09 de septiembre 2015

La palabra revolucionaria.

Dossier Carcaj 50 años del MIR[*].

 

Dejar para más tarde la parte imaginaria, también ella es susceptible de acción
René Char

 “… ¡Adelante, adelante con todas las fuerzas de la Historia” 

Viene de lejos esa voz a la que solo las balas pudieron aquietar. Qué importa. Aún resuena, firme, nítida, con una fuerza todavía inaudita. ¿Pero de dónde viene esa fuerza? no de una persona (por excepcional que sea) ni tampoco de un nombre (por propio o impropio que se haya vuelto). ¿De la Historia? Tal vez, pero a condición de que la Historia no sea cosa cumplida, afirmación de un destino, legado indiviso. La Historia es todavía promesa, inminencia, porvenir abierto por la palabra que la llama, la convoca, la hace advenir. Es la palabra revolucionaria, esa que “no porta ya un sentido sino un llamado, una violencia, una decisión de ruptura” [1]. Es quizás eso lo que se escucha en el discurso del Caupolicán, en julio de 1973: “Pero este no es solo un acto de análisis, este es un acto de preparación para los próximos enfrentamientos, este es un acto de combate, este es un llamado a la clase obrera y al pueblo a reafirmar su posición combativa y a reemprender con más fuerza que nunca la lucha sin cuartel contra las clases patronales (…)” [2].

Y es precisamente eso lo que se le reprocha al MIR: una irresponsabilidad, una retórica vacía, una “operación de propaganda” en el mejor de los casos [3]. Un desfase entre la reivindicación de la lucha armada y las posibilidades concretas de llevarla a cabo. Pero aquí no hay vacío, no hay distancia: la palabra revolucionaria es ya un acto de combate. Es urgencia, afirmación de una ruptura (pero de nada más que una ruptura), exigencia siempre presente de un porvenir todavía no presente. ¿Reivindicación ya retórica de una retórica? Eso depende. La palabra puede ser una hechicera, a veces lo es. Proclamo la libertad y ya me siento libre, vivo la palabra libertad como si fuera la libertad. De eso ya ha hablado Marx. Pero es conceder demasiado, es precisamente crear una distancia entre hecho y palabra (que Marx, por lo demás, no siempre concede). Si se afirma esa distancia todo está dicho: la palabra revolucionaria no pasa de una bravata, de una habladuría. Pero hay todavía otra posibilidad: la palabra revolucionaria no afirma otro mundo por contraposición a este mundo ni tampoco la primacía de la teoría (o del pensamiento) sobre la acción. Vuelve ineficaz la distinción entre teoría y práctica, entre palabra y hecho. La onceava tesis sobre Feuerbach, tantas veces repetida como fraseología, no dice otra cosa: “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modo el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”. ¿Interpretar es hablar y transformar es actuar? eso no hace más que reproducir la distancia que Marx criticaba ya en Feuerbach, la abstracción de “concebir las cosas, la realidad, la sensoriedad, solo bajo la forma de objeto o de contemplación, pero no como actividad sensorial humana, no como práctica” [4]. En Marx se trata precisamente de llegar a una actividad “revolucionaria”, “crítico-práctica” (las comillas son de Marx). Es cierto, las armas de la crítica jamás sustituirán a la crítica por las armas. Pero “la teoría se convierte en poder material tan pronto como se apodera de las masas” [5]. Es a esas masas a las que se dirige la palabra revolucionaria. No como un orador se dirige a su público, ya presente, ya ahí, esperando a que se le señale su destino. La palabra revolucionaria crea, y ante todo crea lo que aún no está. Es una de las cuestiones de la ficción: no la irrealidad contrapuesta a la realidad, sino la creación. El llamado (es un llamado) a “crear, fortalecer y multiplicar el Poder Popular” depende de eso.

“Los que hacen revoluciones a medias no hacen más que cavar su propia tumba”

Pero una precisión se hace inevitable: la palabra revolucionaria no está del lado de la ilusión. Anuncia y abre el porvenir pero no llama existente a lo que no existe. Su fuerza, de hecho, le viene de no confundir una cosa y la otra. La palabra revolucionaria no dice “ya eres libre”, anuncia la libertad y anunciándola afirma no solo su necesidad sino la radical ruptura entre un “no” y un “todavía no” [6]. Quizás Sade nos haya legado una de sus mejores formulaciones cuando escribió “un esfuerzo más” [7]. Ahora bien, para decir lo que es se necesita otro tipo de palabra, la que uno encuentra por ejemplo en los documentos internos del MIR: “Información general sobre conspiración para todos los militantes” (diciembre de 1970), “Memorándum” (Enero de 1972), “Estrategia de enfrentamiento y lucha prolongada contra intentos golpistas de las clases dominantes”  (febrero de 1972) y muchos otros que hemos ido conociendo gracias al trabajo documental de historiadores y militantes. Esa palabra efectivamente designalo que es, lo interpreta y sanciona las tareas a realizar. Pero necesita todavía de otra palabra, la que uno puede llamar, con bastante laxitud,  teórica. En diciembre de 1973 la Comisión política el MIR comienza una de sus comunicaciones de circulación interna con la siguiente advertencia: “Las condiciones en las que escribimos este documento lo harán necesariamente general, con no pocas faltas de rigor y breve (sin biblioteca ni archivos)” [8]. Se necesitaba biblioteca, no hay práctica revolucionaria sin teoría revolucionaria. En Un día de octubre en SantiagoCarmen Castillo recuerda también esta necesidad: “Era preciso emprender el análisis del golpe de Estado, desentrañar la complejidad del periodo que se iniciaba, determinar las perspectivas, prever las tareas (…) retomabas las carpetas con informes de los últimos meses del gobierno popular para sacar en claro el desarrollo de las operaciones militares del golpe, las alianzas de clase y las estrategias en juego. Releías toda la prensa y seguías atentamente cada decisión, decreto y declaración de la dictadura; medías la amplitud de la derrota, el estado de fuerzas de izquierda, el movimiento de masas, etcétera; acopiabas el máximo de elementos precisos; te servías del marxismo como instrumento que permitía interpretar lo real y determinar la práctica. Necesitabas acceso a un mínimo de libros teóricos y políticos… que lograban circular por Santiago, con apenas algunas modificaciones. Gracias a los cambios de portadas, Trotsky se deslizaba dentro de Lo que el viento se llevó, Claudín en Rojo y negro, Lenin en Los miserables, Poulantzas en La casa verde (…)” [9].

La palabra revolucionaria no es entonces la única, es siempre una polifonía la que está en juego. Y se necesita siempre algo más que la palabra. Lo decía Saint-Just y lo recordaba esa voz que viene de lejos en octubre de 1973, a propósito de lo que llamaba “la ilusión reformista”: quien hace las revoluciones a medias no hace sino cavar su propia tumba [10]. Cierto, pero anunciar no es hacer a medias, no es ni siquiera abrir el camino. La palabra revolucionaria, más que propaganda, es propagación. Multiplica las posibilidades, las hace aparecer allí donde todavía no estaban (o donde ya no están). No se trata entonces de pasar de la teoría a la acción, de la palabra al acto. La responsabilidad política, hoy como ayer, es impulsar todas las acciones posibles, incluyendo esa acción de la que solo es capaz la palabra. Para eso se necesita sensatez y desmesura, y no una menos que la otra.

 

