09 de noviembre 2010

La muerte juega a ganador

Con aires del mundo de la hípica es la última entrega de Ramón Díaz Eterovic, donde el detective Heredia debe meterse en las patas de los caballos para aclarar un crímen que involucra, a alguien muy cercano a su amigo, el quiosquero, Anselmo. Otra vez nos veremos siguiendo sus pasos hacia los límites de una ciudad que en sus extramuros esconde la inmundicia, cual mugre bajo la alfombra, para mostrarnos ya no su cara radiante, bajo las luces del espectáculo, el progreso desaforado de las inmobiliarias, los megamercados o el dinero plástico. Sino para advertirnos que lo que vemos no podrá sobrevivirnos, pues como la justicia la vida es una ilusión, y es necesario preservar sino la moral, al menos esa porción de ética que mezcla escepticismo y ternura, aquello que el personaje delineado por Díaz Eterovic ha practicado con una tenacidad que difumina los días que dieron vida literaria a Heredia, a secas, allá por 1985.

A continuación damos la partida a esta novela 13 de la saga, entregándoles los 3 primeros capítulos. En buen libro, dicen, que si en las primeras páginas nos engancha, es imposible abandonar su lectura. En Carcaj, creemos ésta no será la excepción. Partieron.

* * *

LA MUERTE JUEGA A GANADOR

1

El sol desplegaba sus rayos sobre el arco iris de las tribunas y en éstas latía el cotorreo incesante de los apostadores que comentaban los méritos y las posibilidades de ganar de sus caballos favoritos. Pesos físicos, últimas presentaciones, jinetes, aprontes, datos o la vulgar tincada que anulaba todas las incertidumbres cuando se llegaba frente a la boletería de las apuestas. Las numerosas pantallas ubicadas en las tribunas mostraban los dividendos a pagar por los competidores y las sucesivas tomas seguían de cerca los movimientos de los caballos; la salida de los corrales, el paseo por la troya y la nerviosa espera de los jinetes dispuestos a jugarse enteros tras la efímera gloria de la meta. La tecnología imponía su tranco victorioso en cada rincón del hipódromo y cada vez menos aficionados recordaban la época en que los boletos de apuestas eran unos cartoncitos de diferentes colores que los niños se dedicaban a coleccionar mientras sus padres apostaban, o cuando era obligatorio caminar desde las tribunas a la troya para observar el estado de los caballos o a sus jinetes con la esperanza de que éstos hicieran alguna seña para indicar que darían pelea o si iban a la pista solo por cumplir. Hasta los nombres y las posibilidades de las apuestas habían cambiado. Al juego a ganador o placé se sumaban las quinielas simples y exactas, las triples y quíntuples que complicaban la existencia de los aficionados más tradicionales.

Era un sábado desocupado y cansino, y a falta de otra entretención que me permitiera rellenar las horas y suplir la falta de clientes en mi oficina, seguí los pasos de mi amigo Anselmo, quien después de bajar las cortinas metálicas de su quiosco y beber una cerveza en el Touring, me invitó a compartir una tarde junto a la pista del Hipódromo Chile, donde él había competido exitosamente hasta que la fatalidad se cruzó en su camino y lo dejó medio cojo de una pierna y de sus ilusiones, que desde entonces tropezaban con demasiada frecuencia en el corto camino que separa las alegrías de las penas. Era también el fin de un mes agitado en el que había resuelto el robo de una pintura y ubicado el paradero de un vendedor viajero del que su familia no tenía noticias desde hacía más de seis meses. El cuadro había sido hurtado por uno de los guardias de seguridad de la galería de arte donde se exhibía y el vendedor asesinado por un cliente que no deseaba pagar las cuotas que debía por la compra de unos muebles. Resolver ambos casos no me demandó otro esfuerzo que el de hacer algunas preguntas y confiar en la casualidad, que la mayoría de las veces terminaba por unir los extremos de la cuerda. No había misterio en la violencia que deambulaba por la ciudad. Asaltos callejeros, robos a bancos y tiendas comerciales, maridos o convivientes que asesinaban a sus mujeres, padres que abusaban de sus hijos, muertos en riñas callejeras o entre partidarios de sectas o grupúsculos, y otros hechos de los que se alimentaban los diarios con el apetito voraz de los buitres.

