12 de septiembre 2013

La soberanía negada: sobre El despertar de la sociedad

En estos días he comenzado a contar años, como un ejercicio de reconciliación con la cronología que nos alerta del tiempo que pasa sobre nuestras vidas. 40 años del Golpe Militar, 30 años de la constitución política dictatorial, 23 años de transición política democrática y 3 años del último punto de ebullición de la movilización social en Chile encabezado por el movimiento estudiantil.

Hace 4 años compartía una sala de clases con estudiantes secundarios de Valparaíso que en estas fechas manifestaban su preocupación por la huelga de hambre de 81 días que contaban 38 comuneros mapuches presos en las cárceles del sur a finales de agosto de 2010; 31 de ellos esperando ser encausados por la Ley Antiterrorista. Los jóvenes secundarios pegaban en las paredes del Liceo recortes de noticias, preguntaban en las clases ¿por qué el gobierno aplicaba una Ley Antiterrorista?  Esta y otras preguntas se enfrentaban a diario a la necesidad de abrir un diálogo sobre las dudas del presente.

El año 2011 Mario Garcés fue invitado en medio de la movilización estudiantil a dialogar con estudiantes secundarios de 15 a 17 años en las Rejas, Santiago, ellos expusieron sus dudas en medio de la urgente necesidad de explicar la coyuntura política en desarrollo: “queremos que nos hable del contexto histórico del movimiento estudiantil”; “del despertar de la sociedad”. De estas interpelaciones, surge el texto de Garcés, en un ejercicio de práctica y consecuencia a través del libro El despertar de la sociedad: los movimientos sociales en América Latina y Chile escrito por Garcés y editado por LOM, una explicación sobre las procesos sociales que desencadenan la movilización social de 2011, a través de una perspectiva histórica y la revisión de la experiencia latinoamericana de movilización social.

 

Tres fracasos constitucionales

En tiempos del agotamiento del modelo de reforma pro mercado (lo dicen las calles del mundo) y la recomposición de la centralidad estatal en la asignación de recursos, (las arcas fiscales salvando a los bancos de las crisis económicas); en Chile nos intentan mostrar una y otra vez que el modelo funciona; Garcés es enfático en señalar que el modelo de éxito entre cordillera y mar no funciona. Los conflictos de representatividad política efectiva tambalean ante el examen de una historia en donde la relación Estado – Pueblo ha sido desatendida en Chile,  construyendo un sistema político a partir de las imposiciones de las élites política y económicas en nuestras diversas coyunturas constitucionales (1833, 1925 y 1980). Tres intentos constitucionales elaborados a puertas cerradas. La soberanía ciudadana, ese espacio de acción de la voluntad política primera de un individuo, no fue considerada por los gobernantes.  La ausencia de un ejercicio constituyente de participación política da cuenta de la coaptación del poder político desde el Estado y la negación por omisión de la voluntad política de sus ciudadanos.

Un modelo político y económico de aparente éxito en el exterior, se cuentan 30 años de una relación constitucional forzada.

 

El despertar

La construcción de identidades populares forjadas en espacios de alteridad construyeron innegables críticas sistémicas que lograron la atención del poder hegemónico, Garcés acude al pasado para dar cuenta de la permanente crítica de la movilización social sobre las formas de gestión del poder político. La importancia de la crítica social que a lo largo de la historia mostraron las fracturas de un sistema que no funcionaba, presionaron la generación de reformas políticas que transformaron la situación de derechos de los trabajadores, la posesión de la tierra, la ampliación del sistema educativo, el derecho a sufragio, la lucha por los derechos humanos. A partir de una síntesis analítica de la movilización social del 2011 Garcés nos muestra que las dificultades estructurales del sistema político en Chile, no son nuevas, como tampoco la movilización social que evidencia sus fracturas a la espera de mejoras. La lectura de las demandas sociales integradas por la descentralización del poder reclamada desde Punta Arenas, el movimiento contra la instalación de Hidroaysén y la explotación indiscriminada de la tierra, la lucha por los derechos LGTB (lesbianas, gay, transexuales y bisexuales) junto a la movilización de estudiantes, dan cuenta de la crisis de legitimidad de una constitución política que no representa. Un pueblo que camina para adelante y un gobierno que camina para atrás, grita el movimiento social en la calle.

En un segundo capítulo Garcés explica algunos lineamientos teóricos respecto a la formación de los movimientos sociales, siguiendo a Alain Touraine, quien considera tres elementos en la formación de los movimientos sociales: los procesos de identificación colectiva construidos sobre una unidad de demandas, la definición de un opositor, y el proceso de creación de un proyecto global de transformación que articula un grupo social en movimiento, al que llama principio de totalidad. Otra característica en la trayectoria de los movimientos sociales latinoamericanos es su condición poco autónomo, la que finalmente perjudicó la continuidad de las demandas exigidas a principios del siglo XX y entre las décadas de los 30 – 70 del mismo siglo en el llamado período desarrollista. La consecuencia de esta falta de autonomía, en Chile como América Latina, fue la represión de los movimientos sociales; masacres, persecución política, detenciones injustificadas, desaparición y tortura ejercida desde el Estado. Formas que aún permanecen.

 

Capitalización de las demandas sociales

En el caso de Chile, la mayoría de los procesos de transformación en la política social en la historia del siglo XX surgen de la movilización social. Garcés realiza un recorrido a través de los movimientos sociales y el impacto de la protesta obrera: la huelga salitrera de Santa María de Iquique (1907) que profundizó la crisis del régimen oligárquico e impulso la primera Asamblea Constituyente de Obreros e Intelectuales, que congregó a más de mil delegados, se reunió en el teatro municipal de Santiago entre el 7 y el 11 de marzo de 1925. Las organizaciones sociales que participan de la Asamblea en Santiago, representan las demandas de cambio de las  víctimas de los años de represión oligárquica: las masacres de Valparaíso, de las oficinas salitreras del norte, y el sur del país en Puertos Natales, Punta Arenas, Coya y Domeyko.

Gremios autónomos, mujeres, profesores empleados, mutualistas y estudiantes participaron de la Asamblea Constituyente. Por primer y única vez una diversidad de grupos buscaban unidad en torno al ordenamiento institucional del país. Elaboraron un pliego de recomendaciones que no fueron consideradas en la redacción de la Constitución de 1925. El texto que finalmente fue construido por expertos y remitido a plebiscito en donde asistieron menos del 50% de los inscritos para votar. De la misma forma que sucedió con la Constitución de 1833 y 1980, los tres pilares de la construcción del Estado en Chile han surgido de crisis políticas que dan la espalda a su ciudadanía, siendo constantemente sometidas a eternas reformas, construyendo una legitimidad ficticia en razón de la relativa estabilidad política del país que queda en entredicho a la hora de seguir los relatos de la historia de la movilización social.

Los años que siguieron evidenciaron un período de crisis de legitimidad que derivó en el cuestionamiento al sistema de partidos vigente a mediados de la década de los cincuenta. La reconfiguración del sistema involucró la creación de nuevos partidos como la Democracia Cristiana y su llamado a la “Revolución en Libertad”, además de la inclusión de las demandas sociales en los partidos de izquierda.  Tanto el gobierno de Eduardo Frei, como la Unidad Popular construyeron sus bases de legitimidad mediante la recolección de demandas sociales que el movimiento campesino, de estudiantes y trabajadores, realizaron durante aquellos años. La Reforma Agraria y la nacionalización del cobre son las respuestas a un proceso de reclamo de larga data, fragmentado por la irrupción de la dictadura y nuevamente la persecución política de la movilización social. Sin embargo, El despertar de la sociedad nos permite observar cómo los movimientos de protestas encabezados por los pobladores en los años ochenta permitieron la reconstitución de la identidad del movimiento social gestando los primeros pasos de lo que sería la transición política. Los roles activos que juegan los movimientos sociales en el diálogo entre lo social y lo político quedan en evidencia ante la revisión de la historia, como también quedará en nuestra memoria el rechazo permanente a la legítima presión por transformar el Estado. La reagrupación de fuerzas políticas a partir de la movilización en contra de la dictadura tomó dos caminos: Alianza Democrática (AD) y Movimiento Democrático Popular (MPD), con miradas distintas. El primero apelaba a un diálogo político con la dictadura, y el segundo a la radicalización de la fuerza social contra la dictadura. Los viejos conflictos partidistas reaparecían ante el posible escenario de una transición pactada y mediada por un plebiscito. La AD fue imponiendo la tarea de convertir a los integrantes de la movilización social en futuros electores que permitieran derribar a la Dictadura en las urnas.

