04 de julio 2012

Que venga la modelo. Y no.

Sobre Al bello aparecer de este lucero

Amar a los treinta es complicado. Increíble es imaginar a alguien con la hiperconciencia de Enrique Lihn, cerca de los cincuenta, recibiendo a una veinteañera que, tras golpear la puerta de su casa y bajo el dintel, le dice nada más y nada menos que la siguiente frase: Estoy enamorada de usted.

Hace pocos días, esa modelo envejecida hablaba sobre Lihn y muchas cosas más en una entrevista publicada en The Clinic. Y aunque la entrevista a Claudia Donoso olía –editorialmente– a ese tufillo de décadas, eco de infinitas e insufribles entrevistas a los “verdaderos amores de Neruda” con que nos hacía desayunar la prensa ochentera y noventera, su desparpajo sin pretensiones volvía a esta mujer un texto encantador.

Claudia, que entrevistó a escritores como Adolfo Couve, Stella Díaz Varín o José Donoso, no tiene ningún empacho en contar que, al momento de entrevistarlo no conocía la obra de Enrique Lihn. En términos de un escritor como Alejandro Zambra, este sería un episodio más en la historia chilena de la no lectura. Un episodio torpe y bello. Lleno de luz.

Además de la pasión de un hombre en el tramo final –por no pensarlo en términos de calentura–, ¿qué es lo que ve Lihn en esta mujer que ni siquiera lo ha leído? Por una parte es un poco obvio lo que ve. Puedo imaginar a la crítica establecida de Lihn, escandalizada. Para Pedro Lastra, por ejemplo, el discurso amoroso no sería más que un pretexto de la escritura. Y yo pienso que sí, y también que no. Esa oración anterior consiste en una traducción simplona del concepto de paradoja, algo que Lihn supo manejar mucho mejor que yo en sus poemas.

Según Claudia Donoso, quería hacerlo hablar de la vida suya, pero él se negaba: quería hablar solo de literatura.

El principio de ese amor –el fin de aquel breve forcejeo– lo gana la veinteañera. Lihn acaba hablando de su vida, sus padres, su abuela, sus amigos. Cualquier literaturoso –incluyéndome, incluyendo a Lihn– se espantaría con tanta llaneza: dice Claudia que lo importante para ella consistía en tirar la entrevista por el lado donde se juntan la vida y la obra. Los literaturosos nos enseñaron a ser literaturientos. Casi nos volvieron imbéciles. Casi nos convencieron de no poner atención a entrevistas como la de Claudia Donoso.

Tal vez haya aquí una clave para leer al Lihn tardío, el de Roma La Loba, El Paseo Ahumada, Adiós a Tarzán o La aparición de la virgen, tal vez haya una clave en la aparición de ese lucero.

En el prólogo de este libro publicado el 83, Pedro Lastra concluye que el discurso amoroso es en última instancia la coartada o el pretexto del arte de la palabra. Y hablando de sujeto, cuerpo y palabra, ¿que alguien tan lúcido como Pedro Lastra firme el prólogo como P.L. es un acto de humildad o soberbia autoritaria? Porque todos deberíamos saber quién es P.L. en relación a Lihn, digo yo. Más allá de la amistad. O eso se supone. El vínculo entre razón abismada, escenificación del lenguaje y paradoja se ha vuelto un lugar insufriblemente común en el que recae no solo Pedro Lastra sino también un crítico joven –y eso es lo imperdonable– como Matías Ayala.

Antes de seguir, y para evitar el vuelo de tomates y abucheos sobre mí, habría que decir que Borges no era un literatoso, Bolaño no era un literatoso, la corriente medio opaca de la escuela de literatura de la Universidad de Chile sí que es literatosa –y prejuiciosa, y tremendamente aburrida–, Lihn, por supuesto, tras este encuentro, no puede ser ya un literatoso, aunque utilice trucos literaturientos, más un excedente: ese excedente, parte central, es siempre vitalidad y experiencia.

Imaginemos por un segundo lo que ningún literatoso nos permitiría, no por un asunto racional sino sencillamente por discapacidad, digamos, física. Imaginemos que el cuerpo de una mujer joven, casualmente, llega a la vida Enrique Lihn. Podemos creer que es azar que eso suceda al tiempo en que Lihn parece descubrir su cuerpo y trabajarlo –ahora sí, con literatura– sobre múltiples superficies que van del happening al cómic, de la actuación grotesca a la descomposición horrenda y humorística de un rostro golpeando la puerta de una iglesia en Adiós a Tarzán. Zambra, que es un gran reescritor de Lihn – y por suerte,  un salvado de aquellos literatosos -, dice en Formas de volver a casa que leer es cubrirse la cara. Si eligiéramos leer para escribir, si dejáramos de ser tan cobardes en la lectura del proyecto de Lihn, éste se abriría en dimensiones muchísimo más ricas y complejas de lo que ya parecen. Zambra también dice que escribir es mostrar la cara. Y demonios, qué mal escriben los literatosos.

Es cierto que Al bello aparecer de este lucero es un abanico de erudición y referencias directas e indirectas a una serie de hitos del discurso amoroso. El paseo de la amada se despliega como una modelo por la pasarela: desde la poesía medieval hasta la tradición renacentista, desde la historia del arte a la poesía española (la misma de la que Lihn se ha burlado tantas veces), desde las burlas a Quevedo hasta un paseo veloz por los hitos amorosos de la mitología griega, de Rafael a Klimt y a Schiele, de la contenida y virginal Filomena a Garcilaso, desde el amor vampírico encarnado en Drácula de Bram Stoker al rostro vacío y los cuerpos perfectos de los maniquíes en las vitrinas de Manhattan. La academia chilena, la sexualidad y el cuerpo nunca se han llevado muy bien en el horroroso. Su relación es, por decirlo de algún modo, como un sexo reseco, lleno de telarañas. Debe ser por ello que las lecturas, puestas como señuelos por el mismo Lihn, llevan a lectores como Ayala o Lastra hacia lugares tan estables.

