02 de febrero 2012

Ladrones. Historia social y cultura del robo en Chile, 1870–1920.

Si bien el tramo que abarca la excelente revisión que hace el historiador y académico, Daniel Palma Alvarado, pudiera resultar lejana y hasta pintoresca, al tipificar y mostrarnos la galería de próceres fundacionales nuestra patria delictual, tiene como gran virtud el animarse a describir, por sobre todo, las circunstancias en que se instala acaso, una de las bellas artes: el robo.

Pues el libro, de entrada, intenta señalar de qué manera el “delito contra la propiedad” se ha utilizado para infundir el miedo que justifique la persecución de los delincuentes y faculte la dura represión de las clases más desposeídas, entre quienes también se ha convertido en matriz de sentido entender, de qué manera, cuando no hay qué comer, se roba por necesidad, y de esos delitos está plagada la Historia no sólo nuestra sino de la Humanidad.

Se habla de lanzas, de cogoteros, bandidos, estafadores, salteadores de caminos, bandoleros, pero no por ello la reducción del periodo evita proyectar -¿qué otra intención podría tener la revisión sino irrumpir en el presente?– al enfatizar de qué modo, la imposición de la burguesía que derivó en una explosión social e instauración de la desigualdad, en las primeras décadas del siglo XX, consiguieron implantar el capitalismo en Chile “comprendiéndose –agrega Palma en su prólogo– a la violencia social y las transgresiones como el resultado no deseado de un sistema que en sí es portador del germen de la delincuencia”. Y más adelante se cuestiona: “¿Estamos ante un fenómeno meramente coyuntural o existe acaso una suerte de cultura del robo chilensis?” Cierto o no, en Chile el robo no sólo se halla entre los marginales desempleados, sino que se practica a toda escala y los últimos años, así como crece la demanda por una mayor seguridad civil, ciudadanos de bien, pagando al tres al cuatro, son estafados, robados, usufructuados en sus pocos pesos o escuálidos ahorros, por esa otra rama que el sociólogo estadounidense, Edwin H. Sutherland, a fines de los años 40’ describió tan bien como white collar crime, algo así como ladrones de “cuello blanco” o «de corbata», diríamos nosotros.

A continuación entregamos algunos pasajes del Capítulo 2 de la Primera Parte, “Alarma en los campos: el bandidaje rural”. Una lectura de verano, altamente recomendada, en tiempos donde todo tiene un precio y el que no corre vuela.

El Valle Central: cuna de los bandidos clásicos

En el marco de la crisis económica de la década de 1870, los robos se multiplicaron en todo el Valle Central. A las partidas de bandidos que desde el período colonial nunca habían dejado de existir (como los tristemente célebres ‘pelacaras’ de los Cerrillos de Teno), se fueron sumando muchos peones agobiados por el hambre que se apoderaban de animales, principalmente bueyes, que luego faenaban para el consumo inmediato. En

los expedientes criminales y el gran número de solicitudes de indulto que se conservan y documentan la experiencia de la crisis, sobresalen los condenados por abigeato (por lo común, hurtos de uno o dos animales), que en sus súplicas dan cuenta del efecto devastador de esta coyuntura en las economías campesinas. En 1878, la miseria debida a “la mucha escasez que hubo en estas provincias en la época en que se verificó el hurto, octubre del año pasado”, fue invocada por el tribunal de Concepción como atenuante para un hombre que se había apropiado un buey y una ternera en Lebu.

En el contexto de la ruina y del hambre, el robo ocasional se convirtió en una opción para muchos labradores.

Parte importante de los llamados ‘bandidos’ eran jóvenes e inexpertos gañanes que ejecutaban sus golpes de mano bajo la modalidad del convite, sin mayores preparativos ni conocimiento entre los involucrados. Bastaba un buen dato que era socializado entre los pares en chinganas, carreras de caballos, en los suburbios de las ciudades, donde se hacían las ‘invitaciones’ a saltear o robar animales. Entre parientes, de a dos o en pequeñas cuadrillas los convocados se reunían en caminos rurales o cerros y se dispersaban tras los atracos. Su radio de acción era limitado. En 1878, en Yumbel se presentó un caso típico:

“Amador Montero confesó que en la tarde del 21 de abril en casa de Juan Pacheco se concertó con Leonardo Montero para robar a don Pedro Juan Villagrán y que cerca de la estación del Cabrero deberían juntarse con Sinforeano Montero y José Manuel Sepúlveda (alias el Chico) y que bajo las órdenes de éste fueron a la casa de Villagrán, forzaron la puerta de la casa y entraron a ésta. … después se fueron a un monte, en donde se distribuyeron de lo robado”. Acto seguido, los hombres no se volvieron a ver.

