03 de diciembre 2017

Un yacaré

*Final de un cuento inconcluso de Teodoro Dostollesqui

 

IIIII

A la mañana siguiente el traficante de animales Fritz Fratz se despertó algo mareado. Gracias a sus costumbres digestivas, sumamente integradas al ritmo vital que había adquirido con los años, podía abrir los ojos por su cuenta a la misma hora, día tras día. Llevaba treinta años así. Se sentía orgulloso de aquel logro. Y aunque esa madrugada no fue la excepción, apenas dieron una vuelta por el lugar, los músculos internos le habían devuelto la sombra. Ahora miraba sus párpados por dentro y trataba de ordenar ideas. Las ideas para el día. Más que lo oscuro, extraño a esa hora y en pleno octubre, lo que lo tenía mareado era lo que su cabeza producía, lo de dentro. Llevaba una mala racha con los colibríes. Los pedía desde Nicaragua. De los trescientos que figuraban en el recibo del barco llegaban apenas veinte, o diez. La Generala, en todo caso, los compraba siempre, todos. Pero no se la veía por la tienda hace varias semanas, a la vieja. Quizás a su vuelta de las vacaciones en Pest, inspirada por el verano magiar, presa del entusiasmo, le compraría todos los que quedan. Los cinco pericos perdidos. Y hasta quizás el yacaré…

¿Qué yacaré?

Al honrado traficante Fritz las cosas se le escapan de las manos. Recordó a su abuelo contando cómo había conseguido el bicho aquel de un portugués que prometía treinta años de longevidad para ese tipo de reptiles, la gente que iba a verlo en su estanque, el agua verde que parecía ser un tul donde reposar la humedad. Una tranquilidad antidiluviana. También recordó la promesa familiar de que el animalejo los iba a alimentar, había calculado el padre de su padre, hasta el año 1990. ¡Y hasta quizás más!

Pero no estaba seguro.

¿Tuve un abuelo?

¿Tengo un yacaré?

Lo que sí tenía era un cansancio que no dudaba en llamar espiritual. Los rublos y el descanso simplemente no se llevaban bien. Apenas podía dormir una hora de siesta en la tarde, si es que almorzaba ligero, y luego, en el mejor de los casos, unas cinco en la noche. Lo extraño era que hace poco más de un mes soñaba lo mismo. Eso, además de cansarlo, lo aburría y preocupaba: un niño con fiebre entre las jaulas de las aves americanas ahuyenta a una comitiva venida de lejos. Los rusos, afuera, aguardan inquietos. Los estudiantes y las mucamas, los pocos funcionarios sin ocupaciones inmediatas y los carroceros desempleados. Los mirones de siempre. Gente con todo el tiempo del mundo. Algunos aprovechan el atasco en la puerta para luchar por entrar; otros curiosos, con algo más de generosidad en sus bolsillos y paciencia en el corazón, se baten entre los que quieren salir y los que juran haber estado dentro y querer estarlo de nuevo, incluso si había que pagar por segunda vez. En el sueño el traficante de animales piensa que hay que comprar timbres para asegurar la entrada. Que los timbres evitan la mentira o los malentendidos. El niño se limita a gritar en castellano, a veces sin voz sólida o duradera, entre los paseantes amasados. Irritado, Fritz se asoma con un palo para hacerlo callar, pero apenas llega a la jaula el pequeño se recoge contra su ombligo, entrega el cuerpo a unos temblores contenidos. El traficante siente compasión. Luego indignación. ¿Se había zampado los pájaros acaso, el bandido ese? ¿Por qué lo seguía manteniendo con ellos, a costa de su estrecho presupuesto? Las rentas habían subido hasta las nubes y él, tranquilo, con fiebre, viviendo gratis en ese contenedor con barrotes finamente labrados, estilo segundo imperio. Ahí su esposa colapsa frente a la caja registradora y el piso se cubre de un humo que visto a buenas y primeras parece neblina pero que, una vez echado andar su corpulento cuerpo en dirección a su desfallecida amada, parece reflejar su papada. La ve de reojo y se avergüenza. Estos colgajos deben pesar más que esa pobre rata enjaulada, piensa. Dios quiera que la corte ponga de moda la barba, los trajes más holgados. O quizás es hora de viajar al sur, instalarse en alguna callecita de Sofía o Estambul. El final de este sueño, la vuelta al mundo, era casi parte del sueño: su esposa, Frida Fratz-Herzherzog, jurándole agua en la cara de no callarse. Es temprano, es la hora de levantarse. Entonces hay un gruñido profundo, un grito hacia dentro. El traficante de animales por un momento se olvida de todo y cree estar en Friburgo, cree ir tarde a la clase de botánica en la selva negra o la presentación navideña del conjunto de flautas de la capilla. Mira lo negro, se enjuaga los ojos y ahí está: Frida, la inmensa Frida, tratando de olvidar el sol de la mañana. Frida postergándolo todo. Pero ese miércoles era distinto. No fue como los otros. El sol no entraba por la ventana y además Fritz estaba nervioso con su memoria. Dudó por un momento de la Generala, de los pájaros de Nicaragua, del niño en la jaula. Se llevó la mano a la frente y constató sudor. Sudor fino, sudor casi talco. Se prometió un trago de brandy para acompañar los huevos, el pan con mantequilla. Algo para alegrar el corazón. Un poco de cariño propio. Animado con esa promesa se apoyó en la escalerita y tocó el suelo. Empezó a caminar a ciegas pero no llegó muy lejos. Su pie derecho se topó con un bulto y el traficante se fue a piso. Sintió el ácido bajo la uña negra, cerró los ojos, se concentró en el dolor de la gota. Frida apenas dio señales. Fritz cayó de cara sobre otros bultos. Los tanteó. Eran los sacos de cuero. Los bolsones de emergencia, que guardaba, vacíos, en la cochera. Metió la mano en uno y tocó el frío. Monedas acuñadas con la cara de Alejandro el Segundo, Alejandro el Severo. Podía reconocerlo al tacto. Se llevó un rublo boca adentro y lo saboreó. Lo pasó de un costado a otro de las muelas. Era mejor que el brandy. La plata viaja por el tiempo sin mancha.

