21 de febrero 2011

“Se ha intensificado el abuso político de la ilusión de seguridad que ofrece la cárcel»

Entrevista a Joerg Stippel. Diversos acontecimientos han marcado la escena social en torno a la situación de las cárceles este último tiempo, por lo que entrevistamos a Joerg Stippel, quien ha desarrollado un estudio bastante acabado sobre la realidad carcelaria en Chile. Responde nuestras preguntas desde Liberia, África.

Para comenzar, Alberto Binder afirma que “en la sociedad se reconoce al Estado un poder que contempla la facultad de enjaular a las personas. Porque aunque le pongamos el nombre de cárcel, ello no cambia el hecho de que es una jaula para seres humanos. En el jardín zoológico nos conmueven los animales enjaulados o encarcelados, mientras que cada día hay siete mil personas enjauladas en nuestra sociedad, a veces por los próximos veinte años o por el resto de su vida”. ¿Cree que sigue vigente esta inclemencia frente a los privados de libertad, o bien sólo se ha intensificado la idea de que quienes están presos lo merecen porque algo hicieron?

– Esta inclemencia de la que  habla Alberto Binder no ha desaparecido, al contrario. Hoy nos encontramos frente a una política criminal que apuesta a la cárcel como herramienta mágica. En la concepción de muchos de los representantes políticos, tanto de la Concertación como del actual gobierno, es la jaula la que hace que alguien pueda cambiar. Por ello, tras lo acontecido en el último incendio carcelario, no se ha abierto una discusión sobre la cárcel en sí. El Presidente solo habla de la necesidad de construir más cárceles. No propone repensar la política criminal. Deja pasar este momento crítico donde hubiera sido propicio preguntar si existen alternativas a la cárcel y qué tipo de cárceles deberían construirse en Chile. Habría que preguntarse si ¿será de verdad necesario detener a un vendedor de discos piratas en una cárcel de régimen cerrado? ¿No bastaría con  imponerle unas condiciones o quizás detenerle en una cárcel abierta? Son solo algunas de las preguntas que podrían discutirse.

Pero en vez de reflexionar sobre otra política criminal posible, el gobierno parece confiar en lo que afirmaba Andrés Bello en 1834: «Las utilidades de las cárceles (…)pueden resumirse en pocas palabras: (…) gran probabilidad de que (los encarcelados) adquieran hábitos de obediencia i de industria, que los hagan ciudadanos útiles: posibilidad de una reforma radical» (Véase Andrés Bello en Establecimientos de combinación para los delincuentes, citado según León, p. 419).

Habrá que mencionar que Bello, cuando escribía esto, aún no contaba con muchas experiencias acerca de la utilidad real del sistema carcelario que promovía. La Penitenciaria ni siquiera había sido construida. Ahora bien, desde entonces el Estado chileno ha podido acumular más que un siglo y medio de experiencias. Hoy se sabe que la cárcel nunca ha cumplido con los objetivos enunciados por Bello. Especialmente nunca ha servido para bajar los niveles de criminalidad.

Si nos fijamos solo en las cifras de los últimos 20 años, vemos  claramente que tampoco en Chile existe una correlación entre el incremento del uso de la cárcel como respuesta al fenómeno criminal y una disminución de la tasa de criminalidad. Observemos algunos números:

En 1990  en Chile  existían 22.326 reclusos. Esta cifra aumentó  a 34.589 en el año 2000, y a fines de marzo de 2009 ya existan 52.375 personas recluidas en las cárceles chilenas. En el mismo tiempo la superficie carcelaria construida creció de 279.295m2 (1990) a 385.271m2 (2000), para alcanzar a fines del 2008 un total de 698.962 m2.

Entonces, tenemos que tanto la cantidad de personas recluidas como la superficie carcelaria construida se duplicó. Si la cárcel tuviera verdaderamente un impacto positivo sobre el fenómeno criminal, uno podría esperar que este impresionante incremento tuviera, por lo menos, algún reflejo en las estadísticas criminales.

Si bien no cuento con las estadística criminal de 1990, tengo algunas cifras de 1999 y 2007. Según ellas, Carabineros de Chile registraba en 1999 un total de 1.614.991 denuncias de hechos delictivos. Esta cifra creció a un total de 1.810.733 en el año 2007 (según los anuarios de Estadísticas Policiales: Carabineros de Chile 1999 y 2007 disponibles en la página del INE).