Estos robos eran por lo común de menor cuantía, con magros botines cuyos réditos se gastaban en remoler o a lo más permitían satisfacer necesidades urgentes.

Pero de todos modos, preocupaba su multiplicación y también el número de

Peones que traspasaban el límite –el del ‘hurto famélico’– y se habituaban a subsistir de los bienes ajenos. Durante la coyuntura de los 70, el explosivo aumento de los delitos y de los bandidos diseminados por los campos derivó en pánico entre los grandes propietarios.

Nadie estaba seguro, al punto de que Benjamín Vicuña Mackenna propuso en 1875 la inversión de diez mil pesos en armas para repartir entre los hacendados. El debate parlamentario fijó una estrategia de contención consistente en aplicar con mayor dureza los castigos y dotar a los jueces de poderes más discrecionales. Esto se rubricó mediante la promulgación de la denominada ‘ley contra el vandalaje’ el 3 de agosto de 1876, la que fue aprobada en ambas cámaras “bajo las influencias del miedo”. El preámbulo es revelador de las urgencias y sensaciones del momento al indicar que “el estado de inseguridad en los campos y aun en las poblaciones es tal, que nadie se siente tranquilo en su hogar ni aun tomando todas las precauciones posibles”. Esta ley se utilizó para imponer en forma masiva la pena de muerte y la de azotes en delitos asociados al bandolerismo. Dejó a los jueces en completa libertad para obrar según su criterio, al extremo de que el artículo 2º subrayaba explícitamente que en procesos por delitos como el homicidio, el hurto y el robo, quedaban sin efecto “todas las leyes relativas a la apreciación que los jueces deben hacer de la prueba en causas criminales”.

En el fondo, el incremento del bandolerismo y del miedo pusieron en tela de juicio los nuevos mecanismos punitivos que buscaba implantar el Código Penal desde 1875, apelándose, igual que antaño, a la idea del castigo físico contra los infractores y a sus efectos persuasivos sobre los demás. El año 1878 en Concepción, por ejemplo, se argumentó para condenar a dos acusados de abigeato: “Los reos han sido aprehendidos con tres bueyes que pertenecen a distintos dueños; como esta clase de delitos se está repitiendo con tanta frecuencia conviene reprimirlos con más severidad aplicándose la pena de azotes que tiene la ventaja de ser ejemplar”. Por cierto, las solicitudes de indulto de estos años, particularmente de reos condenados entre 1876 y 1878, están colmadas de peticiones dirigidas al Consejo de Estado para que se suprimiera o rebajara la pena de azotes que a partir de entonces recayó invariablemente sobre los ladrones.

Los castigos físicos, sin embargo, no pudieron liquidar el bandolerismo que, tras el paréntesis de la guerra del Pacífico, continuó desarrollándose espontáneamente en la versión del convite. En Viña del Mar en 1887, una cuadrilla de seis hombres asaltó la casa de José Tapia, ofreciéndonos un modelo de este primario sistema de despojo:

Manuel Donoso expuso que se juntó con Juan Bustamante y Vicente Guerra en el juego de bagatela de Francisco Cabezas, en donde les invitó Bustamante para ir a saltear una casa, agregándoles que más arriba esperaban otros amigos…; que durante toda ésta [noche] durmieron en el bosque y ahí permanecieron ocultos también todo el día siguiente; que al oscurecer se encaminaron a la casa de Tapia con el fin de dar el golpe y, entrando todos “de empellón”, se procedió a amarrar a un hombre y a una mujer a quienes se pegó algunos palos con los tizones de la cocina a fin de que dijeran dónde tenían la plata, empezando cada cual a robar lo que encontró…; que después de esto emprendieron la fuga y se hizo en el cerro el reparto de lo robado. Por otra parte, salteadores de tiempo completo sembraban el terror en los caminos, que de acuerdo con diversos testimonios resultaban muy peligrosos para los viajeros.

Malhechores, fugitivos de la ley y desertores del ejército se refugiaban en los cerros de la costa o se movían constantemente en las zonas rurales cometiendo toda clase de tropelías. El salteo se volvió una opción de vida para muchos de ellos.

