17 de marzo 2014

Los borrachos amigos de siempre

Me quedé unas cuantas noches más en San Rafael y volví a hacerme la América a pura guitarrita. Durante el día, jugaba ajedrez, tomaba cerveza y conversaba un montón con los muchachos que llevaban el hostal. La vida era tranquila y no me faltaba nada.

Una tarde, revisé mi correo electrónico, y encontré un mail de mi amigo Carlo diciéndome que ellos (el Flácido, el Flaco Hidalgo y él) llegarían al día siguiente a Mendoza capital. Que si me quería juntar con ellos, nos encontráramos a las seis de la tarde en la plaza de Mendoza. Lo pensé un segundo: era verdad que estaba feliz en San Rafael, pero también era cierto que me vendría muy bien viajar algunos días con mis amigos de toda la vida –el “segundo aire”, que le llaman–. Además me moría de ganas de contarle a alguien mis aventuras en Neuquén y San Rafael. Lo triste de viajar solo es no tener con quién reírse. Le respondí al Carlito que ahí estaría.

Al día siguiente, tenía la billetera abultada, el ánimo por las nubes, la guatita llena y el corazón contento. Pensé hacer dedo hasta Mendoza, pero el bus era especialmente barato y además yo ahora era un millonario omnipotente. Me ganó la comodidad y la flojera y compré un pasaje para las cuatro de la tarde.

Me despedí de todo el mundo y prometí que volvería. Creo que algún día cumpliré mi promesa. Al pasar por fuera de la pizzería le hice una seña de despedida al dueño. No tenía idea ese buen tipo de que lo que había significado para mí su local de comida, donde se batieron palmas para decirme que el mundo era mío.

Caminaba ya, con mochila, carpa, guitarra y ollas colgando, hacia el terminal de  buses, atravesando las calles vacías del San Rafael siestero, cuando pasé por el puesto de manzanas. El mismo puesto de manzanas del día anterior, que nuevamente estaba sin custodia. Ahora que no tenía hambre, las manzanas no se veían tan rojas ni tan grandes, ni tan superorgánicas como las pintaba Supertramp. Dejé por ahí un bonito billete de cinco pesos argentinos, en pago por la manzana robada, mientras me reía excitado por los cambios de la vida. Luego, ya arriba del bus, me arrepentí un poco porque quizás ese gesto anulaba el hecho de que yo había robado. ¿Lo anulaba o no? Si era así, ¿toda la huevada del autoconocimiento quedaba obsoleta? ¿O lo hecho ya estaba hecho? ¿Qué pasaba, carajo, con mis descubrimientos ético-ego-morales? Confieso que, hasta el día de hoy, no he resuelto el dilema.

 

La plaza de Mendoza era gigantesca y estaba llena de hippies. Hippies tocando guitarra, hippies haciendo malabarismo, hippies fumando faso, hippies lindas con rastas malolientes, hippies no-tan-hippies leyendo: hippies por todas partes. ¿Habría un congreso de brothers? ¿Una feria nacional de la lana y las pulseras? ¿Acaso El Gran Hippie llegaba a Mendoza a ver cómo andaban sus sucursales en Argentina?

Me abrí paso entre ese mar de dreadlocks y pantalones sueltos, escuchando a mi andar un sinnúmero de ofrecimientos y peticiones de marihuana –que yo no tenía ni quería–, dedos en V deseando amor y paz, brothers por doquier, papitos, mamitas por todas partes.

Y me di cuenta, con horror, que yo vestía unos pantalones de colores –el pijama de mi hermano Nicolás, para ser exactos, que robé hábilmente minutos antes de salir de mi casa– y una especie de cintillo rojo en la cabeza. Llevaba, además, una mochila y una guitarra. Es decir, que no desentonaba en esa plaza sacada de la primavera de los ’60, que cualquier pasajero poco atento me confundiría con un hippie. Me apuré en sacarme el cintillo, pero de todos modos andaba con ese pijama que parecía un pantalón colorido como el de todos los hippies de la plaza de Mendoza.

Me tiré en el pasto y miré alrededor por si divisaba a mis amigos. Como no se veían por ninguna parte, me puse a leer a Kerouac.

“¡Tengo pantalones de colores y leo a un beat echado en el pasto!”, descubrí de pronto, aterrado, así que cambié el libro y me puse a leer El mono que asesinó, uno de los libros de Horacio Quiroga que me regaló el Hache en Neuquén. Media hora después, divisé entre la multitud una figura quijotesca, de patas flacas y short retro, de inconfundible polera negra, que cargaba una mochila desastrosa que seguramente pesaba más que él.

