13 de enero 2014

Nadar a contracorriente

Nuevas líneas sobre un viaje que solo se extiende, Montero entre otras cosas nos relata el cruce de un río torrentoso en medio de árboles y montañas, que para algunos pudo terminar en desgracia, mientras que para nuestro aventurero solo justifica su apuesta por la desobediencia civil.

Los siguientes días en el Valle Grande fueron prácticamente iguales. Nos despertábamos tarde, cocinábamos alguna cosa, nos bañábamos toda la tarde en el río y yo jugaba un ajedrez tras otro con Santi. Conversábamos y discutíamos mucho de política y de otras cosas. Les interesaba sobremanera el movimiento estudiantil chileno por la Educación gratuita, y en ese tema nos pasábamos largas horas debatiendo. Cuando aparecía el silencio, yo armaba un tabaco y leía a Kerouac. Nati cebaba y cebaba el mate. Yo pensaba que esta rutina era lo más cercano a la felicidad.

Cuando ya se iba el sol y se acercaba nuestra segunda noche en el Valle Grande, descubrimos que no había más vino y Santi, Facu y Flo fueron a comprar. Yo me sentí mal porque no tenía ni un peso que aportarles. Me dijeron que no fuera boludo y se fueron. Nati y yo nos quedamos solos mirando el río y los colores del atardecer. Yo sentía que ella me miraba bastante, y evidentemente yo la miraba mucho a ella. Tal vez… aunque también era cierto que no teníamos, ni ella ni yo, a quién más mirar. Pero yo no me atrevía a dar ningún paso osado, por una parte porque ella era demasiado linda para mí, y por otra porque no sería muy astuto intentar algo y fracasar, teniendo en cuenta que nos podían quedar muchos días juntos en el Valle. Además, yo qué sabía cómo reaccionarían Santi y Flor si pasaba algo.

Así que los dos seguíamos mirando el río y los colores del atardecer en silencio. Recordé una especie de juego que le había enseñado una argentina a uno de mis muchachos de scout en un camping de Colonia Suiza, en Bariloche. Se trataba de responder cuatro preguntas: la primera, determinar qué sensación tendrías si estuvieras en una pieza completamente blanca, sin puertas ni ventanas.

– No sé – dijo Nati al cabo de un buen rato de pensárselo -. Desesperación, supongo.

– Desesperación, bien – dije yo -. Segunda pregunta: qué sensación crees que tendrías si estuvieras dentro de una gran masa de agua, un lago, o el mar, pero sin posibilidad de ahogarte. Sólo estás ahí.

– Euforia – respondió de inmediato.

– Dale, no te olvides de tus respuestas. La tercera, cuál es tu color favorito y por qué.

– Verde. Porque es un color como tranquilo… como sincero, no sé explicarlo bien.

– Y última pregunta: tu animal favorito y por qué.

– El caballo. Es como sabio y libre.

– Ajá.

– ¿Y para qué es todo esto?

– Ahora te explico. Se supone que la pregunta de la pieza representa lo que te produce la idea de la muerte. Es decir, desesperación. La segunda, la del agua, es lo que te produce el sexo. ¡Euforia! – y entonces se puso roja y sonrió -. La del color, representa cómo te ves tú a ti misma. O sea, tranquila y sincera. Y la del animal, es como quieres que te vean a ti los demás: sabia y libre como el caballo.

Nati se quedó pensando un buen rato en estas cosas y luego – lo juro – se acercó un poco – un poquito – a mí y empezó a contarme cosas de ella, cosas personales, y confesó que para ella el sexo era euforia, era libertad, y yo entonces me acerqué un poco – pero muy poquito – hacia ella y le dije que para mí también, que de hecho yo había respondido en la cuestión del agua eso, libertad, y entonces ella me miró y yo la miré sintiendo el corazón galopar como su caballo sabio y libre, y fue entonces cuando Nati me propuso que jugáramos ajedrez. Le dije que me parecía una excelente idea, mientras mi caballo comenzaba a trotar, a trotar cada vez más lento, hasta que se puso a caminar apenas y finalmente se echó en el suelo a pastar como un idiota.