Entonces, a pesar del incremento explosivo de la tasa de encarcelamiento, la tasa de criminalidad no bajó. Al contrario, se observa que al incremento del uso de la cárcel parece corresponder un incremento de las denuncias por hechos delictivos. Obviamente uno puede argüir que el incremento en la tasa de denuncias se debe a otros factores como una sensibilidad mayor de las víctimas, tipos penales nuevos, una confianza mayor de la población en los órganos de persecución penal o más personal policiaco. No obstante, ya que este debate no se da, habría que preguntar a los políticos cómo se explica que la tasa de criminalidad no haya bajado a pesar del uso frecuente de su herramienta mágica preferida, el encierro en jaulas.

Habría que preguntarse además como justifican la explosión de gastos para el sistema penitenciario, si al parecer no se nota un impacto en la baja de la tasa de criminalidad. ¿Cómo se explica, que en 1990 se gastaron 26.774.194 millones de Pesos en el sistema carcelario, para llegar a 94.644.389 para el cambio de milenio (2000) y alcanzar 177.875.806 Millones de pesos  en 2009?  Son esas las preguntas que ni la Concertación y tampoco el actual gobierno han querido plantearse.

El hecho que la correlación «mas cárcel y penas más severas = menos criminalidad» sea errónea tampoco es algo novedoso. Ya Georg Rusche y Otto Kirchheimer lo demostraron en 1938, en su obra clásica «Pena y Estructura Social». Ellos concluyen algo que hasta hoy parece verdad. Plantean «La ineficacia de las penas severas y los tratamientos crueles puede haber sido demostrado miles de veces, pero hasta el momento en que la sociedad sea capaz de resolver sus problemas sociales, la represión, la más simple de las repuestas, seguirá constituyendo la alternativa preferida. Ella proporciona la ilusión de la seguridad ocultando los síntomas del malestar social con un conjunto de juicios morales y legales» (p. 258).

Si ahora volvemos a su pregunta inicial, habría que contestar que la inclemencia hacia las personas privadas de libertad «tiene sistema». Les sirve a los políticos para mostrar que aplican políticas de «mano dura» contra la criminalidad. No es que se haya intensificado la idea de que quienes están presos lo merecen porque algo hicieron. Lo que se ha intensificado es el abuso político de la ilusión de seguridad que ofrece la cárcel. Lo que no importa en todo eso son respuestas efectivas al fenómeno criminal. El ciudadano tras  las rejas y su familia son tan solo la pantalla que sirve como medio de proyección del interés político electoral. Las personas privadas de libertad se han convertido de sujetos de derecho en objetos numéricos de las estrategias partidarias. ¿Qué clemencia merece un número?

Cuando publicó el libro Las cárceles y la búsqueda de una política criminal para Chile (LOM, 2006), entonces estábamos viviendo una transición histórica, desde el procedimiento penal inquisitorio a un procedimiento acusatorio, ¿en qué medida cree que hemos avanzado o bien solo nos quedamos en la intención de un cambio significativo?

– Es cierto que la transición del procedimiento penal inquisitorio a un procedimiento acusatorio se puede calificar como histórica. Se han creado nuevas estructuras y esas han permitido un cambio de la cultura jurídica en el ámbito de la justicia criminal. Ahora existen instituciones como la Defensoría Penal, el Ministerio Publico y los juzgados de garantía. Todas han contribuido a que el sistema sea diferente.

Existe más transparencia, tanto en las actuaciones de los órganos de persecución penal como en el actuar de los juzgados. La otra cara de este progreso y cambio significativo, es el mayor abuso mediático y la mayor comercialización de las tragedias humanas que se dan a raíz de un hecho delictivo. Los noticieros chilenos a menudo se parecen más a diarios de la delincuencia que a informativos sobre la realidad política nacional e internacional. Los periodistas se han convertido en «showmasters» de la criminalidad. Se entrevista a las víctimas, a sus vecinos y amigos. Entre medio algún fiscal o policía puede comentar la investigación y al final alguien pide penas más altas para estos delincuentes.

No se trata de criticar que las víctimas tengan voz. Mi punto es que la prensa chilena a menudo no se autolimita o regula. Profita de la tragedia humana y la utiliza para sus fines, como un espectáculo más, sin medir las posibles consecuencias. Habrá que preguntarse en algún momento, ¿qué estándar ético debe mantener un periodista al momento de cubrir un hecho delictivo? ¿Necesitamos ver a los cadáveres de las victimas en primer plano, o las caras de sus familiares llorando?, ¿cuándo permitimos que se hiciera de un hecho intimo un espectáculo público?