¿Cuántas bolsas contó luego de abrir la puerta y dejar entrar la luz de una lámpara de aceite?         Treinta y tres. Cada una llena hasta el cogote. Cientos de miles de Alejandros, severos y pálidos.

No sé cómo, pero soy rico, se dijo. Tembló de miedo.

VI

El traficante de animales Fritz siguió pensando en alemán hasta bajar a su cocina. Pensó en su riqueza súbita y en el brandy que tenía que quitarle el gusto a plata de la boca. El lugar estaba helado y desierto. Revisó el bolsillo de la bata, buscó la hora. Tenía que haber una relación del tiempo, esa abstracción tonta, con el oro macizo de su reloj. El tiempo valioso, real. Lo que acá no se entiende. Hasta los campaneros se emborrachan hoy por hoy. Y la niña… esa muchacha… Esta sería la última vez que se va de fiesta y olvida sus responsabilidades. Lo juró en voz alta. Maldijo. Le dio vueltas a la postergación de los quehaceres. Los eslavos abusan de su carácter y con los extranjeros ningún compromiso es válido, todo se puede olvidar. Si de él dependiera las cosas deberían seguir igual, pero no. Eslavos que no hablan ruso, eslavos afrancesados que deciden liberar a los muertos de hambre para pasar a pagarles. Qué saben los campesinos de rublos… y qué saben los nobles de los campesinos. Cuarenta años llevaba en el tráfico el traficante Fritz. Era la cuarta generación que se beneficiaba de este noble oficio, y aunque se podría decir que había pasado las de quico y caco, nunca imaginó un abandono al nivel de esa mañana. Era como si en su cocina habitara el espíritu de Rusia. Ese lugar de mierda. Ahora era extrañamente rico y podría planificar su retiro anticipado, la vuelta a la selva negra. Y en cuanto a la muchacha… ya la pondría en su lugar apenas se asomara por la puerta, zuecos en las manos para evitar el sonido y la mugre. El alcohol terminará con todos los de este lado del mapa, dijo, y buscó la repisa de los licores con la mirada. Se agenció la botella y dio un trago largo, un trago eslavo. Decidió sacarse las pantuflas y esperar con las plantas pegadas a las baldosas a que se calentara la cocina. Meter la leña por la puertecita negra y asociar el crepitar al frío que le fijaba la mandíbula. Porque él, al contrario de otros compatriotas, como el comerciante de muebles Schmelzer, sí podía hacer fuego, su propio fuego. Él podría sobrevivir en cualquier lado. A Schmelzer se lo harían chupete cuatro gansos en un corral. Se dijo: Este lugar es un carnaval. Nunca van a aprender. Nunca. Pensaba en un verdadero carnaval, en una fiesta agrícola llena de cebada, mejor temperatura ambiente, quizá la próxima temporada, lejos de ahí, cuando un suspiro lo sacó de sí. Asomada por la puerta de la alacena un rostro regordete y pálido. Fritz no cree en el más allá pero pensó en un espíritu. Su abuela volviendo de la tumba, viajando miles de acres para venir a molestarlo por unas misas en su nombre, ahora que tenía dinero. Pero salió de sí y miró esa cara. Los fantasmas no son tan gordos… Se demoró exactamente cinco segundos en recordar. El yacaré, el yacaré, el yacaré: ¡Karlchen, mi querido Karlchen! ¡Iván Matyevich! –¡Elena Ivanovna! §repitió el nombre en voz alta a la desgreñada, quien atinó a arrastrarse en cuatro patas y quedar agarrada de la bata del traficante de animales como si se tratara de una claraboya. –¡O, querido señor! ¡Mi muy querido señor! ¿Cómo comenzar a referirle mi interior luego de estas horas de encierro en su cocina?… La falta de agua y abrigo adecuado… La única ayuda de un catre plegable de campaña… ¡Y el desvelo! ¡El desvelo por la condición de mi queridito Iván Matyevich! … Inefable, inefable… §El traficante Fritz intentó levantarla, apenado con su estado, pero era difícil. Hasta quizás le llevaba la delantera a su querida Frida en términos de grasa. Le pidió un mínimo de compostura, ofreciéndole una silla junto al fuego y un trago de la botella. Ante todo sugirió calma, pero Elena Ivanovna estaba lejos de toda calma. Repetía las mismas frases una y otra vez y en sus comisuras se juntaba una espuma blanca. –¿Cree usted que el zoólogo Aslan Ramirich se encuentra en camino ya?… ¿Cuánto podrá aguantar mi Iván ahí dentro?… ¿Se entrevistará hoy con la Generala Valerianoff?… Es importante actuar lo antes posible, mi querido señor… Es importante, importantísimo… §El traficante quería que esa horrible señora se callase lo antes posible. Recordó a aquel repugnante joven, de baja ralea, siendo tragado por su querido y atolondrado Karlchen. Las glándulas sobreexcitadas secretando una goma espesa, el funcionario desapareciendo trago a trago. ¿Qué haría ahora? Si bien tenía el dinero suficiente para vivir hasta su muerte, ¿cómo se ganarían la vida los hijos que ya vendrían? Porque la semilla del hombre, sobre todo un tudesco, dura hasta el final, y Frida todavía no alcanzaba los treinta… Procuró darle más brandy a la desvanecida, colocó una tetera con agua sobre la cocina, volvió a consultar la hora. – ¿No le parece que es demasiado tarde para tal oscuridad? §le preguntó a Elena Ivanovna, interrumpiendo su delirio. – No lo sé, no lo sé… No he pegado pestaña y no he salido… §– Sin embargo, en este reloj dan ya las nueve menos cuarto, lo que es tardísimo, pero hay una luz como de las cinco y media, considerando la época del año… Una luz como de madrugada… Y yo que pensaba que había logrado coordinarme, tener un hábito… §Elena Ivanovna trató de ser complaciente pero se retorcía las manos con los pliegues de su vestido. Era extraño, puesto que no la había visto ni el día siguiente al incidente, ni al siguiente. Hoy, en cambio, estaba desesperada y a la merced del traficante, el que a su vez sentía una genuina preocupación por Karlchen. Quién sabe qué cosas habrá estado haciendo este Iván Matyevich ahí dentro. Recordó haber tenido esa edad, la que tienen los jóvenes funcionarios. Sentir el fuego recorrer sus venas, tener que acariciarse la entrepierna a solas, cuando su primera esposa ponía excusas para cumplir el deber conyugal. Si este ruso de pacotilla llega a mancillar a mi Karlchen tendré que tomar medidas drásticas, pensó. Medidas de friburgués. Recordó también, a partir de las palabras de Elena Ivanovna, que el zoólogo Aslan había sido requerido vía correo exprés, pagada la réplica. Calculó que por lo bajo Karlchen tendría que esperar un buen par de semanas hasta que pudiese recobrar su vida. La vida antes de esto. Según Semión Semionovich, amigo personal de Iván Matyevich y secretario estrella desde que cayera en la condición, el tragado tenía tres meses de licencia en el trabajo debido a que la condición coincidió con el primer día de vacaciones reglamentarias. ¡Tres meses así! ¡Y con goce de sueldo! ¿Pero y él mismo? ¿Quién lo indemnizaría de aquel estrés? ¿Quién se haría cargo de asegurar el pasar de su descendencia hasta el año 1990? Karlchen… Tenía que estar tranquilo en ese contenedor hasta que alguien decidiera adquirirlo para el foso de un castillo o el pantano de la dacha. ¡Pobrecito! ¡Tan lejos del barro que lo vio nacer para llegar a soportar a un mediocre funcionario! Pero por otro lado ahora era inmensamente rico. Inmensamente. Y a juzgar por las opiniones que el joven había formulado hasta entonces, en base a la experiencia ahí dentro, ni él ni el yacaré necesitaban más comida. Una relación simbiótica, aseguró en su momento. Pero al traficante de animales no le pasaban gato por liebre. A lo mejor los jugos de Karl ya no funcionaban como antes, cuando su padre vivía, pero la demora no es renuncia. Ante eso era mejor tratar a Elena Ivanovna como una viuda, aún antes de tiempo, aún sin que lo notara. ¿Y por qué estaba ahí? ¿Cómo había entrado? Las cosas se le desordenaban entre las orejas. La pobre seguía preguntando por lo que iba a suceder ese día, las medidas a tomar. –¿Cuánto tiempo cree que un hombre puede pasar dentro de un bicho así sin descomponerse por los vinagres gástricos? ¿No sería mejor hacer del yacaré una media docena de carteras de mano? §–Ya tendremos tiempo para resolver estos asuntos… Pero primero le recomendaría consultar a un médico con suma urgencia, mi querida Elena Ivanovna, ¿no cree usted? ¿Qué le parece si desayunamos algo ligero, pasamos a ver al doctor Suave y yo vuelvo a la tienda a dejarle algo de comida a Karlchen y a Iván Matyevich? §–¡O! Eso estaría bien, estaría bien… Pero sería abusar de su gentileza, herr Fritz… Mis nervios se recomponerán en la medida que pueda verle la cara de nuevo a mi queridito… ¡Ya no la recuerdo bien! ¡Se lo juro! … Anoche, una vez sola, durante quince minutos pude pegar pestaña, lo confieso… ¡Hasta soñé! … Cosas de lo más extrañas … Estábamos ahí en la tienda de animales, y una muchedumbre repletaba no sólo estas dependencias sino el Pasaje completo… Todos querían ver a un niño venido de América… Un niño flaco que se había comido las catitas y carlotas de una de sus jaulas predilectas… Una de las jaulas más bonitas de toda la ciudad, por lo demás, muy primer imperio… Nunca tuve el tiempo de preguntarle por el dato del herrero que emplea usted, herr Fritz… §El traficante de animales quedó helado. Le aterró la coincidencia. Sintió un poco de asco al haber soñado lo mismo que esa desgraciada mujer. Se tocó la papada, las rodillas. Hasta apretó uno de los antebrazos de Elena Ivanovna. ¿Seguiría soñando? Sólo había una forma de saberlo. Tenía que zanjar asuntos con el mundo allá afuera. Qué importaba la muchacha ausente y fiestera, los rublos en sacos, su Frida durmiente. Animó a la desgraciada Elena a recomponer el rostro con agua y jabón mientras él preparaba unos huevos con papas. –No hay mejor alimento que un par de papas cocidas para iniciar el día como corresponde, mi querida Elena… Y luego de esto, cuando esté recompuesta, saciada y tranquila, ya podemos salir a arreglar el asunto… §–¿Así lo cree usted, herr Fratz? §–No sólo lo creo, mi estimada: estoy cierto. Pero vamos, tómese un traguito más de este brandy. Apúrelo sin problemas. Hay más de donde salió esta botella… §Con estas palabras la convenció. Era más fácil entrar en el mundo de la viudez así, con algo de alcohol en las venas.

