03 de diciembre 2017

SALDOS SOVIÉTICOS

* Texto aparecido en PUF!3, diciembre 2016

Entre 1925 y 1927, Stalin, siempre un poco en la sombra, opaco, a la espera de los acontecimientos, trabajó duro y con éxito para asumir el mando indiscutible del Politburó. Kamenev, Rakovski, Zinoviev, Bujarin y el oponente más peligroso, Trotski, fueron objeto de un concienzudo desgaste y desprestigio que acabó por sacarlos de la jugada y del país. Esto, según el historiador inglés Edward Hallett Carr, significó la cada vez más estrecha identificación entre el Partido y el Estado, gracias a la cual el lenguaje mismo dentro de la política soviética se vio alterado: “la oposición, encabezada por Trotski —dice Carr—, fue la última en ser designada oficialmente con ese nombre; la palabra implicaba una oposición al partido gobernante que no era incompatible con la lealtad al Estado. En la etapa siguiente, la disidencia sería descrita como ‘desviación’: el lenguaje no de las diferencias políticas, sino de la herejía doctrinal”.

Es curioso, aunque tal vez no tanto, el hecho de que una de las primeras manifestaciones de este cambio radical repercutiera en el ámbito de la institución literaria, es decir, que tuviera un impacto directo al interior de las organizaciones intelectuales y en las respectivas publicaciones que en ese momento circulaban por la Unión Soviética. “El barco del amor/ se ha estrellado/ contra la vida cotidiana”: los versos suicidas de Maiakovski en 1930 dibujan aún mejor que nadie ese ambiente opresivo, pero también dan cuenta de la estafa: el ímpetu de la revolución ha sido trocado por el desencanto de la contrarrevolución, e incluso más: la corriente de la insurgencia leninista, embarcada en un sueño internacional, ha desembocado en el pragmatismo estalinista de “el socialismo en un solo país”.

Según Carr, el hecho de la promulgación de “un decreto que ponía todas las publicaciones bajo el control del partido y del Estado”, ni siquiera pudo ser avizorado por Stalin, aunque la centralización de la autoridad sin lugar a dudas lo necesitaba y finalmente se complacía en él. A partir de estos hechos ha corrido mucha tinta acerca de las deplorables incursiones propias del realismo socialista y la consiguiente purga de famosos escritores rusos (cuyas desventuras fueron capitalizadas a su debido tiempo por las llamadas “democracias occidentales”). Supeditarse a la autoridad, a los decretos y ademanes de esa autoridad infalible hasta el punto de renegar de las convicciones propias —como el mismo Trotski, que tampoco era un intachable, sino un político, lo debió hacer, más allá del martirologio— en virtud del “Partido” o del “Estado” como instancias supremas, inmoviliza a cualquiera.

Pero lo importante también radica en los saldos, los coletazos de esa política cultural: lo que estamos viviendo hoy en ese nivel y en otros, con un Estado distinto, empresarial y delincuencial, que aparentemente “deja hacer”, que supuestamente no lleva a cabo “purgas” y, al contrario, se daría el lujo democrático de financiar la “disidencia” (o la “sedición”, como algunos ilusos quieren o dicen creer), queda por lo menos cerca de la rotunda descripción que el mismo Carr realizó en torno a esos años convulsos de la URSS: “la corrupción se extendía desde la cumbre. Pequeños dictadores a niveles inferiores eliminaban a sus rivales halagando y adulando a la autoridad superior e imitando sus métodos.” Los pequeños dictadores de toda la vida, los que lo deciden todo y aparecen en las explanadas presentando, comentando y censurando libros; los indignados de facebook, los bolcheviques de salón que hablan de decencia y solidaridad y a las primeras de cambio ahuecan el ala. Marx, en cambio, los podría caracterizar mejor: “gruñendo contra los de arriba y temblando ante los de abajo… sin energía en ningún sentido y plagiando a todos.” (La burguesía y la contrarrevolución).

 

Ilustración: Kazimir Malévich, Map Style

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