Y terminamos jugando ajedrez. Y perdí el partido por mirarla más a ella que al tablero, o tal vez me hice perder, lo cierto es que no jugaba para nada bien y yo perdí, y cuando ya mi rey estaba botado y herido sobre el tablero de plástico y nos volvimos a mirar como si nos comprendiéramos, y como si al mismo tiempo no hubiésemos entendido nada, llegaron Santi, Facu y Flo dando grandes alaridos de felicidad porque el vino se lo habían robado – nunca supe de dónde – y nadie se había dado cuenta.

Y esa noche volvimos a guitarrear y a conversar y a tomar vino y a emborracharnos, y Nati estuvo durante toda la noche a mi lado pidiendo una canción y otra. Y horas después Facu y Flo se fueron a acostar a su carpa, y Santi siguió en su papel de primo y nos quedamos los tres conversando hasta que las luces del alba nos encontraron en silencio y mirando las pocas brasas que quedaban: Santi porque estaba ebrio y melancólico, yo porque quería estar solo con Nati, y Nati quién sabe por qué – quién entiende a las mujeres – , pero también silenciosa y melancólica y bellísima con los rayos de luz sobre su cara trasnochada.

Fue al tercer o cuarto día cuando a Santi y a Facu se les ocurrió atravesar el río, que tenía una anchura de respeto, para llegar al bosque que se veía al otro lado.

– ¿Nunca viste “A prueba de todo” en la tele, chileno?  – me preguntó Facu -. El tipo lo hace todo, duerme dentro de camellos muertos, se come la mierda de los elefantes…  Bueno, en un capítulo explica que para cruzar un río, tenés primero que fijar el punto de tierra al que querés llegar. Entonces te fijás en la corriente, a ver qué tan fuerte está, y luego retrocedés, en contra de la corriente, varios metros. Así nadás recto y la corriente te deja en el punto al que querías llegar. Pura geometría.

– Pura física – lo corrigió Flor -. No sean boludos, la corriente está fuerte, se los puede llevar.

– Qué va, es cosa de nadar fuerte – decían Facu y Santi -. ¿Venís, chileno?

Tragué saliva.

– No, me quedo leyendo. Yo les tomo fotos desde acá.

– ¿Qué, no te atrevés?

– No, no es eso, es que no me da la gana ahora. Más rato voy – dije, y me arrepentí en el acto. No soy buen nadador y los ríos me dan miedo. Sobre todo con una corriente fuerte como la de éste.

Santi se puso a mirar el río, calculando el punto desde el que debía partir para que la corriente lo llevara en diagonal al otro extremo, en el pedazo de tierra al que quería llegar.

– ¡Mirá, pero míralo! – se reía Facu de Santi -. ¡No se atreve! Pero qué gallina, estás lleno de plumas, vos.

– Calláte, vos, cagón de mierda – respondía Santi.

Así estuvieron un buen rato, hasta que Santi se atrevió a tirarse. No pareció que hiciera un gran esfuerzo, y salió perfecto en el punto de tierra de su cálculo previo. Facu, animado por el éxito de Santi, se tiró de inmediato y, aunque la corriente casi le gana, llegó airoso al otro extremo. Entonces los dos se subieron a una roca y comenzaron a animarme a mí y a las mujeres a que cruzaran también el río. Yo me hice el loco.

– Bueno, si estos dos pelotudos pueden, yo también – dijo Flor, y en menos de quince segundos apareció al otro lado, y comenzó a animar a Nati, que no se atrevía.

– Qué idiotas – repetía, mirándolos con envidia -, como si los ríos no fueran peligrosos.

– Sí, mejor ser precavidos – decía yo, cagado de miedo, y a la vez feliz de quedarme solo con Nati.

– Pero bueno, si cruzó la yegua de Flor…

Yo la miraba y ella miraba el otro extremo del río, donde los otros tres tomaban sol en unas rocas que, desde este lado, parecían ser el paraíso mismo. De pronto se puso de pie, se sacó la polera y se quedó a la orilla del río con su lindo bikini, mirando al otro lado del río, desde donde le hacían señas burlescas los demás.

