12 de diciembre 2018

¡Salvemos el poema!: Una conversación con Mario Montalbetti

Se trata de uno de los poetas peruanos que más se lee y publica en nuestro país. Su obra, en permanente oscilación sobre el lenguaje mismo, recorre los extremos formales del ensayo y la poesía y nos advierte de que en el poema se oculta una particular forma de pensamiento y resistencia. Doctorado en Lingüística por la Universidad de Massachusets, Mario Montalbetti (Callao, 1953) es profesor titular de la Pontificia Universidad Católica del Perú y hace poco estuvo de paso en Chile en el marco de la Feria Internacional del Libro de Santiago, donde presentó una serie de libros —Fin desierto y otros poemas, (Komorebi, 2018), Perro negro (Paracaídas, 2018) y Notas para un seminario sobre Foucault (FCE, 2018)— además de participar como invitado al festival de poesía Cielo Abierto en Valparaíso.

En esta ocasión, sentados en el vestíbulo de un hotel del centro de Santiago, un día nublado antes de las últimas elecciones presidenciales en Brasil, conversamos acerca de formatos experimentales, la relación del poema con el capitalismo, la memoria, el pensamiento, la resistencia política y el futuro del lenguaje.

 

S: Dos de tus últimos libros publicados son una serie de notas a diferentes temas: un breve y hermoso poema de Blanca Varela, en uno, y un seminario sobre Foucault, el “Foucault de Deleuze”, en el otro. Aunque el primero esté catalogado como ensayo y el segundo como libro de poemas, tal delimitación no es tajante ni demasiado clara. ¿Cómo te planteas hoy en esa ya un poco trillada discusión sobre los límites del género? ¿Te interesa probar con formatos intermedios?

M: Sí. Desde mi libro Cajas (PUCP, 2012) me interesa combinar el poema con el ensayo. Es decir, combinar el poema, que es una forma de pensamiento, con el ensayo, que es otra forma de pensamiento. Me interesa la tensión y el antagonismo entre estas dos formas; en el sentido de que, cuando el ensayista comienza a mostrar contenidos poco definidos, el poeta comienza a socavarlos, y cuando el poeta a veces se va por la liebre, el ensayista le dice, “espera un momento, ¿qué estás diciendo?” Ese contraste y ese antagonismo, esa tensión, me parecen interesantes. El riesgo es que, claro, luego te dicen que el libro es inclasificable, como ocurrió respecto de Cajas. Luego hice otros ensayos sobre el tema, como El sentido del poema (N direcciones, 2018), que es un ensayo en forma de verso y La ceguera del poema (N direcciones, 2018), ensayo editado en Buenos Aires; y tal vez esto desemboca en estos dos textos que mencionas, en las notas sobre Foucault, y en las para Varela, para un poema de Varela, donde lo que quise hacer era lo que en el texto se llama una indagación: no quería dar una interpretación del poema, sino meterme en el poema.

Alain Badiou tiene esta idea que es muy interesante, de que de lo que va cualquier poema, es de una, como él la llama, metaforización infinita. Si la metáfora tiene la forma a es b, él dice que la cosa no termina ahí: que a es b, b es c, c es d, etc. Que el objeto se va evaneciendo por esta sustitución infinita.

S: Como el adagio de Gertrude Stein (“a rose is a rose is a rose…”)

M: Claro. Entonces, lo que quise hacer con el poema de Varela era un poco eso. No decir a es b, sino que también es c, es d, etc. Y ustedes paren donde quieran. El lector puede hacer lo que quiera con eso.

En Notas para un seminario sobre Foucault, en cambio, tomé la forma-seminario, con todos los problemas que la forma-seminario tiene: un maestro que sabe más que los otros, medio pedante, que no le hace caso a las intervenciones de los alumnos, ¿no es cierto? Pero donde ostensivamente se produce conocimiento. Sin embargo, ese conocimiento está permanentemente socavado por la idea de que yo he dicho desde el comienzo que es un poemario. Entonces la pregunta que debe surgir constantemente es: ¿dónde está el poema? Inclusive, como casi pista falsa, incluyo un poema, Antisidro, en mitad del libro. Entonces, ¿ese es el poema? ¿Y todo el resto qué cosa es? ¿Camita para qué? Nuevamente, se trata de jugar y trabajar esa tensión entre los dos aspectos de la producción del pensamiento. En la producción de ideas, por así decirlo. Esa combinación es en lo que he estado trabajando.

S: En “El más crudo invierno: notas a un poema de Blanca Varela” se pone en marcha una indagación profunda sobre el sentido del poema, con reflexiones que se nutren desde la filosofía del lenguaje hasta la teología mística y que permiten sostener la idea de que a un poema, a un buen poema, no le basta con ser escrito, sino que, de cierta forma, debe además ser rescatado o redimido por quien lo crea. ¿En qué consiste salvar un poema?

M: En términos de ese libro, salvar un poema consiste en reinsertarlo en la contingencia del contexto del mundo de los lectores. Nosotros los escritores muchas veces nos comportamos como unos surrealistas. Personas que crean algo y lo dejan ahí. Si te entienden, si no te entienden, eso es un problema del mundo, no es problema mío; te vas y escribes otra cosa.

Pero yo sentía que debería existir una cierta responsabilidad hacia tu poema. Y entonces la asocié a la figura teológica de que Dios crea el mundo, pero después manda al hijo a salvarlo. Como si dijera, “carajo, esto hay que salvarlo porque no les ha ido tan bien”. Si te fijas, en la figura teológica, un Dios que es perfecto y necesario crea un objeto que es contingente, que es el mundo, con el cual puede pasar cualquier cosa. Entonces manda al hijo a salvarlo. ¿Pero qué significa salvar el mundo? Es hacer que la contingencia se vuelva necesidad. Y esto es un poco la figura inversa de lo que ocurre con el poema: un ser imperfecto y contingente, como un poeta, escribe un objeto que es necesario y perfecto. No en el sentido de que sea perfecto-perfecto, sino en el sentido de que está acabado, y que, por lo tanto, no vas a modificarlo. Es necesario como tal.

Yo creo que lo que hay que hacer es devolverle al poema, a esta necesidad del poema, contingencia. O sea, regresarlo al mundo. Una de las formas de hacer esto es a través del lector. Es decir, exponerlo a una lectura totalmente contingente, de cualquier tipo, sobre la cual no tienes ningún control. Lo que salvar un poema le exige al lector es algo muy curioso. Y es que los lectores siempre son muy conservadores. El lector siempre trata de decir “ah, entonces, esto es esto, y esto viene de acá y esto lo conecto con esto otro, y ya está”. No estoy de acuerdo. Creo que el lector debería tener la misma creatividad que el poeta. Nosotros cuando escribimos poemas somos bastante irresponsables: metemos metáforas, hacemos cualquier combinación, ponemos esto así, esto asá, dentro de ciertos límites, y somos libres, creativos, todo esto que se dice. Pero el lector no. El lector aparentemente siempre quiere saber de qué va el poema, qué cosa es, qué significa.

S: En “[sicut palea]”, el apéndice del libro sobre Varela, surge una idea que me llama mucho la atención: el poema como un cambio de estado del lenguaje. “Así como una nube es agua en cierto estado, el poema es lenguaje en cierto estado”. ¿Podrías desarrollar un poco ese paralelo?

M: Tú puedes usar el lenguaje así tal cual, un poco el lenguaje que usamos todos los días, el que estamos usando ahora, en parte, para hablar. Pero ese no es el lenguaje del poema. El lenguaje del poema que me interesa es el del poema que le hace algo al lenguaje, que lo transforma en algo. No es el mismo lenguaje: es un uso distinto.

En contra de lo que creo que planteé en el caso de Blanca, que era algo que planteaba Simone Weil, no se trata de cambiar de estado para terminar en el silencio. Esa era la posición de Weil y yo más o menos la aceptaba: el poema te pone de cara al silencio. No estoy seguro de decirlo de esa manera ahora. Pero sí hay una transformación: se trata del mismo lenguaje, solamente que en un estado distinto, convertido. Si uno era físico, este es líquido. O si uno era líquido, este es gaseoso, etc. Y eso permite que el lenguaje sea visto de una manera distinta.

S: Me interesa esto en relación con cierta reflexión tuya en torno a la visibilidad, que aparece ya en “La ceguera del poema”, pero que está presente también en las “Notas para un seminario sobre Foucault” y que reflejas en esta idea de que leer una novela es como subirse a un avión, mientras que leer un poema es como subirse a un submarino, donde todo lo que se ve es el interior del propio poema. Me gustaría saber qué crees que es lo que el poema le hace al lenguaje, si es que, como has señalado, hace visibles “ciertos eventos y condiciones de lo real”, que no solo se dicen, sino que “salen a la luz”.

M: Ahora, [el poema] los hace visibles a la luz del lenguaje. No los hace visibles al ojo, digamos. Hay un uso del lenguaje que combina decir y ver. Ese uso del lenguaje puede ser estúpido o no estúpido, de acuerdo a Deleuze. Estúpido es que yo levante la vista y diga “ah, un techo”. Es tonto: si hay un techo ahí, ¿para qué quieres decir que hay un techo ahí? Ahora, si es que por alguna razón tú estás debajo de la mesa, por ejemplo, y tú no ves el techo, yo te puedo decir “hay un techo ahí arriba” y eso te puede servir. Entonces lo que yo mencionaba es que hay usos del lenguaje que son directamente políticos, en que lo que otros no ven, tú lo haces ver. Y eso es importante. Y hay usos de una cierta debilidad moral, en donde lo que tú ves, no lo dices.

Pero más allá de eso, hay un uso absolutamente ciego del lenguaje, en que no hay un compromiso con ningún ver; sino simplemente con lo que metafóricamente podría ser el ver del lenguaje mismo, que no es un ver. Y que reivindica esto que llamo la ceguera del lenguaje. Y quien asume la ceguera del lenguaje de manera más o menos radical es el poema. En tanto que la novela, más bien, se basa en un cierto compromiso entre lo visual y lo que se dice, el poema mantiene, ciertos poemas, los interesantes, cierta radicalidad de que los mecanismos con los que te contactas con lo real son tus propios instrumentos. Estás en un submarino. Escuchas unos sonidos. Tu propio sonar te indica más o menos por dónde estás yendo. Y eventualmente, de vez en cuando, aprietas el botón y sueltas un torpedo. Tal vez le das a algo. O no.

El poema tendría, creo yo, que reivindicar el desfase absoluto entre el decir y el ver. De tal manera que el límite del lenguaje no sea lo indecible, porque lo indecible es parte de lo que dices. Ni siquiera el silencio está fuera del lenguaje, porque no hay silencio si es que no hay algo dicho. El silencio siempre está antes o después de lo dicho, pero si no dices nada, silencio, como tal, no hay. Entonces, el límite del lenguaje no es lo indecible. El límite del lenguaje es lo visible. Lo que solamente se puede ver. Lo que es visible en un sentido absoluto. De eso no participa el lenguaje. Y trazar ese límite me parece interesante.

S: En “Notas para un seminario sobre Foucault”, la reflexión sobre el lenguaje del poema adquiere un cariz, si se quiere, más político. De hecho, la crítica a la relación entre poesía y capitalismo es uno de los aspectos fundamentales del libro, llegando a señalarse que el dinero y la poesía “se parecen en todo”. ¿Cómo explicas este símil?

