30 de enero 2017

El fenómeno de la inmigración vuelto “problema”

Notas sobre el racismo chileno.

A partir de investigaciones recientes, busco comunicar algunas consideraciones que atañen principalmente al racismo chileno, que si bien ha estado presente a lo largo de nuestra historia, hoy se devela específicamente contra inmigrantes llegados a Chile en los últimos años.

La literatura especializada sobre estudios de migraciones en Chile da cuenta de aspectos económicos, sociales, políticos y culturales, sobre un hecho social que no atañe solamente a Chile, sino a distintos países del mundo, en un momento en que la economía y las decisiones del capital internacional y de quienes dominan, rigen y mercantilizan las relaciones entre las personas. Sabemos a partir de estos estudios que en Chile la inmigración es un fenómeno que ha comenzado a tomar fuerza desde los años noventa, que está protagonizado principalmente por trabajadores/as jóvenes latinoamericanos y del Caribe, y que se ha acrecentado un poco más en este siglo.

Pero sabemos menos sobre las condiciones previas a su partida, o de las responsabilidades que tienen en la emigración –como primera etapa de un viaje generalmente sin retorno- o los Estados desde los cuales han partido y que expulsan y persiguen. Sabemos también que la inmigración ha sido tratada de modo superficial como un hecho multicultural y que hoy conduce a la preocupación intercultural, más invocada porque de cierto modo permite pensar a la inmigración más allá de los intercambios dados a través de la comida, la música o el baile, que, despegados de la historia, quedan atados a la folklorización, el exotismo y la sexualización. La interculturalidad invita al análisis de su estructuración y de las subjetividades que se producen en las interacciones entre “nacionales” e “inmigrantes” y a comprender la dimensión social que hoy adquiere el fenómeno de las migraciones cuando secreta al problema del racismo. Y desde ahí, conduce a examinar la inquietud nacional que surge con la llegada de los inmigrantes a nuestro país.

Los y las inmigrantes han sido objeto de estudio y de examen de distintas disciplinas y puntos de vista que han dado cuenta, por ejemplo, de los intereses económicos que se juegan tras sus desplazamientos, de los procesos de aculturación que se producen en los países a los que ingresan, y de los nichos laborales donde se insertan –o no-, sobre todo cuando se trata de empleos altamente precarizados o de gran interés extractivista. Y al mismo tiempo que vamos observando su compleja entrada en la sociedad chilena, vemos también cómo reacciona nuestra sociedad.

En este marco de tensiones y de sufrimientos múltiples, las palabras inmigración e inmigrante van perdiendo su sentido “general”, para traducir cada vez más los procesos de estigmatización que terminan adecuándose a los estereotipos construidos contra y sobre inmigrantes de nacionalidades específicas, que contribuyen a producir castigos y humillaciones contra determinados grupos y personas, al punto de deshumanizarlas. Vale entonces detenerse en lo que ven y sienten estos inmigrantes que develan un sufrimiento social proveniente de su pobreza, color de la piel, rasgos, modos de ser y de hacer, para mostrar que la clase, la nación, el género y la “raza”, se convierten en categorías que construyen tanto al inmigrante como a la inmigración, hasta conseguir que ambas se conviertan en blancos de distintas violencias.

La inmigración entonces deja de tener un sentido general, se focaliza y se vuelve resbaladiza, escapándose de leyes y de derechos hasta convertirse en “problema”. El inmigrante por su parte deviene sospechoso, peligroso, invasivo, contaminante. Entonces, convertido rápidamente en enemigo, es tratado en lenguaje de guerra, abordado con sospecha o convertido en objeto de burla que se mediatiza y “viraliza”. Las consecuencias también las sabemos: controles de identidad permanentes y violentos, golpizas cotidianas, malos tratos en las instituciones y humillaciones permanentes que demuestran la existencia de un potente racismo cotidiano. Las redes sociales contribuyen tejiendo interminables comentarios racistas cristalizados en insultos que dejan poco lugar a la imaginación sobre formas de matar, violar o torturar. Todas estas prácticas se realizan y se repiten impunemente por personas que incluso suelen declarar este racismo primario con orgullo, entregando su nombre y apellido.