– ¡Flaco!

El Quijote contemporáneo escuchó su mote y se dio vuelta a ver quién lo llamaba. Le hice señas de pie, pero no me vio. Comenzó, en cambio, a caminar hacia el otro lado, alejándose de mí y acercándose a una figura también quijotesca, pero no como el manchego arriba de Rocinante, erguido y gallardo, sino más bien como después de haber sido vencido por los molinos de viento: desgarbado, tropezante, acuoso, golpeando a la gente con sus ollas colgando de la mochila: la silueta siempre reconocible del Flácido – o el Flass, como gustamos en llamarle.

– ¡Flácido! ¡Flaco!

Faltaba un Sancho, en ese dúo quijotesco, que los guiara por la senda del bien, del honor, de la gallardía, por la senda hacia mí, en este caso, que los esperaba de pie y gritando. Yo no iba hacia ellos porque me había perdido en el camino entre el terminal de buses y la plaza, y había deambulado casi dos horas con mi mochila y mi guitarra y mi carpa y mis ollas, y ya no podía moverme de cansancio. Sólo gritaba.

– ¡Eh! ¡Flass! Puta el hueón…

No, no me veían. Deambulaban buscándome –supongo– entre ese mar de lanas, rastas, malabares y bongós. Finalmente los fui a buscar.

– ¡Compadre!

– ¡Les estaba gritando hace rato, cabros!

– No te veíamos. Es que estai igual que los hippientos.

– Parecís un Quijote Hippie– me dijo el Flaco.

            – ¿Y el Carlo?

            – Se vino caminando desde el terminal. Nosotros tomamos micro.

            Nos pusimos a conversar y a fumar mientras esperábamos al Carlo. En menos de cinco minutos ya les había contado prácticamente todo lo que había vivido en las pocas semanas de viaje que llevaba.

            – Hueón con historias – me dijo el Flass.

            Ellos, por su parte, tomaron el bus en Santiago y habían llegado hace poco a Mendoza. Pretendían llegar a Buenos Aires a dedo y quedarse en  la capital federal por lo menos una semana, más o menos hasta que se les acabara la plata.

            Poco después apareció una figura aún más desgarbada y encorvada que las dos anteriores, con la chasquilla larga que casi tapaba los ojos, con la ropa sucia y transpirada que hacía dudar que realmente ese personaje se había subido a un bus esa mañana y que no era un viajero eterno: el Carlito, amigo de la infancia. Nos saludamos y repetí, feliz, la historia de mi primer día en Neuquén. Una media hora después nos fuimos todos a buscar un hostal, y encontramos uno a cuarenta pesos que nos pareció impecable. Nos instalamos rápidamente y empezamos a preparar la gran fiesta de la noche: había que celebrar el encuentro, pero por sobre todo, los veintidós años del Carlo, que cumpliría a medianoche.

            En el hostal conocimos a un chileno de nuestra edad. Se llamaba Lucas, y según dijo, llevaba veinticinco noches en ese hostal. Era de Valparaíso. Su historia era un poco deprimente. Había ido a Mendoza a ver a una tía que le dijo que lo podía alojar, pero después de un par de noches lo echó por razones que no entendimos bien. Desde entonces vivía en el hostal, sin un peso.

            – Dejé mi guitarra a cambio del alojamiento, pero igual me quieren echar de acá. No tengo ni un peso y ya no sé qué hacer. Ni siquiera me puedo volver a Chile. Estoy medio desesperado… A veces me dan ganas de llorar, pero en general tengo demasiada hambre como para poder llorar.

            – Pero ándate a dedo, pos – le dijo el Carlo.

            – Ni cagando, lo estoy pasando la raja en Mendoza.

            Salimos, el Carlo y yo, a comprar unos tallarines, y el Lucas se nos pegó. Se fue conversando todo el rato de cosas que no nos interesaban mucho. Era un tipo locuaz. Locuaz y algo aburrido. Cuando llegó la hora de pagar, el Carlo me dijo que no habían tenido tiempo de cambiar plata. Es decir, que tendríamos que vivir de mis ahorros – ¡de mis ahorros! – hasta que pudieran cambiar.

            – Yo creo que dos paquetes de tallarines comemos los cinco – dijo Lucas.

            El Carlo me miró cagado de la risa. El tipo se había auto-incluido elegantemente en nuestro programa mendocino. Compramos comida para los cinco, asumiendo que Lucas no iba a aportar un peso, y volvimos al hostal. Yo me puse a cocinar y el Flass me ayudó a cortar la cebolla y esas cosas. El Lucas conversaba con una boliviana preciosa. Era cantante, y se reía mucho con Lucas. ¿Pero de qué se ríe?, me preguntaba yo.