Un prototipo fue Bárbaro o Alvarito Muñoz, soltero de 26 años al momento de ser procesado, oriundo de San Javier, prófugo de la justicia, acusado de trece delitos consumados en poco más de un año (1881-1882) y que incluían varios hurtos de yeguas ensilladas y caballos, salteos nocturnos a transeúntes y cargar armas prohibidas, todo esto en la región del Maule en torno a Talca, San Javier, Loncomilla y Linares. Usualmente, Alvarito se hacía acompañar de algún cómplice y mientras amenazaba a la víctima con revólver, su socio la despojaba de ropas, dinero y caballo. En algunos de los salteos, como el que afectó a la casa de Juan Arellano, Muñoz integró una “partida no menor de ocho bandidos”.

No es extraño encontrar en esta misma época expedientes que procesaban a bandas completas, como el de una que operó en los alrededores de Santiago entre 1885 y 1888 a la que se atribuyeron nada menos que 44 crímenes, entre los cuales figuraban robos con homicidio, lesiones, hurtos de animales y fugas desde diferentes cárceles con sustracción de armamento. Estas gavillas tenían una organización más estable y era frecuente que sus integrantes se conocieran en prisión o durante una evasión. En las declaraciones de testigos y víctimas de esta clase de bandidos se hacía especial hincapié en la violencia con que sufrían el despojo de sus pertenencias, tal como expusieron dos hombres que “fueron asaltados por tres individuos desconocidos…, quienes después de herirlos y maltratarlos a garrotazos, les quitaron los caballos ensillados y demás objetos…”, en las afueras de Chillán. En uno de los asaltos protagonizado por Alvarito Muñoz, habrían disparado más de 25 balazos y en el salteo a una casa en Chimbarongo en 1887, uno de los condenados portaba “tres revólveres, uno envainado grande a la cintura y otros dos más chicos en los bolsillos y también un puñal corvo…”. La brutalidad de los atracadores en este último caso cobró dos víctimas fatales. Cuchillos, sables, palos, garrotes, huascas y, en forma creciente, armas de fuego (choco, revólver) formaban parte de los implementos de los salteadores rurales quienes, llegado el momento, los utilizaron sin vacilación. De este modo, las partidas más numerosas y formalizadas se distinguieron del bandido ocasional por el uso de la fuerza, en lo que se constituyó en un tópico que la prensa proyectó al conjunto de la delincuencia rural.

La prosperidad salitrera no sirvió para contener el bandidaje, que continuó siendo una preocupación nacional, desarrollándose en las mismas inmediaciones de las principales ciudades del país ante la manifiesta ausencia de policías rurales. El periodista Juan Rafael Allende dio cuenta de esta realidad en 1887, al acusar recibo de “un buen número de cartas escritas por agricultores de las vecindades de Santiago, en las que con negros colores me pintan la desesperante situación a que los tiene reducidos la falta de policía rural” y se preguntaba, “¿cómo estarán esos campos sin rurales y sin celadores? Con solo pensarlo se me ponen los pelos de punta”. Los subdelegados informaban casi cotidianamente al Intendente de Santiago de los salteos ocurridos en sus distritos, refiriendo la “continua alarma en que viven sus moradores” y el hecho de que los bandidos “recorren sin temor los campos y premeditan y ejecutan sus asaltos a mano armada, fugándose en seguida sin que haya quienes puedan perseguirlos en los primeros momentos, que son los más oportunos para su aprehensión”. En los años 90, más de lo mismo, como leemos en los testimonios de afligidos vecinos de Renca y Talagante, que se quejaban “del bandalaje que asola nuestras subdelegaciones rurales” y temían por sus vidas y propiedades.

Hacia fines del siglo XIX, el panorama en las áreas rurales era desalentador. Quien fuera el juez letrado de Caupolicán desde 1892, dejó un testimonio de su experiencia: Los asaltos a mano armada en los campos y en los villorrios, con su obligado cortejo de homicidios, violaciones y saqueos; los asesinatos pacientemente preparados y ejecutados por malhechores llevados ex profeso; los robos y hurtos de animales verificados a diario, y los delitos, en fin, de toda especie se sucedían, a pesar de todo, con frecuencia abrumadora, produciendo como resultado inmediato una vida azarosa y de constantes sobresaltos en la población rural y el mantenimiento de la cárcel de la ciudad de Rengo constantemente repleta de criminales. El problema radicaba, según este celoso funcionario judicial, en la falta de prevención y la desidia del poder ejecutivo en esta materia. Las partidas de salteadores en los campos provocaban mucha inquietud, como podemos apreciar también en la Lira Popular, que narra regularmente violentos atracos que afectaban a haciendas, despachos y viviendas de inquilinos localizadas en el Valle Central, en torno a lugares como Rinconada, Olmué, Quilpué, Buin, Rancagua, Rengo, Pelequén, Teno, Curicó, Panguilemu, Linares, Cauquenes, Chillán y Concepción. Rosa Araneda grafica esta preocupación, al exclamar en un verso a propósito de un robo con muertos y heridos en Olmué: “El bandalaje hoy en día, / esta no es ponderación, / se halla en nuestra nación / sin Dios ni Santa María”.