M: Se parecen en todo y, como digo después en el poema, parecerse no es ser lo mismo. Tú, por ejemplo, no te pareces a ti mismo. Tú eres tú mismo. El poema, los versos, se parecen al dinero, pero no son idénticos. Esta es una comparación que viene desde viejo, pero que por ejemplo Marx desarrolla justamente para decir «ojo, no es lo mismo». Saussure la toma también, sin haber leído a Marx, supongo, y dice que «es como». ¿En qué sentido «es como»? Bueno, por ejemplo, existe la idea de que las primeras monedas tenían lo que se llamaba valor intrínseco, es decir, la cantidad de oro de la moneda. Algo parecido sucede en el caso de las primeras palabras. Estos gritos valen lo que son. Pero luego, claro, esas monedas se desgastaban y perdían su valor, por lo que mejor era tener un símbolo de oro real en algún sitio, algún banco, que terminó siendo el Fort Knox en E.E.U.U. Lo mismo ocurrió con el lenguaje: las palabras valen por su significado, pero el significado no lo tienen allí, está bien guardadito en el diccionario de la Real Academia. Bueno, todo el mundo se creyó eso y nadie pregunta nunca por el oro que realmente hay, sino en salvadas ocasiones en que dicen «¿dónde está mi oro? ¡Dámelo!», que es igual a decir «¿qué significa esto? Vamos al diccionario».

Esto fue así hasta que aparece en esta historia el gran filósofo americano Richard Nixon, que dice «Al diablo con Fort Knox, el valor de mi moneda no es la cantidad de oro que yo tengo guardada, es cualquier cosa: la circulación, mi poder industrial, lo que sea.»; que es lo mismo que ocurre con el lenguaje: el valor de lo que estoy diciendo no está en el diccionario. Y por eso, como da igual dónde esté el significado, nuestros políticos mienten con gran alegría. Inclusive, más que mentir, hacen una cosa extraordinaria: «-Pero usted dijo X -Yo nunca dije X. Me entendieron mal, en realidad quise decir Y.»

S:«No me acuerdo, pero no es cierto. No es cierto y si fue cierto, no me acuerdo

M: Exactamente. ¿Y por qué? Porque ya no hay un Ford Knox que te diga lo que fue. Entonces, claro, el valor del lenguaje depende de cosas como su circulación, manipuleos, lo que sea. Pero la historia continúa y el dinero casi no existe en el sentido físico. Entonces tenemos ahora tarjetas de crédito, plástico. Y ahora es interesante preguntarse cuál sería el equivalente en lenguaje de la tarjeta de crédito. Valdría la pena estudiarlo.

S: Si como indica Foucault, “cambiar el valor de [una] moneda es que esta no engañe acerca de su verdadero valor”. ¿Cuál es el valor, el verdadero valor de un poema?

M: Esa es una buena pregunta. Pero ahí el término «verdadero» es problemático. Creo que la cuestión sobre lo verdadero o sobre lo que es real solamente puede ser preguntada exitosamente o con sentido en situaciones muy locales. Pero si uno tuviera que dar una respuesta más propiamente abstracta, el verdadero valor de un poema sería, en términos de Badiou, el pensamiento que produce. El pensamiento producido por ese poema, no el conocimiento, porque no hay conocimiento. Sino el pensamiento producido por dos armas, de las cuales Badiou solo reconoce una, yo creo que erróneamente. Para Badiou todo el poema se la juega en el fenómeno llamado nominación. Tú nombras de una manera distinta, de una manera nueva, alguna cosa, «alguna parte del ser». Pero los nombres son inertes, no hacen nada. Inclusive en el pequeño mecanismo que se llama metáfora, a es b, y b sería el nuevo nombre de a, tienes que moverte de a a b mediante «es». En otras palabras, lo que te permite la metáfora es esta otra arma, que desestima Badiou, y que es la sintaxis.

Lo que hace moverse al poema es la sintaxis. La sintaxis no nombra nada, lo único que hace es darle movimiento al poema. Y es esta combinación la que produce el pensamiento. Muchas veces, es la sintaxis la que dirige todo esto: te vas por algo que no es el nombre, sino una prosodia y un ritmo, que son lo que te está produciendo el pensamiento. La combinación de ambas. Y en eso, si me empujas, en eso consiste el verdadero valor del poema. En la producción de pensamiento.

S: Hace poco, a partir de las declaraciones de uno de los ministros de cultura más efímeros de la historia, se generó en Chile una discusión importante en torno al lugar de la memoria en el arte y la sociedad, y sobre la responsabilidad de los sitios encargados de preservarla viva, como el Museo de la Memoria. En tu ensayo “El lugar del arte y el lugar de la memoria”, te referiste a un tema similar, y, así mismo, al cierre de “El más crudo invierno”, señalas: “Sin memoria no hay posibilidad de alterar el estado del lenguaje, de estrujarlo, doblarlo, romperlo”. ¿Qué importancia crees que ocupa la memoria en el espacio del poema y en el espacio del lenguaje? ¿Y cuál crees que es la forma correcta de recordar o de hacer memoria colectiva?

M: Existen varias memorias. Hay una primera memoria y es la memoria de lo que ha ocurrido, por ejemplo, en el Perú, en la década del ochenta y comienzos de los noventa, o lo que ocurrió acá, o en Argentina, o lo que ocurrió en miles de lugares. La memoria somos nosotros. Es decir, nosotros somos el resultado de eso. Y cuando los brasileños están dispuestos a votar por Bolsonaro, esa es la memoria viva de lo que ha ocurrido antes. Decimos «nos merecemos los gobernantes que tenemos». Bueno, es la expresión de la memoria. La forma en cómo hemos digerido eso que ha ocurrido.

Por otro lado, está la memoria que «construyes», en ambos sentidos: en el sentido cognitivo, de hacer memoria, y el literal de construir el edificio. Yo creo que hay un problema, y esto ya se ha señalado antes y no sé si me atrevo a repetirlo: la memoria se construye, sin ninguna duda, pero se construye no con imágenes, no con figuritas. Se construye con lenguaje. Y la memoria que tenemos depende del lenguaje que tenemos. Pero lo que tenemos es un lenguaje cada vez más empobrecido. Es un lenguaje que, regreso a Foucault, deja de preguntar, deja de resistir, deja de examinar, etc. Y entonces, ¿con qué te quedas? Con lo que el sistema quiere. Es políticamente incorrecto hablar de esto así, pero digamos, las llavecitas, la fotito de este, la camisa del otro, sí, son terribles; pero esa no es la memoria. La memoria es lo que haces con todo eso. Y lo que haces, yo me temo, es algo muy empobrecido, que es repetir lugares comunes, muchos de los cuales estoy repitiendo yo acá ahora. ¿Y por qué repetimos lugares comunes? Porque el lenguaje ya no te da acceso a otra cosa. Aquí regreso al poema. El poema es de los pocos lugares donde se te permite cuestionar, examinar, preguntar, de formas en que usas el lenguaje de una manera creativa, no panfletaria, no repetida, no lugar común.

A lo que voy es que, sí, tú vas al lugar de la memoria y son lugares terribles. Pero si no tienes un lenguaje que procese eso, lo único que vas a hacer es repetir figuritas y lugares comunes. Y no sé si eso vaya a ayudar mucho. Es simplemente fetichizar el trauma. Nos quedamos con el trauma, le hacemos un altar y seguimos orándole. Si queremos salir de eso, y en eso sí creo, la única forma de hacerlo es pensando. Y se piensa con lenguaje. El lenguaje visual ayuda, a veces, pero pensamos con lenguaje verbal. Y creo que la cuestión de cómo trabajar la memoria «construida», no la que somos, pasa por sintaxis. Es decir, cómo articular todo esto que tenemos, toda esta evidencia, qué hacemos con ella. Si seguimos votando a alguien como Bolsonaro, si seguimos votando por esta gente, ese es el resultado de lo que somos sumado al empobrecimiento de nuestro lenguaje. Y lo que quiero decir es: elijamos a alguien que utilice el lenguaje como queremos utilizarlo. No dentro de un sistema que simplemente te niega el acceso al lenguaje y te niega el acceso a pensar.

