03 de octubre 2012

Memorias de un niño aristócrata del siglo XX

Héctor Orrego Matte tenía unos diez años cuando llegaron a Chile los efectos de la catástrofe económica de 1929. Su familia, dice, no sufrió la crisis, pero él percibió que las calles de Santiago se llenaron de cesantes de las salitreras del norte. “Se les veía por todas partes, deambulando por las calles, andrajosos, a veces familias enteras mendigando. Las mamitas nos decían: “Si no se portan bien van a venir los cesantes y se los van a llevar”. Las mamitas, eran las nanas, que en aquél  tiempo abundaban en las casas de la aristocracia chilena ocupando alas enteras de los caserones.

El autor está emparentado con una de las familias más poderosas de Chile los Matte. Pero el cirujano e investigador (miembro del Royal College of Physicians and Surgeons of Canadian) no siguió los pasos de sus primos empresarios, sino los de su padre, Héctor Orrego Puelma, distinguido profesor de medicina. Eso sumado a diversas influencias de tíos y tías que lo introdujeron en la lectura de los clásicos y de la filosofía, además de su acentuado sentido de la observación, lo llevaron por un camino que en los años 70 le significó un largo exilio en Canadá.

Por sus ancestros, Orrego Matte es un testigo privilegiado de una época y del quehacer de una clase social. Mis años de aprendizaje, publicado por LOM en 2010, lo escribió cuando tenía 84 años, sin mayor pretensión que mostrar lo que era el entorno de un chico de situación más que acomodada a comienzos del siglo XX. Lo que relata, según admite, “es la historia de las cosas que por alguna razón, editadas o no, se guardaron en mi memoria”.

Son esas cosas las que fluyen libremente. El autor de otras tres publicaciones no científicas describe con minuciosidad los territorios físicos y espirituales por los que transcurre su niñez, sin perder de vista  un contexto más amplio que el habitado por él y su familia. El lector se introduce así en un mundo fantástico y complejo donde es posible atisbar ciertas costumbres y rituales de las familias tradicionales chilenas, algunas de las cuales sus herederos han conservado intactas. Usar la cesantía como un cuco permanente, por ejemplo.

Notable es el retrato del abuelo Domingo Matte, en cuyo fundo de Buin veraneaba el clan (años 20 y 30 del siglo pasado): “Era un hombre alto, de distinguido aspecto, una cara de profunda inteligencia, despejada, unos ojos penetrantes que traspasaban al interlocutor”. Ese abuelo leía el Times que le llegaba en barco con retraso de entre tres a cinco meses, por lo cual “muchos de sus brillantes comentarios se referían a un pasado que ya era obsoleto, que incluía declaraciones de guerra que ya habían terminado o exploradores perdidos que ya habían sido encontrados”. No era la única peculiaridad del patriarca: cada vez que cumplía años entregaba a los pequeños nietos unos misteriosos sobres, dentro del cuales había un billete de cien pesos, suma de dinero con la cual se podía comprar muchos juguetes, incluso una bicicleta. “Nada más, ninguna explicación, ni una frase de cariño o de saludo, solo el prágmático y bienvenido billete”. Nadie, cuenta el autor, se hubiera atrevido a cantarle el happy birthday.

La vida citadina también estaba llena de aventuras. Los primeros seis años del narrador trascurrieron en pleno centro de Santiago, en la casa paterna ubicada en Agustinas; más tarde la familia se trasladaría a Phillips y las calles de la ciudad se constituirían en una especie de extensión del departamento que habitaba. El feliz vagabundo, como se describe, se hizo amigo de los fotógrafos de cajón de la Plaza de Armas, de los jardineros, los ascensoristas y los cuidadores de edificios; asistió a funerales y matrimonios en la Catedral, observando en solitario las “curiosas” costumbres de pobres y ricos. También el campo, escenario de veraneos y vacaciones en compañía de su innumerable familia, da pie a observaciones agudas y no exentas de humor de un pasado lejano el cual, no obstante el paso del tiempo, a ratos pareciera seguir inmutable.

De la mano de sus padres acudía al teatro y al cine para ver películas que en la adultez considera vergonzosamente imperialistas: “En el Chile de los años 1930, la mayor parte del pequeño grupo que se autodenominaba el de la gente educada, aceptaba el imperialismo europeo y norteamericano como algo totalmente lógico y moral”, escribe. “El que los países superiores poseyeran nuestras industrias, nuestras minas y el que en forma más o menos subrepticia manejaran nuestra política y nuestra organización social, no los inquietaba”.

La informada y crítica mirada del autor acerca de los hechos que describe –sumando los recuerdos de niñez, al tamiz del adulto que observa setenta años después– marca una diferencia brutal entre esa infancia de ensueño y la realidad que luego puede conocer. Cito, al respecto, un pasaje acerca de las vacaciones del protagonista ya adolescente, en la hacienda Pirihueico –lugar donde ocurrirían la sangrienta y hasta ahora no del todo aclarada  revuelta de Ranquil– de propiedad de uno de sus abuelos (Juan Antonio Orrego).

Uno de los fundos que constituían la hacienda había sido heredado por su abuela Teresa Puelma Tupper, de su padre magnate del salitre. Este la había adquirido a Manuel Bulnes, quien habría recibió las tierras otrora pertenecientes a mapuches, lefquenches y huilliches (¡180 mil hectáreas!) como recompensa por haber “pacificado” la Araucanía (a fines del siglo XIX). Orrego, quien dice no estar seguro de la verosimilitud de la historia, escribe: “El pretexto para apropiarse de los terrenos indígenas fue que los que habían vivido cientos de años en ellos no tenían registro de sus propiedades”. Parte del territorio fue devuelto a sus originales dueños a instancias del Presidente Carlos Ibáñez. Pero la escasez del terreno y la disputa del territorio con colonos recién llegados detonó el levantamiento de los campesinos mapuche contra los aparecidos (1934). Cuenta el autor que los carabineros enviados a terminar con la revuelta campesina, comandados por el general Humberto Arriagada Valdivieso,  tomaron 477 prisioneros y de ellos llegaron vivos a Temuco solamente 23. http://www.mapuche-nation.org/espanol/html/articulos/art-59.htm

Claro que nada de eso se comentaba en la familia. “Aparentemente ninguna tragedia enturbiaba mi felicidad. Yo solo disfrutaba de la increíble belleza de los cuatro fundos que había heredado mi abuela”.

¿Qué hizo de aquél niño, que aparentemente vivía en el ensueño, el adulto crítico y librepensador que era al escribir este libro? Es la pregunta que se hizo el autor al comenzar a escribir el libro y que intenta respondernos a través de un recorrido sensible e inteligente.

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