23 de noviembre 2018

Lo que callan los “flojos”

(Recuerdos de mis conversaciones con la Thaïna)

 

Las dos somos géminis, ambas nacimos un 3 de junio. Así que nuestros encuentros siempre se vuelven instancias de intensa reflexividad, de analizar esta sociedad chilena desde sus márgenes, habitándolos como para no sufrirlos.

Ella aprovecha nuestras juntas para desahogarse. “Ahogarse”, según ella, sería ser a la vez mujer y bisexual, joven y migrante, negra y haitiana en Chile, de sentir vudú y de cultura católica, corista en una iglesia y rapera freestyle, y más encima, la hija de su madre.

Yo aprovecho sus desahogos para nutrirme de sus saberes “ordinarios”, como mal calificamos los sociólogos a la extraordinaria sabiduría de la gente, de los amigos. Aquí, con el permiso de la Thaïna, divulgaré un poco de lo que ella me enseña a diario. Recuerdos de nuestras conversaciones.

Ni floja ni porfiada”

Nos juntamos en Bellavista esa noche, y al tiro me empieza a hablar de la señora Rosa. Las señoras Rosas son esas señoras de la iglesia que necesitan tener a sus haitianos para ejercer públicamente su caridad. Lo que ellas no se imaginan es que también, para sus protegidos, para los que ellas consideran sus objetos de asistencia, las señoras Rosas a menudo se vuelven recursos de la primera inserción social y laboral[1].

Por eso la Thaïna se sentía de verdad muy agradecida de haber conocido a esa mujer que, luego de 6 meses de lucha contra el idioma, la falta de trabajo y la inexistencia social y jurídica – pues en ese momento, no sólo hacían falta los amigos y la intimidad en la casa familiar, sino también los “papeles” –, le había conseguido un curso. La capacitación era del Estado, y se llamaba “Habilitación para mercado laboral de población de habla créole”. Hacían maravillas, pues lograban convertirte en una cara sonriente y silenciosa de bomba de bencina, en unas manos de faena tan ágiles como conscientes de los riesgos de “accidente laboral”, o en un desempleado, un cuerpo sin utilidad, pero con bonito currículum, aunque mejor sin foto cuando se es negro. Te enseñaban vocabulario en castellano para que puedas obedecer y hasta te daban clases de consentimiento bajo el nombre: “derechos laborales”. Además, te recompensaban con unas galletas “Costa” para el “coffea break” y una visa de 6 meses, mientras conseguías pega.

Durante el transcurso de la capacitación, la Thaïna había conseguido pega y también, para revalidar su educación secundaria, asistía a cuarto medio en su barrio de la Florida junto a compañeros que no la querían tanto como para invitarla a aparecer en la foto de curso. Sin título válido en este país, sin visa, sin contrato ni sueldos puntuales, la Thaïna necesitaba ir a este curso. Y aunque eso le costaba 5 horas diarias de su larga jornada santiaguina, después de la pega, entre las vueltas de la “210”, el cuidado de sus hermanos y nuestras juntas repentinas de conversas y cervezas, ella no podía faltar, de lunes a viernes, de 5 a 9 de la tarde, a la clase de “habilitación”. Tenía que ir a “habilitarse” para este sistema.

El cansancio no era excusa, pero ya el tiempo le faltaba como para ejecutar todas las sutiles órdenes de la señora bienhechora que cada dos días la mandaba a tal o tal lugar a que la entrevisten para otro empleo subalterno más, otro curso de “castellano y aculturación”, otra prueba de asimilación. “Porfiada” le había dicho una vez, luego de que no quiso asistir a una capacitación impartida por la parroquia. Pero hoy que se había motivado para ir, porque llegó tarde le dijo “Floja”.

No soy ni floja ni porfiada, Nassîla. No me gusta que ella me diga así. No me conoce. ¿Por qué siempre nos dicen así?”

Fue así como la Thaïna me expresó la violencia con la que le llegaban estas etiquetas, sin poder ni responderlas ni cuestionarlas fuera del espacio amigable que habíamos habilitado para nuestra rebeldía, donde sus réplicas más agudas podían expresarse de forma imaginaria.

No soy de plasticina, señora Rosa. No me estire ni me achique. No me HABILITE, que de tanto amasarme, yo sí me puedo romper.”

Algo así quiso haberle dicho a la señora Rosa. Pero nada soltó. ¿Qué es lo que le habrá faltado a mi amiga? ¿Las palabras o la voz[2]?

O tal vez simplemente las ganas de desagradar a una de las pocas personas que se interesaban por ella.

¡Nunca, never, jamais!”

Esta vez sí había hablado, y en tres idiomas. La Thaïna supo decirle que no al Jefe[3]. Él la había contratado fuera de toda formalidad, luego de una secuencia de planteamientos prejuiciosos. Un día se topó con una chica negra en la calle. Supuso que era haitiana, que por lo tanto no entendía el castellano, así como que necesitaba trabajo, estas dos características convirtiéndola en una fuerza laboral atractiva, en más de un sentido. Entonces, en un chileno exageradamente lento y modulado, la detuvo para ofrecerle pega. Sin más trámite. La Thaïna, que no acostumbraba a que las cosas le resultaran con tanta facilidad, ni tuvo que hablar y con un simple gesto de la cabeza, accedió a “su primera pega”, sin grandes expectativas, pero con gran entusiasmo.

