07 de noviembre 2011

Elegía por un río y el hombre

A propósito de la publicación del libro Cosecha perdida, serie de fotografías de Tomás Munita, hemos querido realizar una muestra de este registro de la resistencia y agonía del río Loa, el que a los ojos de Munita y en palabras de Cristian Warnken pareciera querer decirnos algo. Vaya, pues, esta doble aproximación, la del fotógrafo y el poeta. Porque pese a todo, la vida ha seguido su curso.










La agonía de un río puede ser tan dolorosa como la agonía de un hombre. “Mientras haces cualquier cosa/ alguien está muriendo”–dice el poeta argentino Roberto Juarroz. Y continúa: “Si te preguntan por el mundo/ responde simplemente: alguien está muriendo”. Las fotografías de Munita sobre la agonía de un río parecen clamar en el desierto y decir: “Si te preguntan por el mundo, responde: el río Loa está muriendo.” Para un artista (poeta o fotógrafo) no existe la separatividad, y la muerte de un hombre y un río (nuestras vidas y nuestras muertes) no son hechos inconexos, sino afluentes de un mismo cauce.

La del río Loa no es solo la agonía del río más largo de Chile, sino también la de los hombres que han vivido en sus cercanías. El milagro de las primeras semillas humanas en el desierto más grande del mundo está indisolublemente unido al viaje de este río desde hace millones de años, desde la Cordillera de los Andes –donde nace– hasta el Océano Pacífico, donde muere. El río es la fuente del hombre, su cuna de agua, su posibilidad sobre la tierra. Cuando el mismo hombre –hijo de los ríos de la tierra– seca un río, es como si Caín matara a su hermano Abel, un hecho inconmensurable, de dimensiones bíblicas trágicas. ¿Cómo decir esa tragedia? La tragedia del hombre ha sido narrada por la literatura desde los griegos, pasando por Shakespeare hasta llegar al teatro del absurdo. Pero ante esta agonía silenciosa y profunda, esta tragedia casi cósmica, la palabra pareciera retroceder, talvez porque está infestada por el hombre mismo de un atávico poder de destrucción que se aloja en la matriz de nuestras civilizaciones y su historia. Son unas imágenes (estas fotografías) las que pueden clamar, como una elegía en la que ya no se oye el grito o el lamento, sino el silencio de la derrota del hombre sobre la tierra, una derrota que él mismo se infligió desde que la “hybris”(la desmesura, según los griegos) lo contaminó, desbordándolo, alejándolo de lo que debió ser su destino: el de habitar poéticamente el mundo. Eso lo supieron los primeros habitantes de estos oasis devastados, los atacameños, que “vieron” este paisaje y este río por primera vez.

¿Cómo podemos ver nosotros por primera vez este río que es ahora una herida, una cicatriz, una grieta por donde canta la profecía de una ausencia inminente, la ausencia del milagro del hombre sobre el milagro de la tierra? Werner Herzog, el cineasta alemán que ha mostrado una pasión por paisajes desiertos y extremos como éste (pienso en “Fata Morgana” y en algunos de sus más recientes documentales) dijo que “habría que ir a la luna si fuera necesario a buscar imágenes inocentes”. El fotógrafo Tomás Munita ha logrado capturar algunas de esas imágenes inocentes, cada vez más escasas. Claro que uno nunca pensaría que el carácter virginal, casi auroral de éstas, fuera acompañado de tanto dolor y desgarradura. Como si hubiese fotografiado el paraíso después de la expulsión. Todavía hay huellas y rastros de una belleza de otro mundo, casi sobrenatural, pero coexistiendo con la desolación, la culpa y la agonía. Los hombres que quedan en este desierto-paraíso recién desalojado son fotografiados por Munita en su tristeza de ángeles que quedaron en una tierra de nadie, en un limbo inquietante, en que esplenden lo esencial y la carencia.

Es como si viéramos las últimas imágenes de la tierra antes del fin. Por eso, si bien estas fotografías expresan una nostalgia de un mundo definitivamente ido, también tienen el carácter de una profecía, de un símbolo. Nos traen el recuerdo de los últimos días de la tierra. Y de los primeros días. Origen y fin se superponen, como las dos caras de un mismo rostro: el rostro de un hombre (el primer hombre) y un río que lloran, frente a frente, un dolor que no tiene nombre.

El fotógrafo logra matizar la lógica indignación ante el desastre natural y cultural que narra, con el canto de una belleza que sigue siendo posible en los lindes de lo imposible. Una belleza intacta en la destrucción, que salva ahí adonde ya no hay esperanza. Testimonios como éste redimen a la fotografía misma como lenguaje y le devuelven un sentido, en tiempos en que ésta ha sido banalizada por el exceso de imágenes que circulan en el mundo.

Estas fotografías sobre la agonía del río Loa nos dejan la sensación de que solo la poesía y la fotografía podrán decir algún día –cuando ya sea demasiado tarde– la promesa herida que somos, el paisaje herido y el alma seca como un pozo muerto en el desierto que avanza.

Cristián Warnken

Otoño 2011

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