04 de diciembre 2017

Octubre sin perros.

A Vostok, canpañero

Jean Rolin, periodista francés, ex maoísta y autor de una serie de novelas sobre viajes, animales y otros objetos de melancolía, dice, en Un perro muerto después de él, luego de haber repasado los lugares de la literatura y de la crónica histórica donde uno o varios canes vienen a aparecer como por necesidad en el decorado de la debacle o de la tragedia, presencia por la que parece terminar de ilustrarse la condición de la miseria y de la desolación ahí donde estas han venido a manifestarse –perros comiéndose los cadáveres de las víctimas de las guerras desperdigadas a la intemperie; perros que aúllan sobre las ruinas aún calientes de las ciudades asoladas; perros muertos después de él, muerto entre los restos-; dice, Jean Rolin, una vez hecho este recuento, haber afinado el ojo en este tipo de situaciones al punto de poder ya distinguir aquellas escenas donde faltan perros. Así, a modo de ejemplo, Rolin recuerda un momento de las crónicas de guerra de Vasilli Grossman donde este último, antes de dejar la provincia de Gomel luego de la debacle del ejército soviético en el frente de Briansk y la inminencia de la avanzada alemana, decide visitar rápidamente la granja de Yásnaia Poliana, mítica residencia de Tolstoi. Ahí, viendo los muros vacíos de la que fuera la granja del escritor, seguramente entonces ya convertida en museo y lugar de procesión literaria, viendo las cajas llenas de sus posesiones, los preparativos de la partida, en fin, todo en medio del viento otoñal, de las hojas caídas, de los sonidos de alarma y los aviones alemanes surcando el cielo, Grossman es abofeteado por el agudo dolor de la guerra, cayendo por un breve instante, entre el fuego y los automóviles blindados, en la contemplación melancólica de la derrota y la desolación. Nota Rolin que en la escena descrita por Grossman, y a pesar de su profundidad, “ninguna ‘voz de perro’ viene a expresar ese dolor mejor de lo que la voz humana sabría hacerlo”, convirtiéndose así este pasaje en un ejemplo “típico” de falta de perros.

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El “faltan perros” de Rolin me queda resonando algunos días después del hallazgo, llegando a San Petesburgo en razón de turista y comenzando a descubrir la ciudad, siendo apenas dos semanas pasados los 100 años de la revolución de octubre. “Ausencia absoluta de perros en la ciudad”, anoto, después de una primera mirada.

Si los perros narrativos de Rolin le dan a la historia la expresión de su dolor, en los perros callejeros, pienso, encontraría la expresión de su radical terrenalidad, la imagen antiepopeyica de su contingencia. Todo turista pretende traspasar su filiación turística. En los perros, me digo, quizás halle la entrada auténtica a esta ciudad gélida e imperial, una ínfima confirmación del imaginario que tengo de ella: la mirada abisal e impávida, casi intacta, que 100 años después, habiendo visto al revolución y todo lo que de ella devino, la acogería con la misma sorpresa.

Seis días más tarde recorro en trolebús la Avenida Nevsky para recuperar mis cosas y dejar el país a la hora señalada. Ausencia absoluta de perros en esta ciudad.

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10 días que conmovieron el mundo, crónica exhaustiva del periodista estadounidense John Reed sobre los días cruciales de la revolución de octubre, cuyo escenario fue, como bien se sabe, la ciudad de San Petersburgo, entonces llamada Petrogrado y que posteriormente fue famosa también bajo el nombre de Leningrado, no registra, a lo largo de sus 400 páginas y diez días (diez y tantos), ni un solo perro. En tanto actores de esta historia si figuran en cambio los caballos, dirigidos principalmente por los cosacos fieles al gobierno provisional que embisten, infructuosamente, la ciudad de Petrogrado apenas caída bajo el control de los bolcheviques. Reed cuenta entonces una pequeña anécdota: en el frente de batalla desertado por los cosacos, donde los obreros y las guardias rojas celebran esta primera victoria militar de la que será una larga guerra civil por la defensa del gobierno de los Soviets, las milicias improvisadas de los bolcheviques disparan sobre un caballo cosaco que ha quedado corriendo, enloquecido, sin su jinete. La gente se ríe y celebra, y el animal es abatido. El carácter jovial de esta caza del caballo, que expresa en estas circunstancias el desborde de la victoria o la fiesta de la historia, contrasta con el caballo asesinado en la película Octubre de Seguei Einsenstei en medio de la represión de las manifestaciones obreras, que queda colgando de la cima del puente Troitski antes de caer sobre el gélido río Neva, como expresando el sufrimiento agónico del pueblo Ruso antes de la revolución social.

De la ausencia de perros en 10 días que conmovieron al mundo se puede, sin embargo, aventurar dos explicaciones. La primera obedece a una causa natural geográfica; que por razón de un clima poco propicio (salvo para siberianos, que dado su costo en el mercado difícilmente se verían en situación de calle), San Petersburgo, o Petrogrado cuando ese era su nombre, carecía y carece de población canina otra que la doméstica, la cual requiere por lo demás de estar copiosamente vestida para soportar las bajas temperaturas. Una segunda posibilidad es que la ausencia de acontecimientos trágicos, puesto que el tono general del libro es el de la acción victoriosa y de la lucidez temeraria, así como la condición misma del acontecimiento es la insurrección triunfante de las masas desfavorecidas, hacen que la necesidad histórica del perro como expresión de la desolación no aparezca (y por esta segunda vía es de suponer que sí hubieron perros cuando la ciudad se llamó Leningrado y resistió, durante tres años, en el frío y el hambre, al asedio alemán).

Con todo, no deja de sorprender la ausencia de perros a la luz de la cantidad de asambleas que determinaron e impusieron la forma de poder que trajo consigo la revolución rusa, circunstancia que no toma en cuenta Rolin y que sin embargo parece también llamar a un tipo de necesidad histórica del perro en medio de las horas y horas de discusión que hicieron posible el acontecimiento, discusiones por lo demás muy concienzudamente relatadas por John Reed. Una asamblea sin perros es, viniendo de Chile, al menos improbable. ¿Qué ojos caninos, qué intervención de ‘voz de perro’, qué compañerismo no-humano para expresar las potencias de la contingencia en medio del semillero de ideas y de mundos posibles que fue Octubre?

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Lenin, como es sabido y atestiguado por varias fotografías en las que se le ve con un felino entre los brazos, amaba a los gatos. Trotsky, por su parte, es conocido por su afición a los perros, e incluso el escritor cubano Leonardo Padura le dedicó una novela titulada “El hombre que amaba los perros”, en cuya portada se aprecia una foto del creador del ejército rojo en compañía de dos canes. Sin querer aventurar con ello una teoría de los caracteres que, más allá de la falsificación stalinista, en más de un momento opusieron a los más grandes instigadores de la revolución de octubre (vulgarmente, decir que Lenin y Trotsky se llevaran como el perro y el gato), el gato bien podría expresar la audacia política de Lenin, el pragmatismo y la temeridad que hicieron a la minoría bolchevique capaz de lo impensado: dirigir y llevar a cabo la primera revolución obrera victoriosa en el mundo. En la figura del perro encontraríamos entonces, de Trotsky, la sabiduría, el olfato crítico, el instinto de masas que, antes que organizador abocado a un solo partido (y nombre, luego, de una tendencia a fraccionar ad infinitum los partidos), lo hizo un excepcional agitador de clase y organizador proletario. También, última arista de esta filiación canina, Trotsky es el renegado. Las últimas palabras del primero de los Juicios de Moscú, el año 36’, en los que fue juzgada toda la primera guardia de los bolcheviques, y que cuatro años después alcanzaría con su sentencia a Trotsky en México, fue: “Maten a esos perros rabiosos”.

El 20 de enero de 1929 Trotsky es expulsado de Alma-Ata, su último lugar de relego en la Unión Soviética, empezando un largo exilio de 11 años. ¿Hubieron perros en el puerto para despedirlo? ¿Manifestó alguna voz de perro el dolor de la revolución herida?

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Bien visto, en San Petersburgo tampoco habían gatos. Como si todo estuviera predispuesto, la guerra preventiva avanzada –comité de aseo y ornato, comisión de higiene pública, liga machacadora de perros y de gatos-, para evitar el acontecimiento: un peso de la noche a la rusa, con tan pocas horas de luz además; abjurar de la organización y de los pueblos, evitar los octubres. De Lenin sólo quedaban un par de museos, glorias de la Unión Soviética desafectadas en provecho de un turismo lacio, además de un par de estatuas, escondidas y mal iluminadas, contrastando con las réplicas obtenibles en las tiendas de souvenir, bien iluminadas pero impúdicamente puestas al lado de bustos de Stalin, Putin e incluso el Zar. De Trotsky, ni como souvenir.

A pesar de la fascinación y los fantasmas, me digo, hace frío y estoy lejos de casa…

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Patricio Marchant, filósofo chileno, arroja, sin desarrollar, en uno de sus textos, una teoría misteriosa sobre la importancia del gato en Hegel: “el gato moviliza”, dice Marchant, “muchas más fuerzas que, por ejemplo […], la noción hegeliana del Espíritu, la cual, sea dicho de paso, […] depende de un paso del juego del gato.”

Dicho compromiso entre el gato y el Espíritu tiene, quizás, una importancia mayor en el carácter de los movimientos revolucionarios nacidos bajo el influjo de la experiencia soviética, delegando sus potencias a la audacia felina de un partido de vanguardia cuya acción, homóloga a la del Espíritu, haría triunfar al proletariado sobre la totalidad, el horizonte histórico.

Me digo que faltan perros, sin embargo, en esa memoria de lo que fue Octubre. Menos aristocrático que el gato, el cinismo proletario del perro (cinismo estrictamente filosófico), su tenacidad y compañerismo, nos permitiría quizás atravesar la dimensión más secular de nuestro deseo revolucionario.

Al final de la historia, los perros no sólo aúllan por los caídos, sino que también a veces mueven la cola.

 

San Petersburgo – París
Noviembre del 2017

Ilustración: Imagen del archivo del Plan de Propaganda Monumental de los primeros años del gobierno Soviético, Museo Estatal Ruso, San Petersburgo

 

(Santiago, 1991). Estudió Filosofía en la Universidad de Chile. Entre el año 2008 y el 2013 participó en la gestación y redacción de la revista Multitud. Ha publicado algunos de sus artículos, crónicas y ensayos en medios independientes. Desde el año 2014 trabaja en la edición de la revista Carcaj.cl. Actualmente reside en París, donde cursa una maestría en Arte y Lenguaje en la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales (EHESS).

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