25 de enero 2019

Lidia

Resistí. Incluso más allá de las leyes de la física y la metafísica. Fui torturada al punto de dejar sin contenido la palabra ensañamiento. Hasta el mismo lenguaje crujió en mis huesos. Mis celadores, en esa borrachera psicopática en la que vivían, no lograban entender cómo mi ser no expiraba después de los innumerables tormentos. Para mí todo aquello parecía transcurrir en una dimensión paralela. Y volvían los espasmos en aquella caja de uno por uno en que nos metían en las tardes, o al menos yo pensaba que eran tardes porque la temperatura bajaba. Yo miraba todo aquel cuadro desde la transposición de mi ser. Aquel cuerpo que golpeaban era yo, pero a la vez no. Tras quebrar varias partes de mi estructura ósea -las más preciadas cuello, columna y varias costillas, destrozar mi tabique, hubo una orden perentoria y se organizaron varias cuadrillas y procedieron a enumerar unos sacos en los que supuse meterían nuestros cuerpos. Y fue así. Luego el movimiento terco de un camión, que como un elefante pasó ruidoso por la puerta de la villacasaquinta en que nos tenían cautivas. Es de noche, las aspas de un helicóptero y el animal volador recibe el macabro cargamento. A lo sacos de que hablo adosaron alambres de púa. Después pude entender por qué, pero en ese instante tuve la absurda idea que nos llevarían a otro campo. Esto no sé si lo pensé antes o después de muerta. Sin embargo, nos apilaron uno a uno, los que esto realizaban trabajaban como autómatas, como esa gente que labora en una oficina y a veces ni siquiera sabe qué día es. Da igual qué día de la semana es, todos son iguales, los mismos clientes, las mismas luces, las mismas cuentas, la misma hora de salida. Y el pájaro de acero elevó su esqueleto y movió sus fauces en dirección al mar. El día esplendoroso y soleado facilitó la tarea y, uno por uno, nos iban arrojando. Claro, un cuerpo arrojado al mar, luego de tres días se llena de gases y flota. No eran tan limítrofes como para no conocer ese efecto elemental en un cuerpo hundido en las profundidades del mar. En la izquierda siempre miramos a los militares con desprecio y por debajo del hombro, milicos o pelados les decíamos con arrogancia en nuestras reuniones. Otro error ingenuo. Cuando llegó el fuego sabían hasta cuántos amigos frecuentamos, los nombres-chapas y respectivas direcciones. Hasta la más secreta de las trincheras estaba en sus registros. En resumen: todo.  Entonces decidieron aferrarnos con los alambres de púa a unos rieles que habían robado, o “pedido prestado”, como les gustaba decir en sus horas de ocio a los cancerberos. El hurto se produjo desde una zona en la que antiguamente transitaba un tren, de esos expresos que, como si fueran fantasmas, aún dejan escuchar sus silbido en aquel desierto país. Creo que pasaron 15 minutos, que para el caso da igual, y vino mi turno, pero, porfiada de mi, aún me movía. Eran espasmos que solo observaba, ya nada sentía. Y el valiente soldado aterrado al ver que me retorcía, procedió a empuñar su corvo, de esos que tienen una calavera pequeña en un costado y que es comprado con aportes secretos del Estado y me deslizó un par de estocadas más sobre mi vientre que ya de por sí estaba teñido de una sangre seca producto de los golpes y quemaduras… Vuelo al mar, siento que el riel, al caer, provoca una onda expansiva enorme en el océano. Esa agua, pensé de forma absurda, desde el comienzo de los tiempos ha sido gélida, en fin, pensé en cosas tontas que poco importan en esos momentos. Y pese al riel, la tortura, los alambres, la locura, aquel mar decidió arrojar eso que era yo, hasta las arenas de la orilla. Coincidencia o destino o quién sabe qué, justo cuando esa masa de agua arrojó lo que quedaba de mí a la orilla, pasaba una procesión de pescadores quienes al ver mi cuerpo vejado y el riel en un costado, me atribuyeron un destino divino y me adoptaron como su diosa, como su propia Yemaya, la divinidad yoruba del mar, me embalsamaron con flores que a pie fueron a buscar al sur, lavaron mi cuerpo de las heridas y hoy me cantan sus pesares y sobre todo, no me olvidan, no me olvidan, propagan la creencia de que si beben aguardiente cerquita de mis restos, podrán vivir más y retardar la llegada de la pelá, como ellos llaman a la muerte. Aunque sus hijos y nietos no, sus hijos ya no creen en eso, buscaron en Google la “historia real”, asumieron con espanto ese relato, fundieron sus anzuelos y los hicieron proyectiles, desarmaron sus botes para convertirlos en armas caseras, se juntaron con pescadores de otras latitudes, persiguieron a los celadores, murieron varios en la gesta, pero no sucumbieron, siguieron disparando sus proyectiles improvisados, hasta que, una vez que el reino ardía en llamas, quedó el mandamás, el satanás que había jugado a los títeres con su pueblo, y luego de capturarlo lo desollaron lentamente y, casi como un homenaje a los profesores y músicos que mataron a palos, procedieron a retribuir la experiencia con el cráneo del bastardo. Ya finalizado el rito, con los huesos se hicieron flautas y en ese momento, solo en ese momento, pudieron empezar a musitar un leve canto por las almas de los desaparecidos, y no pararon más.

 

 

Imagen de portada: foto de Paulo Slachevsky

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