19 de octubre 2011

Monty Brogan va arriba de un tren

Monty Brogan va arriba de un auto, junto a su padre, en dirección a la cárcel. Está viviendo sus últimos minutos de libertad, antes de entregarse y comenzar otra vida. Una vida de 7 años en prisión. Y justo antes de eso, cuando va arriba del auto y le duele la cara porque se acaba de golpear con sus amigos, su padre comienza a contarle una historia. O una posibilidad.

Y esa posibilidad es esta: que no se detengan en la cárcel, que sigan de largo. Que él, Monty Brogan, el protagonista de “La hora 25” –una de las mejores películas de Spike Lee–, comience una nueva vida, con otro nombre, con otra historia; una que se invente él, lejos de su pasado como traficante de drogas, lejos de todas esas heridas que lo han marcado.

Desaparecer.

Y luego de muchos años, de otra vida, volver a aparecer.

Entonces, esa idea queda ahí, dando vueltas, mientras vemos en la pantalla los créditos y no sabemos muy bien qué pensar.

Y ahora, después de leer Leyendo a Vila-Matas, la segunda novela de Gonzalo Maier (30), uno queda con esa misma idea, ahí, dando vueltas.

¿Habrá visto, Maier –el protagonista de la novela-, la película de Spike Lee?

¿Sabrá Maier –el protagonista- que Spike Lee filmó una escena que podría ser parte de su vida?

***

Leyendo a Vila-Matas podría ser, fácilmente, en las manos de otro autor, de un autor más serio, por ejemplo, un libro insoportable. Una novelita acerca de una pareja de chilenos que vive en Bélgica, que son medianamente exitosos, que tienen un hijo, que escuchan a Yo la tengo y que leen a Vila-Matas.

Pero, por suerte, esta historia no está en manos de un escritor serio. O, mejor dicho, de un escritor que se toma en serio, porque Leyendo a Vila-Matas tiene la virtud –y qué virtud- de narrar esta historia con mucho humor y levedad, con el tono de quien ha escuchado, visto y leído demasiadas historias de amor, y que sabe que para hacer una que valga, a esta altura, la pena, debe obviar eso: la seriedad. Y tener conciencia de esto: De que en las historias de amor, curiosamente, no hay amor, como dice, en algún momento, el narrador de esta novela: Maier. Un chileno que quiere ser escritor, que publicó, hace diez años, una novela de la cual prefiere no hablar y que ahora, al comienzo del libro, está arriba de un tren en dirección a Barcelona pues va a entrevistar a Enrique Vila-Matas, uno de sus autores preferidos.

De eso trata, en pocas palabras, Leyendo a Vila-Matas. Pero es una trampa, claro. Esta novela, que tiene 90 páginas, que está escrita con una prosa que fluye con demasiada facilidad, pues las comas están bien puestas, apela a ese mundo en el que la literatura asume algo que, desde este país, habíamos olvidado casi por completo: que la literatura puede ser un juego y que no por eso las emociones van a ser menores.

Jugar también es algo serio. Y eso, Gonzalo Maier –autor- lo tiene muy claro.

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No hay pretensiones en esta novela. No las puede haber porque el narrador –cuya voz recuerda al mejor Saul Bellow o al mejor Woody Allen y no al mejor Vila-Matas, necesariamente- va arriba de ese tren y cuenta sus historias en las que hay un atisbo de ese muchacho que publicó una primera novela sin éxito, es decir, atisbos del fracaso en el que se formó Maier.

Quizás sea bueno decir, a esta altura, que Gonzalo Maier –autor- ha querido optar por la autoficción como parte del mismo juego literario en el que se inserta la novela. Juego que llega a uno de sus mejores momentos cuando la Niña poste –esa alemana que está sentada a su lado, en el tren- le cuenta su propia historia de amor. Una historia en la que hay dos científicos algo desquiciados, un videojuego y sexo, claro. Una historia que funciona como punto de fuga, pues el juego ahí se vuelve más confuso –más delirante, de hecho-, mientras Maier va pensando en Paz –su mujer- que se quedó en Bélgica y que lo llamó para decirle que su vecino –un egipcio vigoroso- olvidó las llaves y que se quedará con ella, que dormirá en el sillón.

