyendo que si ayunó fue porque jamás gozó con alimento alguno[59]. Alargando sus labios como si fuese a besar, escribe Kafka, el artista pide que no lo admiren, dado que su decisión de no comer no se explica por una renuncia activa. Simplemente, ha sido incapaz de desear algún objeto que pudiera interrumpir su ayuno.

Marchant describe el relato como una comedia idealista, acaso porque narra la destitución cómica de cualquier idealismo. Esto es, la arremetida de la materia frente a la decisión espiritual de creer que puede suspenderse el deseo. Y no tanto, por cierto, por un materialismo que recordase que hay que comer para después pensar, lo que quizás el ayunador logra derrotar. Antes bien, lo que se termina revelando es que pensar es otra encarnación del deseo de comer, y que el artista ya ha comido demasiado como para desear otro alimento, tal como el filósofo idealista cree que ha alcanzado el pensamiento que le permite poder no seguir pensando. El artista del hambre ya está tan lleno que no necesita la comida -a diferencia de los carniceros que suelen observarlo, de acuerdo a la narración, cuya vida pasa por el intercambio de alimentos.

Al creer que puede derrotar a la derrota y alcanzar la plenitud gracias a su capacidad de diferenciar el alimento de su verdadero deseo, el ayunador se lleva la derrota final: una muerte olvidable, como la de todos los elementos de un contingente circo que ni siquiera respeta la diferencia entre el hombre que puede no comer y una hambrienta bestia. De hecho, es reemplazado por una pantera. Es decir, quien come todo y no piensa nada, a diferencia del ayunador que, por aferrarse a la idea como sustituto del alimento que desprecia, no puede seguir aferrándose a su ideal:

El ayunador debiera, entonces, dejar de ayunar, atenerse a la nueva realidad y encontrar un modo de insertarse en ella. Pero preso de la idea de su ser, porque cree en “su” “ser”, prefiere morir, esto es, escribiendo las cosas por su nombre, así escribe Kafka, aprovecha la oportunidad de morir, de “lucirse” muriendo de una “muerte propia”. Pero, vana muerte, el ayunador muere ante la indiferencia general, gesto torpe, su muerte; y risa –esa risa de Kafka– ante la estupidez de una idea, de las ideas a las cuales, como su terror, los hombres se aferran[60].

Las hambres del arte.

La insistencia de Marchant por lo cómico en Kafka abre una lectura de la filosofía como desliz. Frente a quien viese allí la imposibilidad de la teoría, para Marchant ocurre lo inverso. La comedia del humanismo impone a la filosofía la exigencia de asumir sus límites para pensar de modo no humanista, y ahí la confrontación con la literatura deviene ineludible. Mientras el artista del hambre aspira, de manera ingenua, a dejar de aferrarse, el artista de la escritura literaria escribe la necesidad de aferrarse al siempre esquivo objeto de la literatura, en tanto inscripción del imposible objeto del deseo.

Esto es tematizado en la escueta lectura del hambre en Mistral que aparece en Sobre Árboles y Madres. En un poema en el que Mistral escribe no haber clamado de hambre a Cristo, Marchant lee una nueva acusación a las madres cuya leche no bastó[61]. Que el poeta no clame en su hambre no reduce la petición a las madres. Al contrario, expresa, en la huella de la constitutiva insatisfacción de quien ha debido dejar de mamar en la experiencia de la religión, y también en la imposible experiencia de la poesía. En la imposibilidad de llenar la boca, con uno u otro objeto o palabra, ninguna palabra plena podría surgir. De ahí la necesidad, siempre inacabada, de la escritura como palabra incierta, huidiza de cualquier determinación en la lengua, u otro lugar del cuerpo. Poeta es, por tanto, quien inscribe la cripta de quien ni da con lo buscado no deja de buscar. Por ello, frente a la lectura de Guzmán, Marchant afirma que el hambre del poeta no pide alimentos, sino fábula y poesía[62]. Tal como la del filósofo busca ideas, si recordamos la previa ubicación de las ideas como otro objeto al que se aferra quien busca la madre.

Es por esto que el deseo de autosuficiencia del filśofoo resulta ingenuo. En particular, ante la triste situación de la filosofía en Chile con la que Marchant se confronta en reiteradas ocasiones. Más cerca del carnicero que del artista del hambre, el filósofo de la institución padece la fantasía idealista de incorporar la filosofía: Cree poder reproducir a quien lee como si estuviese dentro de sí, guardarlo sin siquiera tener que procesar -que rumiar, diría Nietzsche, o el mismo Derrida[63]– lo leído. El de Torretti, para Marchant, no es el deseo antropófago del comer bárbaro para reinventar al hombre, sino el prurito humanista de pensar la institución filosófica de comer sin tener que devolver, el deseo de integrar e integrarse a la gran humanidad europea que se puede reiterar, sin pérdida, por la palabra de la gran boca del espíritu filosófico.

El deseo de Torretti, señala Marchant, es el de la digestión, el de la filosofía como una forma de digerir que logre, desde su periférica posición, comer. El desconocimiento neokantiano de la pérdida que origina el deseo de alimentación le impide notar que el deseo mimético de la idea europea pierde la chance más digna de pensar. A saber, la de pensar la incapacidad de introyectar o incorporar, la ubicación del pensamiento en Latinoamérica desde la doble pérdida de la madre que constituye, en una siempre frágil constitución, la escritura latinoamericana. Si la idea europea aspira a una madre perdida, la idea latinoamericana, ante la doble pérdida de la madre, no podría tener una relación directa con la idea que Torretti quiere devorar. Para Marchant, por esto, la filosofía ha de gestarse como un pensar en la traducción, en tanto trabajo teórico sobre una condición en la que ni el ayunar ni el comer resultan posibles, lo que requiere la infinita alimentación y devolución de la idea: «¿qué pasaría si trabajar la filosofía consistiese en otro gesto, por ejemplo, en éste, como en el caso del nombre propio, algo que tuviera que ver ante todo, con esto: con el vomitar?«.[64]

Con ello, Marchant hereda la preocupación derridiana por el vómito, frente al logocentrismo cuya consumación podría ser graficada por el ayunador de Kafka. Además, clama por una filosofía que, desde Latinoamérica, coma y vomite el saber europeo, eludiendo la torpe binariedad entre originalidad y copia que sigue recorriendo buena parte de la discusión acerca de la filosofía latinoamericana. Eludiendo cualquier consideración de lo leído como hostia o de su institución como un cuerpo que ha terminado, vomita para seguir comiendo y vomitando. Al devolver de otro modo la idea que no se ha podido incorporar, en el incesante duelo de la escritura, la filosofía, en su desazón, crea desazones.

Si la tradición antropófaga es la que no se llena porque asume la falta de plenitud que lo lleva a seguir comiendo para reinventar desde allí su identidad sin devolver, para Marchant esa hambre histórica se explica desde la falta constitutiva que, redoblada históricamente, torna aún más vano el imprescindible comer. En ese sentido, Marchant prolonga la tradición antropófaga de la incompletitud del hambre, mas desde una mirada deconstructiva donde el énfasis está en lo que no se deja tragar. Frente a cualquier manera de la apropiación, por canibalesca que resulte, para Marchant el carácter antropófago de la escritura latinoamericano no se juega en la incorporación de unos u otros saberes, sino en la siempre vomitiva exapropiación que transfigura su pérdida. Ante las insistencias identitarias de la apelación a Calibán y el deseo optimista del recuerdo caníbal, Marchant invita a la comida de otro pensamiento latinoamericano que, desde la deconstrucción del comer, resulte capaz de pensar lo que no se puede ni tener ni perder: “Como se halla vacía la casa /estemos juntos los reencontrados, /sobre esta mesa sin carne y fruta, /los dos en este silencio humano, / hasta que seamos otra vez uno /y nuestro día haya acabado[65].

[1]           Lichtenberg, Georg Cristoph, Aforismos, Fondo de Cultura Económica, México D.F., 1995, p. 199

[2]           Nietzsche, Friedrich, Ecce homo, Alianza, Madrid, 2005, p. 42

No está de más señalar, para pensar el comer y el comer de Nietzsche, que esta aprobación por el comer, cuyo desdén o incomodidad ya describiremos, puede leerse también en Spinoza. Véase, al respecto, el Escolio de la proposición XLV del Libro IV de la Ética

De Espinosa, Baruch, Ética demostrada según el orden geométrico, Barcelona, 1984

[3]           Barthes, Roland, “Por una psico-sociología de la alimentación contemporánea”, Empiria: Revista de metodología de ciencias sociales, nº 11, 2006 , págs. 205-221