            Nos sentamos los cinco a comer. Cuando terminamos, miramos a Lucas a ver si se ofrecía a lavar. Pero nada. Dejó su plato vacío y se fue a los computadores del hostal.

            Más tarde subimos a la azotea y abrimos un fernet y nos pusimos a guitarrear y a fumar y a conversar. Un gringo extrañísimo se nos sumó. Se llamaba Rick y era violinista. Debe haber tenido unos sesenta años, pero andaba sin polera y viajaba solo. Nosotros le hacíamos empeño al inglés para integrarlo. Dijo que él había conocido a Jack Kerouac y a Allen Ginsberg, y dijo también que vivió mucho tiempo en un camión y que ahí se tiraba a la última mujer de Kerouac. No le creímos nada – o quizá no le entendimos nada -. El Flaco sacó su cámara análoga y la puso en modo automático para sacarnos una foto. A Rick no le gustó la idea, nunca entendimos por qué, pero cuando la cámara tiró el flash el gringo se emputeció, nos puteó en inglés y se fue enchuchado de la azotea.

            Al poco rato llegó el Lucas con su bongó. No era un mal tipo, pero no nos dejaba conversar, porque se ponía a hablar de cualquier huevada intrascendente. Después seguimos guitarreando, un poco para ver si se callaba, y salió con que nos quería mostrar una canción que había compuesto en sus largas noches de soledad mendocina. Seguimos tomando – y Lucas tomándose nuestro fernet sin pedir permiso – y emborrachándonos, contentos, hasta que dieron las doce y llegó el esperado cumpleaños del Carlo. Decidimos terminarnos el fernet y salir a conocer qué tal era la fiesta mendocina.

            Por supuesto, no salimos sólo los cuatro: nos acompañó esta especie de Quinto Beatle pegote y latero. Buscamos un buen bar y nos sentamos a seguir tomando. Claro que todo lo pagaba yo, porque era el único que tenía plata argentina. Me prometieron, de todos modos, que me devolverían lo gastado apenas pudieran cambiar plata.

            Las mendocinas eran todas preciosas. Todas, todas, todas, y nos volvíamos locos dándonos vuelta en nuestra mesa de puros hombres para mirarlas, mirarlas a todas, no perder a ninguna vista, sin conversar ni una palabra entre nosotros porque alrededor todo era maravillosamente femenino, escotes, caderas, piernas y jeans apretados, benditos rostros divinos y audaces, ojos grandes azules y verdes que, por supuesto, no se dignaban a mirarnos a nosotros, a los desgarbados y quijotescos chilenos, que las miraban rogando piedad, sin atreverse a nada más que a desearlas desde nuestra mesa de hombres, nuestra silenciosa mesa chilena. Sólo Lucas hablaba y hablaba y se tomaba un trago tras otro. Nosotros también tomábamos, sin escuchar ni la punta de su iceberg narrativo. Al cabo de una hora estábamos borrachos, pero seguíamos oteando el escotado horizonte mendocino en sepulcral silencio chilensis.

            Pasaron de pronto dos verdaderas modelos, una rubia y otra morena, y se sentaron en la mesa contigua a la nuestra. De verdad, debían ser modelos. Medían un metro ochenta cada una y tenían ese aire desdeñoso de las modelos.

            El Carlo nos pegó codazos a todos para que las miráramos, como si hiciera falta.

            – Ah, qué hueá, estoy de cumpleaños – dijo de pronto, y se puso de pie y se fue a sentar, cara de raja, a la mesa de las modelos.

            Lo miramos estupefactos.

            – Si la hace, me tiro a un pozo – declaró el Flass.

            – Qué la va a hacer, si son modelos – dijo el Flaco.

            – Una vez, hace unos días… – empezó a contar Lucas con su voz aburrida, pero nunca supe de qué habló porque sólo miraba incrédulo al Carlo, que borracho y todo parecía mantener algo así como una conversación con las dos argentinas. Vi que le mostraba su carnet a la morena y que ella arqueaba las cejas. Incluso creí ver que la rubia se reía con él – ¿o de él? -. Pensé que sería tremendamente injusto que el Carlo la hiciera en su primer día de viaje, cuando yo llevaba varias semanas sin suerte. Mareado y lánguido, me levanté y decidí que me iba a sentar también en la mesa del Olimpo.

            – No seai hueón, si no lo están pescando – me dijo el Flaco.

            Tenía razón, pero igual necesitaba probar suerte. Me senté en la silla que quedaba libre pensando que me ponía del lado de los campeones. Saludé y prendí un cigarro.

            – Me molesta – me dijo la rubia, totalmente seria.

            – ¿Cómo? – no me esperaba ese tono de voz. Pensé que el Carlo las tenía entretenidas.

            – Estoy comiendo, me molesta el humo de tu cigarrillo.

            – Niños, ¿por qué no se van a otra mesa? – nos dijo la morena.

            – No me creen que estoy de cumpleaños – me dijo el Carlo baboseando las palabras. Estaba más borracho de lo que pensaba.

            – Sí te creemos, pibe, pero ahora váyanse por favor, nos molestan.

            Yo me puse de pie sintiéndome el idiota más grande del mundo. ¿Qué tenía que ir a hacer yo en esa mesa de modelos?

            – Vamos, Carlo.

            – ¡Pero si lo estamos pasando bieeeen! ¿Verdad chiquillas?

            Lo fulminaron con la mirada. Definitivamente, no lo estaban pasando bien.

            – Miren, niños, sus amigos encontraron unas chicas, allá se fueron a sentar con ellas. ¿Por qué no van con ellos?

            Miré hacia donde indicaba la morena. Efectivamente, el Flass, el Flaco y el Quinto Beatle se habían sentado en una mesa donde había cinco o seis chicas de nuestra edad, que no eran modelos, pero que tampoco parecían rechazarlos altaneramente. Yo fui de inmediato a sentarme allá, pero no quedaban sillas para mí. Así que me quedé de pie, sin saludar a nadie y sin que nadie me saludara, escuchando de qué hablaban por allá, al otro extremo, el Flaco y una mendocina.

            El Carlo se me unió en el sitial de los fracasados.

            – Perras culiás – me dijo, buscando complicidad.

            – Eh.

            – Hueonas maracas – insistió.

            – Claro, claro.

            – ¡Eeeeeeeeh! – gritó a la mesa, desviando toda la atención hacia él, y de pasada, hacia mí -. ¡Estoy de cumpleaños!

            Yo le iba a pegar un codazo para que se callara y no la siguiera cagando, pero curiosamente su presentación resultó ser triunfal y de inmediato le hicieron un hueco dos mendocinas lindas que lo felicitaron y ahí se quedó conversando y tomándose el trago de todas en honor al par de patos que cumplía esa noche.

            Finalmente, logré acomodarme yo también por ahí y la cosa se puso entretenida. Pedimos algunas cervezas y seguimos tomando. Al cabo de un rato, aparecieron por ahí un grupo de argentinos de nuestra edad y preguntaron si se podían sentar también ellos en la mesa. Las chicas dijeron que encantadas. De modo que volvimos a pasar a un segundo plano. Unos quince minutos después – yo conversaba con el Flass y el Carlo con el Flaco, porque los argentinos resultaron ser tipos cancheros y no intelectualoides aburridos como nosotros, y las mujeres les dieron inmediata preferencia a ellos. Poco después una propuso ir a jugar pool, y todos nos paramos ipso-facto de nuestros puestos para ir a jugar pool, no porque quisiéramos jugar pool sino porque la que había propuesto eso era la más linda de todas – y pensándolo bien, tal vez la única.

            Recorrimos las calles de Mendoza hasta que encontramos un pool abierto. Las mujeres pagaron una mesa y se pusieron a jugar. De modo que todos los hombres – los cuatro argentinos, los cuatro chilenos y el Quinto Beatle – nos quedamos mirando y conversando de cualquier cosa, sin dejar de mirar a la única bonita a ver si se aburría del pool. El Carlo me pedía plata para comprar cerveza, y cuando yo se la negaba, alegaba que era su cumpleaños y el maldito manipulador me terminó vaciando la billetera. Las chicas de pronto dijeron que se iban, y por supuesto todos nos fuimos. Regresamos entonces, caminando, algo cabizbajos, al hostal.

            – ¡Puta que lo pasé bien! ¡La raja haberme encontrado con ustedes!

            El Lucas estaba contento. El Flass y yo hablábamos de literatura o algo así y el Carlo alegaba que no era posible que en su cumpleaños se tuviera que ir a acostar temprano. El Flaco, siempre en sus cabales, preguntaba qué íbamos a hacer al otro día.

            – Nos vamos a Baires, pos, allá está el mambo – decía el Carlo.