La Lira Popular esbozó la misma imagen de descontrol, de un bandolerismo sin Dios ni ley, que encontramos en múltiples documentos, diarios y revistas como el boletín de los agricultores, donde se planteó en 1898 que la inseguridad de los campos y la continua amenaza de un salteo generaba el absentismo de los propietarios rurales de sus fundos. Así entonces, la segunda mitad del siglo XIX aparece signada por el accionar de los  bandidos rurales, que principalmente recurrieron al abigeato, al salteo de los transeúntes y al robo en las casas, sin importar a menudo si sus moradores estuvieran o no.

Entre los bandoleros más insignes de este período hay que destacar a Francisco Rojas –el mítico Pancho Falcato– y a Ciriaco Contreras. Ambos se convirtieron con los años en personajes legendarios e íconos del bandidaje chileno. A diferencia de la semblanza feroz y bárbara que solían pintar los medios de comunicación cuando daban cuenta de cuatreros y asaltantes ‘comunes’, Falcato y Contreras simbolizaron al bandido amable que ridiculizaba a sus perseguidores y salía airoso, que era capaz de burlar la maquinaria represiva y judicial sin perder su buen humor. Tal como los presenta la tradición literaria y poética, no eran de esos sanguinarios criminales que abusaban de los más débiles, sino ladrones astutos y valerosos, cuyos actos dirigidos contra los bienes de los grandes propietarios les valieron el apoyo y la simpatía de parte de los más pobres. No cabe duda que los nombres de Falcato y Contreras permanecieron en la conciencia histórica del pueblo chileno hasta bien entrado el siglo XX. Las hazañas de estos bandidos fueron ampliamente difundidas y ensalzadas en la época. A Falcato en vida se le hizo un reportaje en el diario El Ferrocarril (1877) y luego fue retratado en el libro Astucias de Pancho Falcato, el más famoso de los bandidos de América, escrito por Francisco Ulloa en 1884. El autor lo había conocido personalmente cuando se desempeñaba como subdirector de la Penitenciaría de Santiago. En la prensa y las poesías populares se llegó a emplear la palabra ‘falcato’ para designar genéricamente a los ladrones. Contreras, en tanto, con motivo de su captura y muerte hacia 1891, fue objeto de una serie de versos de poetas como Rolak e Hipólito Casas-Cordero. Más tarde, Rafael Maluenda publicó en El Mercurio algunos artículos que tituló Aventuras de Ciriaco Contreras. En 1924, el comisario Ventura

Maturana calificó a estos dos hombres como “salteadores de oficio a la alta escuela, que la tradición popular recuerda en sus hechos culminantes”, develando que en los anales de la policía pasaron a representar el arquetipo del bravío salteador, admirado incluso por agentes y guardianes.

Estrictamente hablando, Falcato no fue el típico bandido rural. Sus andanzas se desarrollaron ante todo en Santiago y los alrededores e incluyen también incursiones en Valparaíso y La Serena. No era de los que se escondían en los cerros y desde allí dirigían a alguna gavilla, sino más bien operaba en y desde la ciudad, apelando a los disfraces y la astucia para engañar a sus víctimas. Un autor lo considera “la personalidad preponderante del hampa santiaguina por más de 23 años”. Desde 1837, había sufrido diversas condenas por robo de animales, lesiones, heridas y salteo, a lo que se sumaban al menos tres espectaculares fugas desde la prisión ambulante y la cárcel.

Aunque pasó la mitad de su vida tras los barrotes, Falcato no se lamentaba. De hecho, en una entrevista habría expresado: “…mi vida es muy linda. ¡Qué importan esas vidas que cuentan de extranjeros! Ninguna vale lo que la mía. Toda mi vida es una serie no interrumpida de emociones, una agitación continua, un batallar incesante, un ir y venir interminable, un flujo y reflujo inacabable y eterno”.