Y es comprensible. El inicio no podría ser más sublime: la aparición de un ángel terrible, asomándose desde Las Elegías del Duino. En palabras de Rilke: porque lo bello no es sino/ el comienzo de lo terrible, ése que todavía podemos soportar/ y lo admiramos tanto porque, sereno, desdeña destruirnos./ Todo ángel es terrible.

De ahí en adelante, es decir, de principio a fin, los guiños del discurso amoroso son tan visibles como obvios, o digamos, enciclopédicos.

En El factor Borges, notaba Alan Pauls que la enciclopedia como eje de cualquier pensamiento se ancla en una tradición de saberes pobres: la enciclopedia es suma de copias, no acceso a originales. Por ello, pensar a Borges como un elevado literatoso sin pizca de malicia o ironía es tan empobrecedor como las lecturas que hizo Ángel Rama de sus libros “cosmopolitas”, como los llamaba limitadamente. Por eso, tal vez, pensar que este paseo de la amada en actualizaciones infinitas del amor es nada más que literatura, parece torpe, o más bien, demasiado obvio, demasiado “soy lector académico y no puedo decir este tipo de cosas para lograr una beca o un siete para ganar una beca o una firma para postular a una beca”.

Lihn, por supuesto, de obvio no tenía un pelo, por ello nunca “triunfó” en un país tan literal como España. ¿Por qué entonces exponer de modo tan superfluo los vínculos del discurso amoroso?

Hay ciertas ideas que se repiten con belleza en este libro, y es lo que gira alrededor de la luz: la luz como medio para experimentar eso que para Borges era la clave de la literatura, de un hecho estético: la inminencia de una revelación que no se produce. Lucero viene de lux. El lucero es la estrella que más se tarda en el alba, la estrella a la que los viajeros recurren para no perderse. Lux, además, se relaciona con un saber terrible: Lucifer, el mejor alumno, el desterrado, carga lux sobre su nombre. La lucidez como aparición que no permite creer ni dejar de comportarse como un sujeto inteligente hasta el fin, es una figura reiterativa –y mucho menos obvia– en Al bello aparecer de este lucero. Y me cogiste/ en la debilidad del mediodía, escribe Lihn citando de voleo a Nietzsche, y abriendo el poema junto con la llegada de una veinteañera a quien, es más que probable, se cogió.

Según su uso, esa luz es la misma que permite deformar los objetos. Entre las cientos de citas, Lihn recae constantemente en el manierismo, esa corriente artística tan menospreciada durante tanto tiempo y que predominó en Italia entre el Renacimiento y los comienzos del Barroco. Pintar a la manera de… Pintar como los grandes maestros. Pintar como el modelo. Pero el espacio entre el modelo y quien pinta deja siempre un excedente, y ese excedente es una personalidad artística. Abundan en el manierismo las posturas artificiales de las modelos, también los colores que no remiten a la naturaleza, colores fríos, artificiales, sin apoyatura en gamas, el sitio en que acaba el paseo de la amada: los maniquíes en las vitrinas de Manhattan. La trasposición de estas características al poema se puede encontrar en Modelo, casi al finalizar el libro.

En Modelo aparece Edward Burne Jones, artista y diseñador inglés que integró a los prerrafaelistas –no los originales sino un movimiento posterior, una reescritura del modelo– a la pintura británica. Estos prerrafaelistas rechazaban el arte académico inglés que no hacía sino perpetuar el manierismo de la pintura italiana mediante lo que comprendían como obras ricas en tradición pero vacías en algo parecido a la sinceridad autorial. En el poema, leemos que la amada, la modelo, ya paseada y ultrapaseada, ha posado para Jones, hace más o menos cien años, ha abandonado el taller dejando los dibujos en suspenso y ha muerto como lo ordenaba la lógica/ de los hechos, no así de la Belleza.

¿Qué es el modelo entonces? ¿La Belleza como categoría? ¿El molde por el cual se desliza fangosamente la crítica autorizada de Lihn? ¿El discurso amoroso como institución desgastada? ¿Claudia Donoso? Dibuja que dibuja está Burne Jones/ detrás de sus dibujos y tú ocupas la escena/ aunque él no lo sepa ni ella y sí nosotros, escribe Lihn al final del poema. Y yo me río al ver que la pintura más famosa de Jones es un autorretrato donde aparece de perfil, pintando una forma que jamás se ve, a la que jamás se llega, y en la cual no es posible ver más que a un Narciso enjevecido, peleando contra una masa informe. Y ese Narciso, viejo cansado y triste y pensativo, va cerrando el poema con una cita a Campos de Castilla de Machado, y yo me muero de risa. Ese secreto compartido –aunque él no lo sepa ni ella y sí nosotros– es la tensión entre Lihn y los modelos, y aquello, ese desparpajo, perdónenme el énfasis, no puede ser simplemente un pretexto de la escritura o la onanista primacía de la palabra. Aunque también. Leer es cubrirse la cara, y escribir es mostrarla. Aunque tampoco.

25 de mayo, 2012.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *