12 de noviembre 2016

Apuntes dispersos entorno a El último Neruda

“Y yo creo que nadie lee nada”

Enrique Lihn.

Partamos de esta base: no creo en el concepto de nación. Desde allí, entonces, ¿cómo preguntarse por una tradición literaria nacional? ¿Hay una tradición chilena? ¿Existe tal cosa? Y si existe, ¿qué la vuelve chilena? Aún más: ¿por qué debiéramos preguntarnos necesariamente por una tradición chilena? Independiente de la nación, creo que al menos existen dos tradiciones: la que se propone como literatura oficial (que busca reproducir el orden del campo) y la que escribe en contra, que es la que a mí me interesa.

Mario Montalbetti lo dice mejor en un libro recién publicado por Cástor y Pólux: “Escribo para contener mi distancia con lo humano. / Escribo para estar solo, para no ser poeta./ Escribir es abandonar el camino./ Escribir es no hacer camino”.

La literatura en tanto práctica social es una práctica que desestabiliza lo social, y qué más social que el lenguaje. Por supuesto, ya que nos encontramos en un comidillo de egos, también desestabiliza o resquebraja el yo. Recuerdo la divisa de Hamann: “sin lenguaje ni razón ni mundo”. La literatura propone una sintaxis distinta a la que reproduce el mundo, y, según se ve, últimamente la literatura se confunde con cualquier cosa, pierde su peligro, está cristalizada. Entonces, si quisiéramos preguntarnos por una tradición, preferiría hablar de la tradición que escribe en contra del mundo, en contra de la estabilidad y que no muestra identificación para hablar; una tradición difusa, mutatis mutandis, difícil de señalar pues no responde a un grupo ni a un ghetto de clase. Es una comunidad imaginaria, donde se produce un diálogo, quizá, a expensas de lo social sin dejar de ser político. Flaubert: “Un pensador no debería tener religión ni patria, ni siquiera una convicción social”. Entendamos por escritor, poeta o artista, da igual, alguien que piensa, y que en ese pensar no es complacido pero encuentra un placer, un placer que lo vuelve peligroso justamente porque no transige ni reproduce el orden existente. Es alguien eminentemente crítico.

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Sabemos que la figura más importante de la literatura chilena es el poeta Pablo Neruda. También sabemos que muchos se proyectan como nerudas, salvo las mujeres, que no pueden entrar en esta carrera frenética por el hecho de ser mujeres. Esto es así, le guste a quien le guste. La valoración social de Neruda no tiene parangón, a tal punto que aún se lo quiere reproducir. Reproducir a Neruda significa ser candidato a “poeta nacional”. Y dicho cetro, digamos, este modo de leer, está reservado para los hombres. Quien recorra este camino es con toda certeza alguien que no entiende la literatura.

Para suerte nuestra, existe una discusión, aunque sea de bares, en relación a este tema ineludible. No obstante, aún perdura un tipo de valoración, la más bruta, el binarismo: bueno o malo, y de allí con suerte se pasa. Así, la crítica literaria resulta bastante pobre y mediocre en nuestro país, sobre todo desde que el grueso de la crítica (reseñas) está escrita desde la dilapidación o la consagración, además de responder a intereses de trinchera. Muchas veces un libro es bueno antes de ser leído, o bien hay libros (digo, autores) que no son cuestionados, en lo absoluto, y pasan colados por literatura. A esto también contribuye la cantidad ingente de premios literarios. Entonces ni hablar de el ensayo como género, prácticamente olvidado. Son muy pocos los escritores que ensayan, que traducen, etc. Lo cual hace pensar en una especie de puritanismo frente al texto, pues nadie dice nada, como no sea para destruir un libro o ensalzarlo hasta la náusea. Es más, no falta quien ve en estos textos un género menor, lo cual significa incurrir en una autocomplacencia radical, en una jerarquía espontánea de las posibilidades de un texto, jerarquía que defiende, de manera tácita, el lugar común “Chile país de poetas”.

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Las redes sociales han profundizado la ausencia de crítica y propiciado la fragmentación de la lectura, insumo básico a la hora de escribir cualquier cosa. Cualquier teorización sobre la literatura (y la vida humana, sin ir más lejos) debe reparar en la aparición de las redes sociales, que funcionan como intromisión, como interrupción permanente, procrastinadoras por excelencia de cualquier actividad, aplacadoras de la acción. Han introducido un letargo general, qué duda cabe. Por supuesto esto no es excusa para no escribir, incluso puede ser un incentivo. Quizá la percepción de estas plataformas sea que ha surgido un debate real e interesante, pero por lo general las discusiones quedan diluidas en el formato post, siempre reaccionario. Sería interesante que todas las ideas manifestadas a diario pudieran ser sistematizadas en textos compilados en libros o leídas en coloquios y conversatorios, ya que por lo general sólo se asiste a lecturas poéticas, que, por lo demás, siempre son una lata. A qué mentirse.

También, y es algo que vengo preguntándome, ¿en qué minuto leen nuestros escritores, en qué minuto escriben? Las redes sociales funcionan reactivamente; el usuario está pendiente y va respondiendo, de manera sintomática, a lo que el otro postea. Así veo muy difícil escribir. Sin embargo parece ser inevitable; es un síntoma de la época, pero como toda época, morirá, y volverá en unos años más como un subproducto del pasado, un revival, un gif. Como dice Germán Carrasco: “Todo es vintage”.

