04 de enero 2016

De Blanes a Paris. Sobre una correspondencia de Roberto Bolaño a Waldo Rojas.

El texto que reproducimos a continuación es el prólogo del libro De Blanes a Paris, publicado el año 2012 por Revista Multitud, en el que se recopila la correspondencia de Roberto Bolaño al poeta Waldo Rojas sostenida entre los años 1983 y 1997. A la siga del texto adjuntamos el enlace donde se puede leer y descargar el libro completo.

A Waldo Rojas, por su generosidad y amistad.
A Godfrey Stevens, autentico borgeano[1] 

La fortuna de una conversación aleatoria con el poeta Waldo Rojas está en la raíz de la publicación de estas cartas. Supimos entonces, por primera vez, de la existencia de un largo intercambio entre Bolaño, recién comenzando a aventurarse en la escritura novelesca, y Waldo Rojas, miembro de una generación emblemática de la poesía chilena, precipitadamente difractada por el golpe del 73 -marcando así el tono, quizá, de la poesía nacional en lo que iba a venir de allí en adelante-. Correspondencia cruzada, pues, entre dos chilenos en el exilio, exilios diferentes que se abren más allá de una tierra y su ausencia: punto en el que confluyen.  De esta correspondencia entre ambos escritores nos alegra compartir ahora al menos una parte: de remitente Blanes con destino Paris.

Una presentación se hace aquí necesaria. ¿Recordará alguien lo que son las cartas? Un género que se cultivaba: ejercicio de la letra y vocación del encuentro. En alguna parte, dice Bolaño, su relación epistolar con Lihn, junto a los poemas del buen Arquíloco, llegaron a salvarlo del abismo, la antesala de la locura. Una cierta sobrevivencia puede jugarse en un intercambio de cartas, y aquí, ciertamente, hay más que un ejercicio deportivo. La correspondencia es, sin duda, un cuerpo desplegado entre dos, mas un lector tercero acecha siempre al correo, como un fantasma, moviéndose en el espacio que separa al detective del espía. Allí ese lector improbable dibuja un desvío en medio de la correspondencia, dibuja la posibilidad de un accidente o de un infortunio por el cual toda carta está amenazada con perder su destino. Pero esta posibilidad, lejos de constituir sólo el riesgo de un accidente que podría evitarse, pertenece a la condición misma de la carta; es decir que incluso si ésta, tras haber sorteado todo desvío, ha llegado finalmente a su destino, la posibilidad de un extravío total la perturba más que nunca. Una carta, de ese modo, no habrá llegado nunca completamente. Por eso, esta situación de dispersión, este “riesgo postal”, exige que la correspondencia no sea un territorio cerrado, sino uno en expansión. Así, pues, no será para nosotros cuestión de compartir un fetiche literario, la ventana abierta de una casa ajena, sino de seguir trazando de alguna forma los rastros de una cartografía imposible en Bolaño.

Conocemos de Bolaño un paso salvaje por la literatura que acaba con un hígado arremolinándose hacia el centro de la tierra y un desierto que se abre en nuestro horizonte inmediato: somos del año 2666. Título de la novela póstuma y momento rastreable en Amuleto, en el que Auxilio Lacouture describe un paisaje de México el año mil nueve setenta y algo, por el que Arturo Belano y Ernesto San Epifanio se mueven mientras caminan por la avenida Guerrero, paisaje espacial y desolado, como el del año en que un cementerio termina por olvidarse. 2666 cruza la escritura bolañeana como una marca en el desierto; es la cifra que la salud de un hígado enfermo sueña y experimenta a medida que consume sus fuerzas; es la ciudad imaginaria de un tiempo que comienza a filtrarse en el nuestro; territorio del tedio de un mundo que vacila entre el aniquilamiento y la multiplicación.