Y, fatalmente para mí, Nati se atrevió y se tiró al río. Apareció mucho más abajo de que lo que había calculado, pero de todos modos logró llegar al otro extremo.

Y entonces los cuatro me miraron a mí.

– Puta madre..

Me puse a sacarles fotos, como para validar mi presencia en el lado de los cobardes. Pero entonces empezaron a gritar que cruzara, dale chileno, no seás cagón, cruzá el río.

– ¡Te vas a arrepentir toda la vida! – me gritó Nati, y pensé que era una señal de algo. No sé bien de qué. De algo. Una recompensa nocturna, quizás.

Crucé los dedos y calculé la distancia. Si me mato, me mato nomás, pensé. Y me tiré. Y resultó que era de lo más fácil. Salí al otro lado sin ningún problema. Ahora estaba en el lado de los valientes, pero cuando ya no valía la pena porque no había ningún cobarde al otro lado para huevearlo. Y las rocas que desde allá parecían el paraíso resultaron ser duras e incómodas – como todas las rocas. De todos modos nos quedamos ahí tomando sol porque había que justificar la presencia en el lado de los idiotas.

De los idiotas, sí, porque nos quedamos mucho más tiempo de lo que ameritaba el otro lado del río, y nunca pensamos que ya era tarde y que la corriente subía a medida que se acercaba la noche.

Y para cuando decidimos volver, ya era tarde.

Pero de todos modos había que volver.

Se tiró primero Facu, que estaba visto que era el que mejor nadaba. Pero la corriente ya no era lo mismo que dos horas atrás y no fue tan fácil como a la ida. Fue a parar muchísimo más abajo de lo que había calculado, y estuvo cerca de llegar a unos rápidos que no eran ningún juego. Logró salir. En la cara se le notaba que había pasado susto.

Y la corriente crecía más a cada minuto, y todavía faltábamos cuatro.

– Las minas primero – dijo Santi -. Va a seguir creciendo la corriente, mejor que vayan ahora.

– Dale vos, Nati – dijo Flor -. Yo nado mejor.

Nati no discutió quién nadaba mejor. Estaba muerta de miedo. Facu se afirmó de una rama y se paró en la mitad del río, por cualquier cosa.

– ¡Pero dale, Nati, tiene que ser ahora! – le gritó Santi.

Estábamos todos nerviosos.

Y Nati se tiró y empezó a nadar con todas sus fuerzas. Pero la corriente era mucho más fuerte que ella. No alcanzó a llegar a la mitad del río, donde la esperaba Facu, porque el agua se la fue llevando hacia abajo. Nunca he temido tanto por una vida humana como en ese momento. La corriente envolvió a Nati, y de pronto no vimos más su cabeza.

– ¡Nati, por Dios! – gritaba Flor desesperada. Su primo la contenía para que no tirara al río, mientras el cuerpo de Nati seguía yéndose río abajo sin poder detenerse. Facu tampoco podía soltarse de su rama, porque el río se lo llevaría a él. Cada tanto en tanto se veían las manos de la pequeña argentina luchando desesperadas por salir a la superficie.

Por unos milisegundos, solo se escuchó el ruido de la corriente.

Y pensé que todo había acabado, que la cabeza de Nati ya se había estrellado contra una roca, que su cadáver sería encontrado días después. Como si se tratara de mi propia muerte, vi toda mi vida en un segundo, y supe que ni Nati ni yo estábamos listos para morir en paz.

Pero de pronto, unos doscientos metros más abajo del punto por donde salió Facu, habiendo pasado por todos los rápidos y las rocas, en una orilla con el agua estancada, apareció el cuerpo de Nati. Y sus manos se apoyaron en una roca como un náufrago arrojado a la arena por una ola rebelde. Desde ahí, la escuchamos llorar desesperada. Facu salió del río y fue corriendo a ayudarla. Nati salió y se echó encima de Facu a llorar. Flor lloraba más fuerte y gritaba “¡Por Dios, por Dios!”. Santi y yo permanecíamos en silencio, paralizados por el miedo.