Recuerdo en Querido Pedro (Das Kapital, 2012) cuando Lihn manifiesta una desesperación por la falta de reconocimiento y decide autopromocionarse. Eso es lo que sucede hoy: todos son publicistas de sí mismos: “aquí unos poemas en tal revista”, “mañana estaré leyendo en la Fundación”, “nos vemos la próxima semana en el lanzamiento de mi quinto libro de poemas”, etc. Incontables enunciados como estos. No digo que esté mal pero me resulta sospechoso. Sospechoso porque hay un ofrecimiento, el poeta, y en última instancia los textos, salen a ofrecerse, salen al mercadeo. Esto repercute directamente en la recepción de un texto, creo que restringe sus posibilidades de recepción, las acota. Es preocupante decirlo, pero intuyo que a la mayoría de los escritores les acomoda la época en la que vivimos, sus condiciones, y eso sí me parece francamente nocivo.

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En relación a lo que vengo diciendo, a mi modo de ver, creo detectar un revival nerudiano. Que no es sólo una forma de encarnar la poesía sino también una forma de ser. En efecto, imitar una figura resulta una impostura. Con lo mucho que costó sacárselo de encima para poder escribir (me refiero principalmente a Lihn y a Teillier, y a algunos poetas nacidos cerca de los 50: Millán, por ejemplo, fue uno de los pocos en mostrar interés por los objetivistas, apenas leídos en Chile, incluso hoy). Con esto quiero apuntar a dos cosas: una tradición nunca es eminentemente nacional, sería ridículo y ombliguista; y, lo segundo, quiero plantearlo como pregunta, ¿en serio todavía están leyendo a Neruda? ¿Qué esperan nuestros escritores y poetas de las instituciones culturales? ¿Qué leen cuando leen a Neruda? Pienso esto comparativamente: en Chile es muy poca, pocaza la traducción. Casi todos los libros que leemos vienen o de España o Argentina o México. En ese sentido, y esto viene a complementar la idea de tradición (y traición), las editoriales independientes están comenzando a publicar más traducciones hechas en casa, con nuestra sintaxis, lo que abre un camino propicio para el fortalecimiento de una cultura más heterogénea que endogámica. No creo que para hablar haya que estar circunscrito a un lugar específico, menos a una nación. Menos si nos interesa la literatura.

En algún pasaje Borges manifiesta lo siguiente (parafraseo): una cultura nacional es concebida en relación a lo que importa de otra cultura. El narcisismo de la tradición poética chilena parece no entender esto. No se trata de que nos guste o no Neruda, si no más bien de trabajar de manera crítica con la tradición. Pienso en la literatura argentina, en cómo trabajan ellos con el mismo Borges. Si pongo a Neruda como ejemplo es porque resulta evidente la posición que ocupa junto al tufillo a poder que aún emana de su figura –y el poder del cual algunos se sienten herederos-, sin embargo apunto a las operaciones de lectura que hay detrás de la consagración de un autor, en su caso el PC. En la actualidad, para mí los nichos de legitimación de autores y textos (en ese orden) están más que claros. Miro la literatura y la cultura chilena y me parece que no difiere mucho de la vulgaridad que puede verse a diario en periódicos y noticieros y en redes sociales. Insisto, creo que la literatura, a secas, pues no admite apellidos, es uno de los pocos nichos críticos que está en contra de las lógicas de producción, contra lo instrumental y contra la reproducción de la cultura de la elite. En ese sentido también veo propuestas muy interesantes, gente que está trabajando con responsabilidad y amor por algo que nos gusta, que debiera unirnos: la lectura. Porque lo que está a la base de todo lo que he dicho es el amor por la lectura y la conversación. La amistad como un mecanismo crítico del yo.

“Chile país de poetas”. Por una parte es cierto, uno levanta una piedra y aparece un joven maniqueo o un viejo derruido con sus poemitas malos recitando a lo Neruda (ese sonsonete significa el desconocimiento rítmico de los propios poemas: Neruda no puede leer por nosotros). Hay un libro titulado El poeta nacional, del rarísimo Charlie Feiling, que recomiendo mucho. Es de una mordacidad inhallable en nuestras letras. En este país dicha figura está arraigada a tal punto que incluso los poetas jóvenes de hoy hacen todo lo posible por ponerse ese traje, que, al final, siempre les queda grande. Además, hay un desfase histórico. Es lo mismo que si alguien hoy en Francia quisiese investirse el Rimbaud. En ese sentido creo que uno de los aportes más interesantes de Parra –y tal vez sea un aporte más social que literario- es haber desmitificado al poeta como pequeño demiurgo, el poeta como portador de la voz, al poeta como alguien importante. Endilgarse una capacidad representativa me parece de un fascismo delirante. Recordemos a Stevens: La poesía no es personal. Agreguemos: la literatura no es nacional.

 

Foto por Daniel Aguilera.

 

(Osorno, 1987) trabaja como traductor del inglés, portugués y francés. Actualmente traduce junto a Lucas Costa las 77 dream songs de John Berryman. También ha trabajado como escritor fantasma en distintos medios de América Latina, tales como Faena Sphere o Pijama surf, cuando era entretenido. Escribe poesía y prepara su primera publicación personal.

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