Bolaño y el desierto

La escritura de Bolaño se presta a la configuración de un lenguaje que comienza a extenderse sobre América como la cartografía de un territorio fantasma, cartografía radical y anarquizante, que anticipa y crea un pueblo americano. Producción, pues, de una multitud; no hay estilo, decimos, que no sea estilo de una multitud. Y sin embargo, en estas cartas Bolaño afirma no creer en el estilo. Lo dice entre paréntesis, luego de advertir un vínculo entre la poesía de Waldo Rojas, Oscar Hahn y Gonzalo Millán, vínculo de tres poetas que han producido algunos “textos de terror”, dice, aunque “cada uno a su manera y más o menos fiel a un determinado estilo (aunque yo no creo en el estilo)”. Bolaño no cree en el estilo como tampoco cree en el exilio. O quizá, más bien, justamente porque no cree en él, porque no puede creer en él: todos los escritores, de algún modo, ya hacen parte de un exilio en tanto el exilio es condición de una escritura.[2] Tenemos ante nosotros que el estilo es un asunto de territorio (cuestión no ignorada por Bolaño)[3], el dominio de una suerte de animalidad: el cómo ocupar un territorio, cómo desplazarse en él.

Tocqueville describe su experiencia estadounidense en un pequeño libro llamado Quince días en el desierto americano, en el que se refiere a las grandes extensiones territoriales por su inmensidad, determinando la avidez del trabajo y el deseo de superación de la naturaleza por el hombre americano. (En la inmensidad, los animales salvajes, los que no huyeron ni fueron domesticados, se esconden al abrigo de los rayos del sol en la espesura del bosque, los caminantes paran de distinguir los caminos y, del silencio, un terror religioso embarga el alma).[4] Para el jurista francés, la cuestión del desierto corona el derrotero de aquello que espera encontrar en Norteamérica, es decir, la historia de la humanidad misma hasta la huella del origen, puesto que ese lugar, “poblado de manera incompleta y parcial (…) ofrecería la imagen de la sociedad de todas las épocas.” Así es como la historia del hombre debería poder mostrarse en la extensión de un territorio que va desde la ciudad hasta el desierto, como el proceso en el que se va borrando la huella de la civilización europea en el mismo reclamo de sus orígenes. El desierto ritma esa operación, en la medida en que es tanto la huella de un origen como, a la vez, el lugar donde la huella de la civilización se borra. Al mismo tiempo, la mirada prístina de un desierto originario anuncia su propio fin al viajante: “la idea de aquella grandeza natural y salvaje que va a terminar se une a las grandiosas imágenes que la marcha triunfante de la civilización hace nacer”.[5]

América: lugar de grandes extensiones territoriales, de la inmensidad (inclemencia del medio, ímpetu de conquista), territorio violado, desolación. Sea, pues, la cuestión del espacio en América referida a la extensión del desierto y su inmensidad en despliegue: desierto en la literatura americana desde el Mississipi de Huckleberry Finn, los mares del capitán Ajab a la caza de la ballena blanca, Comala, Macondo y hasta los cadáveres de mujeres que salpican el desierto de Sonora al son de las maquiladoras. Desierto que no nos está dado sino que está siempre por hacerse, y hay que producirlo, como ruina u origen. Entre la ruina y el origen, un espacio que vacila, entre la fascinación por el aniquilamiento y la posibilidad de una fundación. Sólo en ese doble riesgo del desierto podríamos pensar en Bolaño como parte de un estilo americano que no es otra cosa que un modo singular de producir un territorio.