Nati se tiró en la tierra a vomitar agua. Facu estaba con ella.

Santi, Flor y yo nos miramos.

– Tenemos que tirarnos ahora, sigue creciendo – dije.

– Dale vos, Flor – dijo Santi.

– Yo me quedo acá – la voz de Flor tiritaba, atravesada aún por el miedo y el llanto -. Yo no cruzo ese río.

– Pero prima… – empezó Santi.

– ¿Pero vos no te das cuenta de que mi hermana casi se muere, boludo de mierda?

– Andá vos, chileno – me dijo Santi -. Yo espero que a Flor se le pase el miedo.

Me puse de pie de inmediato. Sabía que sólo tenía una opción: tirarme de inmediato y sin pensarlo. Y me lancé al agua. Nadé con todas mis fuerzas y con el corazón latiendo a mil. Atravesé una especie de rápido, que calculé que debía ser el que se llevó a Nati. Pasando ese, la corriente era más suave. Salí sin problemas al otro lado. Volví a meterme al río de inmediato, afirmado de una rama, para atrapar a Flor si es que se la llevaba la corriente.

Los dos primos discutían sobre algo. Al final, Santi me indicó que se tiraba él primero para ponerse como yo en medio del río y atrapar a Flor si es que no lo lograba.

Pero Santi se resbaló en la roca al tirarse y cayó mal al agua. Nadó con fuerza, gritándome que lo ayudara. Pero si yo soltaba la rama, me iba a ir, porque la corriente me tiraba con fuerza. Estiré la mano todo lo que pude y Santi alcanzó a agarrarla. Sentía que mi mano izquierda se iba soltando de la rama y temí lo peor, pero Santi logró afirmarse bien y salió de la parte más difícil. Salió al otro lado y se volvió a meter, cerca de donde estaba yo.

Sólo faltaba Flor Facu había regresado y se metió también al río. Con los tres metidos en el agua, era difícil que Flor no pudiera cruzar, pero de todos modos el primer rápido complicaba las cosas, porque estaba fuera de nuestro alcance.

– Dale, Flor, ahora o nunca – decía Santi.

– Dale, Flor, dale.

– ¡No te tirés, hermana! – gritaba Nati llorando desde el otro lado, cubierta con una frazada como en las películas gringas -. ¡Aguantá a ver si baja la corriente!

– ¡La corriente no baja hasta mañana, Nati! – gritó Facu. Apenas nos podíamos oír por el ruido del río -. ¡No puede pasar la noche allá, en tanga! ¡Hay que cruzar!

Y Flor lloraba y se tapaba la cara con las dos manos. Yo me congelaba dentro del río. Desde el primer momento supe que la argentina nunca se iba a tirar. No después de haber visto a su hermana tan cerca de la muerte. Además, la corriente seguía creciendo a cada minuto, y cada vez era más difícil que lo lograra.

Comenzó a llegar gente de otros campings, alertados por los gritos. Pasaron unos veinte minutos y Flor no se animaba a cruzar. Yo ya no sentía mis pies por el frío del agua.

– ¡Che, Flor, nos estamos congelando!

– ¡No me atrevo, no me atrevo, qué querés!

– ¡Vamos, chica, tenés que cruzar! – gritaban algunos de los mirones. Dos treintañeros se metieron también al río para estar cerca en caso de que a Flor se la llevara la corriente. Otras quince personas miraban la situación. La noche se acercaba a pasos agigantados.

– Santi… – llamé a mi amigo. Ambos tiritábamos de frío.

– Qué.

– Ya no puede cruzar. Está demasiado fuerte.

No me contestó. Sabía que era verdad.

– Tenemos que ir a buscar un bote o algo – le dije a Santi.

– Dale. Salgámonos de aquí.

Facu, Santi, los dos treintañeros desconocidos y yo salimos del río. Teníamos los pies morados y tiritábamos escandalosamente.

– Hay que ir a buscar un bote – dije yo fuerte -. En alguna parte debe haber uno.

– ¡No hace falta, mirá! – gritó una señora, e indicó hacia el río.