Ya desde el primer día, el Jefe se dio cuenta de que la chiquilla no era nada de tonta, manejaba bien el español y sabía de computación. Había que sacarle todo el provecho. La Thaïna trabajaría de secretaria, contestando llamadas e ingresando datos en un computador. Así se dedicaría a tareas más gratificantes sin que fuera necesario subirle la remuneración prometida. Buena jugada del Jefe.

Pero al tercer día, parece que el Jefe ya se había olvidado de su hipócrita promoción, pues llegó a la oficina con la camisa dudosamente manchada, se la sacó y se la pasó a la Thaïna para que se la lavara.

Nunca! Never! Jamais!”

La Thaïna expresó su rechazo en tres idiomas, porque al Jefe le convenía que no supiera ninguno, y él seguramente no sabía más de uno. La relación laboral, tan chanta como el modo de contratación (pues no implicaba ni contrato ni remuneración fija), se cortó al cabo del segundo mes. Al Jefe le pareció que a la Thaïna le faltaba iniciativa propia.

Eso de la “falta de iniciativa propia” a la Thaïna le sonó como un juicio repetido. Yo ya lo había escuchado de la boca de otro empleador, que lo usaba como sinónimo de “flojera” para demostrarme que la flojera del haitiano es bien distinta a la del chileno.

El flojo chileno, me dijo, es el que saca la vuelta, que no llega a la pega al otro día de un partido. En cambio, el flojo haitiano sí llega puntual, pero le falta iniciativa, hace lo que le pides, pero ni un poquito más que eso. Le pides barrer de un punto A hasta un punto B, lo hará muy bien, pero puede que esté sucio más allá, no se preocupará por eso.”

¿Por qué esta distinción? ¿Será más insoportable la flojera haitiana? ¿Serán más legítimas las sobreexigencias laborales cuando se dirigen a trabajadores haitianos?

Si a eso vienen, a trabajar, ¿no?”

Distinguir el “flojo chileno” del “flojo haitiano” sería así una forma de denunciar lo aberrante de la segunda categoría: ser flojo y haitiano en Chile, es una contradicción moral, síntoma de un reconocimiento limitado a la esfera laboral y de una integración circunscrita al orden productivo[4].

Pero hay que profundizar el análisis, pues siendo chileno o haitiano en Chile, nunca es de buen augurio que tu jefe te diga “flojo” … Los matices en la etiqueta de “flojo” también develan la relación laboral como una relación de fuerza para la cual los subordinados requieren de armas ingeniosas, que difieren según sus circunstancias. Mientras algunos logran evadir el trabajo subalterno, resistiéndose así a la explotación laboral, otros, que no tendrán el plurilingüismo de mi amiga para decir que “no”, o mejor pensado, que tendrán una relación laboral más sustancial que cuidar, prefieren recurrir al silencio para significar su negación a la sobreexplotación.

Ahí donde el juicio de “falta de iniciativa propia” sugiere una pasividad improductiva (denegación de trabajo) que contrasta con la pasividad productiva esperada (docilidad), lo que callan los flojos es un silencio estratégico, un silencio activo.

Finalmente, la resentida acusación de flojera del Jefe, luego de que la Thaïna no quiso realizar su “trabajo sucio”[5], no es más que una forma de invisibilizar el verdadero trabajo de resistencia a la sobreexplotación (no ejecutaré ordenes que no me correspondan) y de desidentificación con la labor (“soy más que tu trabajadora”).

Si la sigilosa y cotidiana lucha que llevan hoy muchos haitianos dentro de las relaciones laborales que los comprometen en Chile es infravalorada, es porque la resistencia actual de los “flojos” no es solamente silenciosa, sino que es callada, así como lo llegaron a ser sus ruidosas revueltas pasadas.

Hay que arrebatarle al gobierno inhumano que mantiene nuestros espíritus en el letargo más humillante toda esperanza de someternos otra vez, hay que vivir independientes o morir[6] dice, en 1804, la proclamación de independencia de la nación haitiana.

Más me importa tu respeto que tus bonos de productividaddice, doscientos catorce años después, la cajera de una bomba de bencina en San Bernardo a su supervisor, sin que nadie logre medir el peso de tal interpelación.

¿Y cómo entendería el Jefe esas cosas? ¿Él sabe acaso de ese pueblo que precozmente tomó su propia iniciativa y dejó de ser flojo frente al poder colonial? ¿Recuerda acaso las luchas, no tan antiguas, de su propio pueblo?

¡Sácate un rap!”

