21 de noviembre 2013

Apatapelá: mi aventura

Me había costado decidir cuáles serían los caminos a seguir. Yo solo tenía claro que quería ir de sur a norte hasta llegar, por lo menos, a Colombia. Pero pensar eso era pensar desde la faja angosta que es Chile (no hay muchas decisiones que tomar: siempre se viaja más o menos pegadito al mar y la cordillera) y no desde ese país gigantesco que es Argentina. Decir “de sur a norte” era muy poco específico.

Pensé entonces que lo mejor sería agarrar desde Neuquén hacia el oriente, hacia el Atlántico, y subir bordeando la costa hasta llegar a Mar del Plata y luego a Buenos Aires, desde donde tendría que decidir si atravesaba el Río de la Plata para llegar a Uruguay, o si bien seguía subiendo por Argentina y me iba a conocer el Chaco, Misiones, Posadas y todo eso para llegar, finalmente, a Iguazú a ver las cataratas, y sólo entonces, sólo después de maravillarme con las cataratas, decidir si cortaba hacia Brasil o hacia Paraguay. Pero si iba hacia Brasil tendría que atravesar luego toda la selva para llegar a Colombia, empresa que sabía que era imposible de realizar. En cambio, si no iba hacia Brasil podía aparecer en Bolivia luego de atravesar Paraguay, y después irrumpir en Perú, ir a Machu Picchu y subir por la costa peruana hasta llegar a Ecuador para luego aparecer en Colombia, país donde tendría que decidir si comenzaba el viaje de regreso, o si bien me animaba a seguir la ruta panamericana y me sumergía en Panamá y Centroamérica, y así conocía Guatemala, y Nicaragua, y Bélice, y Costa Rica, y Puerto Rico, y todos esos países que tienen nombres entretenidos y que llevan mis pensamientos, inevitablemente, hacia las posibles noches de salsa, merengue y pachanga con morenas extraordinarias que me hablarían con su acentico tan bonitico y me darían su amor con alegría ardiente y fogosa, con locura caribeña.

            Podría conocer Haití, y El Salvador, y Cuba. ¡Ah, Cuba, Cuba, Cuba! ¿Por qué no terminar el viaje en la isla, en vez de en Colombia? ¿O por qué no animarse a recorrer luego México completo? ¿Por qué no quedarse después un año o dos viviendo en el DF y pensar que Bolaño me apadrina desde su tumba en un cementerio del año 2666?

            ¿Qué importaba perderme durante varios años?

            Y como no tenía respuesta a esta última pregunta, me sentía libre y feliz y dueño del mundo, y quería gritar de alegría abrazando a mi guitarrita que me acompañaba a todas partes.

            Mi vida entera era un mapa latinoamericano, un gran telar tejido por todos los hombres y las mujeres de esta tierra, y me emocionaba pensando en todo lo que conocería, y lo que aprendería, y todos los libros que leería, y pensaba también en este libro que escribo ahora, más de un año después de mi regreso a Santiago de Chile, y entonces me imaginaba que no lo escribiría hasta que fuera un viejito que había tenido que dejar de viajar porque era viejito y le dolían los huesos, y me ilusionaba creyendo que ese libro tendría miles y miles de páginas, y que a lo mejor tendría que dividirlo en varios tomos, y dedicarle uno especial sólo a México, y dedicarle otro especial sólo a Argentina, y otro para Colombia, y otro para cada uno de los países que conociera.

Y así resolví mi vida y mi vocación por algunas horas

           

Estos pensamientos, en realidad, no tenían ninguna importancia, porque finalmente lo que hice no fue bordear la costa atlántica argentina, sino que me fui a la carretera a hacer dedo hacia Mendoza, hacia la cordillera. Lo decidí esa misma mañana de lunes de enero, cuando me fui a despedir de Carmen Luz a su oficina de la Municipalidad.

            – Bueno, si te vas, te recomiendo ir a San Rafael, provincia de Mendoza. Estuve allá hace dos semanas y está muy bueno, muy divertido.

           Ese comentario, dicho al pasar por mi anfitriona en Neuquén, sumado al hecho de que mis amigos chilenos llegarían pronto a Mendoza capital, me hizo torcer hacia allá en vez de hacia el otro lado.

            Hasta el día de hoy me pregunto qué habría pasado si esa mañana Carmen Luz no me hubiera hablado de San Rafael y yo hubiera tomado el camino hacia el mar en vez del camino hacia la cordillera. Quizás estaría ahora en un país de nombre entretenido haciendo un trencito con diez morenas fabulosas y cantando y moviendo las caderas al ritmo del cha-cha-cha.

            Pero en cambio estoy en mi casa, en Santiago, y ya no soy un mapa, y la guitarra junta polvo en una pieza.

Y tengo la más absoluta certeza de que hoy dormiré en la misma cama en la que dormí ayer.

            Y sobre todo, sé que no tengo nada que decir sobre eso.

            Por eso vuelvo a la carretera y quiero imaginar, aunque sea por un momento, que no me fui a Mendoza sino al Atlántico, y que todavía soy un viajero y no un nostálgico, y que mi viaje no terminó de forma tan cruel, tan abrupta, en esa carretera peruana, bajo esa tormenta que hizo patinar al bus.

 

            Me costó muchísimo llegar a la carretera que llevaba hacia Mendoza, pero lo logré. Ya era casi el mediodía y hacía un calor de la puta madre. Había por lo menos cuarenta grados húmedos a la sombra. Costaba respirar, y por supuesto, no encontré ningún árbol que diera sombra. Escondí la mochila para no parecer un tipo tan cargado.

Y levanté el pulgar por primera vez en mi viaje apatapelá, y sentí el viento sobre mi dedo gordo que se alzaba como una bandera de lucha, como un estandarte de los ideales juveniles, como la señal de que era, realmente, un viajero.

            Media hora después tenía el dedo acalambrado y mandé a la mierda los ideales y todas esas huevadas y me puse a despotricar contra el mundo y los viajeros y los automóviles que no me querían llevar.

Estuve varado ahí muchísimo rato.

Mucho rato. Mucho calor. Nada de sombra. Nada de agua.

Porque fui un idiota. Salí de Neuquén sin comprar nada de agua o jugo, ni un pancito con mortaja. Nada. Y pasaban las horas y el calor subía y el hambre también.

De pronto paró un taxista.

– Subí, te llevo a un cruce donde te pueden levantar. Acá estás mal parado.

– Gracias, no le puedo pagar.

– Pero dale, si te llevo gratis.

Y me subí. Era buena onda el taxista. Me dejó unos diez kilómetros más allá, donde efectivamente había un cruce para entrar a un pueblo perdido, y por ahí pasaban autos que tenían que parar antes de entrar a la carretera. Ahora, efectivamente, estaba bien parado para hacer dedo. De hecho, a los pocos minutos pasó una camioneta vieja y destartalada y paró.

Venía una familia viajera arriba. El papá tenía unos treinta y cinco años y era europeo. La mamá era una argentina dulce, humilde y preciosa, de esas que no son hippies pero que tampoco usan sostenes y uno no puede dejar de pensar en cómo lo hacen para que se les noten tan firmes. No tenía más de treinta años. Y al medio de ellos venía una niña pequeña que me saludó con una gran sonrisa y me dijo ¡HOLA! como si yo fuera la mejor noticia del mundo. Iba a ser viajera, ella.

Los tipos habían viajado por todo el mundo, pero ahora se habían estabilizado en ese pueblo perdido. Tenían una chacrita y el tipo trabajaba en algo relacionado con la agricultura. Envidié su felicidad. Se reían por todo. Me convidaron agua y un chocolate. La mujer me recordaba a Terry, la dulce mexicana de Kerouac.

Decidí que ese sería mi destino. Viajaría por todo el mundo hasta que conociera a una dulce y linda muchacha que quisiera viajar otro tiempo conmigo y después quedarse a vivir en el lugar que más nos hubiese gustado de todo lo que conocimos. Firmé esta idea ante el notario de mi mente y me puse a conversar animadamente de mi viaje y mis expectativas. Pero poco después, me dijeron que ellos llegaban hasta ahí nomás. Y me bajé con tristeza, porque me había gustado conocerlos. Y la niña me sonrió con todos sus dientes y me dijo ¡CHAO!

Si me hubieran invitado a quedarme con ellos unos días, habría aceptado de inmediato. Pero no me invitaron y ahora estaba tirado nuevamente en la carretera, con ese calor húmedo y asqueroso, imposible de olvidar.

Pasó un viejito en bici y le pregunté si había una estación de servicio cerca.

– Sí, como a dos kilómetros.

Empecé a caminar sin dejar de hacer dedo. La mochila me pesaba muchísimo. Traía un montón de cosas para el frío y no había ocupado nada. En las noches se podía andar sin ropa perfectamente, y todavía hacía calor. Decidí que trataría de vender algunas cosas cuando llegara a San Rafael.