Recibidero de los sueños de origen, ya Cesárea Tinajero o Benno von Arichimboldi, fe de los viscerrealistas y de los críticos, el desierto bolañeano termina por borrar toda huella para un detective aún avisado. Se suceden más bien los espejismos, los oasis de horror, los movimientos inútiles. Su extensión (arena y luz) parece eterna sobre las cabezas del aburrimiento, de los que buscan en él un origen último. Archimboldi, por su parte, ve en el desierto el límite de algo, un confín; si origen, desconocido. Última frontera del triunfalismo desarrollista, la vecindad con las maquiladoras no impide que sobre Sonora se desplieguen innumerables portales de muerte, basurales condecorados por los cadáveres de mujeres, pobres de la ciudad de Santa Teresa, trabajadoras de la frontera con EEUU, como chispazos de una agitación subterránea, la posibilidad de un abismamiento definitivo rumbo a la muerte.  Las imágenes de “la marcha triunfante de la civilización” espejean pues en el desierto: tal es su modo de producción propio, la particularidad de su espacio: la proliferación de los espejismos, la certeza de toda determinación reducida al espejismo.

Y, enfrentado a la radicalidad del espejismo, al hombre del desierto sólo le quedará el problema de la multiplicación: de ahí que la cuestión, la única cuestión que puede obsesionar respecto del desierto, sea la pregunta por cómo poblarlo. Waldo Rojas, Gonzalo Millán y Oscar Hahn deberán, cada uno a su manera, cada uno con su estilo, volver a Chile y poblar el desierto.[6] La cuestión será siempre cómo habitar el desierto, cómo habitar lo inhabitable mismo, cómo moverse en el desierto sin quedarse nunca en un lugar fijo, convertirse en desierto o en lívido espejismo del desierto. Cómo inventar aquel pueblo que falta como pueblo aún por venir.[7]

La lengua de Bolaño huele a sobrevivencia, porque se gasta y deshace en una vorágine de palabras e imágenes que, como violencia infringida, fundan, constituyen, fragmentan y restituyen el personaje Bolaño en su ejercicio de autodeterminación constante: caudal mismo que crea y lo crea. Así, Arturo Belano y Ulises Lima de Los Detectives Salvajes, los viscerrealistas y los habitantes del año 2666, son los sujetos de una biografía despersonalizada. Una biografía que es la huella de una multitud americana, el probable origen de un pueblo.

Cuestiones de hígado

En una de las cartas, Bolaño cuenta que conversa con un compañero de habitación del Hospital de Hebrón, donde escribe interno. Aquél es el número dos de la lista de trasplantes del hígado -y Bolaño será también número dos, diez años después-. Comparten la afición al box y la preferencia por la escuela mexicana, especialmente por el peso gallo Rubén “el púa” Olivares, múltiple campeón mundial, famoso sobre todo por su extraordinario “golpe mexicano”: el  gancho al hígado.

La enfermedad que allí padece aquel compañero suyo, aficionado al boxeo como él, es similar a la que ya comenzaba a experimentar Bolaño mismo en su propio hígado, como si alguno de aquellos boxeadores que él tanto admiraba le hubiese dado un golpe infinito, un gancho al hígado, el mismo golpe que hizo famoso al púa Olivares. Porque Bolaño, no hay que olvidarlo, padeció la enfermedad de un boxeador. Y es Bolaño quien se encarga de dar cuenta de esa relación entre su enfermedad y el boxeo sin saberlo, sin saber qué es lo que vincula la espera del hígado que no llega para su compañero en esa época, con el boxeo. Qué hay en el trecho que va de la enfermedad al boxeo y del hospital al ring.

Descripción de los efectos de un gancho al hígado: parálisis de los miembros, corte de la respiración; la garganta se contrae, el pecho se aprieta y obliga a encorvarse, a retorcerse incluso si el golpe es lo suficientemente fuerte. No tiene localidad; el golpe se experimenta en todo el cuerpo. Las piernas se ponen flácidas, cuesta mantenerse en pie. Todo esto sólo dura segundos, a lo más unos minutos, para que luego los efectos desaparezcan completamente, y entonces sólo queda la flacidez de las extremidades, la dificultad para mantener la estabilidad. Pero al contrario de cualquier otro golpe, no queda el cuerpo ardiendo; no hay calor ni dolor muscular, es decir, no deja rastros. Es un golpe fantasma. Por lo general, no es tanto un golpe de nocaut sino de total desarme: le quita al rival toda posición de defensa, para quedar completamente entregado a un segundo golpe decisivo. Y lo hace en un estado de total suspensión. Entonces, el luchador abatido sólo podría contemplar.