Soy rico y tengo un yacaré, murmuró dentro de su cabeza, y marchó a buscar papas y otra botella de brandy a la cochera.

VII

 El traficante de animales Fritz Fratz nunca había tenido una verdadera tolerancia al alcohol. Algo de indio americano tenía que correr por sus venas. Cuando tenía tiempo, luego de realizar las cuentas, pegándose unos pipazos, pensaba en visitar a alguno de sus compatriotas residentes en la capital, pero cada vez que asistía a algún evento recordaba por qué no lo hacía más seguido. Se sentía extraño entre sus semejantes. Había soñado de nuevo con la tienda. Esta vez no es el niño de América y su ingesta de cotorras. Las jaulas estan abiertas de par en par, y dentro de la tina de cinc donde el yacaré había vivido casi cien años se encuentra su madre, su anciana madre, con el vientre abierto como las jaulas. Tiene que hacerse lugar entre los mirones para llegar a estar cerca y ver. Pasar del permiso a usar rodillas y codos. Apenas se asoma por el borde de la tina encuentra su reflejo dentro de la panza abierta de la vieja que le vio nacer. Entonces abrió los ojos. Recordó su baja tolerancia al alcohol y que simplemente no se llevaba con sus semejantes. Estaba recostado contra el frío piso de la cocina y la pobre Elena Ivanovna lo miraba, preocupada. Se llevó la mano a la frente y sintió pedazos de papa. Trató de quitárselos, pero la rusa insistió en que lo mejor era que descansara un rato ahí, que esperara a que bajara la fiebre. –Le vino un desmayo súbito… Apenas sentí el golpe sordo corrí a buscar más brandy… §–¿Cuánto tiempo llevo acá? §–Mucho tiempo. ¡Muchísimo! Ya perdí la cuenta… ¡Y eso que no me he movido de acá, mirando su reloj, tratando de contar sus pulsaciones! Pero parece que el aparato no funciona… ¡Habrá que darle cuerda acaso!… Dicen que los alemanes son excelentes para sufrir infartos de la nada, herr Fratz… Y esto no según un medicucho de por acá, sino que… ¡Médicos alemanes! ¡Mismamente! ¡Lo leí en una revista de naturalismo!… Es por el temperamento germano, tan dado a la contención de emociones… Como si todos hubiesen crecido en un hogar de menores… §La joven esposa del funcionario se encontraba quizá peor que él mismo, pensó el traficante de animales. Era urgente salir y solucionar el asunto de una buena vez. Aclarar las cosas. Dejar todo en orden, por si la gota decidía llevárselo pronto. ¿Frida seguiría durmiendo? ¿Y su querida madre, dónde estaba? ¿Qué hora era ya? ¿Por qué no se encontraba tan preocupada como él de la ausencia de la muchacha, de las eventualidades últimas que amenazaban con quitarles a Karlchen para siempre?

