29 de junio 2010

Los viajeros en el vagón

En torno a Las Mujeres de Ravensbrück.

Cuando Primo Levi analizaba los signos pasados, presentes y futuros de su experiencia en los campos de concentración nazi en ese libro impresionante, oscuro y optimista llamado Los Hundidos y los Salvados, insistía constantemente en la idea de que él mismo y los sobrevivientes no podían ser buenos testimoniantes de lo ocurrido, o al menos no los mejores. Levi, tomando la voz por el otro –las muertas, los gaseados, los musulmanes–, intentando comprender a la administración alemana, en unido acto lleno de ética y sinceridad intelectual, dice: “Busco, una vez más, una lógica que no es la mía”.

Esto se publicaba en italiano en 1989, a dos años de su muerte, en un supuesto suicidio sin nota alguna.

Después de tantos años pasados y con los límites que implica la distancia de la cultura europea con nuestras realidades, tras los suicidios o muertes de muchos sujetos que vivieron los campos de concentración y con todas las mediaciones, en su mayoría altamente sospechosas, por parte de los grupos massmediáticos judíos que acabaron por trivializar dichas experiencias (representando escenas torpes como aquella donde una niña se teñía de rojo-esperanza en La Lista de Schindler) hablar sobre estos temas se hace mucho más complejo que olvidarlos. Lo más lógico sería buscar un nexo real, algún elemento que permitiera realizar aquello que Hannah Arendt llamó “sacar la imaginación de visita”, para reinventar desde algún punto y desde nuestra propia experiencia o narración los testimonios ajenos, a fin de evitar su petrificación.

Vi a un violinista tocar la melodía llorona de La Lista de Schindler en un vagón del Transantiago, pidiendo dinero a cambio, pasando apenas entre los usuarios. También vi gente apretada como animales de carga en los carros del metro que cruza subterráneamente la ciudad y pensé, y sigo pensando, que siete de cada diez viajeros habían votado por una administración de derecha esclavista. Vi esos mismos vagones en gobiernos similares, igual de brutales o peores en metros de México y en las terminales de llegada en Buenos Aires, todos gente de la provincia vomitada como animales desde las puertas de los trenes, llegando a Capital a las ocho de la mañana, apretados contra los vidrios como si fuera algo cotidiano. Vomitados por el vagón. También vi las líneas y los rieles de esos trenes e imaginé la corriente pasando como un flujo continuo y sobre cuyos pasillos y vagones, afiches celebrarían el bicentenario de Latinoamérica.

Lo anterior podrá parecer una exageración, pero el mismo Levi, antes de 1987, se proponía como objetivo responder la que le parece la pregunta más apremiante de todas: “¿Hasta qué punto ha muerto y no volverá el mundo del campo de concentración así como han muerto la esclavitud o el código de los duelos? ¿Hasta qué punto ha vuelto y está volviendo? ¿Qué podemos hacer cada uno de nosotros para que en este mundo preñado de amenazas, ésta, al menos, desaparezca?” Realizando estos cuestionamientos y sobre el concepto del musulmán –una suerte de muerto vivo del Lager, sin lenguaje y atrofiado de toda capacidad de memoria, testimonio o reflexión– es que Levi nombra a Lidia Rölfi. Levi explica que solo en el campo de concentración de Ravensbrück se usaba un término diferente, o más bien dos, para nombrar a esta novísima forma del horror. En Ravensbrück se les llamaba Schmutzstück y Schmuckstück, respectivamente “inmundicia” y “joya”, dice Rölfi en boca de Levi.

Aquí es donde comienza un nuevo diálogo suspendido, fantasmal, acá es donde la imaginación sale de visita.

Las Mujeres de Ravensbrück

Lidia Beccaria Rölfi es la primera y más sólida testimoniante del libro Las Mujeres de Ravensbrück, primera traducción al español publicada por Editorial LOM que reúne una serie de testimonios escritos y orales de un conjunto de mujeres que pasaron por la experiencia del campo. Si los cuerpos testimoniales son limbos interpretativos –como dijera Beatriz Sarlo en Tiempo Pasado–, si los testimonios son fragmentos de un juego coral dispuesto siempre a los vaivenes y cambios del tiempo y de quienes actúen como jueces del presente, Las Mujeres de Ravensbrück corresponde a una excepción total dentro de la excepción de los campos: dicho Lager fue el único habitado solamente por mujeres.

Es por ello que los testimonios de este libro pueden nombrar elementos nuevos en el horror, elementos apenas rozados por los textos y reflexiones de una autoridad como Levi, situaciones tales como la experimentación con bebés y cobayas humanas, o las “políticas” nazis vinculadas al casi innombrado caso de los embarazos y nacimientos en los campos de concentración; detalles enfocados desde el punto de vista de la intimidad femenina o la participación y responsabilidad de empresas que hasta el día de hoy nos proveen de electrodomésticos como es el caso de Siemens, fábrica que junto a muchas otras –con responsabilidades olvidadas en función del bienestar económico alemán de postguerra– participó de la maquinaria asesina que utilizó a humanos como pieza e insumo industrial a modo de eliminación productiva. Siemens tenía sus inmensas instalaciones industriales a un costado de Ravensbrück, Lidia supo que llegar ahí era una de las pocas formas de sobrevivir. Así lo hizo, y así nos lo cuenta.

Es por todo lo anterior que este libro es fundamental, entre una constelación de textos que han logrado permanecer al margen de una serie de políticas de memoria bastante dudosas, y se suma a obras importantísimas y fundamentales como las de Primo Levi, Mauss de Art Spiegelman, Noche y Niebla de Alan Resnais, o los trabajos académicos de Jean Louis Deotté o Andreas Huysen. La mayoría, trabajos que utilizan aquello llamado por Levi la materia prima de la indignación, pero no como aullido de dolor, sino como medio para racionalizar y comprender las pavorosas dinámicas sociales de los campos, herencia central de nuestras sociedades contemporáneas y sus dinámicas laborales, sociales, económicas.

Si bien parece exagerado sumar a Latinoamérica a dicha herencia por cuestiones de distancia o diferencia cultural, el concepto de lo humano bastaría para justificar una preocupación mundial alrededor de esta mancha tan notoria del siglo pasado. No es suficiente sino en la medida que estos textos nos sirvan para discutir políticamente situaciones que pueden parecer tan anodinas como ver a un músico tocando la melodía llorona de La Lista de Schindler en una micro y la emoción exacerbada de los viajeros que entregan una moneda al borde del llanto, sin notar el lugar donde están parados y toda la corriente que debió pasar por la historia y la sociedad para verse tan apretados y sistematizados y abusados como están. Rölfi o Levi, en sus testimonios, sintieron una necesidad constante de poner su caso como el más brutal y escabroso del siglo pasado y de la historia en general –el mismo Levi lo compara con la masacre indígena en la Latinoamérica de la Conquista donde, al menos, murieron sesenta millones en manos y pestes europeas, y por intensidad, factores temporales y tecnológicos usados, propone que el caso de los campos es peor–. El genocidio y los campos de concentración le corresponden mucho más a los herederos de esa historia, pues los conceptos “derechos del hombre, o lo humano” a pesar de ser extremandamente necesarios, corresponden a un concepto acuñado por su misma visión en tanto se origina tras la Revolución Francesa.

Así la revisión de Las Mujeres de Ravensbrück permite comprender, a través de la experiencia ajena, modelos que se replican en nuestros sitios, ya que no hay que ir muy lejos para encontrar un texto como El Informe Valech, sobre todo el capítulo V, correspondiente a testimonios de prisioneros y torturados políticos durante la dictadura de Pinochet. La aparición recurrente de los textos antes nombrados permite razonar, desde experiencias ajenas, por qué, por ejemplo, el mismísimo Ricardo Lagos planteaba en la introducción que al elaborarse aquellos informes parecía acabar un proceso. El diálogo fantasmal entre personajes como Levi y Rölfi –entre muchos otros– permite demostrar que no hay nada más estéril en torno a los horrores que permitir su petrificación Histórica, su conformación caricaturesca, su monumentalización, como el gesto nefasto de Ricardo Lagos. Por suerte y casualidad, he sabido que ya se están recopilando nuevos testimonios para seguir modificando el informe en sí, o al menos de ese modo se leía en la embajada de Chile en México hace un par de meses.

Resulta curiosa una escena de aquellos testimonios que  podrían ser el Diario (1953-1969) de Witold Gombrowicz, europeo brillante, al borde de la sofisticación y el absurdo, trasplantado en la Argentina de mediados del siglo XX. Ya bien entrado el año 1958, llegaba al entonces desolado paraje cultural de la provincia argentina de Tandil –que yo imagino similar al pueblo de Santiago –. Mientras razona que en la confusión de su vida, en ese caos de acontecimientos, ha advertido cierta lógica en el desarrollo de la tramas (cuando una idea llega a ser dominante, dice, empiezan a multiplicarse los hechos que la nutren desde el exterior) es cuando Witold se da de frente con un muro con una serie de inscripciones de tiza sobre piedras: <<LOOR Y GLORIA POR LOS MÁRTIRES DE NÜREMBERG.>>. ¿Un hitleriano en Tandil? ¿Y tan apasionado? ¿Después de tantos años? Este fanatismo, ¿dónde?…, ¿en Tandil?…, ¿por qué aquí?, se pregunta Gombrowicz.

Y así continúa la trama.

1 comentario

  • Un pequeño alcance a modo de correción. Se habla en el texto sobre la «provincia de Tandil», en realidad Tandil es una ciudad ubicada al sudeste de la Provincia de Buenos Aires, tiene su origen en el siglo XIX y fue producto del avance sobre el territorio desértico pampeano desplazando a los naturales para aumentar el suelo ganadero. Aún se conserva la zona del fuerte militar que dio origen a esta ciudad, localizada entre serranías lo que le da un toque particular a las extensiones ya descritas en libros como Martin Fierro, Don Segundo Sombra y el Inglés de los Güesos.
    Adrián Maile

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