[4]           Barthes, Roland, La preparación de la novela. Notas de cursos y seminarios en el Collège de France, 1978-1979 y 1979-1980, Siglo Veintiuno, Buenos Aires, 2005, p. 299

[5]           Derrida, Jacques, Otobiografías. La enseñanza de Nietzsche y la política del nombre propio, Amorrortu, Buenos Aires, 2009, p. 61 (nota al pie 2)

[6]           Foucault, Michel, Historia de la sexualidad. Volumen 2 El uso de los placeres, Siglo Veintiuno, Madrid, 2005, pp. 93-102

[7]           Platón, República 437a-439d, Gredos, Madrid, 1988, pp. 229-233

Véase también, con respecto al hambre como aporía de un sujeto que ya no se puede bastar a sí misma, Garrido, Juan Manuel, On Time, Being & Hunger. Challenging the Traditional Way of Thinking Life, Fordham University Press, Nueva York, 2012, p.81

[8]           Platón, Gorgias, 463b, Gredos, Madrid, 1987, p. 48

[9]           Platón, Fedón, 64e, Diálogos III., Gredos, Madrid, 1988, p. 40

[10]          Cragnolini, Mónica, «Biopolítica, alimentación y tanatología: Comerse al otro», Instantes y Azares: Escrituras Nietzscheanas, vol. 10, 2012, p. 182

[11]          Korsmeyer, Carolyn, El sentido del gusto. Comida, estética y filosofía, Paidós, Barcelona, 2002, pp. 27-61

Véase, también, Korthals, Michiel, «The Birth of Philosophy and the Contempt for Food», Gastronomica: The Journal of Food and Culture Vol. 8 n°3, Verano del 2008, pp. 62-69; Onfray, Michel, Le Ventre des philosophes. Critique de la raison dietétique, Grasette & Fasquelle, París, 1989; Smolinksy, Michael, Alimentation and aesthetics: The Metaphor of Taste in Early Modern Drama. Tesis entregada para acceder al título de Doctor of Philosophy degree in English, Universidad de Iowa, 2008, pp. 11-21

[12]          Aristóteles, Acerca de la sensación y lo sensible 436b 15, Gredos, Madrid, 1987, p. 185

[13]          Aristóteles, Ética Eudemia 1221b15, Gredos, Madrid, 1998, p. 441

[14]          Aristóteles, Acerca del alma 416b, Gredos, Madrid, 1978, p. 183

[15]       Le Goff, Jacques, La civilización del Occidente medieval, Paidós, Paidós, Barcelona, 1999, p. 200

[16]       Bourdieu, Pierre, La distinción: criterio y bases sociales del gusto, Taurus, Madrid, 1988, pp. 179-182

[17]          Braudel, Ferdinand, Civilización material, economía y capitalismo, siglos XV-XVIII. Tomo I. Las estructuras de lo cotidiano: Lo posible y lo imposible, Alianza, Madrid, 1984, pp. 164-171

[18]          Elias, Norbert, El proceso de civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas, Fondo de Cultura Económica, México D.F., 1987, pp. 161-175

[19]          Goody, Jacques, Cocina, cuisine y clase. Estudio de sociología comparada, Gedisa, Barcelona, 1995, pp. 180-184

[20]          Simmel, Georg, “Sociología de la comida”, El individuo y la libertad. Ensayos de crítica de la cultura, Barcelona, Península, 1986, pp. 265-269

[21]          Kant, Immanuel, Crítica de la Facultad de Juzgar, Monte Ávila, Caracas, 1991, p. 196

[22]          Kant, Immanuel, Antropología en sentido pragmático, Alianza, Madrid, 1991, p. 56

[23]          Hegel, G.W.F., Lecciones de estética. Volumen I, Península, Barcelona, 1989, p. 35

[24]          Hegel, G.W.F., Enciclopedia de las ciencias filosóficas, Alianza, Madrid, 2005, p. 114

[25]          Hegel, G.W.F., Lecciones sobre la filosofía de la religión. 3. La religión consumada, Alianza, Madrid, 1985, p. 87