¿Voy a morir?

El traficante de animales no se sentía preparado para abandonar este mundo. Principalmente debido a que no creía en otro, por lo que el panorama se le presentaba verdaderamente desolador. Y esa mujer, esa insoportable mujer, que seguía colocándole pedazos de papas, que seguía hablando de su estúpido marido encerrado en aquel maravilloso ejemplar de yacaré. ¿Qué tenía que hacer? –De sentirse muy mal le recomendaría que se meta dentro del bicho que tiene en la tienda, herr Fratz… En esta misma revista leí que los saurios son una familia natural especialmente idónea para frenar las fiebres de octubre… Además le podrá hacer compañía a mi querido Iván Matyevich ahí dentro, ¿no le parece una buena idea? §Si bien, siendo honesto consigo, no se hubiese plegado a la idea bajo otra circunstancia, en ese momento no le pareció tener otra alternativa. Elena Ivanovna se veía espirituada, con el color de nuevo en el cuerpo gracias al brandy, dispuesta a utilizar un pistolón que cargaba en la mano derecha y que apuntaba directamente a su cara. Ahí estaba: borracha y con coraje, arma en una mano, cosa de compensar el peso de una botella carísima, evidentemente abierta aprovechando la ocasión del desmayo, que cargaba en la otra. Daba tragos cortos y mantenía el cañón recto entre sus ojos. –¿Qué pretende, mi querida Elena Ivanovna? §La joven rió moviendo apenas la boca, dejando a la luz dos corridas de dientecitos aserruchados. –Quiero que recobre la compostura, herr Fratz. Quiero que se anime a dar un trago más y que me acompañe a la calle. Tenemos que sacar a mi querido Iván Matyevich de la panza de ese horrible yacaré… ¡Y no se le ocurra preguntarle a él! ¡Seguro va a querer quedarse hasta encontrar la solución a todos los problemas de nuestra patria! ¡A, los progresistas! ¡Cuánto tiempo perdido en los salones, tomando café, leyendo periódicos, hablando de ideas totalmente ajenas a nuestra naturaleza! … Iván Matyevich debe obedecer. Esta vez tiene que hacerlo… ¡Y usted me va a ayudar! §

No le quedó de otra.

8

– Esto es demasiado valioso como para poder seguir el procedimiento adecuado, herr Fratz. Por mi parte, y con todo el respeto que merece su antiguo negocio, me descarto. Guárdese sus rublos, o dónelos al museo de la Gran Gratitud General. Me parece inhumano que exija sacarlo de su salsa orgánica. No ha tenido contacto con la atmósfera así a la humana hace demasiado. Tocar a esto con la punta de un bisturí sería algo inmundo, y comprenderá que uno no carece de principios. §El honrado traficante de animales está al borde de un ataque a su corazón germano. Algo pasó entre una noche cualquiera que se fue a la cama y esa mañana de octubre. Una mañana distinta de todas las mañanas anteriores. Treinta años de rigor interrumpidos por unos campaneros de mala voluntad, una muchacha sin lealtad, unas segundas nupcias derretidas dentro de la cama, un tesoro de plata bien acuñada. El olor del cañón que Elena Ivanovna apuntaba lo había convencido de la nula posibilidad de que eso fuese un sueño. A la vez que sí todo lo anterior. Y ahora esto. El nieto del doctor Suave y del zoólogo Aslan Ramirich, el taxidermista Juan Ramirovich Suavenovsky, asegurando que esperaba su llegada desde el pasado para saldar la deuda de sus parientes, comentándole lo mal que le había hecho

tanto

tiempo

en

el

paréntesis.

