30 de septiembre 2015

A-FILOSOFÍA Y FILOSOFÍA

Hay una cuestión que a los filósofos les encanta creer, una muy estrafalaria tendencia que a falta de otra palabra aquí llamaremos superstición: los términos que deambulan en la crítica, en el habla, en la opinión de la “cultura común”, provienen inexorablemente de aquí, es decir, se suscitan en la filosofía, aunque muy pocos lo sepan y sin embargo escriban y repitan o actualicen (¡pero sin saberlo!) tal o cual palabra. ¿Tendrán fundadas razones (por una vez) los filósofos para seguir creyendo a pies juntillas en la filosofía como una verdadera matriz terminológica? Pero la filosofía, esa madre famélica que a veces engorda demasiado y a quien a estas alturas le va o le viene si tiene o no la razón, igual se arma de paciencia ante el populacho, ese hijo díscolo, y se dispone a insistirle, señalarle, corregirle y en suma: rectificarle.

“Toda nuestra filosofía no es sino una rectificación de los usos del lenguaje”, escribía Lichtenberg, aunque el mismo Lichtenberg no olvidaba que esas mismas rectificaciones, esa misma “filosofía universitaria”, como él la llamaba, “está hecha con las limitaciones del lenguaje” y se encuentra inevitablemente permeada por él y, en consecuencia, invadida de “falsa filosofía”, de modo que para señalar, rectificar y, en suma, para hablar, “la filosofía está siempre obligada a usar el lenguaje afilosófico.”

Ahora bien: ¿esto quiere decir que el lenguaje común, error tras error, construye otra filosofía, aunque ésta sea una a-filosofía o una “falsa filosofía”, como la llama el propio Lichtenberg? La misma palabra “filosofía” —junto a otras, desde luego— es cotidianamente zarandeada: no hace falta detenerse aquí mucho rato en los truhanes del periodismo deportivo cuando, para darse aires, se refieren a la “filosofía de juego” de cualquier director técnico o equipo de fútbol. Si la filosofía universitaria, que no la tiene todas consigo, se empeñara en enmendarle mínimamente el rumbo al lenguaje periodístico, trivial y siútico hasta la ordinariez, terminaría por resignarse a abandonarlo a su suerte, exhausta.

Sin embargo, en el gesto mismo efectuado en pos de esa rectificación inútil, la a-filosofía se diría que inyecta en la filosofía universitaria el bicho o la necesidad de hablar como el vulgo, a ras de suelo, sin tantos aspavientos y rigurosidad, vale decir, con la rigurosidad de la contaminación, sin que ello signifique abandonarse o claudicar —como tantos ya lo han hecho— ante la jugosa industria de la superación personal o el coaching. Por supuesto las asépticas torres de marfil de la academia siguen y seguirán ahí, haciendo sus negocios a buen cubierto; pero tal vez sea en la palabra misma de la filosofía donde suceda (¿desde cuándo?) aquello que hace tanto tiempo ocurrió en la escritura de poesía. ¿Es que acaso la lengua dorada y proverbial de los filósofos se ha trocado por aquella lingua franca de los a-filósofos, más cercanos al argot callejero que a la jerga del especialista?

Ojalá, para poder dormir tranquilos.

 

(Guayaquil, 1977). Escribió el libro de crónicas Perdido, los poemarios Peatonal, Yo ya y los fragmentos de El piano de Waldstein, además de la nonononovela En pana. Coedita le revista cartonera PUF! en la colonia Obrera de la Ciudad de México.

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