26 de junio 2015

El E/estado de la violencia.

Es jueves 30 de mayo del 2015. Siendo ya las 5 de la mañana, aún no he podido pegar un ojo para conciliar el sueño. ¿La razón? Debo terminar un texto para una exposición que tendrá lugar en 5 horas más en la facultad de filosofía y letras de la UNAM. Es común de mi persona estar haciendo trabajos unos pocos minutos antes de entregarlos, pero en estos días gran parte de la concentración me ha sido esquiva porque no puedo dejar de pensar en que partiré hoy a Chiapas para asistir al Seminario de Pensamiento Crítico contra la Hidra Capitalista que organiza el EZLN. Todo lo que involucra el evento es de suyo emocionante: el viaje, los paisajes, la historia. Luego de terminar el texto para la exposición le doy una rápida hojeada a la prensa mexicana “alternativa” a través del computador. Las noticias son siempre similares: se encuentran pruebas suficientes de que los responsables de los8 manifestantes muertos y 44 heridos en Apatzingán el pasado 6 de enero fueron policías federales. La razón de la masacrefue que la mayoría de los manifestantes formaban parte del G-250, un grupo de autodefensa creado por quién era entonces comisionado federal de seguridad en Michoacán, Alfredo Castillo. El grupo fue creado para perseguir al cártel de los caballeros templarios que opera en esa zona. Veinte días antes de la manifestación, Castillo disolvió el grupo sin pagarles. Más detalles de esta noticia (y de otras parecidas) pueden ser encontrados en la diversidad de notas que deambulan en medios que escapan un poco a la hegemonía liberal como Revista Proceso, Aristegui Noticias, Sin Embargo, entre otros. En la prensa escrita tradicional y hegemónica generalmente, no se le menciona o no se le profundiza. Esto resulta lógico, porque si hay algo que caracteriza a las líneas editoriales de los diarios mexicanos, es el principio de que se debe hacer creer a los habitantes que en el país existe normalidad y estabilidad. La ciudad de México es también un intento del estado de lograr ese objetivo, pero para el ojo internacional. A primera vista pareciese que la ciudad funciona, porque es gigante, porque tiene montones de supermercados, las calles son anchas y están siempre llenas de autos, hay comida por todas partes, hay reformas educativas y energéticas que prometen más oportunidades y ganancias no sólo para los que habitan la capital, sino para todo el país. Pero los chilenos también nos sabemos ese cuento de “la alegría ya viene”. Eso sí, las características del territorio hacen que el diagnóstico sea diferente y quizás mucho más trágico. No sólo no existe estabilidad y normalidad en México, sino que además existe una total indiferencia y desapego por la vida humana. Dos meses después de mi primera llegada a México, específicamente, entre la noche del 26 y la madrugada de del 27 de septiembre del 2014, tuvieron lugar los hechos que terminaron en la desaparición forzada de 43 estudiantes de la escuela normal de Ayotzinapa. A eso de las 9 de la noche, varias decenas de estudiantes provenientes de la escuela llegaron a la ciudad de Iguala ubicada al norte del estado de Guerrero. Los estudiantes realizaban diversas actividades con el objetivo de recaudar fondos y así asistir el 2 de Octubre a las manifestaciones que conmemorarían un año más de la masacre de Tlatelolco del ‘68 en el DF. El alcalde de Iguala, José Luis Abarca, consideró éste el momento propicio para poder eliminar uno de los problemas centrales para la gobernabilidad del estado: los estudiantes de las normales rurales. La escuela normal de Ayotzinapa ha sido históricamente hostigada y reprimida por ser cuna de activistas sociales de izquierda como el líder de la agrupación guerrillera el ‘Partido de los Pobres’ en los años 60’, Lucio Cabañas (entre otros). Apenas llegaron los estudiantes a la ciudad en un bus, fueron interceptados por un contingente armado el que abrió fuego contra ellos. Este primer ataque tuvo como resultado un primer fallecido: el estudiante Daniel Solís Gallardo.

Cerca de las 12 de la noche, un segundo bus con estudiantes y profesores de la normal llegaría al lugar siendo recibidos de la misma forma.La cantidad de fallecidos aumentaría progresivamente durante la noche. Testigos confirman que varios estudiantes heridos fueron a pedir ayuda a la ciudad pero éstos no fueron ni socorridos por la gente ni atendidos en los centros de asistencia por temor a las represalias de sus atacantes. A la mañana siguiente se encontraría el cuerpo sin vida de uno de los normalistas que venía en el segundo bus, con la macabra característica de que su rostro había sido desollado. Cabe mencionar que un tercer bus fue atacado por otro grupo armado. Sin embargo este ataque resulto ser un error por parte de los asesinos puesto que no transportaba normalistas sino a los integrantes del equipo de fútbol de tercera división “Avispones de Chilpancingo”. Las personas que componían estos grupos de choque eran una mezcla de policías federales y miembros del cártel Guerreros Unidos, que a esta altura de la investigación parecen diferenciarse en sólo la ropa que usaban. Los estudiantes apresados fueron retenidos en el cuartel de la ciudad y luego trasladados a la localidad de Pueblo Viejo donde presuntamente fueron entregados al cártel para terminar con ellos. La noche terminaría con el trágico saldo de 6 personas fallecidas, 25 heridas y 43 desaparecidas.Desde entonces se han encontrado decenas de fosas clandestinas con cadáveres en los alrededores de Iguala, aunque los peritos no han reconocido entre ellos los cuerpos de los normalistas. Desde los hechos ya han pasado 8 meses, y todos los 26 se organizan marchas por todo México para que no se olvide que nos faltan 43, y que aún los queremos vivos. Mientras subo en una convi hacia el caracol 2 de Oventik para asistir al primer día de seminario, recuerdo que la mesa estará compuesta por Juan Villoro (hijo del fallecido filósofo mexicano Luis Villoro), Adolfo Guilly y la madre de uno de los normalistas muertos aquella maldita noche: Julio César. El testimonio de la madre no fue desgarrador sólo por la emotividad que le provocaba recordar las circunstancias de la muerte de su hijo, sino también porque ponía en la palestra la insensibilidad e impericia del gobierno mexicano en el objetivo de esclarecer los hechos que llevaron a la muerte de Julio y la de sus compañeros. Esto es obvio porque, a todas luces, fue el estado. Esa es la verdad que subyace a la inutilidad de las investigaciones y proyectos que pretenden dar con aquel ser mitológico llamado “justicia social”: lo que hay en México es la dictadura encubierta del narcotráfico.

Los zapatistas prestan su hombro y apoyo moral a las familias de los normalistas, y éstos la aprecian porque es mucho más de lo que han recibido del gobierno mexicano. Sea cuál sea la opinión que uno pueda tener acerca de la manera de hacer política de los zapatistas, es innegable que su iconografía aún es la esperanza de lucha de  muchas comunidades indígenas así como de aquellos que se sienten violentados por la realidad de este país. Y en un lugar como México, eso para nada sobra.

Entonces, ¿qué pasa en México? La brutalidad de la violencia del Estado en contra de su gente es una de las cosas que está pasando todos los días. La violencia en México no es nada nuevo, no es algo que empezó el año pasado. De la misma manera que los casos Penta, SQM y Caval dejaron a la vista la corruptibilidad del estado chileno desde siempre, Ayotzinapa fue un acto ingenuo de abuso de poder que sus ejecutantes no pudieron manejar mediáticamente, revelando que, al igual que ayer en Atenco, en Michoacán o Tlatelolco, el estado mexicano mata impunemente a sus estudiantes y trabajadores. La esperanza de un cambio de esta realidad reside hoy en la multitud de movimientos sociales que se han hecho presentes para declarar su rechazo a la política de abuso que se les impone. El año pasado se pudieron ver algunas de las marchas más multitudinarias que jamás se habían llevado a cabo en el país. El 20 de Noviembre del 2014 casi 400 mil personas marcharon por las calles del DF exigiendo justicia. Esa noche fue apresado el chileno Laurence Maxwell (a quien yo conocí como “el Moro” unos meses antes) junto a otros 10 compañeros bajo cargos ridículamente falsos como terrorismo e intento de homicidio. Aun así, el miedo ya no es suficiente para mantener calmos a los mexicanos, porque ya muchos se dieron cuenta que no hay manera de vivir en un país que mueve los hilos a través de la sangre de sus compatriotas. Es como nos dijo el SCI Galeano en el cierre del primer día de seminario: no hay que tener miedo de que nos abandonen los que nunca nos han acompañado.

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