[26]          Lévinas, Emmanuel, Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad, Sígueme, Salamanca, 2002, p. 153; cfr. Goldstein, David, «Emmanuel Levinas and the Ontology of Eating», en Gastronomica: The Journal of Food and Culture. Vol. 10 n°2, 2010, pp. 34-44

[27]          Nancy, Jean-Luc, Corpus, Arena, 2003, p. 24

[28]          Nancy, Jean-Luc, 58 indicios sobre el cuerpo: extensión del alma, La Cebra, Buenos Aires, 2007, p. 21

[29]          Derrida, Jacques, El tocar, Jean-Luc Nancy, Amorrortu, Buenos Aires, 2011, p. 62

[30]          Freud, Sigmund, «Esquema del psicoanálisis», Obras Completas. Tomo XXI, Amorrortu, 1992, p. 188

En esta dirección la crítica de Bloch (El principio esperanza, Madrid, Trotta, 2004, p. 143) a la desconsideración del psicoanálisis por el hambre, la que Bloch explica por el carácter burgués de su saber, es tan interesante como limitada, puesto que el deseo por comer, en la perspectiva psicoanalítica, no puede explicarse de modo exclusivamente fisiológico. Antes que pensar en una primera saciedad material que solo los miembros de la clase dominante sobrepasan para llegar al hambre psicoanalítica, habría que aprender a pensar las modulaciones de clase de un deseo que, por así decirlo, excede materialmente lo material.

En ese sentido, para dar una lectura de la siempre heterogénea y necesaria tríada entre Marx, Nietzsche y Freud, habría sido importante una vuelta más larga por el trabajo del primero que pudiese mostrar la central posición del hambre en la concepción materialista del hombre, y también imaginar otra relación alimentaria en el marco del compartir comunista, yendo, con ello, hacia otros desarrollos del marxismo. Habrá de bastarnos con recordar aquí la lúcida y temprana consideración marxiana del desarrollo histórico de los sentidos, en la cual la dialéctica del hambre no apunta solo a la necesidad inmediata del comer, sino también a la opción de pensar otra sensibilidad a partir de la constitutiva dimensión alimentaria del hombre:

            “no sólo los cinco sentidos, sino también los llamados sentidos espirituales, los sentidos prácticos (voluntad, amor, etc.), en una palabra, el sentido humano, la humanidad de los sentidos, se constituyen únicamente mediante la existencia de su objeto, mediante la naturaleza humanizada. La formación de los cinco sentidos es un trabajo de toda la historia universal hasta nuestros días. El sentido que es presa de la grosera necesidad práctica tiene sólo un sentido limitado. Para el hombre que muere de hambre no existe la forma humana de la comida, sino únicamente su existencia abstracta de comida; ésta bien podría presentarse en su forma más grosera, y sería imposible decir entonces en qué se distingue esta actividad para alimentarse de la actividad animal para alimentarse. El hombre necesitado, cargado de preocupaciones, no tiene sentido para el más bello espectáculo

Marx, Karl, Manuscritos de Economía y Filosofía, Alianza, Madrid, 2003, p. 146

[31]          Freud, Sigmund, «Sobre la sexualidad femenina», en Obras Completas. Tomo XXI, Amorrortu, 1992, p. 236

[32]          Freud, Sigmund, “Tres ensayos sobre teoría sexual”, en Obras Completas. Tomo VII, Amorrortu, Buenos Aires, 1992, p. 165

[33]          Abraham, Nicolas & Torok, María, «Mourning or Melancholia: Introjection versus Incorporation», en The Shell and the Kernel. Renewals of Psychoanalysis, The University of Chicago Press, Chicago, 1994, p. 127

[34]          Derrida, Jacques, «Foreword: Fors: The Anglish Words of Nicolas Abraham and Maria Torok». En Nicolas Abraham & Maria Torok, The Wolf’s Man’s Magic Word: A Criptonimy, University of Minnesota Press, Minsesota, 2005, p. xvii

[35]          Derrida, Jacques «»Hay que comer» o el cálculo del sujeto». Entrevista Con Jean-Luc Nancy, texto disponible en www.jacquesderrida.com.ar

[36]          Lamentablemente, no han sido publicados los Seminarios realizados por Derrida acerca de estos temas a fines de los años ochenta. En un largo artículo en el que, de modo comprensiblemente disperso, se han señalado algunas de las lecturas e ideas allí brindadas, un asistente a alguna de sus sesiones recuerda que, para Derrida, todo lo que se puede comer es otro. Considerando las ideas del autor sobre la alteridad, resulta de interés tal idea, puesto que no solo pone en jaque la ausencia de heteroafección de la mirada aristotélica, sino que instala la pregunta por la posible dignidad de lo comido, trasladando la pregunta del buen comer del plano del gusto al de la ética, de un aprender a comer de harto mayor interés que el de los modales.