            – Pero si nos vamos a dedo, tendríamos que salir muy temprano. Son más de 1000 kilómetros hasta allá.

            – ¡Nos levantamos temprano, pos! – gritaba el Carlo desaforado -. ¡Yo a las ocho estoy de pie!

            – Ya vieras, son casi las cinco de la mañana.

            – ¡Igual nomás!

            – Sí, vámonos temprano – opinaba el Flácido.

            Yo opté por quedarme callado. Tenía claro que nos íbamos a levantar después de las tres de la tarde y que íbamos a pasar otra noche en Mendoza. Llegamos al hostal. En la recepción, estaba la linda boliviana leyendo.

            – ¿Qué tal les fue, chicos?

            – Mal, las mujeres de acá son muy creídas – dijo el Carlo.

            – ¡Qué mal! Y con lo lindos que son ustedes.

            Intercambiamos rápidamente miradas de inteligencia. Era una mujer para cuatro, más el Quinto Beatle. Descartamos ponernos a pelear por quién lo intentaba y nos fuimos a acostar. Pero cuando entrábamos ya a la pieza, alguno dijo que deberíamos poner todo lo que me quedaba de plata en la ruleta, en el rojo, y así doblábamos lo que teníamos.

            Pensé que era broma, pero todos dijeron que sería fabuloso. Y no sé cómo, veinte minutos después estábamos todos en el Casino.

            Amanecía ya en Mendoza.

            Repartí mis últimos ahorros entre los cuatro y nos pusimos a apostar. Yo no pretendía hacerlo, pero la ruleta rodaba bellísima y yo soy un tipo suertudo. Aposté cinco pesos al 36, al pleno. Perdí, por supuesto. Aposté de modo más estratégico: a la docena, a la columna, a la cuarta, aquí, acá. Diez minutos después me había quedado en cero. Los demás peleaban contra las maquinitas. Al Flácido le iba bien. Yo les dije que me iba a dormir y salí derrotado del casino. Pero no me iba, en realidad, a dormir. Me iba al hostal a ver si la boliviana seguía leyendo, solita y vulnerable. Pero cuando llegué, la vi conversando con un danés, o ucraniano, o belga, un tipo rubio y alto, en fin – pero de todos modos un imbécil desesperado como yo – y ella le sonreía. Saludé como si no me importara nada y me fui a dormir de picado.

            Me tiré encima de la cama y me quedé dormido así, vestido y ebrio, con la certeza absoluta de que al día siguiente no nos iríamos a Buenos Aires. Además, pensaba, yo no estaba seguro de querer irme de un pique a Buenos Aires. Quería ir deteniéndome, conociendo. Quería conocer, sobre todo, Córdoba, y durante el día había estado convenciendo al Flass de que pasáramos allá unos días y sólo después llegáramos a la capital. El Flass se mostró entusiasta con la propuesta, pero el Flaco y el Carlo no querían transar. No era tan fácil empezar a compartir el viaje después de haber deambulado solo y decidiendo todo por mí mismo. No era fácil compartir gastos con ellos, que traían ahorros desde Santiago. No era fácil, tampoco, escribir en mi diario de viaje estando acompañado.

            Pero era fácil reírse.

            Reírse de todo, incluso de lo que no era fácil. Porque se puede conocer mucha gente en la vida, muchísimos personajes en el viaje de la vida, gente, gente y más gente. Pero al parecer, descubría entonces, totalmente ebrio y derrumbado sobre una almohada ajena, sólo es posible reírse de todo con los amigos de siempre. Con los alegres y borrachos amigos de siempre.

            Y de paso, con el Quinto Beatle.

 

 

Para leer las crónicas anteriores, puedes entrar a los siguientes links:

 

Primera entrega: http://localhost/carcaj_archivo//2013/06/apatapela-cronicas-sudamericanas/

Segunda entrega: http://localhost/carcaj_archivo//2013/07/apatapela-la-ruta-continua/

Tercera entrega: http://localhost/carcaj_archivo//2013/08/apatapela-seguir-contando-cuentos/

Cuarta entrega: http://localhost/carcaj_archivo//2013/09/apatapela-siguiendo-los-pasos/

Quinta entrega: http://localhost/carcaj_archivo//2013/11/apatapela-mi-aventura/

Sexta entrega: http://localhost/carcaj_archivo//2013/12/apatapela-leyendo-junto-al-rio/

Séptima entrega: http://localhost/carcaj_archivo//2014/01/nadar-a-contracorriente/

Octava entrega: http://localhost/carcaj_archivo//2014/02/robando-melodias-a-la-guitarra/

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