Uno de los últimos artefactos que conocemos de Nicanor Parra es aquel que muestra la fotografía de una revista abierta, en cuyo interior se contemplan dos imágenes, una en cada hoja, ligeramente separadas entre sí. Una de ellas muestra un primer plano de Bolaño, en la oscuridad, golpeado por una luz que llega desde arriba, y él como soportándola con los ojos cerrados, entre el placer y el dolor, con la expresión de una persona que ha muerto. Y en efecto, al mirar su rostro, sabemos que ha muerto, aunque pueda volver, aunque quepa la posibilidad de que reviva y esa muerte dure sólo un instante, sabemos que ya ha muerto. La otra imagen es una fotografía de Bolaño de pie, despidiéndose o saludando, con una sonrisa, en alguna calle de Santiago o de cualquier otra ciudad, con los ojos cerrados también, como en la otra imagen, ya sea esta vez por la exageración de un gesto o bien por el azar que las cámaras pueden llegar a captar. Y debajo de estas dos fotografías, debajo del “Adiós Bolaño” con que la revista titula el artículo-homenaje, se lee: “Le debemos un hígado a Bolaño”. Es la ironía inconfundible de Parra.

Una primera posible lectura para este Artefacto cumpliría con representar un lugar común a la hora de tratar la obra Bolaño: denuncia de la ausencia de reconocimiento o de un reconocimiento cuando menos tardío. Por eso, tenemos una deuda con Bolaño, una deuda como lectores, una deuda como intelectuales y, en definitiva, una deuda como país –lo que quiera que signifique eso. Una lectura que no llega o una lectura demasiado tardía sería como el hígado que Bolaño esperó, con su nombre inscrito en la lista de espera de trasplantes. Algo perturba, sin embargo, esta interpretación. Suscribimos la frase de Parra, pero rehuimos un facilismo que sería ajeno a lo parriano: decimos que, sin duda, le debemos un hígado a Bolaño, pero no el hígado que le faltó, no el hígado que esperó o no pudo esperar más. Le debemos su hígado, como cuando reconocemos deberle a alguien algo que ha hecho por nosotros. Le debemos el exceso que él produjo. Por eso, “le debemos un hígado a Bolaño” significa: “le debemos a él lo que puede”; le debemos a Bolaño el hígado que empeñó para escribir.

“Todo está bien. Mi doctora favorita dice que aún no moriré”, escribe en una carta. “Puedo escribir un par de novelas más”.[8] Y luego, en otra: “me dedicaré a pasear mi pancreatitis por los infiernos notorios del planeta, tomando fotos, escribiendo artículos y preparándome infusiones de manzanilla, tila, yerba luisa…”.[9]