Mientras la Niña poste continúa con su relato del videojuego y de sus amores desquiciados, Maier piensa en Paz, en el egipcio, en su hijo, en cómo la infidelidad se consumará tan fácilmente ahí, en su propio departamento.

Maier se volverá paranoico y le contará a la Niña poste acerca de su vida junto a Paz, de cuando se conocieron en Valparaíso, cuando encontró, en la pieza de ella, por primera vez, un libro de Vila-Matas.

Ahí, en ese relato, Maier se dará cuenta de que está viviendo una historia de amor. Que la vida junto a Paz es eso. Y también se dará cuenta de que siempre ha querido, también, vivir otra vida. Convertirse en Bartleby, el protagonista del famoso relato de Herman Melville, y decir: preferiría no hacerlo.

Maier convertido en un personaje de Vila-Matas. Maier convertido en el estudiante que protagoniza esa bella novela de Georges Perec llamada Un hombre que duerme. Ese estudiante que un día decide no levantarse, no ir a rendir un examen a la universidad y comenzar a ser otro.

Arriba de ese tren, Maier se dará cuenta de que quiere –que siempre ha querido- eso: desaparecer. Y que justamente por aquella sensación ha tenido una cercanía tan especial con los libros del autor de Bartleby y compañía, un escapista profesional o un creador de personajes que siempre hacen eso: escapar.

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Hay dos momentos claves de la novelas. Y uno es éste: Maier recuerda sus años de periodista, cuando trabajaba en la revista Qué Pasa y conoció a Andrew, otro joven periodista que le cuenta esto: que cuando una vez lo enviaron a reportear a Nashville, le pasó por la cabeza esa idea. Ahí, en un terminal de buses en la ciudad, pensó en qué pasaría si en lugar de volver a Chile, simplemente se subiera a otro bus, uno cualquiera, y comenzara otra vida. Como los personajes de Vila-Matas, como el personaje de Perec, como la historia que su padre le cuenta a Monty Brogan mientras van rumbo a la cárcel.

Y luego, el joven periodista, dice: “No sé si me arrepienta, Maier, pero cuando sea viejo y esté en un hospital de mierda esperando la muerte, me voy a preguntar qué crestas hubiera pasado si me hubiera subido a cualquiera de esos buses. De eso no tengo la más mínima idea”.

***

El otro momento clave, quizás el más emotivo de la novela, ése cuando nos damos cuenta de que Maier ha logrado construir un personaje entrañable –un personaje paranoico, inseguro, perdedor o demasiado cercano a la idea del fracaso-, es cuando comienza una digresión acerca de su abuela, de la muerte de su abuela, allá lejos, en Santiago. Y ahí, en esa digresión –una de las muchas que hay en la novela y que se agradecen, claro-, Maier –el personaje- deja ver una grieta de su vida y todo se desmorona. O, mejor dicho, todo comienza a calzar. Porque su abuela ha muerto, pero él no lo entiende, porque no hay cuerpo, no hay fotos, y Maier pensará en su padre, en su abuelo, en esos hombre de su familia que fueron abandonados por sus mujeres cuando nadie lo pensaba, cuando llevaban muchos años de casados, cuando eran adultos, con una vida hecha, demasiado hecha.

Es el miedo, entonces.

Leyendo a Vila-Matas es una novela sobre el miedo a quedarse solo. A que de pronto, cuando nadie lo espera, te abandonen y no sepas qué hacer con tu vida, con eso que pensaste que jamás se acabaría.

Ahí, en ese momento, Maier se muestra frágil, demasiado frágil y uno entiende ese deseo por escapar. Porque aunque al final Maier se compare con esa bella imagen del esquimal que sube a su bote, ya viejo, y se adentra en el mar, en silencio, sin que nadie se dé cuenta, para cazar por última vez, digo, porque aunque esté esa imagen de quien tiene todo bajo control –o quien se ha resignado de forma digna a que ahí viene el final-, sabemos que esto se trata de otra cosa, como ocurre con toda la novela, partiendo por el título; pues Vila-Matas en realidad no es más que la excusa para hablar de Paz, porque ella es los libros de él, sus historias, todo lo que ha conmovido y obsesionado a Maier a lo largo de su vida. Y quien lo ha llevado a escribir –y a vivir- esta breve pero intensa historia.

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