El cambio del sistema procesal penal también ha promovido un mayor respeto a las garantías constitucionales y los derechos humanos. No obstante, eso es válido sólo para la etapa de la investigación criminal. El estado de derecho, con su visión del ciudadano como sujeto de derecho, aún no ha llegado a la cárcel. No se habla y piensa en unos «ciudadanos tras rejas». El submundo carcelario sigue siendo el reino del más fuerte. En la cárcel la Constitución con sus garantías es un instrumento sin efectividad real, una mera hoja de papel. La reforma procesal penal fracasó en este punto.

Inicialmente el gobierno de Eduardo Frei Ruiz Tagle (1994-2000) pretendía promover «la Gran Reforma de la Justicia». Parte de ella iba a ser «la humanización de las cárceles». No obstante esta intención no se vio respetada en el proceso de la implementación de la reforma procesal penal.

Ya el programa presidencial de Ricardo Lagos Escobar (2000-2006) deja detrás la idea de la humanización. Durante este gobierno concertacionista surge más bien la idea de la privatización. Dice el programa presidencial: «Seguiremos expandiendo y mejorando muestro sistema carcelario, avanzando hacia cárceles más seguras y funcionales a la aplicación de planes efectivos de rehabilitación para los reclusos mediante el trabajo (…).» La humanización da paso a la funcionalidad. Una funcionalidad que, como lo hemos mostrado antes, nunca la tuvo  la cárcel.

El discurso de Lagos recuerda lo enunciado hace más que un siglo y medio por Andrés Bello. Todavía se quiere producir a «ciudadanos útiles»  mediante el encierro en jaulas. Ya no se habla de «hábitos de obediencia i de industria», ahora la meta es reinsertar a las personas tras la «aplicación de planes efectivos de rehabilitación». Ese discurso eficientista hace olvidar al ser humano singular con sus derechos individuales. Tratamos a un número, a un objeto y no a un sujeto de derecho.

Volviendo a su pregunta inicial, quisiera responder que, , es innegable que Chile ha avanzado tras la puesta en marcha de la Reforma Procesal Penal. No obstante, en el transcurso de la implementación se ha perdido de vista uno de sus objetivos: el de fortalecer la vigencia de las garantías constitucionales en la etapa de la ejecución penal. Parece que en este campo ya no existe la intención de un cambio significativo.

Sin duda, la derecha partidista durante los gobiernos de la Concertación se encargó de acusar la supuesta “mano blanda” de su gestión, señalando que en un eventual gobierno suyo –por entonces a la pregunta de Lavín, ¿por quién votaban los delincuentes si por Bachelet o por él?, se le sumó la amenaza del “término de la fiesta” para los delincuentes y poner fin a la “puerta giratoria” con Piñera– son discursos que a nivel mundial se han instalado como “Tolerancia cero”, ¿cuándo o de qué manera se supone se abandona ese discurso para enfrentar los temas de fondo: la desigualdad, la segregación, la marginalidad en países como el nuestro?

– El discurso de la supuesta «tolerancia cero» no se va a abandonar, ni en Chile, no en los EEUU, o en Alemania. Como lo he señalado antes (haciendo referencia a Rusche y Kirchheimer), es un discurso que vende una promesa falsa:  la  ilusión de seguridad.

Ahora bien, lo que hace falta es cuestionar el discurso, mostrando que es populista y sin justificación real. Es aquí, donde también los académicos chilenos deberían intervenir.

Puedo hacer referencia a algo acontecido hace poco (2008) en mi país. Cuando un político conservador del sur de Alemania (Roland Koch) quiso utilizar un hecho efectivo cometido por adolescentes en un Metro para su campaña política,  exigiendo «mano dura»,  muchos académicos, como también los partidos progresistas le contradijeron. Invocaron estadísticas que demostraron que con penas más severas contra adolescentes violentos, no se contribuye en nada a una baja de la criminalidad. El discurso del político se vio demasiado burdo, populista y poco serio. El intento de ganar votos electorales a cualquier costo fracasó, y el partido conservador perdió las siguientes elecciones.

La apuesta a la «Tolerancia cero» sólo puede ser útil al interés político cuando no hay oposición. Lamentablemente los gobiernos de la Concertación adoptaron el discurso de la «mano dura». No promovieron conceptos alternativos y no cuestionaron la efectividad de las recetas de la derecha. Prácticamente abandonaron el discurso reduccionista y progresista de la política criminal (enunciado todavía en el Mensaje Presidencial del Código Procesal Penal).

