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23 de abril 2019

Manuel Rojas y Díaz Eterovic: escrituras narrativas de la marginalidad social

por Carlos Dámaso Martínez

Ponencia presentada en las Jornadas sobre Manuel Rojas, organizadas en la Pontificia Universidad Católica de Chile /2018.

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En la narrativa literaria latinoamericana de los años 50, como se sabe, se produce una renovación de la novela. Estos vientos de cambios se anuncian en obras precursoras como el Adán Buenos Aires (1948), de Marechal; en Teoría del túnel (1947) de Cortázar, ensayo en el que propone renovar la novela haciendo confluir la prosa y la poesía. Y, entre otros logros novelísticos de la década, mencionaremos a La vida breve (1950) de Juan Carlos Onetti, Pedro Páramo (1955) de Juan Rulfo y Zama (1956) de Antonio Di Benedetto

La novela Hijo de ladrón (1951) de Manuel Rojas expresa también, al comienzo de esta década, en la narrativa chilena y latinoamericana, un cambio con relación al realismo tradicional y regionalista llamado en Chile “el criollismo”, imperante desde 1930. Obviamente, Rojas es un escritor que cuando presenta esta novela ya ha publicado poemas, cuentos y ensayos y logra con ella un mayor reconocimiento y valoración de la crítica.

En esta ponencia intentaré analizar la modalidad narrativa de su escritura y su visión, desde un renovado realismo, sobre la marginalidad y la pobreza en la sociedad chilena de su época. Aunque parezca arbitrario, al volver a leerla, la relacioné con el mundo narrativo de la novela La ciudad está triste (1987), de Ramón Díaz Eterovic, un escritor que se distingue con sus ficciones policiales y por su visión del ámbito marginal urbano de Santiago de Chile, dentro del llamado neopolicial latinoamericano. Sin embargo, salvo su primera novela (Argentina, EDUVIM, 2010) es dífícil conseguir sus libros en Buenos Ares.

Empecemos por Rojas. Si bien el narrador principal de Hijo de ladrón lo hace en primera persona, al avanzar en su lectura advertimos que esta novela presenta una estructura narrativa dialógica, que su historia se vuelve laberíntica, ya que en la aparición de un nuevo personaje se abre a una deriva con la narración de su historia. Vemos que así los diálogos se alargan y se convierten en un traer a la memoria el pasado y las experiencias de los personajes, como sucede en algunas novelas de Kafka. El viaje y el azar de la errancia del narrador y la de los protagonistas, ladrones y vagabundos, que va conociendo en su periplo por el territorio cordillerano y chileno se convierte en una sugestiva aventura. Es lo que sucede, por ejemplo, en su encuentro con un un hombre no tan andrajoso como él y que usa anteojos. Se saludan, y deciden juntos cruzar caminando la frontera cordillerana para pasar a Chile. Mientras lo hacen, hablan y se cuentan sus historias de vidas. El de anteojos le narra su viaje hasta Punta Arenas, su trabajo de improvisado policía en ese lugar, sus días en Buenos Aires y su regreso a Chile. A su vez, Aniceto Hevía, el narrador, el alter ego de Rojas, le cuenta sobre su experiencia en Buenos Aires, ya que este escritor nació en esa ciudad y luego vivió siempre en Chile.  Fue en Argentina donde Aniceto sufrió la disolución de su vida familiar, primero la muerte de su madre y luego la detención de su padre por un robo, a quien le apodan el Gallego (personaje tomado, según Rojas, de la existencia de un vecino de su casa en Buenos Aires). Es notable cómo las temporalidades de los sucesos narrados van cambiando y se despliegan como una serie de frecuentes racontos. Ya desde un principio, la novela enuncia que su modo de narrar será la rememoración de las andanzas de su narrador protagonista hasta situarse en el lugar en que se encuentra: la Cárcel.

¿Cómo llegué hasta allí? Por los mismos motivos que he llegado a tantas partes.