Y Karlchen, su amado Karlchen, que ahora llamaban Carlitos o simplemente el Amor, convertido en eso. Las paredes de la tienda reemplazadas por ese acuario grotesco, vidrios y vigas, según el comentario informativo de Juan Ramirovich, muy quinto imperio, o segundo imperio con los ojos puestos en el primer imperio, que venía a ser lo mismo. Carlitos o el corazón de la Restauración. Es demasiado. Este negro de mierda me viene a hablar de principios, a hablarme de la vida, de quinto imperio hablar. Como si conociera más lugares que los que le impone su robo profesional. Como si conociera del viaje y de la buena mesa y los paseos por lugares soleados. Como si entendiera de ruinas en Capadocia y del olor de algún establo privado. La mirada de los colibríes de Nicaragua y los sucesos pasados que regaron el piso donde pisa. Que ha recorrido y que no necesita de Alejandro el Segundo, dice. Que mi dinero ya no vale y que puedo volver a la cueva a contarlo y dejarlos en paz a todos, dice. Que la tienda ya no es la tienda. Que ha pasado más tiempo del que es posible medir. Y sigue sobándole el lomo al bicho enfermo, sumergido en éter, dicen que vivo pero más muerto que otra cosa, en franca coma, preguntando al guardia de turno sobre el recambio de las mangueras y la preparación de los potajes, como queriendo averiguar hasta dónde daba la plasticidad, cuál era el límite de un reptil domesticado.

¿Y qué año habían dicho que era?

¿Y qué había pasado entre medio?