Bolaño escribió como un enfermo. No simplemente como el enfermo que sabe que va a morir y se pone a escribir con desesperación, sino que con aquel temblor vertiginoso de un enfermo que no le debe nada ni a la vida ni a la muerte: escribió con la salud inconquistable de un enfermo. Una suerte de enfermedad desbordante se transforma aquí en condición de la escritura; una herida se abre por exceso y no por carencia. ¿Qué salud podría afectar a un escritor? No la de un hígado bueno, ciertamente. El hígado absorbe y absorbe, es el primero de los órganos que absorbe, pero un hígado, este hígado, no desintoxica; la sangre se enferma y este hígado secreta bilis y escribe. La  última aparición de Arturo Belano, casi póstuma, es una anotación para el final de 2666: “Todo lo he hecho, todo lo he vivido”, dice. Palabra de un muerto. “Si tuviera fuerza me pondría a llorar. Se despide de ustedes, Arturo Belano”. El metabolismo del ojo se ha cargado esta vez sobre el hígado: lo hecho y lo vivido se arremolina todo, caudaloso, arrastrando las últimas fuerzas de quien, a modo de detective, ha procurado registrar hasta el último detalle. El ojo de Arturo Belano está herido y es incapaz de llorar; las fuerzas le faltan. El cuerpo asimila las batallas que se han dado, y así es como escribe. Dice Lihn que escribir es “trabajar con la muerte”[10]: cabría pensar, así, en una condición de la enfermedad que es distinta de la pura resignación. Hay algo que la enfermedad abre para el enfermo pero que no tiene que ver con la enfermedad misma, y que le permitiría a éste escribir como enfermo o viajar como enfermo, precisamente para no enfermar. Así, nada más ajeno a Bolaño que una separación artificiosa entre literatura y enfermedad, tal dos relojes contrarios que pretendieran ignorarse hasta encontrarse en el momento de la muerte, implosión de todo tiempo. La literatura ha sido, más bien, una batalla de la que no se puede salir invicto, como en una pelea de samuráis; “pero un samurai”, responde Bolaño, “no pelea contra otro samurai: pelea contra un monstruo. Generalmente sabe, además, que va a ser derrotado. Tener el valor, sabiendo previamente que vas a ser derrotado, y salir a pelear: eso es la literatura”.[11]

Sonora, Uqbar, Orbis Tertius

Hay una clave indispensable en estas cartas para poder calibrar la dimensión del desierto y la enfermedad en la obra de Bolaño. En una parte, Bolaño cuenta a Waldo Rojas una anécdota que se encuentra en el origen de la Literatura Nazi en América: luego de haberle preguntado a un amigo si acaso existía literatura fascista en Chile –y recibir, por supuesto, una negativa como respuesta-, Bolaño dice: “El periodo pinochetiano, bien mirado, ha sido pobre incluso en monstruos; no obstante hay o hubo un par de criminales notorios –y en ocasiones notables- que supieron medrar y desarrollar su arte bajo la capa militar (…) Pero no hay literatura detrás de nuestros monstruos, lo que los empobrece, lo que los hace -y esto es grave- como si sólo existieran en nuestras pesadillas, una desazón particular y no una desazón real. (Aunque el dolor sí es real). / A veces me tienta la idea de dos heterónimos, o tres, para cubrir ese hueco. Otras veces, en plan megalómano, la idea de un diccionario completo que contuviera a todos los escritores y poetas nazis de América”.[12] Más tarde, en otra carta, vuelve a plantear la idea de una enciclopedia abreviada de la Literatura Nazi en América, “algo en el espíritu de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius: las imágenes de nosotros mismos en los espejos cóncavos o convexos, pero espejos al fin y al cabo”.[13]

Pero puede que la relación con ese determinado “espíritu” de Tlön sea aquí algo más que una cuestión de simple parentesco narrativo; el espíritu de Tlön es tal vez el de la posibilidad de creación desenfrenada que toda ficción permite, al punto incluso –como ocurre en el relato de Borges- de llegar a confundirse con el mundo, infiltrándose secretamente en él hasta desintegrarlo, para ocupar de esa manera su lugar.[14] Sin embargo, detrás de ese plan monumental de Tlön de crear un mundo organizado a partir de una enciclopedia, se descubre una posibilidad aun más inquietante, y que no tiene que ver ya simplemente con la capacidad de la ficción de desdibujar o suplantar cualquier realidad, sino que, más bien, con la posibilidad irrebatible de que la realidad no sea más que un sustituto, una creación que ha logrado imponerse con eficacia. Es por eso que el proyecto de Tlön no es sencillamente un peligro que amenaza con desbancar una realidad ya constituida; es el anuncio mismo de que, de algún modo, Tlön podría ya estar allí, imposible de denunciar como ficción sin hacer caer consigo todo el tejido de la realidad. En esa dirección, las palabras de Borges resuenan al final del relato: “El mundo será Tlön”, como si dijera o quisiera decir: “El mundo puede que sea Tlön”.