Es una historia larga y, lo que es peor es confusa. La culpa es mía; nunca he podido pensar como pudiera hacerlo un metro, línea tras línea (…), y mi memoria no es mucho mejor, salta de un hecho a otro (…)  [1951] (2016: 9)

Rojas en esta novela focaliza, como en casi toda su narrativa, el espacio del delito, la pobreza, la vida errante y la discriminación social de los personajes que viven en esa situación. En este aspecto, como Roberto Arlt lo hace en su narrativa, maneja con pericia la oralidad de esos ámbitos y utiliza con cuidada discreción en su escritura ciertos localismos del habla popular chilena, lo que vuelve a su relato verosímil y eficaz. Aunque en los diseños de los personajes marginales se diferencia de la mirada más expresionista que Arlt instrumenta en sus cuentos, como en “Las fieras” (1928). En Rojas, observamos que se distingue por una visión más fraterna sobre los ladrones, los vagabundos y los presos en la cárcel. Por ejemplo, la relación solidaria del inspector de policía chileno Victoriano con el carterista el Manco Arturo, que tenía un solo brazo y pierde una pierna bajo las ruedas de un tren, cuando después de un robo el inspector lo persigue. Victoriano es un policía sensible que trata de conocer a los ladrones, “saber qué tipo de hombres son…” (p. 27). Vitoriano, en su razonamiento culposo, llega a descubrir que los delincuentes, los ladrones “eran, a pesar de todas las diferencias, todos hombres, que aparte de su profesión, eran semejantes a los demás…”. (P. 28).

En su libro póstumo Los casos del comisario Croce (2018), Ricardo Piglia elige poner un texto preliminar de Marx (1857) sobre la productividad de la profesión del delincuente en la sociedad, visión que pareciera concordar con la idea que se plantea en esta novela. El autor de El capital, afirma irónicamente, que “el delincuente produce no solamente delitos; produce, además, el derecho penal y, con ello, (…)  “a toda la policía y la administración de justicia: comisarios, jueces, abogados.” Y, asimismo, “arte, literatura, novelas, tragedias.” (2018:7).  En este sentido paradojal, para Marx, el delincuente ejerce una profesión más. 

Otros aspectos valorables de la novela y su modo de expresar desde un realismo innovador –el empleo del discurso indirecto libre, una coralidad de distintas voces, los vaivenes de espacios y tiempos–  se destacan en pasajes ficionales que reelaboran experiencias autobiográficas de cuando Rojas es muy joven, como el cruce que realiza el personaje narrador de la cordillera a pie (2016:47- 68); su trabajo por un salario miserable en el ferrocarril trasandino en plena cordillera, donde padece del frío, del viento devastador y la nieve. También en la secuencia donde ya sin trabajo y muy enfermo participa involuntariamente en una manifestación obrera que es reprimida con extrema violencia por la policía en el puerto de una ciudad chilena, la que por algunas descripciones y sutiles sugerencias puede inferirse que es Valparaíso. (pp.116-146).

Digamos, que hay tramos conmovedores en esta narración donde la exclusión social pone en evidencia el estigma de ser hijo de un ladrón; la marginación biopolítica del cuerpo enfermo (descripta por el que la padece en un capítulo excepcional (pp.105-112); la desocupación; el hambre, la desigualdad y la condición de migrantes, de distintas nacionalidades de la mayoría de sus personajes (tanto los que trabajan en el Ferrocarril o, como  los que duermen en las caños en la ciudad y en las calles de Buenos Aires y en Chile).

Estos personajes se desplazan por el territorio del Cono Sur latinoamericano, como seres “radicantes” (concepto de Nicolás Bourriaud para los sujetos artistas migrantes contemporáneos quienes no tienen raíces y en sus desplazamientos continuos van echando raíces) que no encuentran donde ubicarse y solo les queda realizar un viaje continuo y azaroso sin ninguna posibilidad de esperanzas e integración. Sobresalen entre estos protagonistas, El filósofo y Cristián, con quienes el narrador entabla una amistosa y solidaria relación. Por otra parte, la vida en la cárcel muestra cómo la identidad de los delincuentes, no se define por sus nombres, sino mediante sus apodos y. además, la necesidad de tener una nutrida historia de sus delitos, para ser reconocidos y considerados por sus pares y la policía en ese ámbito heterotópico. Sin duda, esos personajes son hombres de “vida desnuda” convertidos por la biopolítica y su normativa en “sujetos abyectos, como dirían Georgio Agamben y Judit Butler.[1]

Rojas delinea fluidamente su escritura en esta gran novela de la narrativa chilena, una escritura que es precisa, punzante y que traza los espacios de la marginalidad con un predominio visual, incluso, en la representación de las playas y zonas portuarias chilenas, en los conventillos, en los bares y en la constante intemperie en la que ellos habitualmente se mueven. Podría decirse, además, que su estilo escriturario se asemeja a esa levedad, que Italo Calvino señaló que existe como singularidad estilística en la escritura narrativa de algunos escritores del siglo XX (1996).

Ramón Díaz Eterovic, el otro escritor que consideraremos en esta exposición, publica La ciudad está triste, su primera novela policíal, en 1987. La dictadura de Pinochet, aunque agoniza, sigue vigente hasta 1990. Por cierto, esta novela se desarrolla en el contexto político y social de esa larga “tristeza” dictatorial. Como ha señalado Fernando Moreno, se inscribe en esa tendencia de “la novela chilena de las últimas décadas marcada por la presencia y el sello de un referente histórico ineludible. El golpe de estado de 1973 y la dictadura instaurada.” (2003: 253).

 Las claves de la renovación del policial latinoamericano de los años setenta y ochenta son el aire nuevo o innovador que se respira en las páginas de La ciudad está triste. Al escritor mexicano asturiano Paco Taibo II, ya desde 1970 y, al escritor cubano Leonardo Padura (desde 1987), se los reconoce como los que denominaron “neopolicial latinoamericano” a esta modalidad del género. Después del policial de enigma clásico llevado a cabo por Borges y Bioy Casares, el modelo de la novela negra (Hammett, Chandler y otros) va a predominar –con cambios y nuevas estrategias discursivas– en la producción del género hasta el comienzo del nuevo siglo en Latinoamerica. Si bien los géneros cambian en el desarrollo histórico y social, algunos núcleos de su memoria, como señala Bajtin (1982: 248-293), permanecen y en cada contexto se les agregan nuevos aspectos que permiten su renovación. En este sentido, una característica básica que hoy podemos reconocer como principio constructivo predominante en la narrativa neopolicial es la existencia de una visión ética y crítica, la que sin pertenecer a este género ya pudimos observar en la novela de Rojas. Y, justamente, esta visión se aprecia en la mirada crítica sobre la marginalidad social de la ciudad de Santiago de Chile que tiene el narrador, el detective Heredia, en La ciudad está triste y en la mayoría de las novelas que Diaz Eterovic publica en las últimas décadas. La marginalidad en sus narraciones es urbana y próxima a la zona del río Mapocho, situada cerca de la oficina y vivienda del detective narrador. Es un espacio lúgubre, donde viven pobres como el mismo Heredia y circulan ladrones, vagabundos y existen bares como el Zíngaro, descripto como “un atolladero de humo, ruido y borrachos.” (p.43). En la mayoría del neopolicial latinoamericano, el escenario de las grandes ciudades latinoamericanas es presentado en su complejidad multicultural, donde existe una gran desigualdad social, y en la que también prevalece el accionar violento del narcotráfico y la corrupción política propias del neoliberalismo.             

El caso que investiga en esta novela Heredia es el de la hermana de la joven Marcela Rojas, llamada Beatriz y estudiante universitaria que ha desaparecido misteriosamente en ese contexto de estado de excepción impuesto por la dictadura. Paralelamente a la investigación de este detective particular, se va delineando su perfil, sabemos que vive en un departamento humilde, que le gusta beber copiosamente, pero intenta ser moderado cuando trabaja y casi siempre anda escaso de fondos. Es un antihéroe que se convierte en un detective heroico a lo largo de la zaga de las novelas clásicas del género negro posteriores de este escritor chileno. Paso a paso, Heredia va encontrando las pistas que lo llevarán a esclarecer esa desaparición y la de un compañero de estudios de ella, Fernando Leppe. Lo hace solo y en los momentos más necesario recurre a informantes amigos, como a Poni, que le consigue información de los servicios de la represión dictatorial (p. 43) y, en las situaciones de peligro, cuenta con la ayuda del policía Dagoberto Solis.

 En La ciudad está triste, Díaz Eterovic como es usual en la narrativa neopolicial latinoamericana, construye una trama criminal a través del desarrollo de la investigación de un delito, en este caso el de la desaparición de una joven estudiante, hecho que revela los vínculos con el poder político y, particularmente, con los “grupos de tarea” de la represión de la dictadura pinochetista. Pareciera narrarse un “crimen perfecto”, ya que el lector descubre las estratagemas a las que recurren el Estado dictatorial, para que sus crímenes no sean visibilizados. Como en todo relato policial, hay una búsqueda de la verdad de los hechos delictuosos, pero, paradójicamente, éstos resultan mostrados en las formas de su ocultamiento. En una de sus reflexiones, el detective Heredia afirma que “el poder avasallaba la verdad y yo tendría que enfrentarme con ese poder” (p. 37). No olvidemos que Gramsci ya decía que detrás de todo crimen hay alguna responsabilidad del estado (1961).