–El animal es mío. Eso es de conocimiento público. Y sobre Iván Matyevich no tengo nada bueno que decir. Este tipo se metió hasta por voluntad propia, diría yo. Tengo testigos de la época, yo. Los que además podrían ser encarcelados como colaboradores… Declaro que Iván Matyevich agarró su bastón y lo colocó entre las fauces. Regó la garganta con un poco de vino dulce que encontró en el mostrador. Vino dulce que mi querida madre utiliza para olvidarse de su espalda de tiza. Todos sentimos el gorgoteo y vimos el sufrimiento de Karlchen, los ojos hinchados, los párpados recogiéndose hasta ser invisibles. Y la veladura. No se le debe dar alcohol a los reptiles, eso es sabido. Simplemente cambian para mal y siempre. Y eso fue lo que pasó. Iván Matyevich se hizo el espacio dentro de mi Karlchen a punta de toxinas… Según Semión Semionovich, el que lamento haya muerto de viejo tan prematuramente, Iván Matyevich había manifestado su oposición a la idea de una carrera en ascenso. Quería seguir donde estaba para siempre. No le importaba posponer las vacaciones, hacer mérito, involucrarse de verdad con la vida en la ciudad, entre la corte y los ministerios. En eso debe haber estado cuando su ahora confundida esposa le propuso visitar el Pasaje, aprovechar el aire matutino antes de tomar el primer tren hacia el sur en la estación. ¿Se imaginan ese placer, la posibilidad de escapar de todo deber? Yo sí, porque lo vi en sus ojos y luego fui testigo, como otros ahí: Metió una pierna, luego la otra. Se aseguró de todo. No corrió riesgos. ¿Y ahora me viene a comentar usted, experto sin experiencia, que es un fenómeno curioso? Es lisa y llanamente un atraco a mano armada. Que lleven siete o veinte generaciones de ciudadanos viviendo a costa de esto, aprovechándose de mi terrible paréntesis, me da lo mismo. Las leyes del hombre son eternas, es sabido. Esto sigue siendo un atraco. Cosa que por lo demás no me extraña. Declaro también que Elena Ivanovna, su propia mujer aquí presente, la que en más de una ocasión afirmó querer enviudar lo antes posible, me amenazó con un arma sustraída de mi propio domicilio en mi propio domicilio, a propósito de lo sucedido con su marido. ¿Alguien está tomando nota de esto? §El traficante de animales Fritz Fratz miraba Elena Ivanovna buscando colaboración, pero la viuda cuántica no tenía tantas ganas de renunciar a la situación, en vista de la cantidad de dinero en juego. Se sentía por lo demás notoriamente feliz, calculando sus años y viendo el estado de su piel a pesar de los números. Se creía inmortal. –Usted no es la persona que yo juzgaba era, querido herr Fritz… Estoy triste y consternada. ¿Pretendía ocultar las ganancias que justamente merece mi sabio y ahora consagrado esposo? Nos dicen que ha salvado a la totalidad de la Rusia en una veintena de ocasiones a lo largo de todo este tiempo. Valiosos mensajes del paréntesis, instrucciones de vuelo para el Estado. Mucho más útil que el horrible encierro que experimenté en su casa. ¡Tuve que ingerir brandy para salirme de lo que ahora me dicen es un síndrome sueco y poder odiarlo! ¡Emborracharme para recoger del miedo el valor y forzarnos a salir de paréntesis! ¡Yo creía en su bondad! ¿No se siente un parásito? § –¿Ganancias? ¿Ganancias suyas? Qué saben de beneficios… Nunca movieron una silla en su casa y ahora se juzga de cualquier modo… §–Así que reconoce seguir pensando en los beneficios §murmuró el guardia de turno. Se miraron con el taxidermista Juan Ramirovich, luego volvió a su pantalla. –¿No le da vergüenza? §–¿Y a usted le pagan para cuidar a los mirones? §preguntó el traficante. –¿Dirá a los ciudadanos, a los paseantes, a las desocupadas vidas que quieren recrear el ojo después de un día frente a la tela espesa de luz? §el guardia de turno hablaba como su madre. Mantenía la nuca estirada, el mentón recogido. Era joven y bello. Cuando alguien levantaba la voz movía los ojos y asentía. Daba la impresión de que siempre concordaba con las opiniones. Ahora discutían sobre el origen de la información que emanaba de Carlitos o el Amor. De dónde provenía el contenido. Qué era el Amor. Si acaso el yacaré o el funcionario o incluso el niño de América. Nadie pensaba en el niño y el valor que este le daba a la atracción. Como si su nacimiento hubiese sido una casualidad que no merecía mayor explicación. Elena Ivanovna secundó al taxidermista con un estetoscopio personal. El guardia les orientaba con la voz sobre los lugares en donde se escuchaban, alineados, los tres corazones. A veces, por las mañanas en especial, iban a destiempo. En la medida en que los nutrientes se iban distribuyendo por los cuerpos, terminaban coordinándose. Esto requería de una disposición titánica por parte de Matyevich y el americano. Habían aprendido a irrigar como reptiles. La barrera que regulaba los encuentros entre la gente y el Amor era un cerco de pabellones conseguidos de los edificios del centro. Pantallas con diseños de hojas y ramas. Tesoros vueltos a circular luego de los furiosos eventos. Pantallas de papel tan envejecidas como los cimientos de la antigua tienda de mascotas. Nadie parecía sorprenderse del paso del tiempo. Sí de que el traficante de animales dijera sin asco eso, lo que era. Tudesco entrenador de pájaros y saurios americanos, por otro lado, sonaba mucho mejor, le dijeron en respuesta, dentro de una serie de primeras recomendaciones. Tuvo que memorizar su nueva profesión. Sintió ojos linchadores entre los ciudadanos de la fila. No sabía qué era un entrenador, pero se figuraba algo así como un traficante con algo más de tacto, un traficante empático. –Lo que podemos hacer es ofrecerle un puesto como guía. A la gente le interesará conocer los detalles del origen del Amor, estar en contacto con alguien que tenía ideas absurdas acerca de 1990 como fecha futura §el guardia de turno decía sus palabras con cuidado. No mentía ni fabricaba ilusiones. El distinguido entrenador de especies en peligro de extinción tiritó de ira, juró que no se movería de ahí hasta que alguien le explicara cómo resolver este enredo. Y así se instaló, sin encontrar oposición. Con el tiempo terminó aprendiendo más de los visitantes que ellos de él. Haciendo preguntas sinceras. El mañana había conquistado muchas cosas, como el frío y el hambre, la sequía y la tristeza. Los ministros amaban a Karlchen, lo estimaban de veras. Las corporaciones querían trasladarlo del escudo de la selección nacional al del Palacio Negro. Convertirlo en cifra del éxito. De Iván Matyevich poco se sabía. Al principio habló mucho. Pensó cosas novedosas y resolvió varios problemas con pocas sílabas. Algunos de esa época recopilaron en papel y con granito algunas de las frases más importantes. Luego, como de a gotas, según consta, el funcionario fue perdiendo la voz. El Amor, por su parte, cambió la manera de usar sus ojos. Los músculos habían terminado por ceder, y colgaron a los lados hasta que uno de los primeros guardias pensó en que una piscina de vida prolongaría el fenómeno. Ahora los ojos flotaban y se movían libres, como una cruza de carpa con pulpo. Las pupilas cubrían casi todo el globo, redondas, negras. Desde entonces fue necesario insertar una sonda para el alimento, otra para los desechos y una última para los mensajes. Tres veces se arriesgaron a averiguar qué pasaba adentro. A través de una cámara se pudo ver un par de veces el rostro de Iván Matyevich, empapado y arrugado, como un recién nacido rezándole a un dios abstracto y castigador, el dios del ayer. La barba y el cabello cubrían casi todo, salvo su frente. Los párpados se habían vuelto costras pacientes. Lo cierto es que Iván Matyevich ya no precisaba de su vista, no tenía apetito y cada día se confundía más sobre el afuera. Llegó a asegurar que había olvidado todo rastro del color o de la forma, y que ahora pensaba desde la liquidez y según el ritmo cardiaco. Seguía soñando, y gracias a eso no perdía la voluntad. Se le escuchó de buen humor, aunque cada vez menos, hasta que sólo dijo palabras sueltas, de vez en cuando. El guardia de turno tomaba nota, transcribía, luego informaba de inmediato. Las palabras del Amor se colgaban en circuitos electromagnéticos, la gente soñaba con las respuestas. Con el tiempo, también, al yacaré o el Amor se le asomó una melena del color de la cabellera de Iván Matyevich, un bulto opaco y rígido, ramificado, con la apariencia de ciertas algas del mar Caspio. La boca ya no se cerraba: la abertura era ovalada y del diámetro de una pelota de riff raff. Desde el año 1997 que Iván Matyevich callaba. Recién en 1999 afloró una voz. Confusa y joven. Dijo ser el niño de América, esperma fecunda de la Historia. Esta voz y su mensaje despertó nuevos intereses y regó por los suelos del Palacio Negro los ánimos para una guerra que había sacrificado a dos tercios de una generación pero que había consagrado el éxito del Proceso a un nivel planetario. Las fronteras en las que el ex traficante de animales Fritz Fratz se había criado eran un mal chiste. Pensó en la fortuna perdida y en las pequeñas fábricas de su época. En los niños muertos y en la carga de los cosacos, en un pie de ronda y la rígida educación de sus ancestros, en la mano que todo lo provee y en ese repugnante engendro que convocaba a los integrantes del Sueño Negro, que les daba paz, les prometía infinitud, les devolvía a la amnesia de la gestación, la base y fundamento de todo el tiempo domado. Se podía acostumbrar a eso. Hasta se lo comentó al nuevo guardia de turno, con el que había hecho buenas migas: –Creo que encontré mi lugar, acá, junto a la Fuente, contigo, con la fila de ciudadanos §el nuevo guardia hubiese sonreído, pero el casco le tembló. El agua también. Una mano que eclipsó el triste sol de ese ahora lo agarró por un pie. Una risa que hizo crujir la corteza del planeta dio paso a su nombre: –ACHTUNG, FRITZI, MEINE LIEBE… §¡Frida! ¡Su querida Frida Fratz-Herzherzog! Había salido del paréntesis, viajado hacia él, crecido en el tiempo, dominado las dimensiones de esa triste maqueta rusa. Uno de sus pies mantenía abierto un hoyo negro, un astro invertido. Antes de volver miró a Karlchen con verdadero asco. El domesticado entrenador de animales vatídicos trató de explicar el valor, pero a Frida no la engañaban: su pulgar torcido reventó el estanque con el fenómeno y repasó en los cimientos de su tienda la materia gris revuelta con los fierros. Con el meñique, como si fueran una tecla distante, esparció algunos ciudadanos que intentaron huir.