Creo que ese problema lingüístico, y lo señalo por deformación profesional, está íntimamente vinculado a la memoria. Me da mucha pena que casi todos los discursos sobre la memoria solo sean visuales. Recuerdo hace un tiempo haber ido a una muestra de la Comisión de la Verdad, en Lima, una muestra fotográfica de lo que ocurrió en la década. Terrible, muy emocionante. Y había un cuaderno en donde la gente anotaba qué le había parecido la muestra. Y las anotaciones eran siempre «una imagen vale más que mil palabras» y «que no se repita». Bueno, las dos van juntas. Si una imagen vale más que mil palabras, se va a repetir. En general, tenemos esta idea de que si ya lo hemos visto es suficiente. Pero aunque la experiencia visual probablemente sea necesaria, si no hacemos lo otro, solo vamos a repetir y a construir altares al fetiche del trauma.

S: Sin sintaxis, no hay trabajo sobre el trauma.

M: Absolutamente. Y si no hay trabajo sobre el trauma, regresamos a él.

S: Ambas notas, las sobre Varela y las sobre Foucault, concluyen con la idea de que, en cierta forma, el lenguaje es todo lo que tenemos. En efecto, “ser parte del lenguaje humano es lo único que nos redime” y, por ende, “no es un mundo mejor / lo que debemos dejarles a nuestros hijos / sino un lenguaje mejor”. En un tiempo de pérdidas lingüísticas, de un capitalismo sin afuera, de abierta instrumentalización de la lengua y la literatura, y del resurgimiento de discursos políticos cada vez más peligrosamente cerrados e intransigentes, ¿qué futuro ves para el lenguaje del poema?

M: El único futuro posible. Es decir, que se rompa con todo eso. Y el poema no sirve para nada si no hace eso. El poema es el caso típico en el que de lo que se trata no es de tomar el poder, sino de destruirlo. El poema no quiere tomar el poder. Esta siempre ha sido una discusión con mis amigos: «¿cómo hacemos para tomar el poder?” Y yo siempre les digo que no quiero tomar el poder: yo quiero destruir el poder. Y quiero destruir todo poder. Quiero destruir el poder lingüístico, el militar, el económico, el clerical, todos. ¿Por qué? Porque si algo hemos aprendido es que si tú le das poder a esto que se llama ser humano, hace cosas estúpidas. Malas, terribles. Entonces, ¿qué tal si —y esto es básicamente lo que se llama anarquismo— le quitamos poder al ser humano? A mí eso como política me parece estupenda. Mira lo que ha pasado en mi país cuando le das todo el poder a los fujimoristas en el congreso. O sea, es terrible lo que han hecho los fujimoristas, pero le das todo el poder a cualquiera y va a ser una cosa semejante. ¿Por qué? Porque es muy mala idea darle poder a los seres humanos. Entonces, si el poema es algo, es un intento de ir en contra del poder de la lengua, de la Real Academia, de que se escribe así; es ir y decir que el lenguaje no le pertenece a nadie. El poema es el lugar en donde le das un tiro en la nuca al poder.

Entonces regresamos a esto que conversábamos: de lo que se trata es de hacerle algo al lenguaje. En realidad, más específicamente, hacerle algo a la lengua como institución social. Claro, no vas a romper todo, porque no tiene mucho sentido. Como Descartes, que al comienzo del Discurso, dice: «Ya, vamos a derruir una casa, pero antes de derruir cualquier casa, para construir otra, tienes que asegurarte de tender una morada provisional. Porque si no te quedas en la calle». El poema son todas las moradas provisionales hechas mientras derruimos la casa que no nos gusta. Hay que destruir, pero primero hay que construir viviendas provisionales. Yo diría que los poemas son las viviendas provisionales, lingüísticas, que nos construimos los seres humanos mientras tratamos de criticar o romper o alterar o transformar esa vivienda que no nos gusta.

 

 

Imagen: Mirtha Dermisache

(Santiago, 1994). Licenciado en Filosofía y Diplomado en Literaturas del Mundo por la Universidad de Chile. Premio Roberto Bolaño 2018, categoría novela, y Becario del Taller de la Fundación Neruda, año 2018. Miembro fundador del Colectivo Frank Ocean de escritura y traducción y del proyecto editorial Velando Bestias.

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