16 de julio 2018

De pajaritos y pajarracos

Reseña de Pájaros desde mi Ventana, de Elvira Hernández. Santiago: 2018, Ediciones Alquimia.

 

En 1966, Pier Paolo Pasolini estrena una película decisiva, fundamental: Uccellacci e uccellini. Se trata de un filme que marcaba, según sus palabras, el comienzo de un período posgramsciano en su comprensión del quehacer artístico, pero también de su obra más personal, donde se exponía como nunca lo había hecho antes ni lo hizo después. Totò y Ninetto, padre e hijo, vagan por inhóspitos y miserables parajes de la periferia romana, acompañados de un cuervo que, metáfora irregular del autor, era señalado como un intelectual de izquierdas cuyo domicilio se encontraba en calle Karl Marx, villa del Futuro, ciudad capital de un país llamado Ideología. El azabache plumífero sigue a ambos personajes, les cuenta historias, razona hasta el hartazgo sobre todas las cosas y se lamenta solemnemente por el fin de las grandes esperanzas, por el ocaso de los obreros y la lucha de clases, por el paso de moda de las ideologías. Con amargura y algo de pedantería, su voz insiste, no se calla, y habla hasta agotar a este par de hombres que, a estas alturas, van no se sabe hacia dónde.

En distintas entrevistas Pasolini reconocía jamás haber traído al mundo una película tan desarmada, tan frágil y delicada, y que acaso por ese dicho “el más pobre y el más bello”, era la que había amado y continuaba amando más. Parábola política, fábula marxista, comedia ideológica, ensayo visual, panfleto y confesión, todo esto podría decirse respecto al significado de las andanzas que vemos en el filme. Pero quizás su clave era otra: una cierta melancolía, la signatura de esa atroce amarezza surgida a partir de la consciencia del fin de un momento de la historia italiana, frente a una realidad que desaparecía o que derechamente había dejado de existir. El naufragio de la izquierda, del marxismo de la Resistenza, junto con el auge de una nueva sociedad de consumo se cifraban en la muerte del histórico líder del PCI, Palmiro Togliatti, un acontecimiento que Pasolini (que mantenía con él agudas diferencias) poetiza de manera herética, melancólica y juglaresca. En definitiva, más que un filme, un auténtico monstruo del interregno: apuntes visuales sobre una época que no terminaba de morir y otra que no acababa de nacer, imágenes críticas de unos cambios sociales que, al decir de Susan Sontag, fueron enormes, viscerales y escandalosos. Obra de la desilusión y de la crisis, pero al mismo tiempo enérgica y disidente; el lúcido reclamo por un futuro que debía repensarse, reinventarse.

Más allá de las resonancias evidentes, creo que Pájaros desde mi ventana es un libro que dialoga de forma profunda con esta obra de Pasolini. Me arriesgaría a decir que se trata del trabajo más íntimo, más introspectivo y personal de Elvira Hernández, y que porta también el signo de una cierta melancolía histórica. Al modo de un diario o bitácora de observaciones poéticas (dato importante: surgidas post–2011), es a la vez una obra que registra lateralmente, con delicadeza e ironía, el paso de estos años recientes, los años críticos del interregno chilensis en el que nos hallamos. Siguiendo la ruta de la varia animalia trazada en Bestiario o en ciertos momentos de Álbum de Valparaíso, la agudeza del oído, la madurez del ojo y la intensidad de la memoria se concentran aquí especialmente en los avatares de pajaritos y pajarracos, pero también en gatos, insectos, caracoles y libélulas, y hasta en figuras aladas tan singulares como los ángeles, la serpiente emplumada y el chonchón. “Por estar mirando al cielo / paveando / de pronto / me encontré con los pájaros”, confiesa la voz, y en esa circunstancia cotidiana quizás se inscriba toda la poética del pajareo que rige al libro. En efecto, la escritura se constituye como una serie de ocurrencias súbitas, luminosas, relámpagos que pasan por la mente; como sutiles observaciones sobre la naturaleza; como el detalle de sucesos mínimos, domésticos; como imágenes cristalinas de viajes y estancias extranjeras; como corrosivos comentarios sobre el devenir social; o como cambios del clima y de las estaciones, lo que da cuenta del tiempo como un factor determinante en la hechura de los poemas, una consciencia radical –y acaso melancólica– respecto a su paso. Elvira funge así como una naturalista en retirada, y en este sentido el libro puede entenderse como su cuaderno de avistamientos, en los que nota, de paso, los signos de la época, el estado de la civilización. Otras veces ella misma es quien emerge desde las páginas sacando alas, volviéndose una pájara de canto silencioso que pareciera volar sobre nosotros y observarnos con lucidez punzante y mordaz. Y aunque de pronto declare querer irse en vuelo nocturno, en el sueño de Ícaro, hay algo, el peso de otros pájaros muertos, que la tironea: tal memoria, tal ética y sentido de gravedad.

En tanto la poesía de Elvira se caracteriza por escuchar de cerca “el paso del siglo, el rumor y la germinación del tiempo”, como escribiera alguna vez Osip Mandelstam, me interesa subrayar la mirada sobre la “época contemporánea” que se esboza en Pájaros desde mi ventana. Tiempo de moscas, cucarachas y virus; de cebos monetaristas, ardides, becerros de oro, trabalenguas y engañifas verbales; de claves y contraseñas, tarjetas bip, call centers, alarmas y enchufes; con la mortífera y seductora palabra lucro sobrevolando; con la gusanería de la objeción de consciencia encima, el libro expone de manera descarnada una lectura escéptica y pesimista sobre el presente. La mezquindad y el individualismo de las tórtolas, el ánimo aspiracional de algunos gatos, la retórica neoliberal de ciertos loros y, enfáticamente, la presencia de drones, aves de la época, ilustran en distintos textos el oscuro trance en que nos encontramos. Habitamos un mundo acelerado, con demasiado inglés, pasando a chino mandarín. Un mundo desorientado, ilegible: si el hegeliano búho de Minerva llegaba siempre tarde, cuando una figura de la vida había envejecido, acá ni siquiera alcanzará a emprender vuelo. Y es que vivimos una época incapaz de comprenderse a sí misma. Cercana a algunas ideas de Jean Baudrillard, la poeta insiste en mostrarnos cómo las pantallas nos tienen enviscados: ya “no nos miramos en un espejo. / Nos vemos en la pantalla”. “Nos tienen por el cuello”, advierte.

Pero no sólo nosotros, es el planeta mismo lo devastado, y los pájaros, en su lenguaje de signos transparentes, no dejan de alertarlo. El poema, en este plano, es apunte de lo que desaparece, notas desde el descampado, grafía del desastre en marcha. Se encarga de mostrar cómo en pos de progreso –que es la catástrofe, repitamos con Benjamin– hay criaturas y formas de vida que son aniquiladas. El texto que abre el libro revela tal tensión con meridiana claridad. Allí, los mil y un árboles de una villa llena de pájaros han sido reemplazados por un plomizo complejo habitacional. El contraste sonoro de los versos es decidor: “este paraíso de pájaros” es sucedido por “una trápala fónica mecánica”. Como en una fábula pasolinesca, un solitario árbol sin nombre, la ausencia de gorjeos y aves en desbandada es lo que finalmente queda. Las potencias vitales de bosques, animales y humedales sucumben ante la homogeneidad del cemento, los incendios y una tierra que se reseca bajo un cielo moledor de carne, tupido de drones. No son, en suma, años dorados.

Sin embargo, en medio del eriazo perviven líneas de resistencia, una política de las patas y el buche: actitud que marca el rictus, que define la fortaleza, el carácter, el arrojo de vivir y escribir sin levantar cabeza. Y aunque se aborden con algún grado de nostalgia, leemos recuerdos de una vida corriendo bajo la lluvia, planeando en danza propia, al alero de la enseñanza de los pájaros, donde se muestra el desate de las potencias festivas, rituales e incluso auguradoras del lenguaje. La poesía es entonces palabra que se suma a trinos de pájaros que resisten. “Andábamos pato y sonrisa” es en este sentido uno de esos poemas que encierra una ética imprescindible, un poema que cabe tatuarse en la memoria: aunque patos y hambreados, la palabra debe estar primero, sólo en ello puede haber jactancia y poder.

Si bien uno podría leer este nuevo libro de Elvira Hernández a la luz de distintos linajes pajarísticos, desde la poesía china y persa hasta los arreglos provenzales de Daniel, desde el traladí huidobriano a los catálogos de Olivier Messiaen, he pensado sobre todo en la obra de Lorenzo Aillapán. Lo imagino ahora mismo, tomando la brisa refrescante del Budi, con su oído y la zugun atenta a la sabiduría de los pájaros. He pensado también en los pájaros mistralianos, en esas golondrinas de yodo que en plena guerra entraban mudas a los hospitales o en el canto de la tenca que se asemejaba al canto maternal. Desde el otro lado del tiempo, la escucho retándonos con voz áspera, porque no sabemos apreciar el cielo atravesado de aves: “Las gentes, chiquito, saben / de pájaros poco o nada”, y sólo se interesan en “yantares y cosas / y chismes de la contrada”.

Pero no dejo de volver a la parábola de Pasolini. A esa caminata sin norte de Totò y Ninetto, quienes, tras devorar al cuervo hacia el final del filme, asimilando la derrota y la quiebra de un futuro, siguen el paso. “Andábamos y andábamos. / Para cambiar el rumbo del mundo”, escribe Elvira, y podríamos asignar sin dificultad tales palabras a los entrañables personajes de Uccellacci e uccellini. Andábamos y andábamos. Andamos y andamos. Creo así que estos versos, este libro, como un pequeño cántaro, pueden ser para nosotros, pájaros y pájaras, agua fresca para beber.

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