Esta situación brutal debe ser denunciada. Pero cuando de querellas se trata, estas quedan y se acumulan al igual que las tristezas y la desesperanza de los escasos abogados conscientes que intentan resolver urgencias o responder distintas amenazas. ¿Por qué se despliega el racismo en sus distintas formas en nuestro país? ¿Qué nos ocurre para que actuemos de este modo? ¿De dónde proviene la fuerza de estos actos violentos? ¿Qué debieran hacer las instituciones? ¿Acaso hay responsabilidades del Estado? Hay muchas preguntas que aparecen, especialmente cuando estamos frente a situaciones que nos superan, tanto en los terrenos de investigación por donde transitamos o durante nuestra vida diaria, en los transportes, la calle, los hospitales o las escuelas. También resulta contradictorio leer tanta declaración de muerte contra inmigrantes que limpian las calles, cuidan a niños y adultos mayores, atienden en restaurantes y en bombas bencineras, o laborando en horarios impensables en sectores rurales, para regresar a dormir hacinados en construcciones precarias. Pero al mismo tiempo nos preguntamos por lo que les ocurre a chilenos y chilenas con la atracción de sus cuerpos, el mercado del embellecimiento, la entretención en los nigths-clubs, las despedidas de solteras y solteros, los cafés con piernas o el variado mercado del sexo. La publicidad se interesa en ellos/as para desplegar la estética “salvaje” que los muestra semidesnudos junto a tigres, leones o panteras, haciendo funcionar la máquina animalizante que, una vez más, los priva de humanidad y los expone como “puro instinto sexual”.

Interesa buscar en las estructuras que han construido la doxa que hace posible esta condena de los inmigrantes contemporáneos. La forma “nación” que sugiere Sayad, puede ser una buena pista que advierte sobre el nacionalismo que enfrenta al inmigrante, pensado desde la generalización capitalista y el reforzamiento de una fuerza de trabajo incesantemente renovada, gracias a estos desplazamientos obligados de inmigrantes hacia distintas partes del mundo. Obligados, pues nadie planifica en una semana o a última hora un viaje probablemente sin retorno, y aunque no me detendré en este aspecto, señalo que lo que en un primer momento surge como lo que se suele entender por “decisión”, no es sino el fruto de la urgencia por sobrevivir. Salir de la primera mirada y conocer lo que realmente les empujó a partir, implica trabajar los acercamientos y ello involucra un compromiso metodológico, teórico y político con las situaciones que deben enfrentar antes y después de llegar.

La inmigración necesita ser pensada no sólo en un marco local, sino en el del Estado-nación donde se produce, para conocer la universalidad que tiene como objeto y las categorías desde las cuales nos la representamos y definimos[1]. Al Estado (1999), le interesa reconocer a sus nacionales pero los nacionales precisan también reconocerse en él, es decir, se trata de un reconocimiento mutuo que implica que los “otros” (inmigrantes) deban (siempre y únicamente) conocerse, material o instrumentalmente, porque están pisando un suelo soberano que no les pertenece. La condición “inmigrante” entendida en este marco soberano y debido al lugar negado de quienes llegan desprovistos de capitales a interactuar en el campo chileno, hará que este trabajador/a sea permanentemente juzgado por lo que “pudiera cometer” contra el Estado-nación, pues es un extraño que perturba y ataca la integridad de un orden.

Considerando lo anterior, hay dos momentos socio-históricos a meditar respecto a los imaginarios proyectados en la figura del inmigrante contemporáneo proveniente de la Colonia y de la constitución del Estado-nación. El primero retrata la violencia del humanismo occidental que niega la “humanidad” que el colonialismo europeo operaba respecto de los pueblos negros de las colonias, y cuya consecuencia fue el desprecio, la explotación, la denigración y la brutalidad[2] que logró establecer un lazo funcional entre saber y poder o entre ideología colonial y poder militar y prácticas de explotación. Esta lógica de jerarquía cultural y racial configura la dimensión discursiva que opone el salvaje al civilizado. El colonialismo, advierte Césaire:

Es una empresa económico-política sustentada por la ideología supremacista europea: “Entre colonizador y colonizado solo hay lugar para el trabajo forzoso, para la intimidación, para la presión, para la policía, para el tributo, para el robo, para la violación, para la cultura impuesta, para el desprecio, para la desconfianza, para la morgue, para la presunción, para la grosería, para las elites descerebradas, para las masas envilecidas. Ningún contacto humano, solo relaciones de dominación y de sumisión que transforman al hombre colonizado en vigilante, en suboficial, en cómitre, en fusta y al hombre nativo en instrumento de producción”[3].