Por supuesto, no eran dos kilómetros, sino muchos más. Y la mochila pesaba y no sabía si llevar la guitarra en la mano, o colgármela al hombro, pero se me caía y me dolía la espalda, y tenía demasiado calor y nada de agua.

En fin, que me sentía infeliz.

Y solo.

Cuando por fin llegué a la estación de servicio, me metí al baño y me tomé hasta el agua de los wáteres. Me mojé bien el pelo. Estaba renovado. Me peiné un poco y salí a pedirle personalmente a los conductores que echaban bencina que me llevaran por favor hasta donde ellos pudieran si no era mucha la molestia.

Pero no hubo caso. Los argentinos no son como los chilenos en ese sentido. Un chileno te va a inventar que no puede, que va un kilómetro más allá, que el auto es de una empresa y no puede llevar gente a dedo, que su suegra es una ballena y la tiene que recoger un poco más allá.

En cambio aquí, los argentinos no se arrugaban.

– Hola, sabe, voy hasta San Rafael.

– Mirá vos.

– Claro, y me preguntaba si acaso usted iría también para allá.

– Sí, paso cerca.

– Oiga, y no me podría acercar.

– No. No llevo mochileros. Suerte, ¿eh?

Esa conversación se repitió veinte, treinta, cincuenta veces. Nadie me quería llevar. El tema no era, como pensaba yo antes, que no quisieran parar en la carretera. Era que no llevaban mochileros por default.

Fui al baño, y pese al calor, me puse la única camisa que tenía, me cambié las bermudas rajadas por los pantalones y me saqué la gorra verde que me daba pinta de guerrillero.

Pero no tenía nada que ver con la pinta tampoco.

Simplemente, no me querían llevar.

Y pasaban las horas.

El sol comenzaba, lentamente, a agrandarse. Porque el sol se despide así. Se agranda, se agranda, se pone rojo, y cuando sabe que ya tiene la atención de todo el mundo, desaparece detrás del primer cerro que encuentra. En el fondo, el sol es un pendejo. Aquí le costaba encontrar el cerro porque ya nos estábamos metiendo en la pampa, y todo es plano, todo es horizonte a ras de suelo. Así que no le quedaba otra que desaparecer en la pampa. En la nada. Como si se fuera a hibernar al centro ardiente de la tierra.

Y yo recordaba al sol despidiéndose en la costa chilena, en pleno mar. Y como recordaba el mar, recordaba Valparaíso, y al recordar el puerto me llegaba nítida la imagen de esa chiquilla, de esa chiquilla que había conocido poco tiempo antes de partir de viaje y de la que me había despedido, entre lágrimas, con un beso mojado y con sabor a nunca más.

Así que me volvía a sentir solo, y frustrado porque nadie me llevaba.

Calculaba que podría dormir en la estación de servicio. Hablé con los playeros (así le dicen a los bomberos en Argentina) y me dijeron que podía armar la carpa por ahí, detrás de los baños.

Pero todavía el sol no se iba del todo. Recién estaba empezando a llamar la atención, así que decidí jugármelas y echarle la culpa de mi mala suerte a la estación de servicio, así que me puse a caminar y me alejé de allí.

Media hora después, pasé por fuera de un fundo. Había gente vendiendo fruta en la entrada. Me acerqué y me compré los dos duraznos más buenos que he comido en mi vida. Después les pregunté si, en caso de que me encontrara la noche tirado en la carretera, podría armar la carpa dentro del fundo. Dijeron que no sabían, que habría que preguntarle al patrón, y que – aunque no lo dijeron con esas palabras – el patrón era un hijo de puta.

Y así estábamos conversando cuando apareció de pronto un caballero bajito y completamente calvo. Apenas lo vieron, las tres personas que conversaban conmigo me dejaron solo y se fueron hacia el fondo del puesto de frutas a buscar unas sandías gigantescas. Improvisaron una cadena perfecta a través de la cual se iban tirando las sandías. El último de la cadena las metía dentro del furgón del caballero recién llegado. Sin embargo, la cadena comenzó a fallar en la mitad y, ni lento ni perezoso, me metí yo también y empecé a ayudar con la única idea de ganarme otro durazno por mi trabajo.

Pero pasó algo mejor. El que metía las sandías dentro del furgón se fue a buscar plata o algo así y yo me transformé en la punta de la cadena, así que me puse a trabajar codo a codo con el pelado que iba acomodando las sandías en la maleta.

– ¡Tanta sandía, oiga!

– Sí, yo tengo una verdulería en mi pueblo. Acá me las venden muy económicas.

– Ah, ¿y dónde está su pueblo?

– Unos cien kilómetros más allá. Se llama Catriel.

– ¿Eso queda camino a San Rafael?

– Sí, pero desde Catriel todavía te quedan casi 400 kilómetros hasta allá.

– Ah, así que usted va hacia allá.

– Sí. ¿Por qué?

– Nada, es que yo voy haciendo dedo hasta San Rafael y no me ha ido muy bien.

– ¿Y desde dónde venís?

– Ahora, desde Neuquén.

– No avanzaste mucho, pibe, ¿eh?

– No. ¿Usted no me llevaría?

– Faltaba más. Me aburro mucho solo. Esperá que terminamos de subir las sandías y te llevo.

Tuve ganas de agarrarlo a besos en la pelada, pero me contuve y murmuré que gracias, que muy agradecido.

Cuando el tipo fue a pagar, los del puestecito le dijeron que les faltaban tres pesos para el vuelto.

– No importa, convídenle un par de duraznos al muchacho y todo bien.

El muchacho era yo.

El peladito se llamaba Alfredo.

Alfredo y yo nos subimos al furgón y nos fuimos.

– Tenés que pagar por la levantada, pibe – me dijo -. Vos me vas cebando el mate.

Así que nos fuimos conversando de todo y tomando mate. Nuevamente, estaba contento. Hacer dedo tiene eso. Por eso es la mejor forma de moverse. Porque uno puede estar seis horas esperando que lo lleven y sentirse profundamente ridículo y desgraciado. Pero basta ver que un auto empieza a disminuir la velocidad al ver tu dedo gordo levantado, basta verlo estacionarse con las luces intermitentes prendidas, basta comenzar a correr hacia el auto y subirse y saludar atropelladamente dando infinitas gracias, gracias, gracias, basta sólo esta secuencia de diez segundos para que las seis horas de calor y desesperación queden en el olvido.

Alfredo se veía muy contento de tener con quién conversar. Casi diría que le daba un poco de lástima que él fuera solamente hasta Catriel y no hasta San Rafael mismo. Yo me puse a contarle historias y le conté de dónde venía y le conté que quería llegar a Colombia. Eso le sorprendió mucho.

– ¿Y a vos qué se te perdió en Colombia?

– No sé pos. Cuando llegue, lo sabré.

– Ah, vos sos un poeta.

Y yo veía su pelada reluciente y me daban ganas de hacerle un coscorrón simpático, de puro feliz y agradecido que estaba. Hasta que llegamos al cruce hacia Catriel y hubo que despedirse.

Alfredo se bajó para ayudarme a bajar la mochila y se despidió con un abrazo.

– Si algún día escribís de tu viaje, espero que hablés de mí – me dijo sonriendo.

 

Cuando me bajé, me di cuenta de que había llegado a la pampa de verdad. Me di cuenta por el silencio. ¿Vivirían bichos por ahí? ¿Viviría alguien cerca de ese cruce?

Y comencé a caminar al otro lado del cruce, para estar mejor ubicado. Sólo se oían mis pasos y el fregar de la mochila al moverse. El resto del mundo había muerto.

Y curiosamente, eso me produjo tal felicidad que me empecé a reír solo. ¡Estaba en la pampa! Y aprovechando que no había nadie, me puse a cantar a grito pelado.

– ¡CUANDO FUI PARA LA PAMPA / LLEVABA MI CORAZÓN / CONTENTO COMO UN CHIRIHUE / PERO ALLÁ SE ME MURIÓ! / PRIMERO PERDÍ LAS PLUMAS / Y DESPUÉS PERDÍ LA VOZ / ¡Y ARRIBA QUEMANDO EL SOL!

Empezaba ya a cantar la segunda estrofa, ridículamente eufórico, cuando escuché que se acercaba un auto. Por si acaso, levanté el dedo, aunque feliz me quedaba ahí cantando.

Y el auto se detuvo.

Era un tipo apenas un año mayor que yo, con lentes oscuros. El auto era increíble, así que supuse que era un hijo de un latifundista de la pampa.

– ¿Adónde vas, che?

– A San Rafael.

– Dale, subí.

Y me subí. Y aunque suene estúpido, lo lamenté un poco porque querría haber seguido cantando a la Violeta Parra. Pero tampoco podía desperdiciar la oportunidad.

– ¿Y tú dónde vas? – le pregunté.