El cuerpo electoral que permitió la transición y el primer gobierno democrático confió en la Concertación la gestión del cambio institucional, retrasado por las llamadas negociaciones de la democracia. La transición no fue real, la resolución de la herencia dictatorial se concentró en dos puntos; el primero la política de reconocimiento de la violencia a través de los informes de derechos humanos y la segunda, la democracia entendida como un acto de participación electoral mediante la revitalización del sistema de partidos bajo el sistema binominal. Las reformas estructurales no llegarán.

La política de modificaciones constitucionales, a través de planes y programas en línea con los acuerdos internacionales de mantención de un Estado neoliberal, ha frenado durante 23 años la posibilidad de una transición efectiva.

La violencia de la dictadura se tejió en las violaciones a los derechos humanos, mientras olvidamos que la Declaración a los Derechos Humanos, además de rechazar la violencia política represiva, condena a los sistemas de relaciones violentas reflejados en materias de salud, educación, vivienda, pensiones, participación electoral y tantos otros puntos que, a partir de la movilización de 2011, comienzan a sonar fuerte en las calles de una generación sin miedo, cansada de la violencia relacional del sistema.

El diálogo generado a partir de la movilización social, abre un puente entre la solidaridad política, la lectura del pasado y la proyección de un futuro deseado, no como un acto utópico sino más bien como un ejercicio político de reflexión histórica. El puente permanece a partir de la coyuntura de movilizaciones que no ha cesado desde entonces. Han bajado su intensidad pero siguen; a través de  pescadores, trabajadores de centros comerciales, empleados de correos, mujeres que luchan por el derecho al aborto, movimientos de diversidad sexual, mapuches, estudiantes secundarios y universitarios, damnificados del terremoto de 2010; los habitantes de Calama, Freirina y Tocopilla y quienes continuarán manifestando las fallas de un sistema que no representa más que al egoísmo de una clase política que niega la soberanía primera de sus ciudadanos, negando la voluntad política y de sus demandas.

La calle se transforma en el reflejo no asumido de las papeletas electorales. Las elecciones y la llamada “fiesta democrática” emplean un discurso político de falsas expectativas para hacernos creer que la demanda social tiene lugar. Por estos días de campaña electoral, el poder político usa como tasa de cambio la renovación de alianzas realzando el personalismo de figuras emblemáticas. Los jóvenes dirigentes del movimiento estudiantil del 2011 y 2012 avanzan hacia la lucha sistémica de un cupo parlamentario, en un ejercicio de legitimación de los partidos en crisis. Los partidos políticos nos quieren hacer creer, una vez más, que han escuchados las demandas de la calle a través de la inclusión de sus dirigentes a las cúpulas del poder.

No nos engañemos, ya nos dijeron que no contarán los votos marcados con las siglas que llaman a una Asamblea Constituyente, que es imposible la educación gratuita en Chile (mientras estas líneas las escribo desde un país, donde la educación superior es gratuita).

El panorama desde la televisión y los medios de comunicación de masa nos muestra hace semanas el sospechoso puente tejido entre la dirigencia estudiantil y los partidos políticos. Algunos celebran, otros critican la acción y ya muchos ni se inmutan.

También nos enteramos de que el SERVEL no llevará registro de los votos marcados a favor de una Asamblea Constituyente, las siglas A.C no llegarán más allá de cada mesa de votación. La manifestación de una opción política legítima en el voto será para el SERVEL una marca o accidente, uno más, en una constancia del acta escrita por los vocales de mesa.

¿Cuántas constancias sobre nuestra voluntad política descansan en un papel archivado por la burocracia?

El despertar de la sociedad, de Mario Garcés es un excelente testimonio sobre la importancia de la movilización social en Chile como en América Latina, procesos de larguísimo aliento que desnudan constantemente las fracturas de un sistema político en crisis. Ni siquiera la permanente atracción de dirigentes sociales al sistema de partidos ha logrado borrar las huellas de la demandas de la movilización social; siguen ahí con los estudiantes, en sus cartolas de pago mensual, en los secundarios que decidieron repetir el año escolar 2011 y las familias que apoyaron las demandas políticas del movimiento.

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