20 de agosto 2015

Un asunto serio.

Para Lucho Rojas, teórico del asunto

 

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Un académico alguna vez lamentó el hecho de que a Quevedo se lo conociera más por las Gracias y desgracias del ojo del culo que “por su obra más seria”. Este académico sin duda perdía de vista que no hay cosa más seria y digna de análisis que tales gracias y desgracias. Por lo menos así lo entendió el mismísimo Jonathan Swift, a su vez más conocido por los Viajes de Gulliver que por El beneficio de las ventosidades, un breve (y no por eso menos riguroso) tratado acerca de la función medicinal, social, política y estética de los pedos.

Aclara Swift —o “Pedosín Ventolero”— que el sano propósito de escribir su tratado consiste en “que el señor Nalgas obtenga la libertad, para que pueda expandir la fragancia de sus sentimientos sin restricciones”. Dicho lo cual, nuestro entrañable irlandés se aboca a un examen del tema dividido en cuatro puntos fundamentales: 1) naturaleza y esencia del pedo; 2) consecuencias funestas de contenerlos; 3) demostrar que son lícitos; y 4) numerosas ventajas que acarrearán la tolerancia y libertad de la costumbre de tirárselos.

El inventario de los distintos tipos de ventosidades, acompañado de su anecdotario (y epistolario) correspondiente —en el cual se dan cita personajes como la Condesa Culosonoro o la Señora Pedomojado, entre una amplia gama de virtuosas ejecutantes del instrumento de viento—, hace de El beneficio de las ventosidades un escrito ejemplar que siempre habríamos de recordar al incurrir en la muy indigna, en la extremadamente injusta y tóxica labor de aguantarse un pedo.

Por si algo le faltara a esta loable reivindicación, la edición de Sexto Piso (traducida por Ismael Attrache) incorpora, a manera de pórtico, la también puntillosa taxonomía de Charles James Fox, el cual además elabora toda una genealogía del pedo posible de rastrear desde la épica griega (Ayax mata de un pedo a Agamenón) hasta el mismo siglo XVIII, sin olvidarse de Adán y Eva, quienes, como sugiere James Fox, habrían soltado pedos del puro susto de ver a la serpiente.

Un asunto realmente serio, pues, el de los vientos humanos. ¿Por qué los pensadores o los historiadores o los músicos no reflexionan ya sobre un tema de tamaña importancia? ¿Será porque derivaron el asunto a los matasanos? ¿Será porque dedican sus vanos esfuerzos a obras “más serias”? ¿Desde cuándo hay algo más serio? ¿Y desde cuándo “tener pedos”, como en México, es tener “problemas”? ¿Acaso desde el advenimiento del miserable bípedo implume potijunto de Sócrates, como dirían los filósofos cínicos? Bueno, si de verdad supiéramos desde cuándo, tal cual dice Swift, “Todo ello se podría haber impedido con un pedo a su debido tiempo.”

 

2

El asunto, sin embargo, tampoco escapa al problema, hoy en boga, de la autoría. Roland Barthes en 1968 decretó la “muerte del autor” en la crítica literaria, pero nada dijo sobre el problema de la autoría de los pedos, algo que por lo regular les viene aparejado sean de la clase que sean. La pregunta ¿quién fue? —o la respuesta ¡yo no fui!—, aun sin pronunciarse, son consecutivas al hecho de hacer público un pedo. Al año siguiente de Barthes, Michel Foucault, de común tan preocupado por los dispositivos de control recaídos sobre el cuerpo, se olvidó por completo de los pedos al hablar sobre la función-autor y la apropiación penal de los discursos en literatura, ciencia y filosofía. ¿Es que el tema de las ventosidades no era digno del Collège de France?[1]

Pero hubo que esperar casi cuarenta años más para que Paul Auster abordara el asunto en Brooklyn Follies: “Jamás debe reconocerse un pedo en público”, sentencia Nathan Glass, el narrador de la novela de Auster: “Los pedos no salen de nadie ni de ningún sitio en concreto; son emanaciones anónimas que tienen su origen en el conjunto del grupo, y aunque hasta el último de los presentes pueda señalar al culpable, la única actitud sensata consiste en negarlo.”

Contrariamente a lo aconsejado por Swift, Glass asume de entrada que publicar un pedo es algo para avergonzarse, de tal manera que no reconocer su autoría constituye “la ley no escrita, la única norma protocolaria que debe seguirse estrictamente en la etiqueta norteamericana.” En ese aspecto, la anonimia del pedo, que es un tema teórico, se encuentra directamente conectada a un asunto de índole normativa: lo que en Swift al fin y al cabo constituía una estética de la ventosidad, en Glass deviene moralidad del pedo.

Este trayecto desde la estética a la moral es relevante al indicar la incontrovertible importancia de lo público —o, si se prefiere, de la publicidad— en el ámbito de la producción corporal. Ambas concepciones del pedo, tanto la que se ufana como la que se avergüenza de él, toman en consideración el irreversible juicio del público y, por qué no, de la crítica especializada dentro de la cada día más compleja red de circuitos de producción. Y a tal punto, que además del pedo anónimo (o bastardo), hoy hasta podríamos incluir en el catálogo al pedo comercial, al pedo canónico y al pedo independiente.

Sin embargo, es en el pedo en soledad —ese viento impublicable— donde se vislumbra toda una estética de la resistencia, pues no es sino ahí donde la experimentación y el riesgo, prácticas de suyo excluidas de la industria cultural, tienen lugar.

 



[1] Al menos en Chile, donde en cada hogar hay por lo menos un teórico del asunto, Claudio Bertoni estuvo a la altura al incluir en el Cansador intrabajable (Devon, Beau Geste Press, 1973) un poema titulado PUN, cuya primera parte dice: “A las 12/ de la noche/ te tiras un peo/ silencioso como las puertas de un trolley/ al cerrarse o abrirse”. Más allá del refinamiento poético de Bertoni, lo interesante es que el viento sonoro, hacia el final del poema, funciona como recurso legítimo del comentario literario: “Para justificar tu/ segundo peo dices: ‘Estoy comentando/ el libro’”. Atención a los críticos.

(Guayaquil, 1977). Escribió el libro de crónicas Perdido, los poemarios Peatonal, Yo ya y los fragmentos de El piano de Waldstein, además de la nonononovela En pana. Coedita le revista cartonera PUF! en la colonia Obrera de la Ciudad de México.

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