–Desconfío de los datos –dije a mi amigo, que observaba el paso de los caballos hacia el partidor, acodado sobre la reja que limitaba el acceso a la pista. El sol pegaba sobre su calva reluciente y bajo el exceso de luz, Anselmo mostraba las huellas que el paso del tiempo iba dejando en su cuerpo. Había enflaquecido en los últimos meses y en su rostro se imponían las arrugas y la tristeza acuosa que cubría sus ojos oscuros y pequeños. Me preocupaba su aspecto, pero no quería pensar mucho en ello, temiendo que fuera el primer síntoma de un desenlace que estaba fuera de cálculo, incluso de aquellos más pesimistas que me asaltaban algunas noches, cuando el insomnio se acostaba a mi lado y me daba por pensar que la vida debería ser un libro susceptible de cerrarse por unas horas, para luego reabrirlo en sus páginas más felices o en el momento exacto en que la heroína confiesa su amor por el galán que la corteja desde el primer capítulo.

–Déjese de tonterías y apróntese para cobrar –retrucó Anselmo–. Horus está en inmejorables condiciones y lo monta Romerito. El muchacho está para grandes triunfos. Se lo digo yo, que le he enseñado todo lo que un jockey debe saber. Es la primera oportunidad que tiene de ganar un clásico de primer nivel y dudo que la desaproveche.

–No todos los apostadores parecen tenerle tanta fe –dije, observando los dividendos en una pantalla–. Si gana, pagará ocho veces a ganador, un dividendo bastante interesante.

–Lo que pague da igual, la gente que no es hípica y que ha venido por la curiosidad del clásico se deja llevar por los pronósticos de los diarios o por los nombres de los jinetes más conocidos. Y usted sabe que para el hípico de verdad esas cosas no importan. Lo que está en juego es demostrar que uno sabe de carreras y que es capaz de escoger al caballo que llega primero. Me dará mucha alegría ver ganar a Romerito. Un triunfo clásico queda para siempre en la memoria de cualquier jinete y para él será la antesala de otras satisfacciones.

–Jugaré unos pesos al caballo que me gusta. Nunca se debe desechar una corazonada.

–¿Comiquero? No le veo opción. Tiene demasiada buena pinta y es sabido que caballo bonito no gana.

–¿De dónde sacaste eso? A ti no más se te ocurren esas ideas.

–Sabiduría de hípico viejo. Hágame caso y no malgaste sus monedas apostando a ese caballo –dijo Anselmo mientras caminaba hacia las boleterías.

Seguí sus pasos y lo vi apostar diez mil pesos a Horus.

El clásico tuvo la emoción esperada. Horus, al contrario de lo que auguraban los entendidos, no salió a puntear la carrera. Su salida del partidor fue deficiente y durante los primeros quinientos metros se mantuvo en el último lugar, arreando el lote. Comiquero se apoderó del primer lugar y forzó a sus rivales a un veloz tren de carrera. Horus salió de su modorra al entrar en tierra derecha, comenzó a ganar posiciones y a cien metros de la meta impuso una arremetida que le permitió aventajar por una nariz a Comiquero. Los demás competidores se resignaron a disputar el tercer lugar y volvieron a sus corrales, frente a la indiferencia del público, que aplaudía con entusiasmo a Horus y su jinete. Miré los boletos que había jugado a Comiquero y sin un asomo de tristeza los arrojé al suelo, junto a unas colillas y los restos de un maltrecho programa de carreras. A porfiado no te gana nadie, me dije antes de encender un cigarrillo y ponerme a caminar tras los pasos de Anselmo que sin dejar de gritar el nombre de Romerito, se dirigía a la troya para observar el regreso triunfal de Horus y su jinete.