Notas

[1]Maurice Blanchot, «Les trois paroles de Marx» en L’amitié (Paris: Gallimard, 1971), 116.
[2]Miguel Enríquez, «Discurso en el Teatro Caupolicán el 17 de julio de 1973» en Con vistas a la esperanza (Santiago: Escaparate Ediciones, 1998), 271. El subrayado es nuestro.
[3]Eugenia Palieraki, ¡La revolución ya viene! El MIR chileno en los años sesenta (Santiago: LOM Ediciones, 2014), 336.
[4]Karl Marx, «Thesen über Feuerbach» en Werke. Band 3, Karl Marx y Friedrich Engels (Berlin: Dietz Verlag, 1978), 5.
[5]Karl Marx, «Zur Kritik der Hegeischen Rechtsphilosophie. Einleitung» en Werke. Band 1, Karl Marx y Friedrich Engels (Berlin: Dietz Verlag, 1981), 385.
[6]Por ejemplo: “El 4 de septiembre, el pueblo y la izquierda chilena conquistaron el gobierno. Conquistaron una porción de poder, una parte del acceso a niveles de decisión. No conquistaron el poder. Los trabajadores en Chile no tienen aún el poder en sus manos” (Enríquez, «Hay que crear una nueva legalidad», op. cit., 85. El subrayado es nuestro)
[7]D.A.F. de Sade, «La philosophie dans le boudoir» en Œuvres, III (Paris: Bibliothèque de la Pléiade, 1998), 115.
[8]«La táctica del MIR en el actual período» en Con vistas a la esperanza (Santiago: Escaparate Ediciones, 1998), 293.
[9]Carmen Castillo, Un día de octubre en Santiago (Santiago: LOM Ediciones, 2011), 78.
[10]Miguel Enríquez, «Conferencia de prensa de Miguel Enríquez» en Miguel Enríquez y el proyecto revolucionario en Chile (Santiago: LOM Ediciones/CEME, 2004; Edición a cargo de Pedro Naranjo, Mauricio Ahumada, Mario Garcés y Julio Pinto), 271.

 

 


[*] Hace algo de un mes se celebraron 50 años de la fundación del MIR, y las tres letras que nombran esa experiencia decisiva de la izquierda chilena volvieron a rondar las memorias y los discursos, levantando el eco de un pasado aún no suturado e interpelando la imaginación política que llama por un porvenir.  Con los cuatro artículos que publicamos en este dossier especial sobre el MIR, no pretendemos dar una visión exhaustiva de lo que fue su historia ni arrojar conclusiones definitivas de su experiencia, sino, ante todo, interrogando esta experiencia, contribuir a la reflexión más general sobre la posibilidad de convergencia de la izquierda radical y la vigencia del proyecto de la emancipación social.

Los cuatro artículos acá presentes ofrecen un corte determinado sobre distintos aspectos de la historia del MIR, y están centrados principalmente en el periodo que va desde su fundación el año 65, hasta el fin de la Unidad Popular con el golpe militar del año 73, periodo que por no haber tenido la urgencia de derrocar al tirano, permite pensar lo que fue el proyecto revolucionario del MIR como tal con mayor claridad. En la entrevista en portada, la historiadora Eugenia Palieraki se refiere a su investigación sobre los primeros años del MIR (de 1965 a 1970) y la influencia que en esta etapa fundacional tuvo la impronta de tradiciones de más larga data del movimiento popular y de la izquierda chilena, tales como el trotskismo y el sindicalismo. En Ocho momentos de un dirigente y militante del FER, se disponen temáticamente los fragmentos de una entrevista y se deja hablar la voz de un militante de los años 69-73, pequeño fragmento de una de las experiencias ético-políticas más importantes de nuestra historia y donde se puede leer, como a contraluz,  la atmósfera de un periodo y las contradicciones dentro de una organización. En El MIR y los Problemas de la perspectiva revolucionaria, Juan José Rivas piensa en torno a la Declaración de Principios del MIR y la pone sobre el plano de la realidad política de los años de la UP, intentando así vislumbrar  los momentos de eficacia del discurso y sus nudos problemáticos. Siguiendo en un tono más reflexivo, L Felipe Alarcón se detiene finalmente en La palabra revolucionaria y, pensando a partir del famoso discurso de Miguel Énriquez en el teatro Caupolicán el año 73, en la voz de la revolución que resuena en la historia, no ya como un monumento discursivo sino siempre como una crítica,  temblor por el que se filtra la posibilidad de un porvenir.

 

 

Administrador público de la Universidad de Chile, Magíster en Pensamiento Contemporáneo del Instituto de Humanidades de la Universidad Diego Portales y Doctor de la École Normale Supérieure de Paris. Ha traducido, entre otros, a Jean-Luc Nancy, Serge Margel, Maurice Blanchot y Jean-Christophe Bailly. Ha escrito también algunos artículos sobre pensamiento francés contemporáneo.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *