03 de noviembre 2015

EL ZURDO, LA LOCA, EL ESCRITOR

Hay una fotografía en la que se ve a Roland Barthes encendiendo un cigarrillo con la mano izquierda; el pie de la foto dice: “zurdo”. “¿Qué significa ser zurdo?”, pregunta luego Barthes, y se responde de inmediato: “una exclusión modesta, de pocas consecuencias, tolerada socialmente…”. Ya desde Mitologías (1957) Barthes se preguntaba y reflexionaba, por ejemplo, acerca de materias en apariencia tan nimias como el juguete francés y el bistec con papas fritas (“la papa frita es nostálgica y patriótica como el bistec”, concluía); y si luego se recorren sus libros, esos libros imprevistos que le iban saliendo al paso para alejarlo de los títulos universitarios, se ve que Barthes en realidad preguntó acerca de todo, como los niños. En ese aspecto, su escritura, tan movediza, tan rigurosamente incierta, se sostiene sobre el modelo del intelectual nato: no des nada por sentado, y si algo se da por sentado (o por “naturalizado”), ataca.

En el ámbito universitario, Barthes sostuvo, dando lugar a polémicas agrias, la revalorización de una práctica que desestabiliza los códigos protocolares de la investigación. Esa práctica, común a los estudiantes y a los profesores, es por tal motivo escandalosa: la escritura. “Quizás ha llegado el momento de desbaratar una determinada ficción ―escribía Barthes en 1972―: la ficción que consiste en pretender que la investigación se exponga, pero no se escriba” (El proceso de la escritura). Esa ficción, amparada en resultados, continúa operando como sustento hegemónico al interior de la universidad hasta hoy, pero el alcance de las palabras de Barthes al mismo tiempo funciona al modo de una oportuna bendición para quienes, como decía Foucault, han hecho de la textualidad un sacerdocio. Sin embargo, Barthes, el paladín del Texto, también se vio impelido a responderle a una crítica universitaria para la cual ante todo se trataba de salvaguardar una especificidad puramente “estética” en la literatura: crítica que “quiere proteger en la obra un valor absoluto, indemne a cualquiera de esos ‘otros lados’ despreciables que son la historia o los bajos fondos de la psiquis”. (Crítica y verdad, 1966).

La crítica universitaria (el sólo hecho, también, de nombrarla) no podía sino reaccionar, previsible y beligerante, ante tal señalamiento abiertamente político; pero, si bien al dictar su célebre Lección inaugural en el Collège de France (1977) una de las proposiciones se encaminaba a “obcecarse” frente al poder y contra el servilismo de la lengua, manteniendo “hacia todo y contra todo la fuerza de una deriva”, en otra ocasión las recomendaciones de Barthes se dirigen sin más a “seguirle el juego” a los requerimientos normativos de la institucionalidad. “Recomiendo a mis alumnos que sigan el juego de la institución universitaria cuando preparen trabajos o tesis”, declaró, como si la universidad fuera una loca de atar a quien sería mejor seguirle la corriente para no granjearse problemas, “es decir —continuaba— realizar la investigación, el trabajo, la escritura en formas que no choquen con la sensibilidad estilística de los profesores.”[1] Sea lo que sea que signifique tal “sensibilidad estilística”, quizá Barthes ―fiel a la figura del intelectual dispuesto a disparar no contra el Poder, sino contra los poderes― por el momento dejaba tranquila a la loca para apuntar igualmente hacia otros espacios ya instituidos del saber. Entre ellos, lo que se entendía y entiende por escritor.