Falta recordar que antes del Golpe de Estado los distintos partidos todavía tenían un discurso más coherente. Ya el gobierno de Eduardo Frei Montalva (1964-1970) quería promover una nueva política criminal. Se pretendía implementar las ideas del Primer Congreso de las Naciones Unidas sobre Prevención del Delito y tratamiento del delincuente, celebrado en Ginebra en 1955. De hecho el gobierno hizo incorporar integralmente las Reglas Mínimas para el Tratamiento de los reclusos a la normativa jurídica de Chile (véase Decreto Nº. 3.140 del 19.11.1965). Reglas básicas de tratamiento de reclusos que hasta el día de hoy no se cumplen en las cárceles chilenas. Los políticos de la oposición deberían volver a estudiar la política criminal de los años 60 y comienzos del 70 del siglo pasado.

Me falta contestar su pregunta. El discurso de la «mano dura» tan sólo se puede limitar en su impacto político, cuando uno pone énfasis en la efectividad de la sanción y su costo. Existen estudios que demuestran también para el caso de Chile, que sanciones alternativas a las penas privativas de libertad, prometen menores tasas de reincidencia. A su vez, su aplicación genera mucho menos gastos. Al poner énfasis en el impacto real de las sanciones, los temas de fondo, que Usted menciona, aparecen en la mira.

El pasado 8 de diciembre la cárcel de San Miguel ardió en llamas, producto de una riña entre reclusos. Sin embargo, el avance de las investigaciones, señala que Gendarmería no actúo a tiempo, y que fueron los propios internos los que alertaron a bomberos. Hoy la Fiscalía podría procesar a los guardias por “homicidio por omisión”, en relación a los 81 fallecidos en el hecho. ¿Cuál es el estado o nivel de la relación carcelaria en Chile, pensando que Gendarmería no sólo debe ser garante de la seguridad, sino también de la integridad de los presos?

Usted comienza su pregunta con una afirmación que me parece errónea. La cárcel de San Miguel no ardió producto de una riña entre reclusos. La causa del incendio y la responsabilidad por el mismo recae plenamente y únicamente en el Estado. Son sus agentes los que deben evitar que se den hechos como riñas o incendios. La jurisprudencia internacional es bastante clara al respecto. El Estado, al recluir a una persona, asume un rol de garante. Como tal está obligado a evitar que las personas privadas de su libertad estén expuestas a cualquier situación de peligro. Esto incluye también el peligro que puede devenir de otros internos. Es justo por esa responsabilidad amplia y su costo, que muchos Estados reducen en lo posible el uso de la pena privativa de libertad.

A su vez, no creo que lo primero debería ser el procesar a los guardias por «homicidio». Si bien es importante establecer las responsabilidades individuales, se pierde de vista la responsabilidad política.

Si el Director de Gendarmería y el Ministro de Justicia permiten que cárceles operen sin el personal suficiente para garantizar la seguridad de los internos, y sin los equipos de seguridad indispensables, se hacen responsables. Tras el incendio de la cárcel en Iquique (donde murieron 26 personas) y de la cárcel El Manzano en Concepción (con 9 fallecidos), era evidente que se requería una revisión de los estándares de seguridad de todas los demás recintos penitenciarios. Habrá que preguntarse  si se tomaron medidas. Lo acontecido en San Miguel indica que, hasta bajo el supuesto que se revisaron los procedimientos y estándares, se actúo de manera negligente.

Espero que los parientes de los fallecidos y las victimas hagan uso de la posibilidad de enjuiciar al Estado de Chile por los daños causados. La Ley Orgánica de Bases Generales de la Administración del Estado (Ley 18.575) establece que «Los órganos de la Administración serán responsables del daño que causen por falta de servicio» (Art. 44 Párr.1).

Con esto también quiero contestar en parte a su pregunta. No deberíamos buscar la responsabilidad tan solo a nivel de Gendarmería. La institución es un fiel reflejo de la política criminal chilena, donde el individuo recluido no se percibe como «ciudadano tras rejas», sino como un desecho de la sociedad. Si nadie se interesa por las cotidianas violaciones a los derechos humanos que sufren los presos, ¿Cómo vamos a esperar que Gendarmería lo haga? Si hasta los Ministros de las Cortes de Apelaciones se desentienden generalmente del control judicial del respeto de las garantías constitucionales cuando éstas son reclamadas por presos, como podemos  esperar que los funcionarios de Gendarmería se conciban como protectores de la integridad de ellos.

El estado de la situación carcelaria en Chile no es digno para un país que se enorgullece de pertenecer a la OECD y que pretende contar con  un Estado democrático de derecho.

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