Como la literatura testimonial, que ha aportado a la recuperación de la memoria de los crímenes de lesa humanidad y la violación de los derechos humanos en la historia política más reciente, la novela neopolicial, desde la ficción, en la tradición ética de la novela negra, también lo hace. Sin duda, es una de las formas de la narrativa actual que permite ahondar en la compleja relación ficción – realidad, la que siempre ha sido objeto de debates estéticos.

El desenlace de novela de Díaz Eterovic se torna intensamente violento. Heredia llega a descubrir al médico Beltrán que colabora con los represores de la dictadura. Después aparecen tres matones del grupo represor y serán quienes ataquen violentamente al detective Heredia. No contaré el final en detalles, pero es necesario decir que Heredia se defiende a tiros y logra averiguar dónde puede hallar a Maragaño, el jefe de los asesinos, que ha matado a los dos desaparecidos. Con un final a toda orquesta, en el cabaret de lujo “Dos dedos”, Heredia y su amigo el policía Solís, encuentran a Maragaño y a cuatro de sus guardaespaldas, se enfrentan a balazos con ellos y, enseguida de incendiar el cabaret con dos molotov, terminan eliminándolos. Podría decirse que es un desenlace de justicia por mano propia, lo que me hizo acordar del final de la novela Estrella distante (1996) de Roberto Bolaño. En ella, Romero, el excomisario de la época de Allende, ejecuta secretamente al poeta aviador y asesino de la dictadura Carlos Wieder. Creo que una interpretación posible de estos desenlaces tiene que ver con el contexto de la dictadura de Pinochet, que terminó sin juicios ni condenas de los responsables de sus crímenes de lesa humanidad. La ficción y las convenciones de la novela neopolicial tal vez pueden llegar a cubrir con sus artificios de ficción esas faltas o ausencias que se dan en la realidad.

Por último, para señalar la continuidad del mundo novelístico de Díaz Eterovic, me referiré a la novela El color de la piel (2003). Allí sigue Heredia, el detective narrador, ya vive con el gato Simenon, especie de Watsson acompañante. En la investigación de Heredia hay otro desaparecido. Esta vez es un peruano, a quien el detective ha conocido en otro bar, El Audaz, parecido al Zíngaro, donde concurren inmigrantes peruanos. La presencia de ellos y también la del cartonero Encina son sujetos que se suman a esa zona urbana de la marginalidad social en Santiago de Chile. Por otra parte, como alguna vez dijo Juan José Saer (1999: 159), esta forma del policial negro se manifiesta como un nuevo “realismo crítico”, que se me ocurre podríamos llamar también “neorealismo.”

Tanto Rojas, como en otro momento de la literatura chilena Diaz Eterovic, son dos escritores que, desde de ´diferentes modalidades del realismo narrativo, han creado en diversos contextos históricos una visión ética y cuestionadora de la exclusión social contemporánea. En el mundo de Rojas la pobreza extrema, el hambre, el espacio heterotópico de la cárcel, de la realidad chilena en las décadas de los años treinta en adelante, una situación que se vive de manera semejante en casi toda América latina en esas circunstancias de crisis económica y en el marco de la guerra y posguerra mundial. Obviamente, en las distintas  novelas posteriores –que son varias– a La ciudad triste que publica Ramón Díaz Eterovic se recorren narrativamente los dramas y las problemáticas intensificadas de la marginalidad, la desocupación, la violencia política, el genocidio de las dictaduras militares, las luchas  por la libertad, por recuperar los estados de derecho, la marginación y la discriminación social, los triunfos y derrotas de esos enfrentamientos y grietas sociales e ideológicas del mundo contemporáneo que atraviesan el fin del siglo XX y estas dos décadas últimas en Chile y, principalmente, en los países latinoamericanos. 


[1] Judith, Butler. “Detención indefinida”, en Vida Privada, El poder del duelo y la violencia. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2006. Giorgio Agamben, Lo abierto, Bs. As., Adriana Hidalgo, 2007.


Bibliografía

Manuel Rojas

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(1946). Es escritor y Doctor en Letras (Universidad Nacional de Córdoba) y ha publicado una decena de novelas y libros de cuentos, entre los que se puede mencionar: “Emoción violenta”, “El otro tiempo” y “El descbrimiento”.

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