Farrell Kreel, David, «All you can eat: Derrida’s course Rhétorique du cannibalisme» (1990-1991)», Research in phenomenology n°36, 2006, p. 136

[37]          Oyarzún, Pablo, “Extraña sensación, Kant sobre el asco”, en Methodus n°3, 2008, p. 20

[38]          Derrida, Jacques, Derrida, «Economimesis». Texto disponible en http://www.jacquesderrida.com.ar/textos/economimesis.pdf

[39]          Birnbaum, Daniel & Olsson, Anders, » An Interview with Jacques Derrida on the Limits of Digestion «, disponible en http://www.e-flux.com/journal/an-interview-with-jacques-derrida-on-the-limits-of-digestion/

[40]          Derrida, Jacques, Clamor, Oficina de Artes, Madrid, p. 133

Véase, también, en esa línea Clark, David, «Hegel, eating: Schelling and the Carnivorous Virility of Philosophy», en Timothy Morton (Editor), Cultures of taste / Theories of appetite: Eating romanticism, Palgrave Macmillan, Nueva York, 2004, 115-139; Hamacher, Werner, Pleroma. Reading in Hegel, Stanford University Press, Stanford, 1998, pp. 100-119; Malabou, Catherine, El porvenir de Hegel. Plasticidad, temporalidad, distancia, Santiago, 2013, p. 181

[41]          Derrida, Jacques «»Hay que comer» o el cálculo del sujeto». Entrevista Con Jean-Luc Nancy, disponible en www.jacquesderrida.com.ar; & Roudinesco, Elizabeth, Y mañana qué…, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2009, p. 78-79

[42]          Llored, Patrick, “Comment no pas manger l’autre”, en Rue Descartes n°82, 2014, p. 82

[43]          Voltaire, «Antropófagos», Diccionario Filosófico, Edición de www.librodot.com, p. 109

Es destacable al respecto, para pensar en las tensas relaciones de la posterior antropología con la Ilustración u la antropofagia, que Lévi-Strauss vincule al canibalismo con lo hervido, es decir, con el elemento del triángulo alimentario vinculado a la cultura. Con ello, se distancia de inmediato de cualquier lectura como la de Voltaire. Sin dejar de inscribir una posición problemática ante la colonización, como bien remarca Derrida, lejos está de una posición como la recién citada.

“El triángulo culinario”, VVAA, Lévi Strauss: Estructuralismo y dialéctica, Paidós, Buenos Aires, 1968, p. 44

[44]          de Andrade, Oswald, «Manifesto antropófago», Periferia vol. 3 n°1, 2011,

[45]          De Campos, Haroldo, «De la razón antropofágica. Diálogo y diferencia en la cultura brasileña», en De la razón antropofágica y otros ensayos Siglo Veintiuno, Madrid, 2000, p.4

[46]          Viveiros de Castro, Eduardo, «O perspectivismo é a retomada da antropofagia oswaldiana em novos termos» (Entrevista con Luísa Elvira Belaunde), Encontros, Beco do Azougue Editorial, Río de Janeiro, 2007, p. 118

[47]          Santiago, Silviano, «Apesar de dependente, universal», en Vale quanto pesa, Paz e Terra, Río de Janeiro, 1980

[48]          Puesto que existe algo de bibliografía acerca de Marchant, nos ha parecido más interesante priorizar la cuestión del comer en su obra, a partir de su inserción en cierta lectura deconstructiva de la cuestión, antes que reiterar los tópicos centrales de su obra. En ese sentido, si cuantitativamente es breve el espacio brindado a Marchant en este texto, esto no se debe a falta de interés en su obra sino porque, al contrario, es necesario avanzar hacia una lectura menos genérica de ella, lo que requiere de la atención a algunos de sus tropos, como el aquí estudiado.