–Conozco a Romerito desde que nació –dijo Anselmo unas horas más tarde, mientras bebíamos una botella de vino en un bar próximo a la plaza de Armas–. Y al igual que él, yo crecí entre las patas de los caballos.

–No es por nada, pero perdí la cuenta de las veces que me has contado tu historia y la de Romerito.

–Mi padre trabajaba de cuidador en un corral y vivíamos en tres piezas ubicadas cerca de las pesebreras –agregó Anselmo, sin inmutarse por la impertinencia de mi comentario–. Antes de aprender a caminar supe lo que era estar arriba de un caballo. Después mi estatura me ayudó. Nunca pasé del metro sesenta y en mi mejor época no pesaba más de cuarenta y ocho kilos. No necesitaba trotar todas las mañanas ni dejar el pellejo en los baños turcos para conservar el peso. Un compadre de mi padre era jinete y me enseñó los fundamentos del oficio. Cómo conocer a los animales y dosificar sus fuerzas, cómo usar el látigo en el momento preciso y buscar pasada en medio del pelotón que entra a la tierra derecha. Me enseñó bien y además yo tenía alma de jockey. Debuté como aprendiz y luego, en la segunda salida a la pista, gané mi primera carrera. Príncipe Valiente se llamaba el tordillo que conduje en esa ocasión. Nadie le daba mucha opción y por eso pagó cincuenta veces lo apostado. La galería casi se fue al suelo con el griterío de los apostadores que reclamaban. Pero no existía motivo para alegar, porque apenas salí del partidor me despegué del lote y no solté la punta hasta llegar a la meta. Al cabo de dos años obtuve mi patente de jinete profesional y de ahí en adelante siempre estuve entre los jinetes que encabezaban las estadísticas de carreras ganadas. Me buscaban para ofrecerme los mejores caballos y comencé a correr en los clásicos. Todo iba viento en popa, hasta que llegó esa desgraciada carrera que muchas veces usted me ha dicho que vio desde el borde de la pista.

–Carrera que jamás olvidaré. Confiaba a ojos cerrados en tu victoria y aposté una buena suma a las patas del caballo que montabas.

–Una lluvia inesperada, pista barrosa, un pelotón apretado en la recta final y dos caballos que me cortaron el tren de carrera. Traté de frenar y el caballo no respondió. Chocó contra los ejemplares que le cerraban el paso y terminamos los dos tendidos en la arena, fracturados. Durante mucho tiempo pensé que la bestia había tenido mejor fortuna que yo. La sacrificaron en la misma pista y a mí me llenaron la pierna de pernos y me dijeron que nunca más podría volver a correr. Cuando me dieron de alta parecía un alma en pena y lo único que deseaba era borrarme del paisaje. Después, y dado que soy un optimista incurable, me hice a la idea y acepté mi suerte. Saqué mis ahorros del banco e instalé el quiosco. Y aquí me tiene, sin darme cuenta han transcurrido los años y la vida.

–Gracias al quiosco nos conocimos.

–Las desgracias siempre llegan de a dos.

–No embromes, Anselmo. Sumando y restando, nuestra amistad arroja un buen dividendo. ¿O me equivoco?

–Le debo la vida, don. Me salvó de los atorrantes que asaltaban mi quiosco.

–Y tú me has librado de varias pellejerías en épocas de vacas flacas.

–El triunfo de Romerito nos puso nostálgicos. Imagino lo contenta que debe estar su madre y toda su familia. A esta hora ya deben haber tirado alguna carne a la parrilla para celebrar. Si no estuviera tan a gusto con usted, seguro que me dejaba caer en el festejo.

–¿Pedimos algo de comer?

–Lo que usted disponga, don.