De ese modo es como, en otra carta, Bolaño relata el asesinato del único maricón de Los Ángeles: homosexuales habían muchos, cuenta, “maricón-reina solo uno”. Feroz confirmación de un programa patriótico, “y que en el fondo es un club cuyas puertas están siempre abiertas”: “la Manuela” había sido fusilada por el ejército chileno en nombre de la certeza de que “en Chile no hay maricones”. El paisaje es desolador. El cuerpo es cargado en un peladero, “entre malas yerbas y zarzas ardiendo”. “Después la Realidad Espejeante se fue disolviendo”, concluye, “pero sin desaparecer del todo”.[15]

El procedimiento del espejismo pareciera ser, pues, para Bolaño, el rastro de aquello que como secreto habita en su obra: el espejo que confunde la imagen con lo que él refleja, para mostrar cómo lo que refleja era ya una imagen de otra cosa. Querer hacer desaparecer entonces el espejismo, para reencontrar ahí la realidad, o el oasis auténtico, no podría ser más que la forma definitiva de extraviarse entre los espejismos que el desierto produce, y entregarse así al horror. Y si la conjunción de un espejismo con el desierto da lugar al abismamiento de lo horrible, fervor de los oasis perentorios, el espejismo que se diluye confirma cada vez el verdadero enigma del desierto: que el desierto espejea, que no refleja nada fuera de sí mismo.

Habrá que pensar así, otra vez, en aquello que a Bolaño le parece alarmante de esos escasos pero notables criminales chilenos, esto es, que no haya literatura detrás de ellos, “lo que los hace –escribe- como si sólo existieran en nuestras pesadillas”. En el espíritu de Tlön, Bolaño comprende que la falta de una literatura fascista es inquietante a tal punto porque permite justamente que se pueda seguir pensando el fascismo como un espejismo, una locura, o una ficción morbosa que se añade a un espacio auténticamente no-fascista. La ausencia de una literatura fascista permite que continúe funcionando la lengua de la resaca (“¡nunca más!, ¡nunca más!”)[16], como si fuese posible simplemente evitar el fascismo denunciándolo como mal, como la ilusión de un espejismo; diciendo, en suma: “fuimos engañados una vez, pero nunca más”. Y, en efecto, la resaca no es más que el trabajo de un hígado que no ha logrado asimilar el exceso y continúa funcionando para alejar de sí las pesadillas que lo fatigan. ¿Pero y qué pasa entonces si un hígado ya no filtra, si no trabaja o trabaja de otro modo que como depurador? Un hígado que ha sido excedido desde siempre, ¿qué podría querer preservar?[17] Si, en palabras de Bolaño, será necesario “cubrir ese hueco”, prestarle esa literatura que falta a aquellos monstruos, no es para intentar probar su realidad ni para confirmar que el fascismo no era ya una ficción, sino para advertir que los monstruos podrían haber estado allí desde antes, que aquello que se intenta resguardar de su amenaza podría estar ya atravesado por ellos. El samurai, siguiendo a Bolaño, pelea siempre contra un monstruo, sabiendo de antemano que la pelea está perdida. Y, ciertamente, no se conseguirá apartar a los monstruos pensando que son irreales, ni se logrará rechazar el fascismo denunciándolo como espejismo. Por el contrario, esa será la manera en que éstos tendrán siempre la garantía de su reproducción, pues es con ese recurso que ellos han conseguido obrar.