La violencia colonialista de la civilización occidental, muestra al colonialismo como una relación de sumisión y dominación.

Un segundo momento atañe al proceso modernizador producido en la segunda mitad del siglo XIX, al momento en que intelectuales y políticos promotores del positivismo europeo, planteaban al progreso como horizonte, tal como lo hicieron –entre otros- Benjamín Vicuña Mackenna y Vicente Pérez Rosales[4]. El siglo XIX era el tiempo de los inmigrantes europeos que llegaban impulsados por la política del Estado chileno para colonizar territorios del sur y “mejorar la raza”[5]. La diferencia entre el europeo y el indio estaba contenida en una política de negación del otro para que la mejoría fuese biológica y cultural, a través de un trabajo político de constitución de identidad, expresada en el doble movimiento del par inclusión/exclusión. A mediados del siglo XX, la noción de progreso formalmente distinguía el subdesarrollo del desarrollo entendido a la europea.

La distinción entre civilización y barbarie, heredada de la Conquista y de la Colonia, era clara. La inmigración europea había sido buen aporte para el mejoramiento “físico-racial”, al que se agregaban cualidades: trabajadores, sacrificados, etc. ‘deseadas’ para los chilenos. Esta selección buscaba extirpar cualquier elemento de incivilización y barbarismo, consolidando con ello, en el chileno, la imagen de un sí mismo asociado al tipo corporal europeo. Para ello era preciso diferenciarse del indígena, especialmente del mapuche y, con él, de todos los otros indígenas de Latinoamérica.

Con la llegada de los inmigrantes del siglo XX y XXI, regresa la noción de “raza” como concepto universalista que argumenta “políticamente” la superioridad blanca contra lo “negro” y contra lo indígena, en un decidido trabajo de afirmación de identidad. Es así que a la luz de la llegada de personas extranjeras que llegan a trabajar a Chile, el concepto de inmigración se vacía de su sentido y se limita, para aludir solo a inmigrantes procedentes de países específicos y señalando únicamente a quienes son desconsiderados por su origen. Esta limitación del concepto consigue que la figura del inmigrante a su vez se reduzca a un cuerpo negado.

La sospecha que se ha tejido proviene de la construcción de un “perfil étnico” que se normaliza en un proceso donde participa la población nativa que se representa negativamente a los inmigrantes. Dicha normalización, por lo tanto, no es un hecho casual sino resultado de un trabajo político, fundado en ideologías biológicas-racistas que la antropología del siglo XIX buscó demostrar comparando al hombre negro con el animal y afirmando que se trataba del eslabón faltante con el hombre blanco. La fuerza de estas afirmaciones “científicas” se hace aun más fuerte cuando otras disciplinas, como la historia, por ejemplo, olvidan explicar las diversas prácticas coloniales que sometieron y castigaron a hombres y mujeres traídos de África para trabajar y servir.

Hoy precisamos detenernos a combatir las creencias que se han establecido como verdades y desalojar de nuestros discursos y prácticas los distintos elementos que el racismo contiene. No solo de una historia aprendida por parte sino también respecto a nuestras propias acciones, incluidas las más cotidianas, aquellas donde el racismo se aloja cuando encuentra conformidad y sosiego.

 

 

[1]Sayad, A., 1999. “Immigration et pensée d’État », en Actes de la recherche en sciences sociales, n° 129, pp. 5-14.

[2] Senghor, «Libertad 1. Negritud y humanismo», traducción del francés al español por Julián Marcos, Editorial Tecnos, Madrid, 1970.

[3] Cesaire, A., 2006. Discurso sobre el colonialismo, Ed. Akal, Madrid, p 20.

[4]Pérez Rosales, V. (1857) 2010. Ensayo sobre Chile. Editor general Rafael Sagredo Baeza, Santiago, PUC.DIBAM.

[5]Vale recordar lo que señala El Mercurio de la época: Los hombres no nacieron para vivir inútilmente y como los animales selváticos, sin provecho del género humano; y una asociación de bárbaros tan bárbaros como los pampas o como los araucanos no es más que una horda de fieras, que es urgente encadenar o destruir en el interés de la humanidad y en el bien de la civilización”.

 

 

Foto: Daniel Aguilera

Profesora de Sociología en la Universidad de Chile. Es directora de la revista Actuel Marx/Intervenciones y miembro del comité editorial de Lom Ediciones.

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