Las categorías se pactan y se disputan, se asignan y se contestan, se critican y se sufren, en voz alta o en silencio. Hoy en Chile, “haitiano” es una categoría que se está negociando en los lugares de trabajo, en los espacios de caridad, en los consultorios y en las escuelas. La acusación de flojera es una estrategia de categorización que oculta la lucha (nada floja) por la dignidad, por un lugar simbólico distinto a la subordinación predestinada. Se trata de una pelea histórica, por la “historicidad”, por el relato propio, la posibilidad de asumirse a sí mismo como sujeto histórico.

A propósito, ¿en qué consiste esa pretensión mía de volver audible el silencio de los que luchan sin ruido? ¿Es éste el formato apropiado para hacer oír su resistencia? ¿No era mejor quedarme callada? ¿Y qué tengo yo con la Thaïna? ¿Qué busco al exponer así nuestra amistad? ¿No estaré tapando su voz con mi discurso? ¿No le estaré infligiendo una desposesión más? ¿En qué la estoy convirtiendo? ¿Un fetiche político o una niña símbolo?

Déjenme confiar en que lo nuestro es alianza: “linyon fe la fòs”, la unión hace la fuerza. Ella me presta su experiencia y la primera letra de su nombre para que yo pueda reflexionar. Yo le presto mis reflexiones para nutrir las suyas, que pronto alimentarán las mías de vuelta. Hay que sostener el diálogo circular, la admiración mutua.

Uno no elige sus circunstancias, pero sí elige lo que hace con ellas. Hay que ver cómo la Thaïna se enfrenta a sus circunstancias, cómo las recuerda y las entiende, cómo las agarra y las sacude. Que nadie se atreva a decirle floja.

Mejor escúchenla cuando se pone a rapear en la micro, lo que no pudo cantar en la iglesia. Enséñanos tu Flow-jera, querida Thaïna, pues ya por hoy, no hablaré más por ti.

[embedyt] https://www.youtube.com/watch?v=I_SY64znREo[/embedyt]

Kite bit la roule dou

Voz y letra: Thaïna Henry
Guitarra y coros: unatípicafrancisca
Producción: Camilo Bywaters

 

 

[1] Ojo que aquí, la palabra “inserción” se refiere a la única vía que ofrece el humanitarismo católico, esa inserción impuesta, que te asimila y te niega, la que te da pega como si fuera un favor, y luego te exige que des las gracias.

[2] Aquí, las “palabras” remiten al manejo del idioma, en este caso, al dominio práctico del chileno, mientras que la “voz” refiere al habla autorizada, a la posibilidad de una expresión oral legitimada. En el contexto existencial de un migrante alófono (cuya lengua materna difiere de la que se usa en la sociedad en la que se instaló), no se puede pensar la falta de palabras sin pensar la falta de voz.

[3] Éste se había ganado una mayúscula por el único motivo de que su infinita patudez hacía de él un personaje destacable.

[4] En este sentido, las políticas migratorias muchas veces han de analizarse como políticas del mercado laboral o al menos, como herramientas de un ajuste de la cuestión migratoria a las ventajas y desventajas esperadas en cuanto al suministro de fuerza laboral por parte de la población migrante. La importante variabilidad de la política migratoria chilena, reacia a inscribirse en un marco legal determinado y transparente, prefiriendo las medidas tomadas discrecionalmente en el día a día y dirigidas hacia colectivos específicos, se enmarca en ese “utilitarismo migratorio” (Morice, 2004). La reacción del colectivo haitiano al “Plan de retorno humanitario” implementado por el gobierno chileno a principios de noviembre, que algunos han denunciado como una expulsión encubierta (https://radio.uchile.cl/2018/11/08/maria-emilia-tijoux-por-plan-retorno-esto-es-racismo-de-estado/) y que ya ejecutó el regreso a Haití de 175 migrantes, resulta especialmente pertinente: “Lamentamos que el gobierno decida humillarnos, mostrarnos que Chile no nos necesita para transformar a los que queremos permanecer en manos de obras más baratas que lo que somos hoy.” (Comunicado Plataforma nacional de Organizaciones Haitianas en Chile – Rechaza Plan Retorno).

[5] La noción de “trabajo sucio” no refiere simplemente al trabajo que ensucia, sino a las tareas que “contradicen nuestras concepciones morales más heroicas” (Hughes, 1951). La asignación de trabajo sucio es un proceso central para explicar el lugar de inferioridad que ocupan casi todos los migrantes haitianos dentro de las jerarquías sociolaborales chilenas, y que tal vez no se puede comprender sin tomar en cuenta el peso de ciertas representaciones acerca del lugar histórico de los trabajadores haitianos en la división internacional del trabajo.

[6] « Il faut ravir au gouvernement inhumain qui tient depuis longtemps nos esprits dans la torpeur la plus humiliante, tout espoir de nous réasservir, il faut enfin vivre indépendants ou mourir ».

Foto: Conrentin Fohlen
http://www.corentinfohlen.com

(Isla de la Reunión, 1991). Master en Ciencias Políticas y en Ciencias Sociales. Cursa actualmente un doctorado en sociología de la migración y del trabajo desde la Universidad Paris 7 y el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile.

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