– ¡Qué haces acá, perdiendo el tiempo! Tienes que ir a comprar drogas para tu madre, que se muere en la casa. Y de paso resolver el malentendido con ese funcionario, Iván Matyevich… ¡Lleva más de tres días dentro, ese inmundo animal! ¡Imagínate lo que va a ser tener que manguerear por dentro apenas logremos expulsarlo! ¿Has hablado con el notario? Él tiene los papeles en regla, el comprobante de venta, las respuestas que necesitamos… §así le dijo mientras se derretían dentro del túnel opaco. El avergonzado traficante de animales Fritz Fratz fue recobrando su tamaño y su amor por Frida, la inmensa Frida. Tuvo una sensación indescriptible al volver a esa vieja capital, con las cosas ordenadas según las recordaba. La plata seguía en la casa, en los bolsones. Alejandro el Segundo todavía Severo. Un flujo de risa le trepó por la cabeza al pensar en el trabajo que le esperaba. Se acercaba el domingo y había que pactar el envío de más cacatúas y loicas sureñas, cosa de sorprender a la Generala a su vuelta de las vacaciones por los ríos de Europa. Además tenía que encontrar una nueva muchacha, porque la anterior se había escapado a Turquía con un desertor –Te amo§dijo Fritz. Frida le sacó la lengua y buscó la llave de la puerta principal entre el manojo plateado. Sus dedos, cubiertos de sangre y jalea, se movían como una araña de lago, como el Amor.

 

 

Imagen principal: Valentin Serov, Peter I Riding To Hounds.

(Santiago, 1990). Escritor, y actual tesistade Literatura en la Universidad de Chile. Miembro y colaborador de la revista Colectivo Multitud (2011-2012). Hasta la fecha cuenta con cuatro menciones honrosas en el concurso de literatura joven Roberto Bolaño (CNCA), en las categorías novela (2011, Limbo; 2013, Jerusalima; 2014, Nancy) y poesía (2014, Alba). Actualmente trabaja en la edición de su primera novela a ser publicada.

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