Bolaño construye así una escritura territorial; incrustada en la lengua del territorio, ella se convierte en máquina verborreica que produce como un desierto, desierto que crece y que su salud ha experimentado, desierto concreto, que vomita cadáveres en basurales que son ciudades sitiadas, universidades sitiadas, plazas masacradas, y desde esas estructuras despliega su red. 2666, cifra del desierto, es, pues, un momento que se extiende sobre la realidad inmediata, que abarca desde los años 70’, con Tlatelolco y la dictadura chilena, hasta los crímenes de mujeres que hoy siguen ocurriendo en Sonora, los autores catalogados en la Literatura Nazi en América hasta el último en morir el año 2029 y, pareciera, llegando al mismo año 2666, el día en que terminemos por olvidarlo todo.

En el texto Literatura+Enfermedad = Enfermedad, Bolaño va a adelantar la cita que servirá de epígrafe a 2666, versión de un fragmento del poema El Viaje, de Baudelaire: “Un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento”.  Comentando este poema, junto con uno de Mallarmé, Bolaño va a decir: “si sólo existen oasis de horror, el viajero podrá confirmar, esta vez de forma fehaciente, que la carne es triste, que llega un día en que todos los libros están leídos y que viajar es un espejismo. Hoy, todo parece indicar que sólo existen oasis de horror o que la deriva de todo oasis es hacia el horror.”

Si, como sugiere Bolaño, tal vez todos los oasis son de horror, si viajar es un espejismo, se podrá comprobar que los caminos no llevan a ninguna parte y, sin embargo, habrá que seguirlos y retomarlos cada vez, para encontrar en ellos algo, cualquier cosa, “lo nuevo, lo que siempre ha estado allí”, dice Bolaño, sin dejar todavía de leer el poema El Viaje, que termina con esos dos conocidos versos: “Caer en el abismo, Cielo o Infierno, ¿qué importa? / Al fondo de lo ignoto, para encontrar lo nuevo.” Encontrar lo nuevo, “lo que siempre ha estado allí”, es decir, lo que habrá debido estar allí desde siempre, porque no está presente ni ha sido conocido; porque nunca ha estado presente.

¿Qué significa entonces en el desierto, “retornar”?[18] Regresar al punto de partida o, más bien, hacer como si se regresara, porque el regreso es desde ya lo imposible. En ese gesto se va a arriesgar toda la posibilidad de supervivencia en el desierto: volver al punto de origen como a un lugar distinto. Hacer un simulacro de viaje, no ya para intentar salir del desierto, sino para hacer salir al desierto de sí mismo, enloquecerlo, hacerlo crecer. No se trata por eso tal vez para Bolaño de encontrar el límite, el fin, y ni siquiera el rastro de un camino hacia afuera, sino de multiplicar los caminos, aprender a poblar el desierto y expandirlo. La salud de Bolaño hace aquí de la imaginación del horror el temblor vertiginoso de un pueblo que comienza su desplazamiento.

Arturo Belano y Ulises Lima: ¿Qué hacen dos anarquistas en Europa? Expanden los límites del desierto; hacen la migración de un pueblo de inmigrantes; inician el desplazamiento que ha de perder el origen en un nuevo origen; multiplican la multitud y anarquizan el espacio copado por la violencia estatal, manifiesta hasta en lo más cotidiano. Es esa la alegría del exilio bolañeano, la constancia de que el desierto es una realidad global, y que los individuos son pueblos en constante desplazamiento a la busca de un nuevo origen, sea Cesárea Tinajero, sea Archimboldi.

Estas cartas, que ahora presentamos, pertenecen al desierto de Blanes.