La visión de ese bote de rafting, con trece personas dentro, equipadas con cascos, salvavidas y remos, fue casi escatológica. Ninguno de nosotros sabíamos que se practicaba rafting en el río, y menos que se podía hacer rafting tan tarde. Pero así era. Flor subió al bote como una princesa rescatada y fue depositada suavemente en tierra. Apenas desembarcó, se lanzó encima de Nati y ambas lloraron juntas y se declararon su amor fraternal por los siglos de los siglos.

Yo miraba todo completamente seguro de que se había evitado una tragedia.

Facu se acercó a abrazar a su novia.

– ¡Pura física, decía el boludo! – le gritó Flor iracunda, rechazando su abrazo.

 Facu se quedó desconcertado, pero luego replicó:

– ¡Vos decías física, yo decía geometría, boluda vos!

Y así discutieron unos minutos antes de abrazarse por fin.

Yo miré a Nati, que me miraba también.

– Pensé que no ibas a salir de esta – le confesé.

– Yo también – dijo ella -. Ay, chileno, nunca he pasado tanto susto en mi vida.

Y me dio un abrazo. Yo abracé también su cuerpo pequeño. Pero como no soporto los finales de película ni los momentos así de cursis, quise preguntarle cualquier cosa.

– ¿Y tú qué dices, es un tema de geometría o de física? – pregunta totalmente fuera de lugar para realizarle a alguien que se salvó por un pelo de morir.

Pero ella sonrió y me miró a los ojos, todavía medio abrazados, antes de responder que, la verdad, le parecía más bien un tema de química.

Y yo no supe si se refería al río o a nosotros dos.

 

*

 

Esa noche comimos pizza y yo cociné el último pegado de arroz. Ya no tenía comida y tampoco tenía un mango. Al día siguiente, los porteños querían ir a conocer un dique, o algo así, que estaba a media hora en micro desde nuestro camping.

Como no podía pagarme una micro, decidí que tenía que volver.

Esa noche repetimos nuestro ritual de guitarra, fogata y vino, hablando sobre todo de la muerte.

– ¿Y cómo te sentías cuando el río te llevaba, Nati? – quise saber -. Porque estabas cerca de la muerte y dentro de una gran masa de agua.

Y ella se rió muchísimo, recordando el juego de las preguntas, y respondió lo único que podía responder.

– Qué crees, chileno. Desesperada. Desesperada y eufórica.

– ¿Como si estuvieras haciendo el amor en una pieza blanca sin puertas ni ventanas?

– Más bien como si estuviera haciendo el amor con uno al que no volveré a ver.

Santi y yo la miramos. Ella se ruborizó – o quizás era el reflejo del fuego.

– Digo, con un novio que se va a la guerra, qué se yo, algo así.

Nunca olvidaré aquella última noche. Flo y Nati, ya entradas en el calor del vino, se dijeron cosas que seguro que nunca se habían dicho. Cosas lindas y emocionantes. Luego todos me hablaron a mí, que había sido un gusto conocerme, esas cosas.

Facu y Flo se fueron a acostar. Santi, Nati y yo nos quedamos juntos, conversando, hasta que las luces de la aurora nos encontraron en absoluto silencio. Santi y Nati dormían junto a las escasas brasas que aún quedaban. Yo miraba hacia el río y luego miraba a Nati, hasta que el sueño me venció y me dormí. Y tuve sueños desesperados y eufóricos de los que no quise despertar jamás.

Al día siguiente, nos tomamos algunas fotos todos juntos y luego nos despedimos. Yo me fui a esperar la micro que me llevaría de regreso a San Rafael. Los demás irían también a San Rafael dentro de poco, por lo que podía ser que nos encontráramos allá. Me recomendaron un hostal que costaba cuarenta y cinco pesos. Tomé la micro y regresé a San Rafael pasado el mediodía, eufórico por lo vivido en Valle Grande, desesperado porque esta vez era oficial: no tenía ni un peso y tampoco un arroz que me salvara la vida.

Abrazando a mi guitarra, bajé en la última parada de la micro.

Volvía a estar en el Punto Cero de San Rafael.

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