–¿No te pareció algo complicada la carrera de Horus? –le pregunté a Anselmo más tarde, una vez que terminamos de comer los chacareros que pedimos al mozo que nos atendía.

–¿Complicada? ¿En qué sentido?

–Hasta la mitad de la carrera tenía pocas opciones de ganar.

Horus es un caballo que corre de atropellada. Le cuesta entrar en ritmo y es lento en las partidas, pero cuando lo hace es imparable, como todo caballo que nace para correr largas distancias.

–Aun así, insisto en que me pareció una carrera extraña. Romero no venía cómodo y tuve la impresión de que contenía el tranco de Horus.

–Romerito sabía que bastaba indicarle el camino para que se pusiera a volar. Y no olvide que los preparadores planifican cada carrera para dosificar las fuerzas de los caballos. No se trata de correr a tontas y a locas.

–Además, después de ganar, si no es porque alguien le pegó unos gritos ni siquiera se detiene a tomarse la foto junto a los dueños. Es la primera vez que veo a un ganador que no desea retratarse en su instante de gloria.

–Probablemente estaba nervioso –dijo Anselmo, sin dar mayor importancia al asunto–. Mañana iré a saludar a Romerito a su casa. Ahora, y si no le incomoda, quiero ir a descansar. Últimamente noto que el cuerpo me pide más horas de sueño.

–¿Vas a dejar la botella a medio camino?

–No creo que eso sea un problema para usted. Se la toma o le dice al mozo que la tape porque se la lleva a su gato.

–Simenon no bebe alcohol, pero a veces lengüetea los conchos que dejo en mis vasos.

–Es lo que pasa cuando las criaturas tienen malos ejemplos.

–Un año nuevo puse algunas gotas de licor en su platillo. Estábamos solos, esperando que llegara el minuto de los abrazos y los fuegos artifi ciales.

2

Anselmo hizo un gesto de cansancio, depositó tres billetes sobre la mesa y se encaminó hacia la salida del bar. Lo observé hasta que llegó a la puerta y luego concentré mi atención en los murmullos del vino. Pero no los escuché por mucho rato. La ausencia de Anselmo me hizo mirar la botella con desgano y recordar que el vino estaba concebido para la amistad. Encendí un cigarrillo y contemplé a la clientela que a esa hora llegaba a una media docena de personas que bebían sin aparente entusiasmo. Noté que todos los parroquianos estaban solos y por un momento pensé en una antesala del infierno, en la que cada uno de ellos estaba obligado a evaluar sus acciones antes de ser juzgado por Satán. Uno de los clientes era un hombre gordo. Usaba anteojos de marcos negros y sin embargo, para leer el programa de carreras que sostenía en sus manos, lo apegaba a los cristales y movía la cabeza, de izquierda a derecha, como siguiendo el paso de una cucaracha. También me llamó la atención una mujer que sobre la mesa tenía a su alcance una diminuta copa de menta. Debía tener más de cuarenta años y algo en su rostro, en las huellas de sus ojeras, hacía intuir que no habían sido años fáciles. Miraba al vacío, pensativa, y de tanto en tanto humedecía sus labios con el licor.

Cansado de mis observaciones, apachurré el cigarrillo en el cenicero de plástico que estaba junto a la botella y salí del bar dispuesto a seguir el ejemplo de Anselmo.