 

Giordano Muzio
Nicolás Slachevsky

 

 


* ¿Qué hubiese dicho Borges al saber que contaba entre sus numerosos herederos a un boxeador chileno, descendiente de exiliados ingleses, como él, que llegó a pelear incluso por el titulo mundial? ¿Y qué tenía, a fin de cuentas, de borgiano Godfrey Stevens? La pelea por el títutlo que G.S. libró contra el campeón Japones Shozo Saijo terminó reolviendose por lo que el boxeador local denunció hasta el final de su vida como un “efecto óptico”, luego de que, habiendo resistido más de 50 minutos los feroces golpes del Japonés, Stevens cayera contra las cuerdas. Hecho: justo en el momento de la caída el japonés brinda a Stevens un golpe que lleva al árbitro, ubicado a la espalda de Shozo, a asignarle la victoria a este último. Explicación: Godfrey cae en la esquina donde Shozo se mojaba la cara entre tiempo y tiempo con grandes cantidades de agua. El piso se encontraba resbaloso. Godfrey alegó hasta el final de su vida.

[2] “El oficio de un escritor es un oficio de exiliados. Un escritor, de una u otra manera, siempre está al borde del exilio. Y el exilio es la quintaesencia de todo viaje. El exilio es o sería la perfección de escribir.” (Bolaño por sí mismo, Ediciones UDP, 2011, pág 63.)

[3] Es notorio como, en una de las entrevistas recopiladas en Bolaño por sí mismo, Bolaño ocupa el concepto de territorio para hablar de estilo: “El territorio que marca a mi generación es el de la ruptura”.

[4] de Tocqueville, Alexis. Quinze jours au désert Américain.

[5] Ibíd.

[6] [Carta febrero 1997]

[7] “La salud como literatura, como escritura, consiste en inventar un pueblo que falta. Es propio de la función fabuladora inventar un pueblo. No escribimos con los recuerdos propios, salvo que pretendamos convertirlos en el origen o el destino colectivos de un pueblo venidero todavía sepultado bajo sus tradiciones y renuncias.” (Deleuze, Gilles. Crítica y Clínica.)

[8] [Carta Jun. 1993]

[9] [Carta Dic. 1993]

[10] Lihn, Enrique. Porque escribí, en Musiquilla de las pobres esferas

[11] Bolaño, Roberto, Bolaño por sí mismo.

[12] [Carta Sept. 1993]

[13] [Carta Dic. 1993]

[14] “El contacto y el hábito de Tlön han desintegrado este mundo. Encantada por su rigor, la humanidad olvida y torna a olvidar que es un rigor de ajedrecistas, no de ángeles” (Borges, Jorge Luis. Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, en Ficciones)

[15] [Carta Sept. 1993, 2#]

[16] Cuando, en una entrevista, a Bolaño le preguntan qué pasó el día siguiente del golpe militar del 73, él responde: “La suprema resaca”. Una pregunta extraña para una respuesta todavía más extraña. La resaca del día después, la suprema resaca, no sólo debería entenderse aquí como la resaca producida por un presunto exceso del día anterior, de una “revolución con sabor a vino tinto y empanadas”. La suprema resaca se extiende desde y hacia un límite no vislumbrado, y persiste como la lengua cruda, el idioma de la resaca, que repite frenéticamente “nunca más, nunca más”, para intentar conjurar de alguna forma un “pasado” que vuelve multiplicado, a la manera en que vuelven siempre los fantasmas o las pesadillas.

[17] Artaud, en sus escritos sobre México (¿y dónde más?), llega a dar justamente con este carácter fundamental del hígado, es decir, el problema de la filtración, cuando escribe: “es en el hígado humano donde se produce esa alquimia secreta y ese trabajo por el cual el yo de todo individuo escoge lo que le conviene, adopta o rechaza las sensaciones, las emociones, los deseos que el inconsciente le forma y que componen sus apetitos, sus concepciones, sus creencias auténticas, y sus ideas. Ahí es donde el Yo se vuelve consciente y despliega su poder de apreciación, de discriminación orgánica extrema. Porque es en él donde Ciguri realiza su trabajo de separar lo que existe de lo que no existe. Por tanto, el hígado parece ser el filtro orgánico del Inconsciente.” (Artaud, A. Los Tarahumara)

[18] Así mismo, ¿qué significa para el samurai pelear una pelea en la que sabe que va a ser derrotado?

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