– A San Rafael. Me venía quedando dormido, andaba mirando a ver si aparecía algún mochilero. Así que ya sabés, la misión es que no me quede dormido. Tenemos 400 kilómetros para conversar.

El tipo se llamaba Luis y tenía 24 años. No era un pequeño burgués, sino un trabajador de la Petrobrás, y el auto no era suyo, sino de su jefe que lo había mandado desde Neuquén hasta San Rafael a buscar a su familia. Luis estaba feliz. Le encantaban los autos, y además era mejor ir viajando, solo y con viático para almorzar y comer, que estar en la empresa haciendo cualquier huevada de oficina. Pero ahora tenía sueño y necesitaba un amigo. Y yo tenía que ser su amigo.

Por suerte, Luis resultó ser un tipo entretenidísimo. Si no, la misión de mantenerlo despierto durante cuatro horas habría sido peor que quedarse tirado en la pampa. Nos pasamos gran parte del viaje hablando de marihuana, de drogas, de temazcales. Hablamos mucho de música, también. Me contó gran cantidad de anécdotas del rock argentino que todo el mundo conoce, pero que como yo soy más bien inculto en rock nunca había escuchado. Era un fanático de Sumo. Me contó su historia desde el comienzo, desde que Luca Prodan llegó a Argentina desde Londres, supuestamente escapando de la heroína. Formó Sumo y se hicieron famosos.

– Una vez un periodista le preguntó a Luca si veía a Sumo dividido en el futuro – me contaba Luis -. Luca se rió y le respondió: “¿Divididos? ¡Las pelotas!”. Y después, cuando Luca murió, el resto efectivamente se dividió. Ahora hay dos grupos. Uno se llama Divididos. El otro, Las Pelotas.

Hablamos mucho de fútbol, también. Luis me contó de su infancia en San Rafael, cuando jugaba a la pelota en el barrio con los amigos.

– Sabés, esos son los únicos amigos de verdad. Los que tenías cuando pibe. Después conocés gente, sí, pero al rato ya no sabés de qué hablar. En cambio, yo todavía veo a los muchachos y es como si siguiéramos siendo unos pendejos. Uno se debería quedar siendo un pibe toda la vida. Esa edad valía la pena.

Seguimos conversando sin parar hasta que el sol definitivamente se fue.

Cuando llegamos a San Rafael, ya era casi la medianoche.

– Qué lástima, che, te podría invitar a dormir a mi casa. Voy a alojar donde mis viejos ahora, pero no tenemos espacio. De verdad que es una casa muy pequeña. Mirá, es por esa calle. Pero tranquilo, te voy a ir a dejar el centro, porque aquí es peligroso. En el centro podés encontrar un buen hostel.

Luis me dejó en lo que los sanrafaelinos llaman el “punto 0”. Es el centro exacto de la ciudad. Desde ahí uno comienza a caminar hacia la calle 1 norte, 2 norte, o bien hacia la 1 sur, 2 sur, etc.

Nos despedimos con un gran abrazo. Yo estaba feliz de conocer así Argentina.

Y Luis se fue y me dejó en el punto 0.

Y pensé que yo también estaba nuevamente en cero.

Que llegar a una ciudad nueva siempre era estar nuevamente en cero.

Y por eso viajar era tan sorprendente. Y por eso pasaban tantas cosas. Porque no importaba, en lo más mínimo, lo que había pasado ayer. Todos los días se empezaba de nuevo. Apatapelá.

Por apurado, no busqué bien un hostal y me metí a uno que cobraba setenta pesos la noche. En todas partes me aseguraron que no había nada más económico. Pero estaba cansado y no busqué más. San Rafael se veía muy prendido y pensé que me iría bien tocando guitarra. Al día siguiente vería cómo mierda me las arreglaba.

El hostal era pésimo. Una familia muy extraña y terriblemente apática llevaba el negocio. Me pasaron una pieza horrible, llena de cucarachas. No alegué. Me tiré en la cama y me empecé a quedar dormido sin cambiarme de ropa.

Y mientras pasaba de la vigilia al sueño, pensaba en la gente que me había ayudado a llegar a San Rafael, a atravesar 600 kilómetros de pampa y conocer Argentina a través de los propios argentinos. Y sabía que nunca los volvería a ver. Pero sabía que, de alguna forma, estábamos unidos. Al menos, ellos estaban unidos conmigo porque eran parte de mi viaje y hoy son parte de este libro.

Nunca nos volveríamos a ver, pero no estábamos divididos.

Divididos, las pelotas.

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