Era una noche cálida y tranquila. Flotaba en el aire un aroma dulzón que me hizo pensar en la proximidad de una panadería en la que debían estar preparando los queques o pastelillos que por la mañana adornarían sus vitrinas. Se vivían las últimas semanas del año y los días parecían transcurrir con demasiada prisa. En la calle no andaba mucha gente y el centro de la ciudad comenzaba a adquirir su aspecto abandonado de cada noche. Caminé por uno de los costados de la Plaza de Armas y pasé por la calle Catedral observando a los peruanos que se reunían a intercambiar sus penurias de emigrantes o a conocer los antecedentes de alguna chamba. Al llegar a la calle Bandera, observé el antiguo edificio del Congreso Nacional y seguí en dirección a la Estación Mapocho. Las tiendas de ropa usada habían bajado sus cortinas metálicas y solo se mantenían despiertas las luces que emergían de los bares y cabarés. Pensé que ese paisaje sería trastrocado en un tiempo no muy lejano. Los arquitectos y las disposiciones municipales harían su trabajo y el barrio terminaría como un vago recuerdo en algunas fotos y en la memoria de los vecinos más nostálgicos. La racionalidad económica imponía sus reglas sin importarle que por su culpa moría un pedazo del corazón cálido de Santiago. Un día recibiría una carta anunciando la demolición de mi edificio y tendría que buscar otro sitio para el reposo de mis huesos. Más tarde alguien borraría mis huellas y tal vez, entre los escombros de la demolición, un obrero encontraría una placa de acrílico con la leyenda: HEREDIA, INVESTIGACIONES LEGALES. Mi habitual anonimato se convertiría en olvido, salvo para los lectores de las novelas que había publicado el Escriba y en las cuales mi nombre estaba unido a las pesquisas que solía contarle en nuestros encuentros. Pero mientras eso no ocurriera, seguiría fiel al paisaje del barrio y al oficio de preguntón que me había tocado ejercer en una época de sombras e injusticias que se proyectaban más allá de lo deseado.

Después de entrar en mi departamento, abrí una de las cervezas que mantenía en el refrigerador y me senté frente al escritorio metálico que daba aspecto de oficina pública a la habitación. Simenon se acomodó sobre la cubierta del escritorio y me observó desde la profundidad de sus ojos azules. Su cuerpo había adquirido peso en los últimos meses y cada día eran más esporádicos sus paseos por los tejados del vecindario. Estaba viejo y contra eso no era mucho lo que podía hacer, salvo acunarlo entre mis brazos y escuchar pacientemente sus rezongos.

–¿Vino alguien? –le pregunté después de probar la cerveza.

–Olvidas que hace dos días pegaste en la puerta un papel que dice: Cerrado por vacaciones.

–Tienes razón –respondí–. La fuerza de la costumbre me hace pensar en nuevos casos.

–Eso pasa porque no has aprendido a decir no. Otro gallo cantaría si yo atendiera a los clientes. De partida les cobraría por escuchar los novelones que suelen contar apenas entran a la oficina, como si no tuviéramos otros asuntos que resolver. Hay tres tipos de lateros que son insoportables: los que siempre tienen un problema más grave que los demás; los padres que hablan interminablemente de las supuestas gracias de sus hijos; y los que insisten en dar a conocer que han viajado al extranjero, aunque no hayan ido más lejos que a Mendoza.

–¿Desde cuándo te interesa el valor del tiempo?

–Desde que voy al veterinario y veo que el tipo no me toca un pelo antes de cobrar la consulta. Solo cuando tiene los billetes en los bolsillos empieza con sus molestas revisiones. Me palpa la panza, abre mis fauces, hurguetea bajo mi cola y en mis orejas. Algún día deberías ponerte en mi lugar.

–¿Terminaste con las quejas?

–Recuerdo mis experiencias para cuando te toque el turno de caer en manos de un matasanos –respondió Simenon y luego de recostarse sobre el escritorio, agregó–: Tengo sueño. El teléfono sonó toda la tarde y no me dejó dormir. Tal vez era Griseta u otra de tus amigas.

–Si tuvieras una gata que te quisiera no pasarías tanto tiempo solo.

–Una gata vieja regañándome a cada rato, preocupada de mi alimentación y de saber a dónde voy. No, gracias. A duras penas me soporto a mí mismo.

–Por fin hablas con cordura, gato gruñón.

Me puse de pie y fui al dormitorio. Sin ánimo para desvestirme, me recosté sobre la cama y abrí un libro de aforismos de Eise Osman que había comprado en una de mis andanzas por las librerías de la calle San Diego. La vida es como el agua, cuando más cierro los puños para aprehenderla, más rápido se escurre de entre mis dedos. No estaba mal, pero luego de una segunda lectura percibí un tufillo a moraleja conocida que me hizo cerrar el libro y devolverlo a su lugar sobre el velador. Cerré los ojos y me dejé envolver por los ruidos que llegaban desde la calle. Voces, tal vez un llanto entrecortado, el rugido de un auto a gran velocidad. La sinfonía de siempre que se iba apagando a medida que avanzaba la noche. Estaba cansado, pero no conseguía dormir. Las imágenes de las horas vividas en el hipódromo giraban en mi mente y me preguntaba si mi destino era ser uno de los viejos ociosos y carcomidos que deambulan por las sucursales hípicas, alimentando sus sueños con apuestas que las más de las veces van a dar a la basura. Había pasado “los cuarenta y diez” que mencionaba Joaquín Sabina en una de sus canciones y estaba en una edad en la que no podía desandar mis caminos ni esperar grandes cambios en mi existencia. Lo demás eran las jugarretas de la vida que cada mañana llegaban a golpear a mi puerta o me esperaban agazapadas a la vuelta de la esquina.

3

Desperté sobresaltado por un ruido del que no logré identificar su procedencia. Sentí el sol sobre mis mejillas y me senté en la cama cuando escuché unos pasos en la oficina. Simenon llegó a mi lado y concentró su atención en la puerta entreabierta del dormitorio. Los pasos se aproximaron, oí mi nombre y vi aparecer a Anselmo. Su rostro lucía demacrado y caminaba con desgano, arrastrando los pies, como si cargara un pesado costal sobre sus hombros.

–Disculpe si lo desperté, don –dijo.

Su voz sonó débil, temblorosa.

–¿Pasa algo malo? –le pregunté intuyendo que su aparición no estaba motivada exclusivamente por el deseo de conversar.

–Ocurrió una desgracia –agregó el suplementero.

Lo vi trastabillar y buscar un punto de apoyo en la pared más próxima.

Me acerqué a su lado y lo conduje de nuevo a la oficina. Anselmo ocupó una silla junto a mi escritorio y por un instante cubrió su rostro con sus manos. Nunca, en los años que nos conocíamos, lo había visto tan abatido y frágil.

–¿Qué pasa? –insistí–. ¿Quieres un café? ¿Un vaso de agua? ¿Un trago?

–Quiero que me escuche, don.

–Qué puede ser tan grave para que vengas a primera hora del día y con tan mala cara. –¡Romerito! –¿Qué pasa con él? –¿Recuerda que le dije que iría a visitarlo? Fui esta mañana a

su casa y me encontré con una tragedia. Romerito está muerto y la policía dice que se suicidó. Después del clásico volvió a la casa donde vivía con sus padres, descansó un par de horas y luego salió a encontrarse con unos amigos que lo habían invitado a una comida de celebración. Sin embargo, en algún momento decidió cambiar de ruta y nunca llegó al festejo. A medianoche, el hijo del capataz que trabaja en el corral donde preparan a Horus sintió ruidos extraños en las pesebreras y creyendo que podía tratarse de algún caballo nervioso o enfermo, fue a ver lo que pasaba. Encontró a Romerito colgado de una viga. Dio la alerta, llamaron a la policía y su cadáver terminó en el Servicio Médico Legal.

–¿Alguien lo vio llegar al corral?

–No que yo sepa, y la verdad es que si lo hizo, no le debió llamar la atención.

–Y supongo que nadie escuchó ruido alguno.

–Además del muchacho que lo encontró colgado, a la hora en que se supone murió no había nadie en el lugar, salvo un guardia que no vio ni escuchó nada.

–¿Dejó alguna carta explicando el motivo de su decisión?

–Ninguna que se haya encontrado hasta el momento. Nadie en su familia atina a esbozar una explicación.