[49]          Para ello, evidentemente, no solo habría que precisar las diferencias en los procesos de colonización y modernización en Brasil, sino también analizar lo escrito sobre la comida por parte de pensadores latinoamericanos, en el marco de su tardía llegada al banquete de la civilización europea, de acuerdo a la conocida figura de Alfonso Reyes (“Notas sobre la inteligencia americana”, en Última Tule y otros ensayos, Ayacucho, Caracas, 1991, p. 230). Un texto de gran interés, en esa dirección, es la breve crónica escrita por Rubén Darío, en la cual contrapone al atribulado y enjuto Quijote al feliz y grueso Sancho. A la inversa de Aristóteles, para el nicaraguense, quien no sabe vivir es el delgado, como si la plenitud del alma no fuese sino el correlato de un cuerpo lleno: «Yo he de decir el elogio de los gordos, porque ellos no dan entrada a la mal aconsejadora melancolía. Casi siempre están de buen ánimo y saben el precio de la vida. Ríen de verdad, con risa franca y sabrosa. Gozan de buen apetito y digieren en la paz de su completa satisfacción. Los favorece el sentido común, la tranquilidad y la feliz armonía con los demás hombres. Raro, rarísimo será el gordo suicida«

Rubén Darío, «Elogio de los gordos», en Retratos y figuras, Ayacucho, Caracas, 1993, p. 156

[50]          De modo sugerente, Cristóbal Durán presenta en un reciente libro la posición de Marchant ante algunos momentos del debate sobre la identidad latinoamericana que recorre el siglo XX, y la deconstrucción que realiza por Marchant de los supuestos de la identidad que organizan el discurso latinoamericanista. La confrontación con la tradición antropofágica es un trabajo que el libro no recorre, pero es una alternativa que bien puede valerse de lo que sí revisa. Durán, Cristóbal, Amor de la música. Patricio Marchant, Pólvora, Santiago, 2016, pp. 31-35

[51]          Villalobos-Ruminott, Sergio, «Catástrofe y repetición: sobre Patricio Marchant», en Valderrama, Miguel (Editor), Patricio Marchant. Prestados nombres, Palinodia-La Cebra, Buenos Aires, 2012, p. 212

[52]          «La cópula centenaria o la verdadera ejecución de la sinfonía de amor absoluto», EyT, p. 22; La misma idea se repite en «Casa hay una sola o las amargas reflexiones de un guardavallas vencido», EyT, p. 39

[53]          «Cuestiones de difuntos. Sobre la teoría de la escritura. Sobre la poesía de Nicanor Parra», EyT. p. 245

[54]          Marchant, Patricio, «Video arte y autobiografía», en Teoría del arte n°22, 2012, p. 143

[55]          «Jorge Guzmán: «Filósofo», «psicoanalista», «detective», EyT, p. 147

[56]          SAM, p. 48

[57]          SAM, p. 54

[58]          «La novena sinfonía de Gustav Mahler», EyT, p. 62

[59]          Kafka, Frantz, «El artista del hambre», La metamorfosis y otros cuentos, Lea, Buenos Aires, 2014

[60]          SAM, pp. 328-329

[61]          SAM, p. 203

[62]          SAM, p. 90

[63]          Rodríguez, Federico, Cantos cabríos. Jacques Derrida, un bestiario filosófico, Fondo de Cultura Económica, Santiago, 2015, p. 384

[64]          SAM, p. 119

[65]          Mistral, Gabriela, «Pan», en Tala, Pehuén, Santiago, 2005, pp. 54-55

Primera publicación, 20 de diciembre 2016 – Especial Patricio Marchant

Segunda publicación, 24 de marzo 2018 – Especial Comer, Hablar, Besar

Sociólogo y licenciado en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica de Chile. Magíster en Estudios Latinoamericanos, Universidad de Chile. Actualmente prepara una compilación de los textos sobre el teatro de Camilo Henríquez, y cursa un Doctorado en Estudios Hispanoamericanos en la Universidad París 8. Entre sus publicaciones destacan las coediciones de los libros El poder de la cultura. Espacios y discursos en América Latina (Universidad de Chile, 2014) y Contrabandos. Escrituras y políticas de la frontera entre Bolivia y Chile (Communes, 2016) y la autoría del libro Los bordes de la letra. Ensayos de teoría literaria latinoamericana en clave cosmopolita (Almenara, 2017)

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