21 de febrero 2011

¡Vámonos con Pancho Villa! (o con quien sea)

A pesar de que Jorge Aguilar Mora se esfuerza en su prólogo por retratar ¡Vámonos con Pancho Villa! como una épica en la cual se construye una “nueva moral”, al calor y de acuerdo al rayado de cancha del tráfago revolucionario, con un carácter que podríamos fijar como profundamente vitalista en más de un sentido, el texto de Rafael F. Muñoz es, en esencia, un fresco sobre la violencia y la fidelidad, en un registro que casi podríamos emparentar, sin excesivo miedo al error, con la poética de Sam Peckinpah, particularmente con The wild bunch. Pasada, claro está, por el tamiz de la convulsión social devenida en huida y ocultamiento, de la Revolución devenida en derrota, al menos en un segundo momento, cuando ya ha quedado atrás la euforia y el heroísmo bronco que alcanza su clímax en la toma de Torreón, ocurrida entre marzo y abril de 1914.

Porque esta novela opera, necesariamente, en dos momentos, unidos por un hiato de brutalidad que funciona casi a la manera de un enigma a resolver, en el cual podría estar el núcleo ya no de la narración, sino de la propia Revolución y una de sus facetas. O al menos, como el enigma que nos incomoda en lo que al accionar de Tiburcio Maya –a quien podríamos, hasta cierto punto, llamar el protagonista, término sin embargo poco adecuado para un texto donde el colectivo, “la Bola”, como es llamada la marea humana que avanza con Villa durante el período revolucionario, opera como background total de la narración– se refiere: el momento en que un Villa ya convertido en fugitivo paranoico, ante el argumento de la familia como impedimento para sumarse a su tropa, asesina a la esposa y la hija de Maya, como forma de liberarlo de sus obligaciones y preocupaciones, como un mecanismo para despejar el camino a la decisión de Maya, el que finalmente funciona, empujando al antiguo desertor villista de vuelta a la Bola, esta vez acompañado por su hijo, quien también acaba por morir en el asalto a Columbus.

En este plano, el texto evidencia el inmenso poder ejercido no solo por Pancho Villa, en términos de la confianza y lealtad ciega que despierta en sus seguidores (el misterio del caudillo, del liderazgo en su expresión última: la de la guerra, principalmente la social), irradiando un aura comparable, a ojos de los alzados, a la de un semidiós griego (con quienes comparte la falibilidad, la corrupción de todo lo humano, a fin de cuentas, de la cual los griegos decidieron no absolver a sus dioses); sino que sabe además mostrar, atisbar al menos, el magnetismo ineludible de los momentos históricos decisivos; esos que llevan a hombres comunes a ocupar un puesto propio, pero superlativo, en el desarrollo de los acontecimientos colectivos, como un maelstrom que absorbe dentro de sí toda voluntad, convirtiendo la pacífica linealidad de una vida normal, distinguible del colectivo, en el recorrido de oleadas de flechas lanzadas por la Historia, que vuelan, se quiebran en el aire al chocar con otras flechas en dirección contraria y, en ocasiones, llegan a destino, logrando la esquiva realización, anónima o pública, de la traición o el heroísmo.

Arrastrados en esta vorágine, los Leones de San Pablo, el grupo humano cuyo seguimiento sirve de excusa para la exposición del auge y la degradación de la aventura revolucionaria, siguen a Villa por:

[…] la intuición vaga de que iban a luchar por una causa que les favorecía. Ellos mismos no sabían a punto cierto qué quería la Revolución, pero cada cual tenía sus motivos de queja y sus deseos de una situación mejor. Sus odios, sus deseos de venganza, sus anhelos de mejoramiento económico (…). “¡La Revolución!” La sonoridad del grito arrastra a los espíritus rebeldes. (…) acostumbrados a la vida armada del campo, donde a tiros se defiende una milpa contra los ladrones de elotes, a tiros se disputa un caballo salvaje si más de un jinete lo persigue, a tiros se vive y a tiros se muere, esos racheros fueron de una vez a disputarse en la Revolución no una mazorca o un potro, sino un derecho de vida más alto. (pp. 44-45)

Siendo sus motivos conformados eminentemente por una lectura experiencial y directa de la realidad, desde los más políticos a los más básicos (la necesidad de venganza), como quedan enunciados tras la muerte de Becerrillo:

―Becerrillo, acabaremos con los jefes políticos…

―Lucharemos hasta tener nuestras tierras.

―No trabajaremos más para los amos.

―Vengaremos a don Abraham.

―Y tiraremos al pelón Victoriano, que me mandó cortar el brazo… (pp. 54-55)

Vale la pena detenerse, fijar la mirada un segundo en el impulso que lleva a los villistas a ser villistas. Sacar incluso algunas conclusiones apresuradas y para nada contextualizadas sobre la forma en que las “clases ilustradas” acaban leyendo, ex post, las explosiones sociales e incluso el actuar mismo de las clases populares, particularmente en estos tiempos de aparente despolitización radical. Pues ¡Vámonos… es también, en su propio registro, una interpretación política de la Revolución, una lectura que fustiga el imperialismo norteamericano y el carácter capitalista de la explotación y el abuso que generan el levantamiento; pero cuyo núcleo “político” sigue encontrándose más en la mirada del autor que en la de los sublevados. Es Muñoz, y no la Bola, el que dibuja la miserable situación de los emigrantes mexicanos que se aventuraban en EE.UU., así como el bestial abuso que caía sobre ellos de parte de los norteamericanos, en una coreografía cuyos ecos siguen resonando en los muros fronterizos levantados por norteamericanos y europeos ante los migrantes africanos, asiáticos y latinos:

En aquellos tiempos de guerra, millares de campesinos mexicanos (…) emigraban hacia Estados Unidos. Cruzaban la frontera andrajosos, sucios, melenudos, hambrientos, como todo emigrante a quien la miseria impele a extrañas tierras. Daba pena verlos atravesar la línea divisoria y entrar a Estados Unidos: se les apelotonaba en grupos, como de reses, que eran arriados hacia las oficinas de migración, donde se les veía con asco. ¡Cuántas veces hubieran querido los americanos rechazar hacia México aquella sucia masa humana! Pero el mexicano era útil, bestia de trabajo incansable y barata, para los talleres que trabajan día y noche fabricando productos que vender a la Europa en guerra; (…) “¡Está bien, que pasen los mexicanos!..” ¡Pero cómo! Se les desnudaba, para que sus ropas fueran fumigadas, cual si fueran de enfermos de peste. Y como todavía podía quedar en los cuerpos algún bicho o una costra de mugre, a los hombres en un tanque, y a las mujeres en otro, desnudos, se les echaba, para ser bañados en una solución insecticida, a base de gasolina, como el ganado que ha contraído la garrapata. (…) Miles de hombres y miles de mujeres, centenares de niños famélicos, entraron a los tanques “profilácticos” de El Paso, ciudad de Texas, como primer acto para ser aceptados como acémilas al servicio del capitalismo. (pp.145-146)

Y es que la Bola, en su pluralidad unívoca, no tiene más voz colectiva que su acción, a diferencia del intelectual, que tiende más bien a quedar inmovilizado en su reflexión, en su retrato a posteriori de los hechos y la fijación de una explicación de estos. En alguna medida, es esta misma operatoria la que explica la reacción de sectores intelectuales argentinos ante la irrupción del peronismo, por ejemplo, o ante el mucho más actual fenómeno de Chávez o Evo Morales. Pero eso es harina de un costal demasiado grande para la simple reseña de una novela escrita hace ya 80 años.

TODAS ESAS MUERTES

Coincidiendo con Aguilar Mora, es claro que ¡Vámonos… es más que una novela de la Revolución Mexicana, etiqueta que comparte con Los de abajo, de Mariano Azuela, o Cartucho, de Nelly Campobello, entre otras muchas obras que han sido relegadas a esta subcategoría de las letras mexicanas, y que, en palabras de Aguilar, no es más que “una forma sutil de discriminación” que justifica “la ausencia de miradas serias que incluyan esos libros en un panorama orgánico de nuestras letras y de las letras latinoamericanas sin las precavidas aclaraciones que parecen perdonarles la vida literaria por su carácter testimonial o por su composición episódica”. A lo que agregaría que, al quedar fijado el texto en su contexto, en lo que a ¡Vámonos… se refiere, se busca también morigerar, atenuar y dar una explicación no política a los numerosos y durísimos juicios sobre la situación no sólo de los postergados de la sociedad mexicana de la época, sino también sobre el propio carácter y dificultades de la instalación del capitalismo en Latinoamerica y las inocultables pulsiones imperialistas de los EE.UU.

Quedan, entre los jirones del paño mal cortado que acabó siendo esta reseña, los retratos memorables que se hacen de Pancho Villa, las muertes de Melitón Botello y Martín Espinosa ―metáforas nada rebuscadas de la violencia radical sobre la que se alza el proceso revolucionario y sus causas―, y particularmente un mirada sobre Tiburcio Maya como personaje trágico, incluso como bitácora, en cuanto único atisbo de conciencia al interior de la narración, del proceso de degradación de la fidelidad y las motivaciones ―que coinciden con una cierta evolución a la derecha del propio Villa en sus últimos tiempos, ya desgastado por la lucha entre caudillos― sobre la que se fundaba la existencia misma de las tropas villistas.

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