–¿Por qué la policía dice que aparentemente se suicidó? ¿Hay alguna duda al respecto?

–Lo de aparentemente es un agregado mío. Me niego a aceptar que el muchacho se suicidara. Respecto a la policía, y por lo que me han dicho los familiares de Romerito, se ha limitado a realizar las pericias necesarias para confirmar la idea del suicidio.

–¿Tenía problemas con sus padres?

–Era un muchacho tranquilo y desde que comenzó a ganar dinero colaboraba con los gastos de la casa. Incluso financió una ampliación en la vivienda de su madre.

–¿Algún romance fallido?

–Hasta donde sé, no pololeaba. Pero supongo que habrá tenido sus amigas.

–Entonces, debió tener algún otro problema.

–Coincido con usted y por eso necesito su ayuda. A la madre de Romerito y a mí nos cuesta aceptar la idea del suicidio.

–¿No lo creen o no lo aceptan?

–¿Cuál es la diferencia?

–Si no creen es por alguna razón, y si no lo aceptan es por el dolor que sienten.

–No me enrede con sus palabras, don. Quiero que ella encuentre consuelo y para eso necesito descubrir lo que motivó que Romerito se suicidara. Alguien debe conocer ese motivo y usted sabe cómo y dónde hacer preguntas. Estoy dispuesto a pagar sus servicios.

–No digas tonterías. Jamás te cobraría un peso.

–¿Eso quiere decir que puedo contar con usted?

–Investigaré, pero antes deseo saber cuál es la verdadera razón por la que quieres que lo haga.

–Usted sabe que él era mi ahijado y acabo de decirle que hablé con su madre.

–No me parece que esas sean las únicas razones.

–¿No? –preguntó Anselmo, al tiempo que esquivaba mi mirada.

–Nos conocemos y me basta mirarte a la cara para saber lo que piensas.

–Usted no pierde ocasión de andar viendo bajo el agua.

–¿Cuál es la razón de fondo por la que quieres encontrar una explicación al suicidio del jinete?

–Con Marta, su madre, tuvimos un romance antes que ella se casara. Ella era una chiquilla y yo tenía edad para ser su padre. Pese a eso llegamos a hacer planes para casarnos, pero a última hora mis dudas terminaron siendo más fuertes que mi entusiasmo. Nos distanciamos y a los dos meses de la separación ella se casó con un jinete de su edad que la cortejaba desde hace algún tiempo. Después de eso continuamos tratándonos con cariño y me atrevería a decir que entre los dos siguió ardiendo el fuego.

–Sospecho que no me dices toda la verdad, Anselmo.

–¿Siempre es tan incrédulo con sus clientes?

–Procuro evitar las sorpresas.

–Siempre me llamó la atención que Marta se casara solo dos meses después de nuestra separación y cuando ella tuvo su hijo, seis o siete meses más tarde, pensé que la prisa pudo haber sido para ocultar un embarazo. Le hablé de mis sospechas en ese momento y ella se rió de mi ocurrencia. El niño creció, y muchas veces, al mirarlo, no podía dejar de pensar que teníamos un notable parecido. Tal vez por eso me esmeré en enseñarle lo que conozco sobre la actividad hípica, y por eso ahora me atrevo a solicitar su ayuda.

–Me parece que el interés por saber lo que motivó el suicidio es tuyo y no de Marta.

–Está en lo cierto, don. Marta jamás habría pensado en una investigación.

–Quieres confirmar que Romero era tu hijo, ¿o me equivoco?

–De eso ya no tengo dudas, don. Me lo dijo Marta esta mañana, después de contarme que Felipe había muerto.

(Punta Arenas, 1956). Escritor chileno, destacado en el género de la novela policial, es autor de la saga del detective Heredia, la cual consta de más de una decena de volúmenes y ha sido objeto de una adaptación televisiva, Heredia y asociados, difundida por TVN. Su obra está casi en su totalidad publicada por la editorial Lom.

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