En 1875 lo encontramos solicitando el indulto de una condena a cuatro años de Penitenciaría por el hurto de once vacunos desde el fundo San Javier en San Bernardo. Falcato era acusado de sustraer los animales del potrero, habiendo echado abajo un pedazo de pirca. Habría actuado de noche junto a un cómplice y con el rostro cubierto, llevando luego el ganado a la chacra de Cerro Negro, donde fue puesto “a talaje” para poder ser comercializado. En su petición, Falcato negaba el delito e involucraba a un agente secreto de la policía que recogía los animales robados. El procurador utilizó el argumento de la regeneración del reo para lograr el perdón:

“No creo que V.E. por solo el nombre de un hombre que ha pasado largos años en el crimen y ha expiado este con el desprecio, con las cárceles, con las duras horas y remordimientos del delincuente que llegó a ser el tipo de lo malo, el terror en boca de la fama pública… no creo, repito, que V.E. solo por ser Rojas el Falcato terror de los campos del sur, héroe de leyenda, no oiga ni escuche ahora la voz de un hombre a quien el crimen en sus severas reacciones hizo honrado…”.

Añadía que, si bien tarde, Falcato era otro hombre que valoraba el hogar, la familia y el trabajo. Pese a esto, no fue indultado.

Poco después, un reportero que lo visitó en la cárcel en el verano de 1877 describió a Falcato como un hombre atlético de unos sesenta años, “con su sombrero en la mano, saludando políticamente al visitante”. En esa ocasión, denunció que su primera estadía en la prisión de los carros ambulantes había sido “como una marca de fuego grabada indeleblemente sobre mi frente”, en vista de la cual los jueces lo condenaban por cuanto crimen se le imputaba. Y dijo: “Yo no tengo en Chile más enemigo que la justicia. Fuera de ella, todo el mundo me quiere. ¡Ah! Ya no sé dónde poder vivir para que se me deje trabajar en paz ¡con mi mujer y mi hija!”. De acuerdo al estudio pionero de Elvira Dantel, Falcato finalmente murió en prisión hacia 1879, cumpliendo condena.

El caso de Ciriaco Contreras reúne más atributos del bandolero social, según el perfil trazado por Eric Hobsbawm sobre el “ladrón noble” en el clásico libro Bandidos. De partida, su conversión a esta vida ruda se debió a una prisión injusta por un delito que no había cometido. Contreras nació en la década de 1840 en la hacienda Huaquén a orillas del río Mataquito y su figura se asocia principalmente al robo de ganado en perjuicio de los ricos terratenientes. Liderando una banda que operó entre 1860 y 1885, su radio de acción comprendió la zona de Colchagua, Curicó y Talca, donde se transformó en terror de los hacendados. La leyenda afirma que también realizó correrías en Argentina y resalta su cercanía con los campesinos, basada en su “buena facha” y dadivosidad. En contraste con otros bandidos, la tradición popular valoró el hecho de que Ciriaco no derramara sangre, calificándolo como el “ladrón más afamado” que jamás pudo ser atrapado por la policía.

Estos rasgos fueron puestos de relieve en los versos que se compusieron tras su muerte y que insistían en la necesidad de dar a conocer sus aventuras para ejemplo de los demás. “Murió Ciriaco Contreras / en el sur dicen los mauchos / porque fue de aquellos gauchos / ladrón de clase primera / bajaba como una fiera / a los pueblos a saltear / el rico particular / con él pasaba afligido / la historia de este bandido / muy necesaria es narrar”. Ciriaco fue exhibido como un gozador de la vida, respetado, querido y acogido por el pueblo rural que lloró su partida.

Otro igual en su carrera

En la faz no se ha encontrado

Porque a éste lo ha amparado

Saturno de su alta esfera.

Él se tiraba la pera

Con cazuelas de gallinas

Buenos carneros de lina

Comía de lo mejor;

A traer ganado mayor

También iba a la Argentina.

La vida de aquel valiente

Yo la publico en la prensa

Porque creo no es ofensa

Lo que hablo del eminente

Desde el Sur hasta el Oriente

Este toro recorrió

Niñas y viejas gozó

De aquel más lindo y volaco

La vida de don Ciriaco

Al fin aquí terminó.

Los casos de Falcato y de Ciriaco, si bien se salen del molde del bandido cruel e inhumano que prevalece en los medios sensacionalistas o que hallamos en muchos de los expedientes judiciales, dan buena cuenta de la latencia y ubicuidad del fenómeno del robo en las áreas suburbanas y rurales del siglo XIX. Asimismo, son ilustrativos de una serie de otras problemáticas, como las deficiencias policiales, la relación del transgresor con la justicia y las representaciones sobre aquel, que forman parte de la trama del robo.

Revista de arte, literatura y política.

1 comentario

  • No quiero ser ofensiva, pero, todo se hereda…
    ¿Acaso los chilenos (famosos en el mundo por ladrones)
    no somos hijos de los españoles, que vinieron a saquear
    el país de los araucanos?
    Un saludo !

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