Recordemos que el escritor, según Sartre, luego de pasar por su época de “profeta”, primero, y por la de “paria”, después, “hoy ha descendido a la categoría de los especialistas y no deja de sentir cierto malestar cuando menciona en los registros del hotel el oficio de ‘escritor’ detrás de su nombre”.[2] ¿Por qué siente tal malestar el escritor? Pues porque para Sartre —la voz más autorizada de la posguerra en Francia— ser sólo un escritor equivale a asumir el papel de un despreciable especialista (o de un colaboracionista, si se retrotrae esta caracterización a la época de la Ocupación) en cualquier caso incapaz de “abrazarse estrechamente con su época”, vale decir, con todo aquello exterior a la escritura propiamente tal. Escribir entonces no basta, en absoluto; hay que firmar manifiestos, salir a la calle, agitar y morir. Escribir es sólo una entre las variadas actividades que un escritor debe realizar, pues la escritura no es sino parte de un compromiso mayor adquirido con un objetivo (político, moral) concomitante a ella.

Con tal perspectiva, la escritura no constituiría por sí misma una acción; pero, al utilizarla con arreglo a fines, el escritor tiene posibilidades de realizar justamente aquello hacia lo que, según Barthes, apuntaría un “escribiente” y no un “escritor”: la conquista del lenguaje público, ser pues un détenteur du langage public (“Écrivains et écrivaints”, en: Essais critiques, 1964). Se diría entonces —simplificando en extremo las oposiciones— que a la transitividad del compromiso sartreano, siempre interesado en la disputa de la hegemonía política, Barthes opone la intransitividad de la escritura como modelo subversivo de libertad justo allí donde el escritor, convertido ya en Autor, es una figura pública y en cierto modo el sospechoso, pero acreditado, depositario de cierta verdad.

Para Barthes entonces no pasaba inadvertida esta curiosa impostura del escritor, del intelectual en la sociedad moderna; lugar de la verdad y a la vez un residuo que “no sirve para nada”, lo cual tampoco lo pone a salvo de las mitificaciones ni lo inmuniza contra los estereotipos. ¿Qué hacer, así las cosas? ¿Optar por esconderse? ¿Mejor desaparecer? Barthes fue bastante cauto (su aversión al griterío lo alejó definitivamente de mayo del 68), y escribiendo a título personal, como por lo demás siempre escribió (ahí está su semiología, ahí su discurso amoroso, su Michelet, su fotografía), apareció bastante como profesor y figura pública sin dejar de considerarse hasta el final un “fichado”, “asignado a un lugar (intelectual), a una residencia de casta (si no de clase)”, donde siempre se espera a alguien conocido, donde siempre hay una contraseña para empezar a “parlotear” (Barthes por Barthes, 1975).

Pero fue en la resignificación o, mejor, en la reapropiación, o mejor, en la expropiación de la escritura hacia el espacio imprevisto de una deriva permanente (la atopía), desde donde Barthes reivindicó un derecho reprobado por el socratismo y, en su tiempo, por la izquierda en general: el derecho a contradecirse, el derecho al silencio, el derecho a mantener, pese a todo, ciertos aberrantes placeres burgueses. Una vez más, sin embargo, a la atopíase la procuró desinfectar de todo germen político (escribir, según Barthes, equivalía a “distribuir gérmenes”) y finalmente se la fichó asignándole un lugar en el plan de estudios. Por esto y mucho más, desde luego, la respuesta de Barthes a la pregunta por el lugar del zurdo se puede extrapolar a su propia condición en la academia, a su propio lugar entre los escritores, a su incierta palabra política. Sigue siendo “poco serio” —esto es: poco sistemático, contradictorio, dubitativo—, pero también lo suficientemente acreditado, fichado y afectado por una exclusión modesta, de pocas consecuencias, tolerada socialmente.



[1] Extractado por Louis-Jean Calvet de una entrevista concedida a Jean Thibeaudeau y difundida por televisión en 1988. En: Louis-Jean Calvet, Roland Barthes, Gedisa, 2001, p. 195.
[2] Jean Paul Sartre, ¿Qué es la literatura?, Buenos Aires, Losada, 2003, p.10.

(Guayaquil, 1977). Escribió el libro de crónicas Perdido, los poemarios Peatonal, Yo ya y los fragmentos de El piano de Waldstein, además de la nonononovela En pana. Coedita le revista cartonera PUF! en la colonia Obrera de la Ciudad de México.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *